El buda de los suburbios (12 page)

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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

BOOK: El buda de los suburbios
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Quizá hasta hubiera alguna que otra similitud entre lo que le estaba ocurriendo a papá, con su descubrimiento de la filosofía oriental, y esa reciente actitud de Anwar. A lo mejor, volvía a resucitar en ellos su condición de inmigrantes. Durante años, habían sido felices viviendo como ingleses. Anwar incluso se tragaba un pastel de cerdo tras otro en cuanto Jeeta le daba la espalda. (Papá nunca tocaba el cerdo, aunque estaba seguro de que se lo impedían más sus manías que sus escrúpulos religiosos, del mismo modo que yo nunca habría comido criadillas de caballo. Una vez, para probarle, le ofrecí una corteza de bacon ahumado y, cuando vi que se la comía con tanta voracidad, le dije: «No sabía que te gustara tanto el bacon ahumado.» Papá se fue corriendo al cuarto de baño y, mientras se lavaba la boca con jabón, no dejó de gritar que ardería en el infierno sacando espumarajos por la boca.)

Ahora que estaban envejeciendo y parecían más instalados, era como si las almas de Anwar y de papá regresaran de nuevo a la India o, cuando menos, se resistieran a los ingleses. Era algo que me dejaba perplejo porque, en realidad, ninguno de los dos quería volver a sus orígenes. «La India es horrible —solía rezongar Anwar—, ¿para qué iba a regresar? Es un país cochambroso, te asas de calor y hay que perder el culo para hacer cualquier cosa. Si tuviera que marcharme a algún sitio, elegiría Florida o Las Vegas, por el juego.» Mi padre, en cambio, estaba metido en demasiadas cosas como para pensar en volver.

Mientras pedaleaba le iba dando vueltas a todo aquello y, de pronto, me pareció ver a mi padre. Como había tan pocos asiáticos en nuestro barrio, pensé que difícilmente podía ser otro, aunque el individuo en cuestión llevaba una bufanda que prácticamente le tapaba toda la cara y parecía más nervioso que un atracador de banco que no atina con la sucursal que ha elegido. Bajé de la bicicleta y me detuve en Bromley High Street, junto a la placa que decía: «Aquí nació H. G. Wells.»

El tipo de la bufanda estaba al otro lado de la calle, entre un enjambre de compradores. La gente de nuestro barrio era fanática de la compra. Comprar era para ellos lo que cantar y bailar la samba para los brasileños. Los sábados a mediodía, cuando por las calles bajaban aludes de caras blancas, se convertían en carnavales de consumismo y la gente prácticamente se abalanzaba sobre los artículos de las estanterías. Todos los años, después de Navidad, cuando las rebajas estaban a punto de empezar, podían verse colas de por lo menos veinte idiotas que, en pleno invierno, dormían al raso con mantas y tumbonas ante las puertas de los grandes almacenes dos días antes de que abrieran.

Normalmente, a papá no le gustaba salir con aquel gentío, pero ahí estaba él, con su pelo gris y su metro cincuenta de estatura, metiéndose en una cabina telefónica, cuando en casa había teléfono en el recibidor. Se puso las gafas y leyó las instrucciones varias veces antes de colocar un montón de monedas en la ranura y decidirse a marcar. Cuando consiguió línea pareció animarse, mientras hablaba sin parar y se reía, pero al terminar la llamada la expresión se le volvió a ensombrecer. Colgó el teléfono, se volvió y me sorprendió mirándole.

Papá salió de la cabina y me abrí paso entre la muchedumbre empujando la bicicleta. Necesitaba su opinión sobre lo de Anwar, pero saltaba a la vista que no estaba de humor para eso.

—¿Cómo está Eva? —le pregunté.

—Te manda besos.

Por lo menos no fingía que no había estado hablando con ella.

—¿A ti o a mí, papá? —le pregunté.

—A ti, hijo, a su amiguito. No sabes lo mucho que te aprecia. Te admira, está convencida de que…

—Papá, papá, venga, dime una cosa, por favor. ¿Estás enamorado de ella?

—¿Enamorado?

—Sí, enamorado. Ya sabes. ¡Por el amor de Dios, no me vengas ahora con eso!

Aquello pareció cogerle por sorpresa y no sé por qué. Quizá le sorprendía que lo hubiera adivinado o quizá nunca había tenido el valor de plantearse la herida mortal del amor.

—Karim —dijo—, Eva se ha convertido en alguien que está muy cerca de mí. Es una persona con la que puedo hablar a mis anchas. Me gusta estar con ella y, además, compartimos los mismos intereses, ya lo sabes.

No quería mostrarme sarcástico ni agresivo, porque antes quería averiguar una serie de cuestiones fundamentales, pero terminé por decir:

—Debe de ser agradable para ti.

Pero papá no pareció oírme. Estaba absorto en lo que contaba.

—Tiene que ser amor, porque duele muchísimo —dijo.

—¿Y qué vas a hacer ahora, papá? ¿Nos vas a dejar para irte con ella?

Hay ciertas expresiones en ciertas caras que no me gustaría tener que volver a ver, y aquélla fue una de ellas. El desconcierto, la angustia y el miedo le ensombrecían el rostro. Estaba seguro de que nunca había pensado demasiado en aquello. Todo había ocurrido de esa manera casual en que suelen suceder las cosas y, en aquel momento, tener que exponer las ideas e intenciones que había detrás de todo aquello para que los demás pudieran entenderle le cogía desprevenido. No tenía nada planeado: la pasión y un fuerte sentimiento le habían tendido una emboscada.

—No lo sé.

—Pero ¿qué sientes?

—Me siento como si estuviera viviendo cosas que nunca había sentido, cosas muy fuertes, poderosas, arrolladoras.

—¿Y nunca quisiste a mamá?

Se quedó pensativo un momento. ¡No tendría que haberlo pensado siquiera!

—¿Has echado de menos a alguien alguna vez, Karim? ¿A una chica? —Debíamos de estar pensando los dos en Charlie, porque añadió—: ¿O a un amigo?

Asentí con la cabeza.

—Cuando no estoy con Eva la echo de menos. Cuando hablo conmigo mismo, es con ella con quien hablo. Entiende muchísimas cosas y, si no estoy con ella, tengo la sensación de que estoy cometiendo una equivocación imperdonable, de que estoy perdiendo una oportunidad única. Y, luego, hay algo más; una cosa que Eva acaba de decirme.

—¿Sí?

—Se ve con otros hombres.

—¿Qué clase de hombres, papá?

Mi padre se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. No le he pedido explicaciones.

—¿No serán hombres con camisas sintéticas?

—Eres un snob y no entiendo por qué la tienes tomada con las camisas sintéticas. Son muy prácticas para las mujeres. Pero ¿recuerdas al gusano de Shadwell?

—Sí.

—Pues ahora se ven a menudo. Al parecer vive en Londres y trabaja en el teatro. Un día tendrá un gran éxito, por lo menos eso dice Eva. Shadwell conoce a todos esos artistas de medio pelo y a Eva le encanta toda esa farándula artistoide. Siempre los invita a las fiestas que da en su casa… —Papá vaciló—. Estoy seguro de que entre ella y ese gusano no existe nada, pero tengo miedo de que la aparte de mí. Sin ella me siento perdido, Karim.

—Yo nunca me he fiado de Eva —le confesé—. Le gusta la gente importante y sólo lo hace para que te decidas. Estoy seguro.

—Sí y también porque sin mí se siente desdichada. Tampoco se puede pasar años y años esperándome. ¿Acaso se lo reprochas?

Nos abríamos paso entre la gente a empujones. Reconocí a algunos compañeros de la escuela, pero volví la cabeza y no los miré. No quería que me vieran llorar.

—¿Le has contado todo esto a mamá? —le pregunté.

—¡No, no!

—¿Por qué no?

—Porque me da miedo, porque sufriría muchísimo, porque no podría soportar mirarla a los ojos mientras se lo digo. Porque todos vais a sufrir muchísimo y prefiero sufrir yo a permitir que os ocurra nada malo.

—¿Así que te vas a quedar con Allie, conmigo y con mamá?

Papá se quedó en silencio un par de minutos. Ni siquiera después de ese lapso se entretuvo con palabras. Me agarró con fuerza, tiró de mí y empezó a besarme por todas partes, en las mejillas, en la nariz, en la frente, en el pelo. Estaba como loco y casi suelto la bicicleta. La gente nos miraba sobresaltada y hasta hubo alguien que dijo: «Volveos con vuestros
rickshaw
.» El día tocaba a su fin. No había comprado té y por la radio daban un programa de Alan Freeman sobre la historia de los Kinks que no quería perderme. Me separé de papá y eché a correr empujando la bicicleta.

—¡Espera! —gritó papá.

Me volví.

—¿Y ahora qué quieres, papá?

Parecía azorado.

—¿Es ésta la parada del autobús?

Fue muy extraña esa conversación que tuve con papá, porque más tarde, cuando volví a verlo en casa, y durante los días que siguieron, se comportó como si nada hubiera ocurrido, como si no me hubiera dicho que estaba enamorado de alguien.

Todos los días, después de la escuela, llamaba a Jamila y todos los días la respuesta a mi «¿Cómo van las cosas?» era invariablemente «Igual, Dulzura» o «Igual, pero peor». Así que acordamos celebrar una reunión en la cumbre en Bromley High Street, después de la escuela, para decidir qué íbamos a hacer.

Sin embargo, aquel mismo día, al salir de la escuela con un grupo de chicos, vi a Helen. Fue toda una sorpresa, porque apenas había pensado en ella desde que su perro se me había corrido encima, incidente con el que siempre aparecía asociada en mi mente: Helen y polla de perro iban siempre juntos. Estaba de pie, junto a la salida, con su sombrero negro flexible y un abrigo verde, y esperaba a otro chico. Al verme, se acercó corriendo y me besó. Últimamente, todo el mundo me besaba; pero necesitaba afecto, eso os lo puedo asegurar. A cualquiera que me hubiera besado le habría devuelto el beso con interés.

El grupo de chicos con los que solía ir llevaban el pelo largo hasta los hombros, asqueroso y enmarañado, las chaquetas del uniforme de la escuela prácticamente hechas jirones, sin corbata y pantalones acampanados. Recientemente se había visto ácido por la escuela, algo de
purple haze
[4]
y había un par de chavales que todavía estaban tripeando. Yo me había tomado media pastilla por la mañana, durante las plegarias, pero ya me había bajado. Algunos chicos intercambiaban discos, Traffic y The Faces, y yo estaba negociando la compra de uno de Jimi Hendrix —«Axis Bold as Love»— con un chavalín que necesitaba dinero para ir a un concierto de Emerson, Lake and Palmer en el Fairfield Hall ¡figuraos! Pero como tenía la sospecha de que aquel pobre idiota necesitaba el dinero tan desesperadamente que había tratado de disimular los defectos y las rayadas del disco con betún negro, lo estaba examinando con lupa.

Uno de los chicos del grupo era Charlie, que por primera vez desde hacía semanas se había molestado en pasar por la escuela. Destacaba del resto de la pandilla por su pelo plateado y zapatos de plataforma. No estaba tan atractivo y tenía un aspecto menos poético; la expresión se le había endurecido con el pelo corto y tenía los pómulos más marcados. Eso era la influencia de Bowie, lo sabía. Bowie, que por aquel entonces todavía se llamaba David Jones, había estudiado en nuestra escuela hacía ya varios años y ahí, en una fotografía de grupo tomada en los comedores, se reconocía su cara. A menudo se veía a chavales de la escuela arrodillados delante de aquel icono, rezando por convertirse en estrellas del pop y librarse así de una vida de mecánico, empleado de una agencia de seguros o ayudante de arquitecto. Pero, salvo Charlie, ninguno de nosotros tenía grandes expectativas. Teníamos más bien una combinación de tristes expectativas y esperanzas locas y, en mi caso, sólo esperanzas locas.

Charlie me ignoraba, al igual que ignoraba a la mayoría de sus amigos desde que había aparecido en la portada de
Bromley and Kentish Times
con su grupo Mustn't Grumble, después de un concierto al aire libre celebrado en el campo de deportes de la zona. El grupo llevaba dos años tocando, en bailes de escuelas, en pubs y como teloneros en un par de conciertos importantes, pero era la primera vez que se escribía sobre ellos. Aquella fama repentina había impresionado y trastornado a toda la escuela, profesores incluidos, que solían llamar «Nena» a Charlie.

A Charlie se le iluminó el rostro al ver a Helen y se acercó a nosotros. No tenía la menor idea de que la conociera. Helen se puso de puntillas y le dio un beso.

—¿Cómo van los ensayos? —le preguntó Helen, atusándole el pelo.

—Estupendamente. Pronto vamos a tocar otra vez.

—Pues allí estaré.

—Y si no estás, no tocaremos —dijo.

Helen se echó a reír a grandes carcajadas. Entonces intervine yo. Tenía que meter baza.

—¿Cómo está tu padre, Charlie?

Charlie me miró con ojos divertidos.

—Mucho mejor. —Y, dirigiéndose a Helen, añadió—: Mi padre está en el psiquiátrico. Sale la semana que viene y no deja de repetir que va a volver a casa con Eva.

—¿En serio?

¿Eva iba a vivir de nuevo con su marido? Eso me sorprendió. Y también iba a sorprender a papá, seguro.

—¿Y Eva está contenta? —le pregunté.

—Como muy bien sabrás, mariconcete, casi se muere del susto. Ahora le interesan otras cosas, otra gente, ¿no? Creo que papá va a recibir una patada que le va a mandar derecho a la casita de su mamá tan pronto como ponga los pies en casa. Y eso será el punto final entre ellos.

—¡Dios mío!

—Pues sí, aunque de todos modos nunca me ha caído simpático. Es un sádico. Así en casa habrá sitio para otro. Nuestras vidas van a cambiar radicalmente muy pronto. Me encanta tu viejo, Dulzura. Me inspira.

Me sentí halagado y hasta estuve en un tris de decir: si Eva y papá se casan, tú vas a ser mi hermano y habremos cometido incesto. Pero conseguí mantener la boca cerrada. Aun así, la idea me produjo una punzada de emoción. Aquello significaba que, durante años y años, iba a estar ligado a Charlie, hasta mucho después de la escuela. Quería convencer a papá y a Eva de que vivieran juntos. Al fin y al cabo, ¿acaso no dependía sólo de mamá el que rehiciera su vida? A lo mejor hasta encontraba a alguien, aunque lo dudaba.

De pronto, aquella calle de las afueras retumbó a causa de una explosión tan fuerte que recordaba el bombardeo de la Luftwaffe de 1944. Las ventanas se abrieron, los tenderos se asomaron a la calle, los clientes dejaron de hablar del bacon y se volvieron, nuestros profesores dieron un respingo en los sillines de sus bicicletas cuando el estrépito les azotó como una fuerte ráfaga de viento, los chicos salieron de la escuela a todo correr y se acercaron a la verja; mientras que otros, los chicos duros, se encogían de hombros o se alejaban asqueados, escupiendo, maldiciendo y arrastrando los pies.

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