A primera vista no le reconocí. Y, en parte, era debido al nuevo ambiente en el que estaba viviendo. Burbuja estaba sentado en la cocina comunal, toda de madera de pino, rodeado de plantas y de montones de periódicos radicales. Colgados en la pared había carteles que anunciaban manifestaciones contra Sudáfrica y Rhodesia, mítines y vacaciones en Cuba y Albania. Changez se había cortado el pelo, el bigotito a lo Flaubert había desaparecido de debajo de su nariz y llevaba un mono de color gris enorme abotonado hasta el cuello.
—Pareces un mecánico de coches —le dije.
Changez me dedicó una sonrisa de oreja a oreja. Entre otras razones, estaba radiante porque se acababan de retirar los cargos por agresión que había contra él una vez comprobado que Anwar había fallecido como consecuencia de un ataque cardíaco.
—De ahora en adelante, voy a aprovechar la vida al máximo,
yaar
—me dijo.
Sentados a la mesa con Changez estaban Simon y una chica rubia, Sophie, que comía bollos y que acababa de regresar después de haber estado vendiendo periódicos anarquistas a la entrada de una fábrica.
Cuando, para gran sorpresa mía, Changez se ofreció para ir a la tienda a comprar leche, aproveché para preguntarles cómo andaban las cosas con Changez, si todo marchaba bien. ¿Conseguía arreglárselas solo? Supongo que por el tono de mis preguntas debieron de pensar que consideraba a Changez una especie de retrasado mental. Sin embargo, a Simon y a Sophie les era simpático. En una ocasión, Sophie se refirió a él como al «inmigrante incapacitado» y supongo que el Asesino del Consolador era exactamente eso. Quizá aquello le diera cierta respetabilidad en aquella casa. Por lo menos, había tenido la prudencia de no hablar con detalle de que procedía de una familia propietaria de caballos de carreras. Y debió de omitir también todas esas historias que solía contarme sobre la infinidad de criados que había tenido y su análisis de las cualidades que —a su juicio— eran básicas en todo criado, cocinero o barrendero que se preciara.
—Me encanta la vida de comuna, Karim —me confesó Changez ese mismo día, cuando salimos a dar un paseo—. Se respira un ambiente familiar pero sin incordios de tías y tíos. Pero eso de las reuniones,
yaar
… Hay una cada cinco minutos. Y hay que sentarse a hablar de esto y de lo de más allá, del jardín, de la cocina, de la situación de Inglaterra, de la situación de Chile, de la situación de Checoslovaquia. ¡Si es que esto es una democracia que ha perdido los estribos,
yaar
! Pero, de todos modos, sigue siendo sorprendente la de desnudos que ves todos los días.
—¿Qué desnudos?
—Los desnudos totales. Desnudos integrales.
—¿Qué tipo de desnudo integral y total?
—En esta casa hay cinco chicas y Simon y yo somos los únicos representantes del sexo masculino. Pues bien, esas chicas, fieles al principio comunista según el cual no hay de qué avergonzarse, se pasean sin ropa, ¡con los pechos al aire y sin sujetador! ¡Con la mata sin hoja de parra!
—¡Por Dios…!
—Pero es que no me puedo quedar aquí…
—¿Cómo? ¿Después de todo lo que me has dicho? ¿Y por qué no, Burbuja? ¡Fíjate dónde te he ido a meter! ¡Piensa en todos esos pechos sin sostenes a la hora del desayuno!
—Karim, me destroza el corazón,
yaar
, pero es que Jamila ha empezado a soltar grititos con ese chico tan simpático, Simon. Duermen en la habitación de al lado y todas las noches tengo que soportar el alboroto que organizan en la cama. Me va a reventar los tímpanos hasta el día del Juicio Final.
—Pero eso tenía que ocurrir un día u otro, Changez. Si quieres, te compraré unos tapones para los oídos. —Y me entraron ganas de reír al imaginarme a Changez escuchando cómo alguien se tiraba noche tras noche al amor de su vida—. Oye, ¿y por qué no te cambias de habitación?
Changez negó con la cabeza.
—Me gusta estar cerca de ella. Me gusta oír cómo se mueve. Reconozco todos y cada uno de los ruidos que hace. A veces está sentada, otras está leyendo. Me gusta saberlo.
—¿Quieres que te diga una cosa, Changez? A veces, el amor se parece mucho a la estupidez.
—El amor será siempre amor y es eterno. En Occidente ya no existe el amor romántico. Lo cantan mucho por la radio, pero en este país nadie sabe querer de verdad.
—¿Y qué me dices de Eva y papá? —le repliqué, con seguridad—. No me digas que eso no es romántico.
—Eso es adulterio. Está muy mal.
—Ah, ya.
Me alegraba ver a Changez tan animado. Parecía estar contento de haber salido de su antiguo letargo para iniciar una nueva vida, una vida que nunca habría imaginado que encajara con él.
Mientras ganduleábamos por ahí me di cuenta de lo pobre que era y lo muy abandonada que estaba aquella zona —el sur de Londres— comparada con el Londres en el que entonces vivía. La gente sin empleo vagaba por las calles sin lugar donde caerse muerta, los hombres con sus abrigos deslucidos y las mujeres con sus zapatos viejos y sin medias. Mientras paseábamos y mirábamos a nuestro alrededor, Changez me confesó lo mucho que le gustaban los ingleses, lo educados y considerados que eran.
—Son todos unos caballeros. Especialmente las mujeres. No están todo el rato tratando de humillarte como las indias.
Esos caballeros a los que se refería tenían un aspecto poco saludable y un cutis grisáceo. Las casas parecían campamentos provisionales para prisioneros de guerra; había perros campando por doquier, basura esparcida por todas partes, pintadas. Habían plantado unos arbolillos y, a pesar de que los habían tratado de proteger con una cerca metálica, de todos modos habían acabado arrancados de cuajo. En las tiendas sólo se veía ropa de mala calidad y pésima confección. Todo tenía un aspecto raído y de baratillo, y lo peor era cuando trataban de deslumbrar.
Probablemente, Changez debía de ir pensando lo mismo que yo, porque dijo:
—A lo mejor me siento como en casa porque me recuerda a Calcuta.
Cuando le dije que había llegado la hora de marcharme, le cambió el humor. De la melancolía pasó bruscamente a la agresividad del hombre de negocios, como si se hubiera preparado con antelación lo que iba a decir y hubiera llegado el momento de soltarlo.
—Dime una cosa, Karim, ¿no me estarás usando para tu personaje del espectáculo, no?
—No, Changez. Ya te lo dije.
—Sí, me diste tu palabra de honor.
—Sí, eso es. ¿Estamos?
Se quedó pensativo un momento.
—Claro que, al fin y al cabo, ¿qué significa tu palabra de honor?
—Pues todo, tío, todo, ¡por el amor de Dios! ¡Vamos, Changez, si es que ahora resultará que te estás convirtiendo en un asqueroso fariseo!
Pero Changez me miró muy serio, como si no me creyera, el muy cabrón, y luego desapareció en el sur de Londres con sus andares de pato.
Al cabo de unos días, cuando ya llevábamos unos cuantos preestrenos de la obra en Londres, Jamila me telefoneó para decirme que habían atacado a Changez debajo de uno de los puentes del ferrocarril cuando regresaba de una de sus sesiones con Shinko. Era una de esas típicas noches de invierno del sur de Londres —silenciosas, oscuras, frías, húmedas y con niebla— cuando una banda se abalanzó sobre él y le llamó paqui, sin reparar en que era indio. Le habían dejado molido a patadas y hasta habían intentado grabarle las iniciales del Frente Nacional en la barriga con una cuchilla de afeitar, pero acabaron por huir a la carrera cuando Changez puso en marcha la sirena de su alarido guerrero musulmán, que debieron de oír hasta en Buenos Aires. Como era de esperar, se había llevado un susto tremendo y estaba cagado de miedo y muy afectado, me contó Jamila. Pero hay que reconocer que enseguida supo aprovecharse del buen corazón de los demás. Ahora Sophie se encargaba de llevarle el desayuno a la cama y hasta le habían dispensado de varios turnos de cocina y de lavar los platos. La policía, que ya empezaba a hartarse de Changez, llegó a insinuar que se había revolcado bajo el puente a propósito y se había autolesionado sólo para desacreditarles.
Aquel ataque contra Changez me enfureció y pregunté a Jamila si podía hacer algo por ellos. Sí, este tipo de ataques se repetían cada dos por tres, así que lo mejor era que participara con Jamila y sus amigos en una marcha de protesta convocada para el sábado siguiente. El Frente Nacional iba a desfilar por el barrio asiático. Se esperaba una reunión fascista ante el Ayuntamiento, ataques contra comercios propiedad de asiáticos, y muchas vidas iban a correr peligro. La gente del barrio estaba asustada. Nada se podía hacer por evitarlo: la única opción era manifestarse y que se oyera nuestra voz. Le dije que no faltaría.
Últimamente no me acostaba con Eleanor más que una vez a la semana. Aunque no habíamos hablado nada al respecto, me trataba con cierta frialdad. Eso no me preocupaba; después de los ensayos prefería irme a casa a pasar miedo solo. Me estaba preparando para el estreno y me paseaba por el piso caminando como Changez, pero no tratando de caricaturizarle, sino más bien de meterme en su pellejo. El mismísimo Robert de Niro se habría sentido orgulloso de mí.
Daba por sentado que Eleanor se pasaba las noches en fiestas con sus amigos. A menudo me invitaba, es verdad, pero ya había tenido ocasión de comprobar que, después de estar dos horas en compañía de su pandilla, me aburría y me entraba una apatía tremenda. La vida había ofrecido sus labios a toda esa gente, pero al ver cómo se arrastraban de fiesta en fiesta para ver las mismas caras y repetir siempre lo mismo, noche tras noche, vi que en realidad se trataba del beso de la muerte, y me di cuenta de lo débiles e incapaces que llegaban a ser. ¿Qué pasión, deseo o hambre podían alimentar repantigados en sus saloncitos de Londres? Dije a mi consejero político, el sargento Monty, que no valía la pena odiar a la clase dominante, pero él no estaba de acuerdo. «Su autocomplacencia todavía les hace peores», argumentó.
Cuando telefoneé a Eleanor y le dije que había que unirse a la manifestación para hacer frente a los fascistas, su reacción me extrañó, sobre todo teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a Gene. Parecía navegar en un mar de dudas. Por una parte estaba lo de las compras en Sainsbury's y luego lo de la visita al hospital a fulanito de tal.
—Nos veremos en la mani, cariño —dijo por fin—. Es que tengo la cabeza un poquito liada.
Colgué el auricular.
Ya sabía lo que iba a hacer. Se suponía que tenía que ir a reunirme con Jamila, Changez, Simon y Sophie y todos los demás en el caserón aquella misma mañana, pero ¿qué más daba? Iba a llegar tarde y, como no quería perderme la manifestación, iría directamente.
Esperé una hora y cogí el metro en dirección norte, hacia la casa de Pyke. Me metí en el jardín de la casa que estaba justo enfrente de la suya, me senté en un tronco y me puse a observar la casa de Pyke a través de un pequeño claro del seto. Y fue pasando el tiempo. Empezaba a ser bastante tarde. Tendría que coger un taxi para llegar a la manifestación a tiempo. Bueno, tanto daba, siempre que Jamila no me pillara cuando me estuviera apeando del taxi… Después de tres horas de espera, vi a Eleanor llegar a casa de Pyke. ¡Menudo genio estaba hecho! ¡Lo había adivinado! Eleanor llamó al timbre y Pyke le abrió la puerta de inmediato. No hubo ni un beso, ni una caricia, ni una sonrisa: sólo la puerta que volvía a cerrarse tras de ella. Y luego, nada. ¿Qué estaba esperando? No podía apartar los ojos de la puerta cerrada. ¿Y qué iba a hacer? Eso era algo que no me había planteado. La marcha y la manifestación habrían empezado hacía un buen rato. Quizá Pyke y Eleanor tuvieran la intención de ir. Les esperaría; me dejaría ver, les diría que pasaba por allí y me llevarían en coche con ellos.
Esperé otras tres horas. Debían de haber comido un poco tarde. Empezaba a oscurecer. Cuando Eleanor volvió a salir la seguí hasta la estación de metro, entré en el vagón detrás de ella y fui a sentarme delante de sus narices. ¡Menuda sorpresa se llevó cuando alzó los ojos y me vio allí sentado!
—¿Qué estás haciendo en la línea Bakerloo? —me preguntó.
Bueno, no tenía ganas de andarme con evasivas. Me senté a su lado y, a bocajarro, le pregunté qué había ido a hacer a casa de Pyke en lugar de estar enfrentándose a los fascistas.
Eleanor se echó el pelo hacia atrás, miró a su alrededor como si buscara una escapatoria y luego dijo que a mí también podría haberme hecho la misma pregunta. No me miraba, pero tampoco estaba a la defensiva.
—Pyke me atrae —dijo—. Es un hombre interesante. Y puede que no te hayas dado cuenta, pero hoy en día no abundan precisamente.
—¿Vas a seguir acostándote con él?
—Sí y sí, siempre que me lo pida.
—¿Cuándo empezó todo esto?
—Aquel día… el día que fuimos a su casa a cenar y Pyke y tú os hicisteis todas esas cosas.
Apretó su mejilla contra la mía. La suavidad y el perfume de su piel casi hicieron que me desmayara.
—¡Ay, amor mío! —dije.
—Pero quiero que estés conmigo, Karim —dijo—. He hecho mucho por ti, pero no puedo permitir que nadie (un hombre) me diga lo que tengo que hacer. Si Pyke quiere que esté con él, tengo que dejarme guiar por mis sentimientos. Y te lo pido por favor: no vuelvas a seguirme.
Las puertas del vagón ya se estaban cerrando pero, aun así, conseguí colarme fuera. Mientras atravesaba el andén decidí que iba a romper con Eleanor. Tendría que verla en el teatro todos los días, pero ya no la volvería a tratar como a una amante. Así que mi primer gran amor se había terminado. Pero habría otros. Eleanor prefería a Pyke. El dulce de Gene, su amante negro, el mejor mimo de Londres, el que vaciaba orinales en teleseries de hospitales, se había suicidado porque todos los días, a través de una mirada, de un comentario o de un gesto, los ingleses le repetían que le odiaban. Nunca le permitieron olvidar que le consideraban un negro, un esclavo, un ser inferior. Y nosotros cortejábamos tanto esas bellezas inglesas como cortejábamos a Inglaterra: porque gracias a ese galardón, a tanta gracia y belleza, podíamos mirar a la cara, con ojos desafiantes, al Imperio con toda su arrogancia, mirar a la cara a Espalda Peluda y al gran danés. Así pasábamos a formar parte de Inglaterra, aunque procurábamos mantenernos al margen con orgullo. Y, sin embargo, para alcanzar la verdadera libertad, había que librarse primero de todas las amarguras y resentimientos. ¿Cómo sería esto posible si todos los días se generaban nuevas amarguras y resentimientos?