Había veces en las que sentía tanto amor con sólo mirar a Eleanor —con su cara y todo su ser tan resplandeciente— que no podía soportarlo y tenía que volverme. No quería sentir tanta intensidad, toda aquella turbación y apoderamiento. El sexo, en cambio, me encantaba. Al igual que las drogas, era un juego embriagador. Yo me había criado con chavales que me habían enseñado que el sexo era asqueroso. No era más que olores, obscenidad, vergüenza y risotadas. Sin embargo, el amor era demasiado poderoso para mí: se metía por todos los poros del cuerpo y se pegaba a los órganos, a los músculos, a la sangre; mientras que el sexo, la polla, siempre quedaban fuera. Había una parte de mí que quería ensuciar el amor que sentía, arrancármelo del cuerpo.
Pero no tenía por qué haberle dado tantas vueltas. En realidad, aquel amor ya se estaba volviendo rancio. Me aterrorizaba que Eleanor me dijera que se había enamorado de otro, o que se aburría conmigo. O que no era lo suficientemente bueno para ella. Lo de siempre.
El miedo se coló en mi vida. Se coló en mi trabajo. En los suburbios, pocas cosas me parecían más bobas que el terror que tenía todo el mundo de la opinión del vecino. Por eso mi madre nunca salía al jardín a tender la ropa sin antes peinarse. A mí me importaba un bledo lo que pensara la gente y, sin embargo, entonces necesitaba con urgencia que a Pyke, Tracey y los demás les gustara mi actuación. Mi posición dentro de la compañía no era precisamente envidiable, y me sentía descorazonado. Ni siquiera le contaba a Eva lo que estaba haciendo.
Por las noches, en casa, trabajaba en el andar desacompasado de Changez y su mano impedida y también en el acento, que yo sabía iba a sonar extraño, divertido y típico de la India a los oídos blancos. Había inventado una historia para el personaje de Changez (rebautizado Tariq) que llegaba a Heathrow lleno de esperanzas, con su mísera maleta, después de que en Bombay un conocido de las carreras le hubiera dicho que, en Inglaterra, bastaba con susurrar la palabra «desnúdate» para que las mujeres blancas se quitaran las bragas.
Si alguien hubiera puesto algún reparo a mi persona, me habría marchado de la sala de ensayos y habría regresado a casa y con ese espíritu de obstinación testaruda me preparé para presentar a mi Tariq delante de la compañía. Cuando llegó el día, todo el grupo se sentó en semicírculo a mi alrededor en aquella habitación que teníamos junto al río. Traté de esquivar los ojos de Tracey, que estaba sentada con el cuerpo echado hacia adelante con aire de concentración. Richard y Jon me miraban con ojos inexpresivos. Eleanor me daba ánimos con su sonrisa. Pyke asentía con la cabeza con un bloc de notas apoyado en las rodillas. Louise Lawrence estaba ya a punto, con su cuaderno y sus cinco lápices bien afilados. Carol estaba sentada en la posición del loto y, con la cabeza echada hacia atrás, se desperezaba con aire indolente.
Cuando hube terminado, se quedaron todos en silencio. Parecían estar esperando a que hablara otro. Miré sus caras: la expresión de Eleanor era divertida, pero Tracey tenía una objeción que hacer. Tenía ya el brazo medio en alto. Sin embargo, Pyke lo adivinó a tiempo y, con un ademán, indicó a Louise que empezara a escribir.
—Vamos a ver —dijo— Tariq llega a Inglaterra, conoce a una periodista inglesa en el avión… que será Eleanor; no, Carol, un auténtico bombón de alcurnia. Durante una corta temporada, gracias a ella, Tariq se codea con gente de alto copete, lo cual nos brinda un nuevo campo que explorar. Todas las chicas se vuelven locas por él gracias a su aspecto debilucho y a su aparente necesidad de cariño maternal. Así que tenemos diferencia de clases, de razas, sexo y farsa. ¿Qué más se puede pedir a una noche de ocio?
En la cara de Tracey no quedaba ya el menor rastro de expresión. Me vinieron ganas de dar un beso a Pyke.
—Buen trabajo —me dijo.
La mayoría de los actores adoraban a Matthew. Al fin y al cabo, era un hombre complejo y atractivo y todos le debían muchísimo. Como es natural, yo era tan servil con él como el que más, pero en el fondo me sentía escéptico y prefería mantener las distancias. Ese escepticismo habría que atribuirlo a mis orígenes del sur de Londres, donde cualquiera que tuviera una vena artística —es decir, cualquiera que hubiera leído más de cincuenta libros, fuera capaz de pronunciar Mallarmé correctamente o de distinguir el camembert del brie— era tachado inmediatamente de charlatán, esnob o estúpido.
En realidad, no mantuve una relación demasiado íntima con Pyke hasta el día en que se me rompió la cadena de la bicicleta y empezó a acompañarme a casa, después de los ensayos, en su deportivo negro, un coche con asientos de cuero negro en los que uno iba con la espalda pegada al respaldo y suspendido apenas siete centímetros por encima del asfalto. Cuando lo llevaba descapotado se podía ver desfilar el cielo. Esta especie de nave espacial iba equipada con altavoces en las puertas que desencadenaban una tormenta de los Doors o de cualquier cosa de Jefferson Airplane. En la intimidad de su coche, a Pyke le gustaba charlar largo y tendido sobre sexo, y con tanto detalle que llegué a pensar que todas aquellas historias que contaba no eran más que la expresión de la faceta erótica de una vida profundamente promiscua. Aunque quizá me las contara porque Eleanor me había inoculado el sexo. A lo mejor de mi piel, mis ojos y mi cuerpo emanaba una predisposición carnal que despertaba pensamientos sensuales en los demás.
Una de las primeras cosas que a modo de presentación de sus personajes Pyke me confesó cuando empezamos a hablar fue:
—Cuando tenía diecinueve años, Karim, juré que dedicaría mi vida a dos cosas: sería un gran director y me acostaría con cuantas mujeres pudiera.
Me sorprendió que fuera tan ingenuo como para jactarse de aspiraciones semejantes. Pero luego, con la vista fija al frente mientras conducía, me habló de sus aficiones: asistir a orgías y a los clubes neoyorquinos donde se podían mantener relaciones sexuales; del placer de encontrar lugares poco corrientes y parejas poco corrientes con quienes practicar un acto tan corriente.
Tanto para Marlene como para Matthew, que eran un producto de los sesenta con dinero y oportunidades suficientes para recrear sus fantasías, el sexo era lúdico y educativo al mismo tiempo.
—Conoces a gente de lo más interesante —decía Pyke—. ¿En qué otro lugar si no en uno de esos clubes neoyorquinos puede uno llegar a conocer a una peluquera de Wisconsin?
Para Marlene era lo mismo. Se acostaba con un diputado laborista y pasaba enseguida a sus compañeras de dialéctica chismorreos y todo tipo de información sobre la Cámara de los Comunes y acerca de las luchas internas del Partido Laborista.
Una de las aventuras más recientes de Pyke era con una policía, cuyo principal atractivo no residía en su personalidad —por lo demás, insustancial—, sino en el uniforme y, sobre todo, en su conocimiento de la Inmundicia, que describía con todo detalle a Pyke después de cada felación. Con todo, Pyke estaba comenzando a hartarse de lo que solía llamar su «período legal».
—Estoy buscando una científica, una astrónoma o una física nuclear. Tengo la sensación de que mi base intelectual es demasiado artística.
Con esa manía de asomarse a los recovecos más insólitos de la vida, Pyke y Marlene se me aparecían más como intrépidos reporteros que como exploradores de lo sensual. Su urgencia por arrimarse a la vida real delataba su aislamiento de ella y su obsesión por conocer los mecanismos del mundo me parecía una manifestación más de egocentrismo. Con todo, me guardé mucho de hacer a Pyke partícipe de mis opiniones: me limité a escucharle con los oídos bien abiertos y la respiración entrecortada. Quería conocerle más a fondo. Estaba excitado. El mundo se abría ante mis ojos. Era la primera vez que conocía a alguien como él.
Durante una de esas sesiones de verdades en el coche después de los ensayos, muerto de cansancio, pero contento por haberme empleado a fondo en el trabajo, Pyke se volvió hacia mí con una de esas generosas sonrisas de las que tanto había aprendido a desconfiar.
—Quiero que sepas que estoy muy satisfecho de tu contribución al espectáculo. Tu personaje va a arrancar verdaderas carcajadas, así que he decidido hacerte un regalo muy especial.
El cielo desfilaba sobre mi cabeza a una velocidad de vértigo. Le miré, con su camiseta de un blanco inmaculado y sus pantalones de chándal. Tenía los brazos delgados y la expresión de su cara era tensa y concentrada. Corría muchísimo. La música soul que yo tanto insistía en escuchar estaba puesta a todo volumen. A Pyke le gustaba especialmente el «Going to a Go Go» de Smokey Robinson y, cuando le gustaba algo, nunca parecía tener suficiente. Sin embargo, era la primera vez que la escuchaba y empezaba a pensar que, al fin y al cabo, no era tan mundano como creía, hasta que soltó aquello tan rematadamente mundano que me dejó helado y acalorado al mismo tiempo.
Ahí estaba yo, hablando sin parar.
—Pero es que te has portado tan bien conmigo, Matthew, al ofrecerme este trabajo. Quizá no te das cuenta de lo que significa para mí.
—¿Qué quieres decir con eso de que no me doy cuenta? —me interrumpió con brusquedad.
—Es que ha cambiado mi vida. Si no me hubieras sacado de la nada, todavía estaría decorando casas.
—Tonterías —rezongó—. Eso no es portarse bien, no es más que un trabajo. Ahora bien, lo de tu regalo sí que es portarse bien de verdad. Mejor dicho: quién es tu regalo. Quién, quién.
—¿Quién? —Empezábamos a sonar como un coro de lechuzas—. ¿Quién es?
—Marlene.
—Tu mujer se llama Marlene, ¿no?
—Sí. Si la quieres, es tuya. Ella sí te quiere.
—¿A mí? ¿En serio?
—En serio.
—¿Que me quiere a mí? ¿Para qué?
—Dice que eres el típico chico inocente que habría vuelto loco a André Gide y, como Gide está muerto, supongo que tendrás que contentarte con ella, ¿no?
No me sentía halagado en lo más mínimo.
—Matthew, no me había sentido tan halagado en mi vida —dije—. Es increíble.
—¿A que sí? —Y me sonrió—. Un regalo entre amigos. Una muestra de mi aprecio.
No quería parecer un desagradecido, pero sabía que no podía dejar las cosas así, pues me arriesgaba a encontrarme en una situación difícil en el futuro. Era evidente que, de rechazar el regalo de Pyke, no iba a causarle demasiada buena impresión. Cualquier actor del mundo habría dado con gusto las dos piernas sólo por hablar cinco minutos con él y ahí estaba yo ante la oferta de tirarme a su esposa. Era consciente de que era todo un privilegio. Me daba perfecta cuenta del valor de lo que me estaba ofreciendo. Le estaba muy agradecido, desde luego, pero tenía que andar con mucho cuidado. Además, una parte de mí, mi polla para ser más exactos, se sentía comprometida ante esa oferta.
—Quiero que sepas, Matthew —dije por fin—, que estoy saliendo con Eleanor. Me gusta de verdad y a ella le gusto también, o eso creo.
—Eso ya lo sabía, Karim. Fui yo el que le dije a Eleanor que se interesara por ti.
—¿Sí?
Pyke me miró y asintió con la cabeza.
—Gracias —dije.
—No hay de qué. Eres lo que necesitaba. Tranquilizante. Llevaba mucho tiempo deprimida desde que su novio se mató de esa forma tan espantosa.
—¿Ah, sí?
—¿No te habrías deprimido tú también?
—Sí, hombre, claro.
—Fue horrible —prosiguió—. Era un hombre excepcional.
—Ya lo sé, ya.
—Tenía belleza, talento y carisma. ¿Le conociste? —me preguntó.
—No.
—Me alegra que estéis juntos —dijo Pyke con una sonrisa.
Aquella revelación sobre Eleanor me dejó destrozado. Pensé en lo que Pyke me acababa de decir y traté de hacerlo encajar con lo que ya sabía de Eleanor y con algunas otras cosas de su pasado que ella me había contado. ¿De modo que su novio se había matado de una manera espantosa? ¿De qué manera? ¿Cuándo? ¿Por qué no me lo había contado? ¿Por qué nadie me lo había contado? Estaba a punto de preguntar a Pyke, pero pensé que ya era demasiado tarde, que me iba a tomar por un idiota por haberle mentido.
Así que Pyke siguió hablando y hablando, pero yo apenas le oía. El coche se detuvo junto a la estación de metro de West Kensington. La boca de salida escupía un revoltijo de gente que regresaba en metro a la ciudad y que prácticamente se dirigía a sus casas corriendo. Pyke estaba escribiendo algo en un cuaderno que apoyaba encima de la rodilla.
—Trae a Eleanor el sábado. Hemos invitado a unos amigos a cenar y me encantaría que vinierais los dos. Estoy seguro de que nos podemos divertir.
—Yo también —le dije.
Me apeé del coche con cierto esfuerzo llevando la dirección de Pyke en la mano.
Al llegar a casa, que estaba ya medio destrozada desde que Ted había empezado las obras, me encontré a papá escribiendo. Estaba trabajando en un libro sobre su infancia en la India. Más tarde se marcharía a dar su clase de meditación a un local cercano. Eva había salido. A veces, me aterraba la perspectiva de ver a papá. Si no estaba de humor para verle o no me sentía con fuerzas para pararle los pies, su estado de ánimo podía resultar un golpe tremendo. Unas veces le daba por pellizcarme las mejillas o retorcerme la nariz, o por cualquier otra cosa que se le antojaba la más graciosa del mundo. Otras veces se levantaba el jersey y tamborileaba los dedos encima de la barriga y no lo dejaba hasta que adivinaba si se trataba de la melodía de «Land of Hope and Glory» o de «The Mighty Quinn» en la versión de Manfred Mann. Juraría que se examinaba el barrigón por lo menos cinco veces al día, le daba palmaditas, se estrujaba los michelines, y hasta hablaba de ellos con Eva como si fueran la séptima maravilla del mundo o trataba de convencerla de que se los mordiera.
—Los indios tienen el centro de gravedad más abajo que los hombres occidentales —aseguraba—. Estamos más centrados. Vivimos de acuerdo con el punto correcto: el estómago. La barriga, no la cabeza.
Eva se lo aguantaba todo y hasta se reía. Pero papá no era mi amiguito. Además, empezaba a considerarle, no ya un padre, sino un extraño de características ajenas. Ahora ya formaba parte del mundo, ya no era su fuente y, aunque me apenara, en cierto modo no dejaba de ser otra persona. Por otra parte, desde que Eva trabajaba tanto, la inutilidad de papá no dejaba de sorprenderme. No sabía hacer una cama, ni lavarse la ropa, ni planchársela. No sabía cocinar y ni siquiera sabía cómo componérselas para preparar té o café.