Más tarde, aquella misma noche, con Jammie y Helen pegadas a mi espalda, llamé a la puerta de papá. No hubo respuesta.
—A lo mejor sigue en otra dimensión —aventuró Helen.
Miré a Jammie y me pregunté si, como yo, habría oído roncar a papá. Era evidente que lo oía porque aporreó la puerta con impaciencia hasta que papá la abrió y apareció en el umbral con los pelos de punta y la sorpresa en los ojos. Nos sentamos alrededor de su cama y papá se sumió en uno de aquellos silencios imperturbables que ya me había acostumbrado a aceptar como algo inherente a la sabiduría.
—Vivimos en una era de duda y de incertidumbre. Las religiones de siempre, que han gobernado las vidas de la gente durante el noventa y nueve coma nueve por ciento de la historia de la humanidad, se han ido desmoronando o han perdido vigencia. El problema fundamental es el laicismo. Nuestros valores espirituales y nuestra sabiduría han dado paso al materialismo y la gente anda perdida, de aquí para allá, preguntando cómo hay que vivir. A veces, incluso, hay gente desesperada que acude a mí.
—Tío, por favor…
Papá alzó su dedo índice medio milímetro y Jamila se calló de mala gana.
—Esto es lo que he decidido.
Estábamos todos tan pendientes de él que casi me da la risa nerviosa.
—Creo que la felicidad sólo es posible si nos dejamos guiar por nuestros sentimientos, nuestra intuición y nuestros deseos verdaderos. Si se actúa empujado por el sentido del deber, la obligación, el sentimiento de culpabilidad o el deseo de contentar a los demás, sólo se consigue la desdicha. Hay que aceptar la felicidad cuando es posible, no de un modo egoísta, sino teniendo siempre presente que formamos parte del mundo, de los demás, que no somos algo independiente. ¿Hay que perseguir la propia felicidad, cueste lo que cueste, a expensas de los demás? ¿O hay que ser desdichado para que los demás puedan ser felices? No hay nadie que no haya tenido que enfrentarse a este dilema.
Hizo una pausa para recuperar el aliento y nos miró. Sabía que, al decir aquello, estaba pensando en Eva. De pronto me embargó un desconsuelo y una tristeza tremendos porque me di cuenta de que nos dejaría y yo no deseaba que nos dejara porque le quería muchísimo.
—Así que castigándonos con el sacrificio, como hacen los puritanos, como los cristianos ingleses, sólo conseguimos resentimiento y más infelicidad. —Y mirando sólo a Jamila, añadió—: La gente pide consejo constantemente. Piden consejo cuando, en realidad, lo que tendrían que hacer es intentar ser más conscientes de cuanto ocurre a su alrededor.
—Muchísimas gracias —dijo Jamila.
Era medianoche cuando la acompañamos a casa. Se metió en el portal con la cabeza gacha y yo le pregunté si ya había tomado una decisión.
—Oh, sí —repuso y empezó a subir los peldaños que llevaban al apartamento en el que sus padres, sus torturadores, estaban ya acostados y despiertos en habitaciones separadas, tratando de morir el uno, y deseando morir la otra. El aparato que regulaba el encendido de la luz de la escalera hacía tictac. Helen y yo escrutamos el rostro de Jamila bajo aquella luz mortecina tratando de detectar algo en él que delatara qué pensaba hacer, pero Jammie se dio la vuelta y la oscuridad se la tragó mientras subía a acostarse.
Helen dijo que Jamila iba a casarse. Yo dije que no, que iba a negarse; pero era imposible saberlo a ciencia cierta.
Helen y yo fuimos hasta Anerley Park, nos tumbamos en la hierba, junto a los columpios, miramos el cielo y nos quitamos la ropa. Fue un buen polvo, apresurado, eso sí; porque Espalda Peluda se debía estar impacientando. Me pregunté si los dos estaríamos pensando en Charlie mientras lo hacíamos.
El hombre que se dirigía a Inglaterra, hacia nuestra mirada curiosa y hacia el cálido abrigo de invierno que sostenía entre mis manos no era Flaubert, el escritor, aunque tenía un bigote gris muy parecido, papada y el pelo ralo. Este No Flaubert era más bajito que yo, de la estatura de Jeeta, poco más o menos, aunque a diferencia de ella —y a pesar de que el contorno exacto de su cuerpo era difícil de determinar debido a un holgado
salwar kamiz
— Changez tenía una gran barriga que le precedía y que a duras penas lograba cubrir un estirado jersey rojo oscuro hecho a mano. El poco pelo que Dios le había conservado estaba reseco y erizado, como si todas las mañanas se lo cepillara hacia adelante. Con la mano buena empujaba un carrito cargado con un par de maletas ajadas, que un cinturón de pijama, delgadísimo y raído, se encargaba de salvar de una desintegración instantánea.
Cuando No Flaubert leyó su nombre en el trocito de cartón que sostenía, dejó de empujar el carrito y, abandonándolo a su suerte en medio de aquel aeropuerto abarrotado de gente, se encaminó hacia Jeeta y hacia su futura esposa, Jamila.
Helen se había avenido a ayudarnos en aquel día tan señalado y, después de rescatar el carrito, metimos, tambaleándonos, los cachivaches de Changez en el maletero del gran Rover. Helen no quería coger nada, por si los mosquitos salían disparados de las maletas y le contagiaban la malaria. No Flaubert estaba de pie a nuestro lado y no se metió en el coche hasta que, previa autorización con majestuoso ademán de cabeza, hube cerrado el maletero y sus bártulos estuvieron a salvo de bandoleros y demás chusma de esa ralea.
—A lo mejor está acostumbrado a tener criados —dije a Helen en voz alta, mientras le sujetaba la puerta abierta para que se sentara junto a Jeeta y Jamila.
Helen y yo nos sentamos en la parte delantera. Para mí fue una venganza deliciosa, porque el Rover era del padre de Helen, Espalda Peluda. De haber sabido que cuatro paquis tenían sus negros traseros hundidos en sus mullidos asientos de piel y que sentada al volante iba su hija, a la que recientemente se había tirado uno de ellos, no se habría sentido precisamente satisfecho.
La boda debía celebrarse al día siguiente, y después Changez y Jamila se iban a hospedar en el Ritz durante un par de días; aquella noche habría una fiesta de bienvenida a Inglaterra en honor de Changez.
Cuando el Rover dobló la esquina y se detuvo frente a la biblioteca, Anwar estaba de pie junto al escaparate de los Almacenes Paraíso hecho un manojo de nervios. Se había cambiado incluso de traje y, en lugar del conjunto habitual de principios de los cincuenta, llevaba otro de finales de los cincuenta. Le hacía arrugas y se lo habían tenido que entrar por todas partes, porque se había quedado en los huesos. Tenía la nariz y los pómulos más prominentes que nunca y estaba más pálido incluso que Helen, tan pálido que a nadie se le habría ocurrido llamarlo «morenito» ni «negro cabrón», aunque cabrón le iba que ni pintado. Estaba muy débil y, como le costaba levantar los pies al andar, caminaba como si llevara sacos de azúcar atados a los tobillos. Cuando Changez le abrazó en plena calle, hasta me pareció oír el crujido de sus huesos. Anwar le dio dos apretones de mano y le pellizcó las mejillas. El esfuerzo le dejó exhausto.
Anwar esperaba la llegada de Changez con alborozo. A lo mejor tenía algo que ver con el hecho de conseguir el hijo varón que nunca había tenido o quizá sólo estuviera contento por su victoria frente a las mujeres. A pesar de su debilidad —de la que, por lo demás, él era el único responsable— nunca le había visto de tan buen humor como en aquellos últimos días, ni tan nerviosamente locuaz. Las palabras nunca habían sido su fuerte, pero, últimamente, cada vez que iba a la tienda a ayudarle me llevaba aparte y, después de chantajearme con
samosas
, cascadas de sorbete y la oportunidad de no trabajar, me sometía a una larga sesión de cháchara. Estoy convencido de que me llevaba a la trastienda, lejos de Jeeta y Jamila, donde nos sentábamos encima de una caja de madera como un par de obreros que escurren el bulto en la fábrica, sólo porque estaba avergonzado, o al menos triste, por aquella amarga victoria. Últimamente, la princesa Jeeta y Jamila se comportaban como si estuvieran en un velatorio y no le habían permitido disfrutar del placer de su tiranía ni un solo segundo. Así que lo único que podía hacer el pobre desgraciado era celebrarlo conmigo. ¿Cuándo iban a comprender el alcance de su sabiduría?
—Con otro hombre en casa, las cosas van a cambiar de verdad —me decía con regocijo—. Esta tienda necesita una buena reforma. ¡Quiero a un chico que pueda encaramarse a una escalera! Además, necesito a alguien que pueda traerme las cajas del mayorista. Cuando llegue Changez, podrá hacerse cargo de la tienda con Jamila y así podré llevar a esa mujer —se refería a su esposa— a algún lugar bonito.
—¿Y a qué lugar bonito vas a llevarla? ¿A la ópera? He oído por ahí que hay un
Rigoletto
en cartel la mar de bueno.
—A un restaurante indio de un amigo mío.
—¿Y luego?
—¡Al zoo, maldición! ¡A donde quiera! —Anwar se puso sentimental, como suele ocurrirle a la gente sin sentimientos—. Ha trabajado como una mula toda su vida y se merece un pequeño descanso. Nos ha dado tanto amor… ¡tanto amor! Si esas mujeres entendieran mi punto de vista… Pero en cuanto llegue ese chico van a empezar a comprenderme, ya lo verás.
En la trastienda de los secretos me enteré también de que Anwar esperaba con gran ilusión la llegada de nietecillos. Según sus previsiones, Jamila iba a quedar embarazada enseguida y pronto habría la mar de Anwars diminutos correteando por todas partes. Anwar se encargaría de la educación de los críos y los llevaría a la mezquita y, mientras tanto, Changez reformaría la tienda, acarrearía cajas de aquí para allá y volvería a dejar preñada a mi amiga Jamila. Cuando Anwar y yo manteníamos estas conversaciones, a Jamila le gustaba abrir la puerta de la tras tienda de sopetón y encañonarme con sus ojos negros, como si estuviera ahí departiendo con Eichmann.
En el apartamento del piso de arriba, Jeeta y Jamila habían preparado un delicioso banquete humeante de
keema
,
aloo
, arroz,
chapatis
y
nan
, y para beber, Tizer, gaseosa, cerveza y
lassi
. Todo estaba dispuesto encima de manteles blancos y había pequeñas servilletas de papel para cada uno de nosotros. A juzgar por el aspecto inmaculado de la habitación, que daba a la calle principal que conducía a Londres, nadie habría creído que apenas unas pocas semanas antes un hombre había intentado morir de hambre encerrado en ella.
Al principio, la fiesta fue un verdadero suplicio, con todo el mundo envarado y cohibido. En medio del silencio reinante, tío Anwar, Oscar Wilde en persona, hizo tres intentos para iniciar la conversación, y los tres fueron un fracaso. Yo tenía los ojos fijos en la alfombra raída y hasta Helen, que lo miraba todo con una curiosidad afectuosa y con la que siempre se podía contar cuando se trataba de soltar cualquier comentario divertido y fuera de lugar, no decía esta boca es mía, salvo por un par de «mmm-mmm», y se limitaba a mirar por la ventana.
Changez y Jamila se sentaron separados y, a pesar de que traté de pescarlos mirándose el uno al otro, os puedo asegurar que esos futuros compañeros de cama no intercambiaron ni una sola mirada de reojo. ¿Qué iba a pensar Changez de su esposa cuando por fin se atreviera a mirarla? Los jerséis ajustados y las minifaldas ya no estaban de moda y Jamila llevaba unas prendas que parecían sacos: unas faldas largas, quizá tres, superpuestas, y una especie de bata larga de un verde descolorido bajo la cual el que estuviera interesado podía admirar sus pechos desprovistos de sujetador. Llevaba las gafas de la Seguridad Social de costumbre y un par de zapatos del doctor Martens de color marrón tan imponentes que uno tenía la impresión de que iba a salir de excursión de un momento a otro. Estaba contentísima con aquel conjunto, encantada de haber encontrado por fin algo que podía llevar a diario porque, como una campesina china, no quería tener que pensar en qué ponerse todos los días. Esta idea tan sencilla y tan típica de Jamila, que no era demasiado presumida, podía parecer una excentricidad a los demás, pero a mí me hacía reír. La única persona que no la consideraba una excéntrica era su padre, pero sólo porque ni tan sólo reparaba en ella. En realidad, conocía muy poco a Jamila. Si alguien le hubiera preguntado a quién votaba, cómo se llamaban sus amigas o qué le gustaba hacer, no habría sabido qué responder. Era como si, por algún motivo extraño, mostrar interés por ella fuera en menoscabo de su dignidad. Ni siquiera la veía. Simplemente había ciertos comportamientos que aquella mujer, su hija, debía observar.
Por fin llegaron cuatro parientes de Anwar con más comida y bebida, ropa y regalos. Uno de los invitados regaló una peluca a Jamila y a Changez le tocó una guirnalda de madera de sándalo. Al poco rato el ambiente se animó y el salón se llenó de voces.
Anwar estaba empezando a conocer a Changez, que no parecía disgustarle en absoluto, porque no dejaba de sonreírle, asentir y tocarle. Anwar tardó su tiempo en darse cuenta de que su tan anhelado yerno no era precisamente el magnífico ejemplar que esperaba. Como no hablaban en inglés, yo no entendía bien lo que decían, pero recuerdo que Anwar, después de una primera ojeada, seguida de un examen más concienzudo y de un paso a un lado para una mejor perspectiva, señaló el brazo de Changez con inquietud.
Changez, entonces, lo meneó un poquitín y luego se echó a reír sin vergüenza alguna y Anwar trató de imitarle. Changez tenía el brazo izquierdo contrahecho, y pegado al extremo de aquel brazo deforme había un pedazo de carne callosa, del tamaño de una pelota de golf: un puño pequeño con un pulgar diminuto que sobresalía de aquella masa compacta en la que habrían tenido que lucir unos dedos mañosos, pintores de tienda y levantadores de cajas. Era como si a Changez se le hubiera quedado atrapada la mano en el fuego, y carne, hueso y tendón se hubiesen fundido en una masa. A pesar de que conocía a un fontanero estupendo con un muñón por mano que trabajaba con tío Ted, no podía imaginarme a Changez reformando la tienda con un solo brazo. De hecho, aunque hubiera tenido cuatro brazos como los de Mohammed Alí, dudo que hubiera sabido qué hacer con un pincel, o con un cepillo de dientes, si vamos al caso.
Sin embargo, si Anwar podía tener motivos para observar a su yerno con ciertas reservas (y eso que Changez parecía encantado con Anwar y le reía todos los comentarios, aun cuando hablaba en serio) no eran más que naderías si se comparaban con la aversión de Jamila. ¿Estaría Changez enterado de lo muy a regañadientes que su futura esposa (la misma que se acercaba en ese momento a la estantería y, tras coger un libro de Kate Millett y hojearlo durante un rato, volvía a dejarlo en su sitio ante la mirada desesperada y cargada de reproches de su madre) había consentido en desposarse con él?