El buda de los suburbios (44 page)

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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

BOOK: El buda de los suburbios
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Mi primera impresión según la cual el éxito había supuesto para Charlie una liberación era equivocada: había un montón de cosas de Charlie que me pasaban por alto, sencillamente porque quería que me pasaran por alto. A Charlie le gustaba recitar el «Oh tenebroso, tenebroso, tenebroso» de Milton y él era tenebroso, desdichado y estaba airado. Enseguida aprendí que fama y éxito eran dos cosas muy distintas en Gran Bretaña y en Estados Unidos. En Gran Bretaña, exhibirse se consideraba una vulgaridad, mientras que en Estados Unidos la fama tenía un valor de por sí, más alto aun que el del dinero. Los familiares de los famosos eran famosos a su vez… Sí, la fama era hereditaria: los hijos de las estrellas eran estrellitas. Además, la fama proporcionaba cosas imposibles de conseguir a cambio de dinero. La fama era algo que Charlie había ambicionado desde el día en que había colgado la venerada imagen de Brian Jones en la pared de su cuarto. Y, sin embargo, ahora que ya la tenía, había descubierto que no podía prescindir de ella cuando se le antojara. A veces, sentado a la mesa de un restaurante, se quedaba callado una hora entera y luego se ponía a gritar: «¿Por qué tiene que mirarme esa gente cuando estoy intentando comer? ¡Y esa mujer que lleva esa borla de polvera por sombrero, que se vaya a la mierda!» Le requerían constantemente. El Pez se había asegurado ya de que Charlie estuviera siempre de actualidad y le hacía aparecer en programas de entrevistas, en estrenos y en galerías, donde tenía que ser invariablemente gracioso e iconoclasta. Una noche llegué tarde a una fiesta y lo encontré acodado a la barra con la expresión sombría de quien ya está harto porque la anfitriona estaba empeñada en que les hicieran una fotografía juntos. Charlie empezaba a estar en desacuerdo con todo aquel tinglado: no tenía el don.

Hubo un par de episodios que por fin me incitaron a regresar a Inglaterra y a salir de la vida de Charlie. Un día, regresábamos a casa del estudio de grabación y un hombre nos abordó por la calle.

—Soy periodista —nos dijo con acento inglés. Debía de rondar la cuarentena. Respiraba con dificultad, tenía las mejillas hundidas y era calvo. Apestaba a alcohol y parecía desesperado—. Ya me conoces, Tony Bell. Trabajaba para el
Mirror
, en Londres. Necesito que me concedas una entrevista. Podríamos fijar una cita. Soy bueno, ya lo sabes. Hasta puedo escribir la verdad.

Charlie echó a andar, pero aquel periodista era un pobre desgraciado y ya no le quedaba orgullo, así que se puso a seguirnos corriendo por la calzada.

—¡No te pienso dejar en paz! —dijo, sin resuello—. Tu nombre está donde está gracias a gente como yo. Si hasta he entrevistado a tu madre.

Y, entonces, agarró a Charlie del brazo. Ahí ya dio el paso en falso. Charlie trató de sacudírselo de encima, pero el hombre no lo soltaba. Entonces fue cuando le arreó un puñetazo en la sien y el hombre se fue dejando caer, medio atontado, hasta quedarse de rodillas gesticulando como quien implora perdón. Pero Charlie no había descargado todavía toda su rabia, así que le dio una patada en el pecho y, cuando el hombre se agarró a sus piernas porque se caía hacia un lado, Charlie le pisoteó las manos. Aquel hombre vivía por ahí cerca y yo me lo encontraba por la calle, por lo menos una vez a la semana, con la bolsa de la compra del colmado en la mano sana.

El otro motivo que me impulsó a querer abandonar Nueva York fue de orden sexual. A Charlie le gustaba experimentar. Desde los tiempos de la escuela en que hablábamos acerca de con cuál de las mujeres menstruantes de la fiesta nos gustaría practicar el cunnilingus (y ninguna de ellas bajaba de los sesenta) queríamos follarnos a cuantas mujeres pudiéramos. Y, al igual que esa gente que se ha criado en tiempos de escasez y racionamiento, ninguno de nosotros podía olvidar lo que habíamos suspirado por el sexo y las tribulaciones que habíamos tenido que pasar para conseguirlo. Así que nos llevábamos sin manías a todas las mujeres que se ofrecían.

Una mañana, estábamos comiendo rosquillas y muesli y tomando zumo de naranja con cubitos mientras hablábamos de nuestra escuela de medio pelo como si fuera el mismísimo Eton, cuando Charlie comentó de pasada que había estado pensando en varios aspectos del sexo, en ciertas perversiones que quería poner en práctica.

—Va a ser la experiencia definitiva —dijo—, así que a lo mejor te interesa estar presente, ¿no?

—Si quieres…

—¿Cómo que si quiero? Te estoy ofreciendo una cosa, tío, y lo único que se te ocurre decir es «si quieres». Antes solías estar dispuesto a cualquier cosa. —Me miró con verdadero desprecio—. Tus nalgas morenitas eran capaces de pasarse horas y horas bombeando sin perder comba por cualquier orificio repugnante y abrirse camino a través de hongos y todo tipo de asquerosidades…

—Todavía estoy dispuesto a cualquier cosa.

—Sí, pero estás triste.

—Es que estoy despistado —le confesé.

—Pues escucha —dijo Charlie inclinándose hacia mí y dando un golpecito a la mesa—. Sólo llegaremos a conocernos bien si nos forzamos hasta el límite, y eso es precisamente lo que pienso hacer: llegar hasta el mismísimo límite. Mira a Kerouac y a toda esa gente.

—Eso, mírales. ¿Y qué, Charlie?

—Bueno, estoy hablando, así que déjame terminar —me dijo—. Vamos a llegar hasta el fondo y va a ser esta noche.

Así que aquella noche, a las doce, se presentó en casa una chica llamada Frankie. Fui yo quien bajó a abrirle la puerta mientras Charlie se apresuraba a poner el primer disco de la Velvet Underground —habíamos tardado media hora en decidir la música que íbamos a escuchar esa noche—. Frankie tenía el pelo cortísimo, una cara huesuda y pálida, un diente cariado y era joven, tenía veintipocos años, una voz modulada y aterciopelada y la risa fácil. Llevaba puesta una camisa negra y mallas negras. Cuando le pregunté «¿A qué te dedicas?», fue como volver a oír a uno de aquellos obsesos de las camisas de nailon de las antiguas veladas que Eva solía celebrar en Beckenham hacía tanto tiempo. Descubrí que Frankie era bailarina, actriz, y que tocaba el chelo eléctrico. De pronto, dijo:

—El sometimiento me interesa. Me refiero al dolor como juego. Todo el mundo ama profundamente el dolor. El deseo de padecer dolor existe, ¿no crees?

Al parecer, muy pronto íbamos a averiguar si existía o no ese deseo. Miré a Charlie, porque quería compartir con él la gracia que me había hecho, pero estaba sentado con el cuerpo echado hacia adelante y no hacía más que asentir con entusiasmo a todo cuanto decía. Cuando Charlie se puso de pie, yo me levanté a mi vez. Frankie me cogió del brazo y Charlie de la mano.

—A lo mejor os lo queréis montar juntos, ¿qué me decís?

Miré a Charlie y recordé la noche de Beckenham en que había tratado de besarle y él había apartado la cara. De lo mucho que me deseaba —me dejó que le tocara—, aunque se negara a reconocerlo, como si pudiera desentenderse de lo que estaba haciendo sin necesidad de marcharse. Papá lo había adivinado en cierto modo. Pero es que eso fue la misma noche en que sorprendí a papá follándose a Eva en el césped, el acto que supuso mi iniciación en la traición, la mentira, el engaño y el dejarse llevar por el corazón. Esta noche, en cambio, la expresión de Charlie era franca, cariñosa; no había en ella ni rastro de rechazo, sólo entusiasmo. Esperó a que yo hablara. Nunca me había imaginado que un día me miraría de ese modo.

Subimos, porque Charlie había preparado la habitación. Estaba prácticamente en penumbra, apenas iluminada por unas cuantas velas: una a cada lado de la cama y tres encima de las estanterías de libros. Por alguna razón la música era cantos gregorianos. Nos habíamos pasado horas y horas discutiendo el asunto. No quería oír nada que pudiera distraerle mientras le torturaban. Charlie se desnudó. Estaba más delgado que nunca, musculoso, con la piel tensa. Frankie echó la cabeza hacia atrás y Charlie la besó. Yo seguía ahí de pie, así que me aclaré la voz y dije:

—¿Estáis seguros de que queréis que me quede y todo eso?

—¿Y por qué no? —dijo Frankie, mirándome por encima del hombro—. ¿Qué quieres decir con eso?

—¿Estáis seguros de que queréis espectadores?

—No es más que sexo —dijo—. Tampoco le van a operar…

—Sí, claro, pero…

—¡Siéntate de una vez, Karim, haz el favor! —me pidió Charlie—. Y deja de hacer memeces, que no estamos en Beckenham.

—Eso ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué sigues ahí como un pasmarote con ese aspecto tan inglés?

—¿Qué quieres decir con eso de inglés?

—Tan escandalizado, tan santurrón y moralista, tan inepto para entusiasmarse y divertirse. Vaya unos estrechos, los ingleses. Aquello es el Reino de los Prejuicios. ¡No seas como ellos!

—Charlie es tan vehemente… —dijo Frankie.

—En ese caso me pondré cómodo —dije—. Como si no estuviera.

—Eso por descontado —dijo Charlie, furioso.

Me fui a instalar en el sillón que había junto a la ventana con las cortinas corridas —el rincón más oscuro de la habitación— con la esperanza de que se olvidaran de mi presencia. Frankie se desnudó, dejando al descubierto sus tatuajes, y se estuvieron acariciando de la manera ortodoxa. Frankie estaba hecha un fideo, así que acostarse con ella debía de ser algo así como meterse en la cama con un paraguas. Y yo seguía dando sorbitos a mi piña colada y, a pesar de estar sudando debido a la indignidad de la situación, no podía dejar de pensar en lo insólito que era presenciar el coito de otra pareja. ¡Lo educativo que iba a resultar! ¡La de conocimientos que se podían extraer a través de una ilustración práctica de caricias, posiciones y posturas! Se lo iba a recomendar a todo el mundo.

Frankie tenía su bolsa junto a la cama y la abrió para coger unas correas de cuero con las que inmovilizó las muñecas y los tobillos de Charlie. Acto seguido, le ató a aquella cama tan pesada y espaciosa y lo remató metiéndole un pañuelo negro en la boca. Después de revolver el bolso durante un rato, sacó una cosa que tenía todo el aspecto de ser un murciélago muerto. En realidad, se trataba de una capucha de cuero negro con una cremallera en la parte de delante. Frankie cubrió la cabeza de Charlie con él y se puso de rodillas para poder abrochárselo por detrás, con los labios fruncidos por la concentración, como si estuviera cosiendo un botón. Y ya dejó de ser Charlie: se había convertido en un cuerpo con un saco por cabeza, sin humanidad y listo para ser ejecutado.

Frankie le besó, le lamió y chupó como una amante sentada encima de él. Vi que Charlie empezaba a relajarse, pero vi también que Frankie cogía una de las velas y la sacudía mientras la mantenía en alto justo a la altura del pecho, hasta hacerle gotear la cera fundida sobre la piel. Al notarla, dio una sacudida y soltó un gruñido y fue todo tan inesperado que se me escapó una carcajada. Eso le enseñaría a no pisotearle las manos a la gente. Luego empezó a echarle cera por todo el cuerpo: barriga, muslos, pies, polla. Y ahí sí que, de haber sido yo la víctima de la cera hirviendo en el escroto, habría atravesado el tejado. Como es natural, Charlie tuvo la misma reacción; se debatió y la cama se tambaleó, pero ninguna de las dos cosas disuadió a Frankie de pasarle la llama de la vela por encima de los huevos. Aquella misma tarde, Charlie me había advertido: «Habrá que asegurarse bien de que estoy bien atado. No quiero huir. ¿Cómo era aquello que dijo Rimbaud? "Quiero ir hasta el fondo de la degradación para alcanzar lo desconocido a través de la anulación de los sentidos." Esos poetas franceses son los responsables de un montón de cosas y yo estoy dispuesto a llegar hasta el final.»

Así que mientras Charlie se acercaba a lo desconocido, Frankie se iba moviendo sobre él susurrándole palabras de aliento:

—Mmmm… eso sí ha estado bien. ¿Qué? ¿Te ha gustado? Tienes que estar convencido, convéncete, ¿Y qué me dices de esto? Delicioso, ¿a que sí? Y esto; esto sí que es fuerte. Se nota que empiezas a cogerle el gustillo, Charlie —le dijo mientras le dejaba la polla hecha prácticamente una salchicha de Frankfurt.

«¡Dios santo! —pensé—, ¿qué diría Eva si nos viera, a su hijo y a mí, en este preciso instante?»

Mis elucubraciones se vieron interrumpidas por algo que yo veía pero Charlie no podía ver. Frankie sacó un par de pinzas de madera de la bolsa y, mientras le mordisqueaba un pezón, le pellizcó el otro con una de las pinzas que, según pude observar, tenía un muelle con un aspecto de lo más eficaz. Luego le pellizcó el otro pezón con la que le quedaba.

—Relájate, relájate —le decía, pero me pareció detectar un cierto apremio en sus palabras, como si tuviera miedo de haber ido demasiado lejos.

Charlie tenía la espalda arqueada y todo el aspecto de estar soltando alaridos por los oídos. Sin embargo, al oír su voz, se fue relajando poco a poco hasta acostumbrarse al dolor, lo cual, en el fondo, no dejaba de ser exactamente lo que pretendía. Y fue entonces cuando Frankie se detuvo y le dejó a solas unos minutos así, tal cual, para darle tiempo de poder familiarizarse con lo que era deseo y lo que era dolor autoinfligido. Y fue en ese momento, en cuanto la vi apagar la vela de un soplo, lubricarla y metérsela por el culo hasta el fondo, cuando me di cuenta de que ya no amaba a Charlie. Ya nada me importaba lo que hiciera o pudieran hacerle. No me interesaba lo más mínimo. Yo ya le había superado y me había ido descubriendo a mí mismo a través de todo cuanto había ido rechazando. En aquel momento sólo me parecía un alocado.

Me puse de pie. Me sorprendió descubrir que Charlie no sólo seguía con vida todavía, sino que, además, la tenía dura como una piedra. Comprobé este extremo cambiándome de sitio y yéndome a situar junto a la cama, a primera fila, donde me agaché para ver cómo Frankie se sentaba a horcajadas encima de él y se lo follaba, indicándome que le quitara las pinzas cuando se estuviera corriendo. Me alegró ser de utilidad.

Fue una noche estupenda, enturbiada sólo por Frankie, que perdió una de sus lentillas.

—¡Me cago en Dios! —exclamó—. ¡Es el único par que tengo!

Así que nos pusimos los tres a gatas y nos pasamos media hora buscando por toda la habitación.

—Habrá que levantar los tablones de madera del suelo —se rindió Frankie—. ¿No tenéis una palanca en esta casa?

—Puedes usar mi carajo —le propuso Charlie.

Charlie le dio dinero y se deshizo de ella.

Después de esto decidí que iba a regresar a Londres. Mi agente me había telefoneado para decirme que se habían convocado unas pruebas muy importantes. Iban a ser las pruebas más importantes de mi vida, me aseguró, una razón más que suficiente para no presentarme. Por otra parte, era también la prueba que mi agente me había buscado, así que pensé que habría que recompensarle con mi presencia.

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