Eva hablaba con aplomo, orgullosa y tranquila. Tenía un montón de cosas que decir, cosas a las que llevaba dando vueltas muchísimos años. Por fin las ideas empezaban a tomar cuerpo: ya tenía su visión del mundo, aunque Eva habría preferido llamarlo «paradigma».
—Antes de conocer a este hombre —dijo—, carecía de valor y tenía muy poca confianza en mí misma. Había tenido un cáncer y me acababan de extirpar un pecho. Es algo de lo que no hablo muy a menudo. —La periodista asintió, en señal de respeto por haberle hecho esa confidencia—. Pero ahora siento ganas de vivir y tengo contratos en ese cajón para varios encargos. Empiezo a sentirme con fuerzas para emprender cualquier cosa… con la ayuda, claro está, de técnicas como la meditación, el autocontrol o el yoga. Y de vez en cuando unos salmos para aligerar la mente. He aprendido a creer en mí, en la capacidad de iniciativa de las personas, en el amor por lo que se hace y en el pleno desarrollo de todo individuo. Ver lo poco que esperamos de nosotros mismos y del mundo es para mí una decepción continua.
Eva dirigió al fotógrafo una mirada cargada de intención. El fotógrafo se removió en su asiento y hasta abrió y cerró la boca un par de veces. Estuvo a punto de decir algo. ¿Se había referido a él? ¿Esperaba poco de sí mismo? Pero Eva ya había vuelto a la carga.
—Tenemos que hacer cosas por nosotros mismos. Esa pobre gente que vive en esas sórdidas colmenas, por ejemplo, espera que los demás, el gobierno, se lo dé todo hecho. Sólo son medio humanos, porque sólo son medio activos. Y por eso hay que encontrar el modo que les permita desarrollarse, porque ni el socialismo ni el conservadurismo han conseguido hasta ahora fomentar el pleno desarrollo del ser humano.
La periodista asentía. Eva le sonrió, pero todavía no había terminado. Las ideas se agolpaban en su cabeza. Nunca la había oído hablar de aquella manera, con tanta claridad. La grabadora seguía en marcha. El fotógrafo se echó hacia adelante y habló al oído de la periodista.
—No olvides preguntarle por Hero —le oí susurrar.
—No pienso hacer comentarios al respecto —dijo Eva. Estaba impaciente por proseguir. La fatuidad de la pregunta no le molestaba, pero lo único que quería era seguir hablando de aquello que tanto le importaba. Parecía hasta sorprendida de sus propias ideas—. Creo que… —comenzó.
En cuanto abrió la boca, la periodista se enderezó, se volvió hacia papá y dejó a Eva con la palabra en la boca.
—Eso es todo un cumplido, señor. ¿Algún comentario? ¿Significa mucho para usted esa filosofía?
Me gustaba ver a Eva dominar la situación. Al fin y al cabo, a veces papá se comportaba como el perfecto arrogante, como el pequeño tirano de la casa, y, de niño, me había humillado a menudo, así que pensé que le haría bien verse en esta situación. Y, sin embargo, no disfruté como me había imaginado. Papá no estaba demasiado animado: ni siquiera se molestaba en pavonearse. Hablaba muy despacio, mirando fijamente a la periodista.
—He pasado la mayor parte de mi vida viviendo en Occidente y, aunque sé que voy a morir aquí, seguiré siendo siempre un hombre indio, a todos los efectos. Nunca seré otra cosa. Cuando era joven, considerábamos a los ingleses seres superiores.
—¿Lo dice de verdad? —se sorprendió la periodista, con regocijo.
—Pues claro que sí —corroboró mi padre—. Y por eso mismo nos reíamos delante de sus propias narices blancas; aunque reconocíamos la grandeza de su logro. Porque esta sociedad que han creado ustedes en Occidente, es la sociedad más rica de la historia de la humanidad. El dinero no falta, eso es verdad, lo hay a carretadas, y se ha conseguido dominar la naturaleza y el Tercer Mundo. Todo cuanto les rodea habla de poder. La ciencia ha progresado a pasos agigantados y cuentan con bombas que les ayudan a sentirse seguros. Y, sin embargo, les falta algo.
—¿Usted cree? —preguntó la periodista, con menos regocijo que antes—. Pues, por favor, dígame usted qué nos falta.
—Pues lo que falta es que no ha habido profundización en la cultura, ni acumulación de saber, ni desarrollo espiritual. Tenemos un cuerpo y una mente. Eso está claro; todo el mundo lo sabe. Pero tenemos también un alma.
El fotógrafo soltó una risotada y, aunque la periodista le hizo callar, dijo:
—Usted sabrá lo que quiere decir con eso.
—Exactamente. Sé qué quiero decir con eso —replicó papá, echando chispas por los ojos.
La periodista miró al fotógrafo. No le reprochaba, lo único que quería era marcharse de allí. En cualquier caso, nada de todo aquello iba a aparecer en el artículo, de modo que estaban perdiendo el tiempo.
—¿A qué viene ahora hablar del alma? —insistió el fotógrafo.
Pero papá siguió con lo suyo.
—Este fracaso, este vacío que existe en su modo de vida, me va minando. Sin embargo, acabará por vencerles a ustedes también.
Y, después de eso, ya no dijo nada más. Eva se le quedó mirando y esperó, pero había dicho cuanto tenía que decir. La periodista paró la grabadora y se guardó las cintas en el bolso.
—Eva, esa silla es maravillosa —dijo—. ¿De dónde la ha sacado?
—¿Se ha sentado Charlie alguna vez ahí? —preguntó el fotógrafo. Parecía desconcertado y enfadado con papá.
Se levantaron los dos con la intención de marcharse.
—Me temo que se nos ha hecho tarde —se disculpó la periodista y se encaminó hacia la puerta a toda prisa.
Sin embargo, antes de que hubieran llegado a la entrada, la puerta se abrió de par en par y tío Ted irrumpió en la habitación, sin resuello y con los ojos como platos.
—¿Adónde van? —preguntó a la periodista, que miraba desconcertada a aquel calvo chiflado con uniforme militar que llevaba unas cervezas en la mano.
—A Hampstead.
—¿A Hampstead? —se sorprendió Ted. Consultó su reloj de pulsera sumergible—. Tampoco he llegado tan tarde; puede que un poquitín, eso sí. Es que mi esposa se ha caído por la escalera y se ha hecho daño.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Eva, preocupada.
—Está fatal, realmente fatal. —Ted se sentó, nos miró a todos, me saludó con un ademán de la cabeza y se dirigió a la periodista. Le embargaba una tristeza tremenda, pero no se avergonzaba de ello—. Mi esposa Jean me da lástima —dijo.
—Pero Ted… —dijo Eva enseguida, por acallarle.
—Se merece toda nuestra compasión —insistió Ted.
—¿De verdad? —intervino la periodista, con indiferencia.
—¡Pues claro! ¿Por qué acabamos así? ¿Qué nos pasa exactamente? Un día somos unos chiquillos de expresión franca y radiante, lo desmontamos todo para averiguar cómo funciona y queremos con pasión a los osos polares y, en cambio, al día siguiente, nos tiramos por la escalera, borrachos y entre sollozos. Nuestra vida ha terminado: odiamos la vida y odiamos la muerte. —Ted se volvió hacia el fotógrafo—. Eva me dijo que quería fotografiarnos juntos. Soy su socio y lo hacemos todo en equipo. ¿No le gustaría preguntarme sobre nuestro método de trabajo? Es único. Podría servir de ejemplo a otra gente.
—Lo siento, pero es que tenemos que marcharnos —se apresuró a decir aquella periodistilla estrecha.
—Otra vez será —dijo Eva, acariciando ligeramente el brazo de Ted.
—¡Menudo tonto estás hecho, Ted! —dijo papá, echándose a reír.
—No, no es verdad —repuso Ted, con convencimiento. Sabía que no era tonto y nadie iba a convencerle de lo contrario.
Tío Ted estaba contento de verme y yo también me alegraba de verle a él. Teníamos un montón de cosas que decirnos. Su depresión ya era agua pasada y volvía a ser el de siempre, el Ted saleroso y entusiasta de mi niñez. Y, sin embargo, ya no quedaba en él ni rastro de violencia, había perdido aquella agresividad con la que solía mirar a todo el mundo por primera vez, como si tuviera el presentimiento de que iban a hacerle daño y quisiera tomarles la delantera.
—Amo profundamente mi trabajo, hijo —me confesó—. Podría haber hablado de eso a la prensa largo y tendido. Me estaba volviendo loco ¿te acuerdas? Eva me salvó.
—Te salvó papá.
—Y yo quiero salvar a la gente que lleva una vida ficticia. ¿Tú eres de esos que llevan una vida ficticia?
—Sí —admití.
—Hagas lo que hagas, nunca te mientas a ti mismo. No…
Eva apareció en el salón y le dijo:
—Tenemos que marcharnos.
—Tengo que hablar contigo, Haroon —dijo Ted, señalando a papá con un ademán—. ¡Necesito que me escuches! ¿Me oyes?
—Ahora no —le disuadió Eva—. Tenemos trabajo que hacer. Venga, vámonos.
Así que Ted y Eva se marcharon, porque tenían que ir a hablar con un cliente de Chelsea que les había encargado un trabajo.
—Esta semana podríamos ir a tomarnos una cerveza —le propuso Ted.
Cuando se hubieron marchado, papá me pidió que le preparara una tostada con queso fundido.
—Pero que no te quede demasiado blando —me advirtió.
—¿No has comido aún?
Con eso bastó para tirarle de la lengua.
—Eva ya no me cuida, está demasiado atareada. Creo que nunca voy a acostumbrarme a eso de la mujer de negocios. A veces la odio y sé que no debería decirlo, pero no puedo soportar tenerla cerca, aunque luego tampoco pueda soportar que no esté. Nunca me había ocurrido nada semejante. ¿Qué me está pasando?
—A mí no me preguntes, papá.
Aunque no me apetecía marcharme, ya le había dicho a mamá que iría a visitarla.
—Tengo que irme —le dije.
—Deja que te diga una cosa primero —me pidió.
—¿Qué?
—Voy a dejar mi trabajo. Ya les he avisado. ¡La de años que he llegado a desperdiciar en ese empleo! —exclamó, alzando las manos—. De ahora en adelante, voy a dedicarme a enseñar, a pensar y a escuchar. Quiero hablar de lo que hacemos con nuestras vidas, de los valores con que nos regimos, de la clase de personas en las que nos hemos convertido y de lo que podríamos llegar a ser si nos lo propusiéramos. Mi intención es ayudar a la gente a pensar, a meditar, a librarse de sus obsesiones. ¿En qué clase de escuela se enseña este tipo de meditación tan valiosa? Quiero ayudar a los demás a asomarse a lo más profundo de su sabiduría, a ese saber que a menudo se olvida en el ajetreo de la vida diaria. ¡Quiero vivir intensamente mi propia vida! Estupendo, ¿no?
—Lo mejor que nunca te he oído decir —dije, con simpatía.
—¿Lo dices en serio? —Mi padre tenía la moral por las nubes—. Últimamente, he tenido verdaderos momentos de iluminación. Instantes en los que he visto reconciliarse universos opuestos. ¡He intuido una vida más profunda! ¿No crees que debería existir un sitio especial para los espíritus libres como yo, para esos sabios chiflados que, como los sofistas y los maestros zen, vagan por ahí medio embriagados hablando de filosofía, psicología y de cómo vivir? Nos limitamos a la realidad demasiado temprano, Karim. ¡Los horizontes de nuestra mente son mucho más ricos y amplios de cuanto nosotros podamos imaginar! Voy a dedicarme a recordar estas verdades a los jóvenes que hayan perdido su camino.
—Espléndido.
—Este es el verdadero sentido de mi vida, Karim.
Me puse la chaqueta y me marché. Papá me estuvo observando mientras me alejaba, calle abajo, y estoy seguro de que no dejó de hablar en todo el rato. Cogí el autobús que se dirigía al sur de Londres. Me sentía inquieto. Al llegar a casa, me encontré a Allie que se estaba vistiendo al son de Cole Porter.
—Mamá todavía no ha llegado —me dijo.
Al parecer, no había regresado todavía del centro sanitario en el que trabajaba como recepcionista de tres médicos.
El pequeño Allie era ya todo un petimetre. Toda su ropa era italiana, impecable, atrevida y abigarrada sin caer en la vulgaridad, carísima y elegante: las cremalleras no se encallaban, las costuras eran rectas y los calcetines perfectos —son los calcetines lo que mejor distingue a quien tiene verdadero gusto en el vestir—. No parecía fuera de lugar ni siquiera ahí, sentado en el sofá de imitación de piel de mamá, con aquel puf floreado delante y los zapatos colocados encima de la alfombrilla de Oxfam de mamá como joyas encima de papel higiénico. Hay gente que sabe siempre cómo hacer las cosas y me alegró descubrir que mi hermano era una de ellas. Además, Allie tenía dinero porque trabajaba para un diseñador de moda. Nos hablábamos como adultos, no teníamos otro remedio, pero, aun así, lo hacíamos con timidez y con cierto embarazo. Sin embargo, la actitud irónica de Allie cambió por completo cuando le conté lo de mi trabajo en el serial. Yo no le daba gran importancia, así que se lo conté como si les estuviera haciendo un favor al aceptar participar en el proyecto. Allie se puso de pie de un brinco y prorrumpió en aplausos.
—¡Eso es fantástico! Menudo notición. ¡Bien hecho, Karim!
No lograba entenderlo: Allie seguía hablando y deshaciéndose en elogios como si significara algo.
—Eso de mostrar tanto entusiasmo no es muy normal en ti —comenté, receloso cuando regresó después de haber llamado por teléfono a todos sus amigos para contárselo—. ¿Te ocurre algo, Allie? ¿No me estarás tomando el pelo?
—No, no, qué va. Es que, bueno, ese espectáculo que hiciste con Pyke como director estaba bien y hasta tenía un par de cosas bastante entretenidas.
—¿No me digas?
Pero entonces se calló, como si tuviera miedo de haberse mostrado demasiado apasionado en los elogios.
—Estaba bien… pero era hippie.
—¿Hippie? ¿Y qué tenía de hippie?
—Era idealista. La política me crispa los nervios. Todo el mundo odia a esos izquierdistas lloricas, ¿o no?
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque van hechos unos pordioseros. Y odio a la gente que se pasa todo el día quejándose porque es negra y repitiendo lo marginados que los tenían en la escuela y explicando cómo alguien les escupió una vez. Bueno, autocompasión, ya sabes a qué me refiero.
—¿No querrías que hablaran… digo, que habláramos un poco de todo esto, Allie?
—¿Hablar de esto? ¡Por Dios, no, gracias! —Saltaba a la vista que era un tema que le apasionaba—. Lo que tendrían que hacer es callarse de una vez y vivir su vida. Por lo menos, los negros tienen todo ese pasado de esclavitud a sus espaldas y a los indios les echaron de Uganda a patadas. Tienen motivos para estar resentidos. Pero nadie ha encerrado a gente como tú o como yo en campos de concentración, ni lo harán. No nos pueden meter en el mismo saco que a los demás, gracias a Dios. Deberíamos estar agradecidos por no tener la piel blanca. No me gusta el aspecto que da la piel blanca, es…