Papá se quedó mirando el piso con asco. Eva no le había dejado verlo antes y lo había comprado con prisas, cuando vendimos la casa de Beckenham y tuvimos que marcharnos.
—¡Dios mío! —se lamentó papá—. ¿Cómo podemos haber venido a parar a semejante antro?
No quería ni sentarse, por si una araña salía disparada de un sillón. Eva tuvo que coger bolsas de plástico grapadas entre sí y cubrir una de las sillas para que fuera lo suficientemente higiénica para acomodar su trasero. Aun así, Eva estaba contenta.
—Veréis el partido que se le puede sacar a esto —repetía, mientras recorría las habitaciones y papá se quedaba pálido por momentos.
Eva le abrazó en medio de la habitación y le besó una y otra vez, por miedo a que perdiera los ánimos y la confianza en ella, y empezara a echar de menos a mamá.
—¿Qué te parece? —preguntó papá, volviéndose hacia mí, su otra preocupación.
—Me encanta —repuse y eso pareció agradarle.
—Pero ¿crees que será bueno para él? —preguntó a Eva.
—Sí —dijo Eva—. Yo le cuidaré —añadió con una sonrisa.
La ciudad me abrió las ventanas al horizonte de par en par. Sin embargo, el hecho de estar metido en un lugar tan animado, ajetreado y espléndido, que ofrecía tantas posibilidades, me infundía una sensación de vértigo: no tenía por qué ayudarme necesariamente a aprovechar esas oportunidades. Seguía sin tener la menor idea de lo que iba a hacer. Me sentía a la deriva y perdido entre la multitud. Todavía no me había hecho del todo con el funcionamiento de las cosas en la ciudad, pero empezaba a averiguarlo.
West Kensington era un barrio formado por hileras y más hileras de edificios de cinco plantas de estuco descascarillado, divididos en dormitorios que ocupaban mayoritariamente estudiantes extranjeros, gente que estaba de paso y personas pobres que ya llevaban años viviendo allí. La línea de metro de District desaparecía bajo tierra hacia la mitad de Barons Court Road, y sus vagones avanzaban paralelos a esa calle en dirección a Charing Cross para aparecer luego en el East End, de donde procedía tío Ted. A diferencia del extrarradio, donde no había vivido nadie de renombre —salvo H. G. Wells—, aquí uno tropezaba con VIPs a cada paso. Gandhi había vivido en una habitación de West Kensington, el célebre propietario Rachman alquilaba un apartamento a la joven Mandy Rice-Davies en la calle vecina; Christine Keeler iba allí a tomar el té; terroristas del IRA vivían amontonados en habitaciones minúsculas y, cuando se reunían en los pubs de Hammersmith, entonaban «Arms for the IRA» a la hora de cerrar. Hasta Mesrine había tenido una habitación junto a la estación de metro.
Así que eso era Londres, y nada me gustaba más que pasarme el día entero paseando por mis nuevos dominios. Londres se me aparecía como una casa enorme de cinco mil habitaciones, todas distintas; lo único que había que procurar era averiguar cómo se comunicaban entre sí para poder pasar de una a otra. Hacia Hammersmith estaba el río con sus bares, animados con el griterío de clase media y también los jardines recoletos que ribeteaban el río a lo largo de Lower Mall y los paseos sombreados del camino de sirga hasta Barnes. Esta parte del oeste de Londres era como el campo para mí; pero sin sus inconvenientes: ni vacas ni campesinos.
Muy cerca estaba el carísimo Kensington, donde las damas adineradas iban de compras y, apenas a un paso, se encontraba Earls Court con sus prostitutas de caras aniñadas, hombres y mujeres, que andaban siempre discutiendo y dándose empujones en los bares, sus travestis, drogadictos y timadores, y mucha gente despistada. Había hoteluchos que apestaban a semen y a desinfectante, agencias de viaje australianas, tiendas de bengalíes casi enanos que estaban abiertas toda la noche, bares con mucho cuero negro, maricas regordetes y bigotudos que intercambiaban misteriosos signos en la puerta y forasteros de ojos ávidos y dinero que vagaban sin rumbo. En Kensington nadie lo miraba a uno; en Earls Court, te miraba todo el mundo con ojos del que se pregunta qué te podrá quitar.
West Kensington, sin embargo, era un área fronteriza en la que la gente repostaba antes de dar el gran salto, o se quedaba atascada para siempre. Era un barrio tranquilo, de pocas tiendas —ninguna interesante— y restaurantes que abrían sus puertas con optimista guirnaldas y muchas invitaciones para la inauguración y a la puerta de los cuales solía aparecer el propietario a las pocas semanas con expresión desconsolada y cara de preguntarse dónde había metido la pata. En sus ojos se leía ya que esa zona no iba a levantar cabeza en la vida. Eva, sin embargo, hacía caso omiso de todos esos ojos: ahí se podía hacer algo, estaba convencida.
—Esto va a subir como la espuma —predijo, mientras charlábamos sentados alrededor de la estufa de queroseno, la única fuente de calor de que disponíamos en aquella época, coronada por unos calzoncillos de papá a medio secar.
A la vuelta de la esquina teníamos un bar famosísimo y ruidosísimo, centro de peleas y de drogas, que se llamaba Nashville. La fachada estaba decorada con vigas de roble y los cristales eran panzudos como un tocadiscos tragaperras Wurlitzer. Todas las noches tocaban grupos nuevos que hacían retumbar el aire de West Kensington con su música.
Como Eva sabía muy bien, la situación de aquel piso siempre iba a actuar como reclamo para Charlie, así que la noche que se presentó buscando comida y cobijo le propuse:
—¡Vamos al Nashville!
Charlie me miró con ojos cautelosos, pero asintió. Parecía bastante ansioso por ir, por ver con sus propios ojos a los grupos más recientes y averiguar así lo que se estaba cociendo en el campo de la música. Sin embargo, creí adivinar en él cierto desánimo. De hecho, luego trató de hacer un cambio de planes y me dijo:
—¿Y no preferirías ir a otro sitio más tranquilo, donde podamos hablar?
Charlie llevaba meses evitando todo tipo de conciertos y actuaciones. Tenía miedo de descubrir que los grupos de Londres eran demasiado buenos, como si el ver a un grupo de jóvenes con mucho talento y futuro fuera a echar por tierra sus frágiles esperanzas y aspiraciones en un terrible segundo de clarividencia y conciencia de sus propias limitaciones. Yo, por mi parte, iba al Nashville todas las noches y estaba convencido de que la gloria que Charlie había alcanzado en el sur de Londres era todo a cuanto podía aspirar. En Londres, los chavales tenían un aspecto increíble y se vestían, caminaban y hablaban como pequeños dioses. Nosotros, en cambio, podíamos muy bien haber aterrizado directamente de Bombay. Nunca les alcanzaríamos.
Como era de esperar, tuve que invitar a Charlie y, aunque lo hice de buena gana porque todavía me encantaba su compañía, tenía poco dinero. Aprovechando que los precios de las propiedades inmobiliarias londinenses estaban en alza, Eva había urdido un astuto plan que consistía en arreglar el piso tal como habíamos hecho con la casa, luego venderlo con un buen margen de beneficios y mudarnos de nuevo. Sin embargo, Eva dedicaba todavía horas y horas a la meditación, a la espera de esa voz del piso que iba a informarle de los tonos que más le favorecían. Cuando llegara la hora, Ted y yo nos pondríamos manos a la obra y nos pagaría religiosamente. Hasta entonces, yo estaba sin blanca y Ted en su casa, evocando recuerdos de la guerra con mamá y tratando de impedir que Jean bebiera.
Charlie se emborrachó enseguida. Estábamos sentados en una pequeña barra lateral del Nashville y noté que empezaba a oler mal. No se cambiaba de ropa demasiado a menudo y, cuando lo hacía, se ponía lo primero que encontraba: jerséis de Eva, chalecos de papá y, ¡cómo no!, mis camisas, que siempre me cogía prestadas pero que jamás volvía a ver. A lo mejor se colaba en una fiesta, encontraba otra camisa que le gustaba más en un armario, se la ponía y dejaba la mía en su lugar. Por eso adquirí la costumbre de cerrar con llave el cajón del escritorio en el que guardaba las camisas todas las noches, hasta que acabé por perder la llave y ahí se quedaron todas mis Ben Sherman.
Hacía tiempo que tenía ganas de confesar a Charlie lo deprimido y solo que me sentía desde que nos habíamos mudado a Londres, pero antes de que pudiera soltar un solo lamento, Charlie ya me había tomado la delantera.
—Soy un suicida —proclamó con solemnidad.
Me dijo que se sentía atrapado en ese círculo vicioso de la desesperación en el que te importa un comino lo que pueda ocurrirte a ti o a los demás.
Un futbolista famoso, con una permanente digna de renombre, estaba sentado al lado de Charlie y escuchaba la conversación. Al poco rato, Permanente se había compadecido de Charlie —como, por lo demás, solía ocurrirle a todo el mundo— y Charlie le preguntaba por los inconvenientes de la fama, como si fuera algo que sufriera en carne propia todos los días.
—¿Y qué haces cuando los periodistas no te dejan ni a sol ni a sombra? —le preguntaba—, ¿cuando están apostados frente a tu ventana todas las mañanas?
—Vale la pena —repuso Permanente—. A veces salgo al campo de juego con una erección, de tanto como me excita.
Invitó a Charlie, pero no a mí, a unas copas. Yo quería dejar a Permanente y hablar con Charlie, pero éste no quería ir a ninguna parte. Por suerte me había tomado un poco de anfeta: cuando estaba colocado me convertía en un todoterreno. Aun así, me sentía decepcionado. Pero, justo en ese momento, alguien dijo que el grupo estaba a punto de empezar a tocar en la sala de al lado y eso cambió mi suerte. De pronto Charlie se echó hacia adelante y devolvió sobre los pantalones del futbolista antes de caerse de espaldas del taburete. Permanente se puso hecho una furia. Al fin y al cabo, la última cena china de Charlie le cubría la bragueta como un charco humeante. Nos había comentado que esa noche tenía la intención de invitar a una mujer al Tramp. Fuera como fuese, Permanente bajó del taburete de un salto y la emprendió a puntapiés contra los huevos de Charlie con sus famosos pies hasta que los gorilas se lo llevaron. Entonces me las arreglé para levantar a Charlie, le llevé hasta la barra principal y le dejé apuntalado contra una pared. Estaba medio inconsciente y hacía verdaderos esfuerzos por no llorar. Sabía hasta dónde habían llegado las cosas.
—Tranquilo —le apacigüé—. Por esta noche, mantente alejado de la gente.
—Ya me encuentro mejor, ¿vale?
—Muy bien.
—De momento.
—De acuerdo.
Me relajé y escudriñé con la mirada aquella sala oscura, al fondo de la cual se erigía un pequeño escenario con una batería y un micrófono. Quizá fuera un provinciano, no lo sé; pero de pronto me di cuenta de que estaba rodeado, por el público más raro que había visto en aquel local. Estaban los melenudos y los colgados de siempre, con sus pantalones negros de terciopelo o tejanos sucios, botas de piel hechas de retazos y chaquetas de piel de oveja, hablando del precio del billete de autobús hasta Fez, de Barclay James Harvest y de guita. Era la clientela habitual, los drogados habitantes de los sótanos y los pisos ocupados de la zona.
Pero delante, muy cerca del escenario, había unos treinta jóvenes vestidos con harapos negros. Es más, con harapos negros llenos de imperdibles. Llevaban el pelo negro muy corto, pero corto de verdad, o bien largo, pero en lugar de lacio hasta los hombros lo tenían en punta y muy tieso, saliendo en todas direcciones como un puñado de agujas. No los habría despeinado ni un huracán. Las chicas llevaban mucha goma y mucho cuero, faldas ajustadísimas con medias agujereadas, la cara blanquísima y los labios de un rojo encendido. Se dedicaban a refunfuñar y a morder a la gente. Acompañando a estos chavales estaban los que tenían todo el aspecto de ser tres travestis sudamericanos de lo más extravagante engalanados con vestidos, colorete y lápiz de labios, uno de los cuales llevaba un tampón usado atado al cuello con un cordel. Charlie estaba inquieto y no paraba de cambiar de postura apoyado contra la pared. Se dejaba llevar por su autocompasión mientras observábamos a aquella raza de alienígenas vestidos con un abandono y una originalidad que nunca nos habríamos podido imaginar. Empezaba a comprender lo que significaba vivir en Londres y la clase de provocaciones con que íbamos a topar. Aquello restituyó el verdadero sentido de las proporciones.
—Pero ¿qué es esta mierda? —soltó Charlie.
Hablaba con desdén, pero saltaba a la vista que aquello le había dejado sin resuello y su voz denotaba admiración.
—No te lo tomes así, Charlie —le dije, sin apartar los ojos del público.
—¿Que no me lo tome así? Estoy jodidísimo. Un futbolista acaba de dejarme los huevos hechos papilla.
—Era un futbolista famoso.
—¡Y mira ese escenario! —se quejó Charlie—. ¿Qué clase de porquería es ésa? ¿Y me haces salir para esto?
—¿Quieres que nos marchemos?
—Sí. Todo esto me da náuseas.
—De acuerdo —accedí—. Apóyate en mi hombro y nos marcharemos de aquí. A mí tampoco me gusta la pinta de todo esto. Es demasiado raro.
—Sí, demasiado raro.
—Es demasiado.
—Sí.
Pero antes de que tuviéramos tiempo de salir, un grupo de chicos jóvenes vestidos con indumentaria parecida a la del público ya había salido al escenario medio arrastrándose. De pronto, sus admiradores se pusieron a dar saltos, a brincar hacia los lados, a berrear y a escupir sobre el grupo hasta que el cantante —un chico delgaducho con el pelo color zanahoria— quedó empapado en saliva. Con todo, no pareció cogerle desprevenido, porque se limitó a devolver al público los insultos y los escupitajos —hasta que resbaló y cayó de culo—, a amorrarse a la botella y a pasearse por el escenario con indolencia como si estuviera en el salón de su casa. Su intención era no ser carismático, mostrarse tal como era en cualquier situación. Aquel chavalín quería ser una antiestrella, y no podía apartar los ojos de él. Charlie debía de estar pasándolo mucho peor.
—¡Menudo idiota! —comentó Charlie.
—Sí.
—Y apuesto lo que quieras a que ni siquiera saben tocar. ¡Mira qué instrumentos! ¿De dónde los habrán sacado, de una tómbola?
—Eso —dije.
—Poco profesional —sentenció.
Cuando aquel grupejo de andrajosos empezó a tocar por fin, la música hizo temblar las paredes. Era lo más agresivo que había escuchado desde los primeros tiempos de los Who. No había paz ni amor, ni solos de batería, ni sintetizadores afeminados. En aquellos chavales inmorales y paliduchos con cabeza de puercoespín salidos de ciudades dormitorio y que soltaban alaridos sobre el odio y la anarquía no había ni una gota de «progresismo» ni de «espíritu experimental». Ni una sola canción duraba más de tres minutos y, al terminar, el chico del pelo color zanahoria nos insultaba a muerte de manera sistemática. Parecía dirigirse exclusivamente a Charlie y a mí, y empezaba a notar que Charlie se iba poniendo tenso a mi lado. Sabía que Londres nos estaba matando cuando oí: «¡A la puta mierda, hippies apestosos! ¡Cabrones de mierda! ¡El aliento os huele a pedo! ¡Al infierno con ellos!»