La puerta de la casa estaba abierta. Se habían cargado la cerradura. Fui subiendo y pillé a Terry desprevenido. Iba en shorts y camiseta, descalzo, y estaba haciendo ejercicios tumbado en una de esas banquetas estrechas y acolchadas delante de un gran ventanal, se levantaba y sentaba, se levantaba y sentaba con una barra con pesas en la nuca sin apartar los ojos de un televisor en blanco y negro que retransmitía un partido de rugby. Al verme se quedó pasmado. Busqué algo donde sentarme, una silla que no estuviera rota o un cojín sin lamparones. Aquello estaba hecho un asco y Terry era un actor que se ganaba bien la vida. Antes de que hubiera tenido tiempo de sentarme, ya me había abrazado y estrujado. Olía bien, a sudor.
—Vaya, vaya, así que eres tú, en carne y hueso, y te has presentado aquí sin avisar ni nada. ¿Dónde te habías metido?
—Sargento Monty —dije.
—Venga, dime dónde te habías metido. ¿Dónde estabas, Karim?
—Recolectando dinero para ti.
—¡Va, hombre, venga! —soltó Terry—. ¡No me digas!
—¿Acaso no me lo pediste?
—Sí, pero… —puso los ojos en blanco.
—Me lo pediste. Mejor dicho, me lo ordenaste. ¿O no es verdad? ¡No me saldrás ahora con que no te acuerdas!
—¿Acordarme? ¿Cómo coño iba a olvidarlo, Karim? ¡Menuda noche! Tanto dinero y tanta inteligencia reunidas. Y toda esa gente tan elegantísima. Y esos coños universitarios, esos coños tan ricos. ¡Que les den a todos por el saco! Había suficiente como para que un chico como yo perdiera la cabeza.
—¿No me digas? —solté.
Movió las manos nervioso y resopló con fuerza.
—Pero no vayas a creerte que me siento orgulloso de ello.
Terry se fue a preparar el té, pero, como era de esperar, era Typhoo y, encima, la taza tenía un montón de manchas marrones por la parte de fuera. La dejé a un lado y le entregué el cheque de Pyke. Terry le echó una ojeada y me miró.
—Eso sí que es un buen trabajo. Y yo que creía que me estabas tomando el pelo. Es fantástico. Bien hecho, chaval.
—Sólo tuve que pedírselo. Ya sabes cómo son esos liberales…
—Sí, claro, se lo pueden permitir, los hijos de puta. —Fue a guardar el cheque en el bolsillo de la chaqueta y luego volvió—. Escúchame con atención. Podrías hacer un montón de cosas para el Partido.
—Me voy a América con Pyke —le interrumpí.
—¡Vaya mierda! ¿Para qué? —Me gustaba volver a verle rebosante de entusiasmo y energías—. El futuro está aquí. Ahora el país está de rodillas, ¿o no te has dado cuenta?
—Sí.
—Claro que te has dado cuenta. Callaghan no puede durar ya mucho y, entonces, nos tocará el turno a nosotros.
—América está muy bien.
—Sí, claro. ¡De miedo! —Me dio un puñetazo en el brazo—. ¡Venga ya! —Tenía la sensación de que quería tocarme o algo por el estilo, besarme quizá. Siguió hablando—. Lo único que tiene es que es un cagadero de fascistas, imperialistas y racistas.
—¿Ah, sí?
—Es…
—A veces tu ignorancia me saca de quicio —le interrumpí—. Esa maldita y estúpida ceguera que tienes para ciertas cosas. América. ¿De dónde crees que salió la militancia gay? —Pensé que ese argumento no iba a serme de mucha ayuda. Me quedé callado un momento, pero Terry estaba atento y no parecía burlarse de mí—. El movimiento feminista. La rebelión de los negros. ¿A qué te refieres, Terry, cuando hablas de América? ¡Todo esto no son más que sandeces, idioteces! ¡Por Dios!
—¡A mí no me grites! ¿Qué he dicho yo? ¡Lo único que he dicho es que te iba a echar de menos, eso es todo! Y lo que te digo ahora es que me parece rarísimo que Pyke y tú seáis tan buenos amigos después de lo que te ha hecho. ¿Vale?
—¿Y qué me ha hecho? —le pregunté.
—Lo sabes perfectamente. Tú eres el que estaba ahí.
—¿Que lo sé, dices? ¿De qué se trata? Dímelo.
—Son cosas que he oído por ahí —despistó—. La gente dice muchas cosas.
Me dio la espalda. No tenía más que añadir. Ya nunca iba a enterarme de lo que la gente decía sobre mí y sobre Pyke y sobre lo que me había hecho o dejado de hacer.
—Bueno —dije—. Me da igual.
—¡Si es que todo te da igual! —dijo—. No te sientes atado a nada, ni siquiera al Partido. Ni sabes lo que es el verdadero amor. Quédate aquí, a luchar.
Me paseé un poco por la habitación. El saco de dormir de Terry estaba en el suelo y había un cuchillo junto a la cama. Había llegado la hora de marcharse. Me habría gustado callejear por aquella zona de Londres. Me habría gustado llamar a Changez para que paseara a mi lado con sus andares de Charlie Chaplin. Terry iba de aquí para allá y yo estaba mirando por la ventana, tratando de tranquilizarme. La gente que hablaba de las cosas con medias verdades me ponía enfermo. No podía soportar ese torrente de palabras, tanta seguridad, tanta charla vana sobre Cuba y Rusia y la economía, porque bajo la sólida estructura de las palabras se abría un abismo de ignorancia, de ceguera y, en cierto modo, de no querer saber. El amigo de Fruitbat-Jones, Chogyam-Rainbow-Jones, tenía una norma inquebrantable: únicamente hablaba de lo que había vivido por propia experiencia, de lo que había conocido directamente. Me parecía una norma bastante buena.
Volví a abrir la boca para decirle a Terry lo bobo que me parecía, lo simplona que podía llegar a ser su manera de ver las cosas, pero Terry se me adelantó.
—Podrías venirte a vivir aquí, ahora que Eleanor te ha puesto de patitas en la calle. En esta casa hay unas obreritas que están bastante bien. Oportunidades no te faltarán.
—De eso estoy seguro —le dije.
Me acerqué a él y le puse la mano entre las piernas. No pensé que fuera a permitirme el exceso de disfrutar; ni tampoco pensé que me fuera a permitir que le sacara la polla; pero yo soy de los que creen que este tipo de cosas hay que probarlas con todo el mundo que a uno le resulta atractivo, por si acaso. A lo mejor hasta les gusta, nunca se sabe, y si no les gusta, ¿qué? Cuando estaba así, la gente atractiva me parecía una provocación de por sí.
—No me toques, Karim —me pidió.
Pero yo seguí acariciándole, estrujándole la entrepierna, clavándole las uñas en las pelotas hasta que se me ocurrió mirarle a la cara. A pesar de lo furioso que estaba con él, a pesar de lo mucho que deseaba humillarle, de pronto descubrí tal humanidad en sus ojos y en el modo en que trataba de sonreír —tal inocencia en su modo de tratar de comprenderme, tal riesgo de salir malherido y, al mismo tiempo, la certeza implícita de que nada iba a ocurrirle— que retiré la mano. Me fui al otro extremo de la habitación y me quedé ahí, sentado, de cara a la pared. Pensé en la tortura y en la violencia gratuita. ¿Cómo podían ocurrir cosas así cuando bastaba una sola mirada implorante desde lo más profundo del corazón para que uno sintiera una compasión inconmensurable y se pasara un año entero llorando?
Me acerqué de nuevo a él y le tendí la mano. Parecía no entender lo que estaba ocurriendo.
—Hasta la vista, Terry —me despedí.
—¿Hasta cuándo? —me preguntó, preocupado.
—Hasta que vuelva de América.
Me acompañó a la puerta. Me dijo adiós y luego me dijo que lo sentía mucho. Con franqueza, no me habría importado mudarme a Brixton a vivir con él, pero la época para esas cosas ya había pasado. América me estaba esperando.
La noche del estreno en Nueva York, después de la función, salimos del teatro y cogimos varios taxis entre todos para ir a un edificio de apartamentos de Central Park South, cerca del hotel Plaza. Debíamos de estar en la planta novecientos o algo así y hasta había una pared entera de vidrio que ofrecía una panorámica del parque y de la parte norte de Manhattan. Había criados con bandejas de plata y negros que tocaban «As Time Goes By» al piano. Reconocí a varios actores y me dijeron que habían invitado también a agentes, periodistas y editores. Carol iba de uno a otro autopresentándose. Pyke no se movía de su sitio, descentrado lo justo con respecto al epicentro de la sala, y con gracia y gusto aceptaba todos aquellos elogios nunca solicitados, sin duda con la esperanza de conocer a peluqueras de Wisconsin. Como buenos provincianos ingleses que temen un contagio capitalista, Tracey, Richard y yo estábamos prácticamente acurrucados en un rincón hechos unos flanes. Eleanor parecía divertirse de lo lindo charlando con un joven productor de cine, que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Al mirarla entonces, después de haber intercambiado con ella apenas cuatro palabras en tres meses, me di cuenta de lo poco que la conocía, comprendía y quería. La había deseado, sí, pero sin desearla. ¿En qué había estado pensando todos los ratos que había pasado con ella? Decidí que le hablaría cuando se hubiera tomado unas copas.
El hombre que dirigía el teatro, el doctor Bob, había ejercido como profesor universitario y crítico, y era un entusiasta de lo que él llamaba «artes étnicas». El despacho que tenía en el teatro estaba atestado de cestos peruanos, zaguales tallados, tambores africanos y pinturas. Sabía que, de algún modo, había intuido que yo me encontraba al borde del abismo porque, cuando todavía estábamos ensayando para el estreno, me dijo: «No te preocupes, ya te conseguiré algo de música decente», como si ya supiera que eso era precisamente lo que me hacía falta para sentirme como en casa.
Aquella noche, el doctor Bob hizo que Tracey y yo nos sentáramos en un par de asientos colocados en un extremo de la habitación y pidió silencio a todos los que quedaban detrás de nosotros. Pensaron que iba a pronunciar un discurso o a hacer algún tipo de declaración. Pero no fue así. De pronto, tres hombres de piel oscura irrumpieron en la sala aporreando unos tambores con una especie de gancho de madera. A continuación, un negro con pantalones de un rosa chillón y el torso desnudo empezó a contonearse por la habitación con los brazos extendidos. Al poco rato, dos mujeres negras se habían unido a ellos y movían las manos. Entonces, entró otro hombre con pantalones de un color muy llamativo y se enzarzaron los cuatro en una danza de apareamiento apenas a medio palmo de distancia de Tracey y de mí. A todo esto, el doctor Bob estaba en cuclillas en un rincón y gritaba: «¡Eso!» y «¡Así, así!», mientras los haitianos seguían bailando. Me sentí como uno de esos colonos que presencian un espectáculo de nativos. Cuando hubieron terminado, la gente prorrumpió en aplausos, embelesada, y el doctor Bob nos hizo estrechar la mano de todos los bailarines.
No volví a ver a Eleanor aquella noche hasta que prácticamente todos los invitados se hubieron marchado y Eleanor, Richard, Carol y yo fuimos a sentarnos alrededor de Pyke en uno de los dormitorios. Pyke estaba de un humor juguetón y risueño. Se encontraba en Nueva York con un espectáculo de éxito y rodeado de admiradores. ¿Qué más podía pedir? Y estaba entregado a uno de sus juegos favoritos. Ya me olía el peligro. Pero, si me marchaba, tendría que estar con desconocidos, así que decidí quedarme y aguantar a pesar de que no estaba de humor para eso.
—Vamos a ver —dijo Pyke—, va por todos vosotros: si os pudierais follar a cualquier persona en este apartamento, ¿a quién elegiríais?
Y todo el mundo se echó a reír y empezaron a mirarse los unos a los otros y a justificar su elección y a tratar de mostrarse audaces y a señalarse entre sí y a exclamar «¡A ti, a ti!». Una sola mirada bastó para que Pyke se diera cuenta de lo susceptible que estaba aquella noche, así que me excluyó del jueguecito. Yo asentí en señal de reconocimiento y le sonreí, y dije a Eleanor:
—¿Podemos salir un momento a hablar? Sólo será un momento.
Pero Pyke enseguida tuvo que meterse.
—Esperad un momentito, esperad, que tengo algo que leeros.
—Vamos —insistí, pero Eleanor me retuvo agarrándome del brazo.
Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. Pyke tenia ya en las manos el cuaderno de notas y empezó a leer en voz alta las predicciones que había escrito cuando empezamos con los ensayos en aquella sala, junto al río, en la que todos éramos sinceros por el bien del grupo. ¡Dios mío, qué borracho estaba!, y no me cabía en la cabeza que todo el mundo estuviera tan atento. Era como si Pyke estuviera leyendo en voz alta críticas, pero no críticas del espectáculo, sino de nuestra personalidad, nuestra ropa, nuestras ideas… en fin, sobre nosotros. La cuestión es que leyó para todos lo que tenía sobre Tracey y Carol, pero yo me tumbé boca arriba en el suelo y no le escuché. De todos modos, no me parecía interesante.
—Y ahora —dijo por fin—, Karim. Esto te va a encantar.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé.
Y empezó a leer en voz alta lo que había escrito sobre mí. Todos aquellos rostros que le rodeaban se volvieron hacia mí y se echaron a reír. ¿Por qué me odiarían tanto? ¿Qué les había hecho yo? ¿Por qué no era más fuerte? ¿Por qué tenía que ser tan vulnerable?
—Salta a la vista que Karim está buscando a alguien con quien follar. Chico o chica, no le importa, y eso está bien. De todos modos, preferiría que fuera chica, porque así tendría además un cariño maternal. Por eso pasará revista a todo el elemento femenino de la compañía. Tracey es demasiado irascible e intransigente y demasiado pobre también; Carol es demasiado ambiciosa y Louise, físicamente, no encaja con su tipo. Así que será Eleanor. Karim la encuentra mona, aunque a Eleanor no le corta la respiración precisamente. Además, sigue fastidiada con lo de Gene y se siente responsable de su muerte. Hablaré con ella y le pediré que cuide de Karim, que le trate bien y le infunda un poco de seguridad. Mi predicción es que Eleanor se lo tirará, se lo tirará fundamentalmente por compasión, pero, aun así, él se enamorará de ella y ella será demasiado buena como para contarle la verdad. Acabará en sollozos.
Me fui a la habitación contigua. Me habría gustado estar en Londres, lejos de toda aquella gentuza. Llamé por teléfono a Charlie, que por entonces vivía en Nueva York, pero no estaba en casa. En realidad, ya había hablado varias veces por teléfono con él, pero todavía no nos habíamos visto. Entonces noté que Eleanor me rodeaba con sus brazos y me abrazaba.
—Vámonos, vámonos a cualquier sitio, donde podamos estar juntos —repetía yo una y otra vez.
Y, sin embargo, Eleanor me miraba con lástima y decía no, no, tenía que decirme la verdad, iba a pasar la noche con Pyke, quería conocerle lo más a fondo posible.
—Pues para eso no necesitas toda la noche —le dije.
Vi a Pyke salir del dormitorio rodeado de todos los demás y me lancé a destruirle. No logré darle ni un solo puñetazo bien dado. Aquello era un lío; yo lanzaba golpes a diestro y siniestro, pero había una especie de maraña de brazos y piernas. ¿De quién eran? Estaba totalmente fuera de mí, pataleaba, arañaba, gritaba. De pronto me entraron ganas de estrellar una silla contra el panel de vidrio de la ventana, porque quería bajar a la calle para ver cómo iba cayendo, a cámara lenta. Luego tuve la sensación de estar metido dentro de una especie de caja. Miraba hacia arriba y veía madera lustrosa, pero no podía moverme. Me encontraba inmovilizado. Era casi seguro que estaba muerto, gracias a Dios. Entonces oí una voz con acento americano que decía: