—Está bien —accedió por fin.
Solté un suspiro de alivio.
—De modo que es feliz con tu padre, ¿eh?
¡Dios santo! Menudo preguntón estaba hecho. Habría sido capaz de matar a cualquiera con sus preguntas, pero lo malo era que nunca escuchaba las respuestas. En realidad, no quería respuestas. Lo único que le importaba era el placer de escuchar su propia voz.
—Esperemos que dure, ¿eh? —insistió—. Escéptico, ¿no?
Me encogí de hombros. Pero ya se me había ocurrido algo que decir, así que lo solté.
—Estuve en los clubes de niños exploradores y lo recuerdo muy bien.
El libro de la selva
es ese de Baloo, Bangheera y compañía, ¿verdad?
—Correcto. Sobresaliente. ¿Y?
—¿Y?
—Y Mowgli.
—¡Ah, sí, Mowgli!
Shadwell me miró con ojos escrutadores esperando un comentario, un titubeo o una ligera mueca desdeñosa.
—El personaje te va que ni pintado —prosiguió—. En realidad, eres Mowgli. Tienes la piel oscura, eres bajito pero fuerte y, con tu traje, tendrás un aspecto sano y encantador al mismo tiempo Espero que no resulte demasiado pornográfico. Algunos críticos van a perder la cabeza por ti. ¡Vas a ver tú! ¡A, a, a, a, a!
Shadwell se puso de pie de inmediato al ver a un par de jovencitas que entraban en la cafetería con unos guiones. El las abrazó y ellas le dieron un beso, al parecer sin asco. Le hablaban con respeto. Esa fue la primera vez que vi lo desesperados que pueden llegar a estar los actores.
—Acabo de encontrar a mi Mowgli —les anunció, señalándome—. Por fin he encontrado a mi pequeño Mowgli. Un actor desconocido dispuesto a abrirse camino.
—Hola —me saludó una de las chicas.
—Yo soy Roberta —dijo la otra.
—Hola —dije a mi vez.
—¿No es espléndido? —dijo Shadwell.
Las dos mujeres me examinaron. Era perfecto. Lo había conseguido. Tenía un trabajo.
Aquel verano, un montón de cosas pasaron muy deprisa, tanto para Charlie como para mí: grandes cosas para él; pequeñas, pero significativas, para mí. A pesar de que llevaba meses enteros sin ver a Charlie, todos los días llamaba a Eva para que me hiciera un informe completo. Y es que, además, Charlie salía en los periódicos y en la televisión. De pronto, resultaba imposible no tropezar con él y con su floreciente carrera. Había triunfado. En cambio, a mí me quedaba todavía el verano entero y prácticamente todo el otoño por delante antes de que empezaran los ensayos de
El libro de la selva
, así que regresé al sur de Londres, contento porque sabía que pronto iba a participar en un espectáculo profesional y encontraría a alguien del reparto de quien enamorarme. Sabía que iba a ser así.
Allie se había marchado a Italia con sus elegantes compañeros de escuela para ir a ver ropa a Milán, menuda ocurrencia. Mamá había dejado a Ted y Jean y se había vuelto a instalar en nuestra antigua casa, y yo no quería que estuviera sola. Afortunadamente, había recuperado su empleo en la zapatería y ya sólo teníamos que pasar juntos las tardes y los fines de semana. Mamá se encontraba mucho mejor y volvía a estar activa, aunque en casa de Ted y Jean había engordado mucho.
Seguía sin hablar demasiado y disimulaba su pena y su herida para no tener que oír voces y comentarios trillados. Con todo, asistí a la transformación de aquella casa que pasó de ser un lugar donde cobijarse —pues nunca había sido más que eso, un cobijo funcional que los niños ponían patas arriba— a convertirse en su hogar. Por primera vez, la vi llevar pantalones, se puso a régimen y se dejó crecer el pelo. Compró una mesa de madera de pino a un chamarilero y, paso a paso, la lijó en el jardín y luego la barnizó, algo que nunca había hecho, que ni siquiera se le había ocurrido hacer. Hasta me sorprendió que supiera qué era el papel de lija, aunque yo podía meter mucho la pata con la gente. Tenía también unas sillas de mimbre de lo más enclenques alrededor de la mesa, que yo me había encargado de cargar sobre la cabeza, y mamá solía pasarse ahí sentada horas y horas haciendo caligrafía, escribiendo felicitaciones de aniversario y Navidad en tarjetones cuadrados de cartulina. Hacía la limpieza más a fondo que nunca, con interés y entusiasmo (había dejado de ser una obligación), se arrodillaba cepillo de fregar en mano y, con un cubo de agua, limpiaba zócalos y detrás de los armarios. Lavó el papel pintado de las paredes y dio una nueva capa a todas las puertas que llevaban las marcas de nuestros dedos. Además compró macetas nuevas para todas las plantas de la casa y se aficionó a la ópera.
Ted nos traía plantas. Le encantaban los arbustos, sobre todo los de lilas, que Jean se había apresurado a desterrar de su jardín. Ahora Ted los compraba para nosotros. También se presentaba en casa con radios viejas, platos, jarras, candelabros de plata y todo cuanto iba recogiendo a lo largo de sus vagabundeos por el sur de Londres mientras esperaba a que Eva reanudara las obras de su nuevo piso.
Yo leía mucho, libros serios como
Las ilusiones perdidas
y
Rojo y Negro
y me acostaba temprano para estar preparado para el trabajo y el amor. A pesar de que apenas me separaban unos pocos kilómetros del río, echaba mucho de menos el Londres que acababa de conocer y me entretenía con juegos de preguntas como: si la policía secreta te condenara a vivir confinado en los suburbios de por vida, ¿qué harías? ¿Suicidarte? ¿Leer? Tenía pesadillas casi todas las noches y me despertaba empapado en sudor. Era el hecho de vivir bajo el techo de mi niñez lo que las conjuraba. Por mucho miedo que tuviera del futuro, ya lo superaría; nada era comparado con la aversión que sentía por el pasado.
Y una mañana empezaron los ensayos, así que me despedí de mamá apenado, abandoné el sur de Londres y regresé de nuevo junto a Eva y papá. Todos los días tenía que correr desde la estación de metro hasta la sala de ensayo y era siempre el último en marcharme, ya de noche. Me encantaba deslomarme trabajando, estar con los otros diez actores en el bar o en la cafetería, sentirme parte del grupo.
Se veía enseguida que Shadwell había pasado muchos fines de semana en el continente estudiando el teatro europeo. Quería un Libro de la selva muy físico, con mimo, voces y expresión corporal. Los decorados y el vestuario tendrían que reducirse a la mínima expresión. Habría que dar vida a la selva, a sus árboles y pantanos, animales, hogueras y cabañas a través del lenguaje de nuestros cuerpos, con gestos y chillidos. Sin embargo, para la mayoría de los actores a los que había reunido, era la primera vez que hacían un trabajo parecido. El primer día, después de correr durante cinco minutos por la sala de ensayo a modo de calentamiento, hubo muchos que se quedaron sin resuello. Había una mujer, por ejemplo, que sólo tenía experiencia como disc-jockey de radio. Un actor con el que trabé amistad, Terry, sólo se había dedicado a la agitación y a la propaganda y había hecho una gira por todo el país en furgoneta con una compañía llamada Vanguardia, que representaba una especie de pastiche de music-hall titulado
¡Lava!
sobre la huelga de mineros de 1972. Ahora, en cambio, se encontraba metido en el papel de Kaa, la serpiente sorda, célebre por la fuerza de su abrazo, y Terry tenía el aspecto de tener un abrazo fuerte. Se pasaba la representación entera siseando y serpenteando por los andamios que subían por los laterales del escenario formando un arco, del que colgaban los monos que se burlaban del oso Baloo, que era incapaz de trepar y gruñía muchísimo. Terry tenía cuarenta y pocos años, tez pálida y cara de rasgos agraciados: el típico galés de clase trabajadora tranquilo y generoso. Me gustó en cuanto le vi, sobre todo porque era un fanático del estar en forma y tenía un cuerpo sólido y musculoso. Decidí que trataría de seducirle, a pesar de que no tenía grandes esperanzas de conseguirlo.
No tuve roces con Shadwell hasta la segunda semana, durante la prueba de vestuario. Al principio, todo el mundo le trataba con respeto y escuchaba con atención sus explicaciones soporíferas. Sin embargo, al poco tiempo ya nos lo empezamos a tomar a broma, porque además de comportarse como un pedante con sus ínfulas de superioridad, le asustaba lo que había emprendido y no aceptaba el menor consejo por miedo a que ocultara una crítica. Un día me llevó aparte y me dejó con la diseñadora, una chica nerviosa que siempre iba vestida de negro. Me la encontré con una bufanda amarilla y un bote de crema de un tono marrón caca en la mano, que trataba de ocultar a su espalda.
—Aquí tienes tu traje, señor Mowgli.
Estiré el cuello para ver lo que tenía en la mano.
—¿Dónde está ese traje?
—Desnúdate, por favor.
Entonces descubrí que tendría que pasearme por el escenario con un taparrabos y untado de maquillaje marrón, es decir, como una boñiga con bragas de biquini. Me desnudé.
—Por favor, no me embadurnes con eso —le pedí, temblando.
—Hay que hacerlo —me dijo—. Y ahora sé un buen chico.
Y mientras me untaba de los pies a la cabeza con aquel estiércol marrón, yo pensaba en Julien Sorel en
Rojo y Negro
, disimulando y conteniéndose siempre por ambición, con el orgullo pisoteado a menudo y, sin embargo, seguro de su superioridad. Así que mantuve la boca cerrada a pesar de que aquellas manos me estaban hundiendo en el barro. Con todo, al cabo de unos días planteé a Shadwell la posibilidad de no tener que cubrirme de mierda para mi debut como actor profesional. Por una vez, Shadwell se mostró conciso.
—¡Pues éste será tu traje! Cuando aceptaste tan alegremente tu primer papel, ¿acaso pensabas que Mowgli llevaría un caftán o un traje de Yves Saint-Laurent?
—Pero señor Shadwell… Jeremy… es que me siento incómodo así. Me da la sensación de que con esto contribuyo a afear más el mundo.
—Sobrevivirás.
Tenía razón. Pero justo cuando empezaba a acostumbrarme al taparrabos y al betún, me había aprendido el texto antes que nadie y era casi tan hábil como un orangután cuando se trataba de trepar, me di cuenta de que aquello sólo era el principio. Shadwell me llevó aparte y me dijo:
—Querría comentarte algo sobre tu acento, Karim. Tendría que ser un acento auténtico.
—¿Qué quieres decir con eso de auténtico?
—¿Dónde nació Mowgli?
—En la India.
—Precisamente; no en Orpington. ¿Y qué acento tienen en la India?
—Pues acento indio.
—Sobresaliente.
—No, Jeremy. Por favor, no.
—Mira, Karim, te he elegido por tu autenticidad, no por tu experiencia.
Apenas podía creerlo. Y, aun cuando acabé por creérmelo, hablamos de ello muchas veces, pero Shadwell seguía en sus trece.
—Pruébalo —me repetía con insistencia cada vez que salíamos de la sala de ensayo para discutirlo—. Eres demasiado conservador, Karim. Ve probando hasta que te sientas cómodo en la piel de un bengalí. Se supone que eres actor, pero empiezo a sospechar que no eres más que un exhibicionista.
—¡Jeremy, ayúdame! No puedo hacerlo.
Shadwell meneó la cabeza. Estaba a punto de llorar, lo juro.
Pasaron unos días sin que se volviera a hablar del asunto del acento. Durante ese tiempo, Shadwell me pidió que me concentrara en los ruidos de animales que tenían que salpicar los diálogos, de modo que, por ejemplo, cuando hablara con Kaa, la serpiente culebreante que salva la vida a Mowgli, tenía que sisear. En realidad, Terry y yo teníamos que sisear juntos. Recordar a papá pontificando delante de Ted y Jean en casa de Cari y Marianne me ayudaba mucho a la hora de sisear. Convertirse en un zoo humano todavía era aceptable, siempre que el acento indio no formara parte del programa.
Cuando volvió a hablar del asunto, todos los actores estaban presentes.
—Y ahora veamos ese acento —dijo Shadwell, de sopetón—. Espero que hayas ensayado en casa.
—Jeremy —le supliqué—, para mí es una cuestión política.
Shadwell me miró hecho una furia. Los demás actores también tenían puestos los ojos en mí, pero eran unos ojos amables. A uno de ellos, Boyd, que había pasado por una terapia de electrochoque y por un cursillo de autoafirmación y terapia básica, le gustaba lanzar sillas por toda la sala como expresión del sentimiento espontáneo. Me dije que quizá le invadiría el sentimiento espontáneo de salir en mi defensa, pero no dijo palabra. Miré a Terry. Como buen trotskista en activo, siempre me pedía que le hablara abiertamente de los prejuicios e insultos que había tenido que padecer por ser hijo de un indio. Por las noches, solíamos hablar de la falta de igualdad, del imperialismo, de la supremacía blanca y de si la libertad sexual era un mero capricho burgués o una contribución real a la disolución de los principios de la sociedad establecida. Y, sin embargo, entonces, como todos los demás, Terry tampoco dijo palabra y se quedó allí parado con su chándal esperando el momento en que tendría que volver a serpentear por el suelo siseando. Pensé: «Prefieres generalizaciones del tipo "tras la revolución, los trabajadores despertarán henchidos de una alegría inconmensurable" que tener que enfrentarte a un fascista como Shadwell.»
Shadwell me habló muy serio.
—Mira, Karim, éste es un grupo de actores muy caro, con talento y mucha experiencia. Son gente dispuesta a trabajar, con ganas de actuar y que siente un gran amor por su humilde oficio; gente entusiasta, voluntariosa y que sabe concentrarse. Ahora bien, por ti y sólo por ti entre los aquí presentes, se está retrasando el trabajo de todos. ¿Estás dispuesto pues a hacer esta concesión justificada al director con experiencia que te lo está pidiendo?
Me entraron ganas de salir de allí corriendo, de regresar al sur de Londres, a mi sitio, de donde me había atrevido a salir sin razón y con arrogancia. Odiaba a Shadwell y a la compañía entera.
—Sí —dije a Shadwell.
Aquella noche, en el pub, no me senté a la misma mesa que los demás actores, así que me quedé en la otra barra con mi jarra de cerveza y mi periódico. Despreciaba a todos aquellos actores por no haber dado la cara por mí y por burlarse de mi acento cuando había tenido que claudicar. Terry abandonó el grupo con el que estaba sentado y se acercó a mí.
—Venga, hombre —me animó—, tómate otra jarra. No te lo tomes tan a pecho. Los actores siempre tienen que tragar mierda.
«Los actores siempre tienen que tragar mierda» era su expresión favorita. Los actores siempre tenían que tragar mierda y uno tenía que aguantarse… mientras la injusta situación actual persistiera.