El Vauxhall Viva rosa tenía altavoces que escupían en cuadrifonía potentísima el «Hight Miles High» de los Byrds. En el asiento trasero iban dos chicas y conducía el Pez, el manager de Charlie, un tío guapo y alto que era ex alumno de un instituto privado. Se rumoreaba que su padre era almirante y hasta se decía que su madre era lady. El Pez llevaba siempre el pelo corto y ropa anodina, camisas blancas, trajes arrugados y zapatillas de tenis. No hacía la menor concesión a la moda, pero siempre conseguía tener un aspecto sofisticado y mundano. No se inmutaba por nada. Y aquel enigma viviente no tenía más que diecinueve años, poco más que nosotros, pero era elegante, no como nosotros, y lo considerábamos superior, la persona adecuada a quien dejar a cargo a nuestro Charlie. Prácticamente todas las tardes, cuando Charlie salía de la escuela, aparecía el Pez para llevárselo al estudio a ensayar con la banda.
—¿Quieres que te deje en algún sitio? —le preguntó Charlie a Helen a voz en grito.
—¡No, hoy no! ¡Hasta la vista!
Charlie se dirigió al coche a grandes zancadas. Cuanto más cerca estaba del coche, más nerviosas parecían las chicas, como si le precediera una ráfaga de viento que las hiciera estremecer. Cuando subió al coche y se sentó al lado del Pez, las chicas se abalanzaron sobre él y le besaron con entusiasmo. Charlie se estaba atusando el pelo con ayuda del retrovisor cuando el monstruo volvió a arrancar y se confundió en el tráfico, dispersando a un grupo de chavales que se habían arracimado en la parte delantera del coche y trataban de abrir el capó, ¡por el amor de Dios!, para examinar el motor. El grupito se dispersó enseguida mientras el coche se alejaba ya borroso. «¡Cabrón! —dijeron los chavales abatidos, deprimidos ante la belleza del acontecimiento— ¡Cabrón de mierda!» Nosotros teníamos que regresar a casa, con nuestras madres, nuestras albóndigas con patatas y salsa de tomate, a estudiar vocabulario francés y a preparar la bolsa de deporte para el día siguiente. Charlie, en cambio, estaría con músicos, iría a los clubes a la una de la madrugada y quedaría con Andrew Loog Oldham.
Pero, por lo menos, yo estaba con Helen.
—Siento lo que ocurrió el otro día cuando viniste a casa —se excusó—. Normalmente es muy simpático.
—Los padres también se ponen de mal humor, ya se sabe.
—No, me refiero a mi perro. Estoy en contra de que se utilice sexualmente a la gente, ¿y tú?
—Mira —le dije, hablando con cierta brusquedad y siguiendo el consejo que Charlie me había dado para tratar a las mujeres: «Trátalas mal y estarán contentas.»—. Tengo que ir a la parada del autobús y no pienso pasarme aquí toda la tarde para que me tomen el pelo como a un imbécil. Así que, ¿dónde está la persona a la que estás esperando?
—¡Pero si eres tú, memo!
—¿Has venido a verme? ¿A mí?
—Sí. ¿Tienes algo que hacer esta tarde?
—No, claro que no.
—¿La quieres pasar conmigo, entonces?
—Sí. Estupendo.
Helen me cogió del brazo y nos alejamos de la escuela, con los compañeros que no nos quitaban los ojos de encima. Helen me dijo que iba a dejar la escuela para marcharse a San Francisco. Estaba harta del aburrimiento de vida que llevaba con sus padres y las tonterías de la escuela le estaban ablandando el cerebro. El mundo occidental era un hervidero de movimientos de liberación y de estilos de vida alternativos —nunca había habido una cruzada de jóvenes como aquélla— y Espalda Peluda seguía sin dejarla salir hasta más tarde de las once. Yo le repetía que aquella cruzada ya iba de capa caída, que todos estaban con sobredosis, pero ella no quería escucharme. Y no se lo reprochaba. Cuando algo nos llegaba ya era agua pasada, pero odiaba la idea de que se marchara, especialmente porque odiaba la idea de quedarme. Charlie estaba metido en algo grande, Helen estaba preparando su fuga, pero ¿y yo?, ¿qué iba a hacer yo? ¿Cómo iba a arreglármelas?
Alcé los ojos y vi que Jamila venía corriendo hacia nosotros con una camiseta negra y shorts blancos. Había olvidado lo de nuestra cita. Jamila corrió unos pocos metros más y se detuvo sin resuello, más por culpa de la ansiedad que del cansancio. Se la presenté a Helen. Jamila apenas la miró, pero Helen no se soltó de mi brazo.
—Anwar está peor cada día —dijo Jamila—. Está decidido a llegar hasta el final del asunto.
—¿Queréis que me vaya? —preguntó Helen.
Yo dije enseguida que no y pregunté a Jammie si podía contar a Helen lo que estaba pasando.
—Sí, si lo que pretendes es presentarle nuestra cultura como algo ridículo y a nuestra gente como un hatajo de anticuados intolerantes y fanáticos.
Así que expliqué a Helen lo de la huelga de hambre. Jamila me interrumpió un par de veces para añadir algún que otro detalle y ponernos al corriente de los últimos acontecimientos. Anwar no había cedido ni pizca: no había querido probar ni una galleta, ni un sorbo de agua, ni un cigarrillo. O Jamila obedecía, o tendría que pasar por una agonía espantosa cuando los órganos empezaran a rendirse uno tras otro. Y, si le ingresaban en el hospital, volvería a comenzar desde el principio hasta que su familia cediera.
Como empezaba a llover, fuimos a sentarnos bajo la parada del autobús. Nunca teníamos un lugar adonde ir. Helen se mostró paciente y atenta y me cogía la mano para tranquilizarme.
—Lo único que sé es que hoy, a medianoche, decidiré qué voy a hacer. No puedo seguir así, de brazos cruzados.
Cada vez que proponíamos a Jamila que se marchara de casa, que le buscaríamos un sitio y que conseguiríamos dinero para ayudarla a sobrevivir, Jamila se quejaba: «¿Y mi madre, qué?» Anwar echaría la culpa a Jeeta de lo que hiciera Jamila, su vida se convertiría en un tormento y, además, no tenía adonde ir. Entonces se me ocurrió la brillante idea de que Jamila y Jeeta podían huir juntas, pero Jeeta no dejaría nunca a Anwar: las esposas indias no hacían cosas así. Le estuvimos dando vueltas y más vueltas hasta que a Helen le vino la inspiración.
—Vamos a hablar con tu padre —dijo—. Es un hombre sabio, espiritual y…
—Es un farsante de tomo y lomo —le cortó Jamila.
—Por lo menos podemos probar —insistió Helen.
Así que nos fuimos a casa.
Mamá estaba dibujando en el salón, con sus piernas blancas de piel casi translúcida que le salían por debajo de los faldones de la bata. Cerró el cuaderno enseguida y lo dejó detrás de la silla. Se la notaba cansada después del día de trabajo en la zapatería. Yo siempre quería preguntarle por su trabajo, pero nunca me decidía a salir con algo tan ridículo como: «¿Qué, cómo te ha ido?», así que no podía comentarlo con nadie. Jamila se sentó en un taburete y se quedó con los ojos fijos en la nada, como si estuviera contenta de haber dejado el asunto del suicidio de su padre en manos de otros.
Helen no fue precisamente de gran ayuda ni facilitó la posibilidad de gozar de paz en la tierra cuando se le ocurrió decir que había presenciado la actuación de papá en Chislehurst.
—Yo no la vi —dijo mamá.
—Oh, pues es una lástima. Fue algo profundo. —Mamá ponía cara de autocompadecerse, pero Helen ni se dio cuenta—: Fue liberador. Me vinieron ganas de irme a vivir a San Francisco.
—Ese hombre consigue que me entren ganas de irme a vivir a San Francisco —replicó mamá.
—Entonces, supongo que habrá aprendido ya todo lo que tiene que enseñarle. ¿Es usted budista?
La conversación entre mamá y Helen parecía bastante incongruente. Hablaban de budismo en Chislehurst sobre un trasfondo de libertad, fiestas y expansión mental; cuando para mamá, la Segunda Guerra Mundial todavía estaba presente en nuestras calles, en las calles en las que se había criado. A menudo me hablaba de los ataques aéreos nocturnos, de sus padres cansados de estar alerta por si se declaraba un incendio, de casas de las calles de la niñez reducidas a escombros de la noche a la mañana, de gente que desaparecía de repente, de noticias de hijos muertos en el frente. ¿Qué íbamos a saber nosotros de la maldad y de las posibilidades de destrucción del hombre? Lo único que conocía yo era el refugio antiaéreo de gruesas paredes que había al fondo del jardín y en el que solía jugar de pequeño como si fuera mi casa. Todavía tenía sus hileras de tarros de mermelada y sus camastros de barracón del 43.
—Para nosotros es fácil hablar de amor —le dije a Helen—. Pero ¿qué me dices de la guerra?
Jamila se levantó enfadada.
—¿Y a qué viene ahora hablar de la guerra, Karim?
—Es importante, es…
—No seas idiota, por favor… —Y miró a mamá con ojos implorantes—. Hemos venido aquí por una razón muy concreta. ¿Por qué nos haces perder el tiempo de esta manera? Vamos a consultarle una cosa.
—¿A él? —preguntó mamá, señalando la habitación contigua.
Jamila asintió con la cabeza y se mordió las uñas. Mamá soltó una risita burlona.
—Pero si no se aclara ni él.
—Ha sido idea de Karim —se defendió Jamila y se marchó del salón con paso decidido.
—No me hagas reír —me dijo mamá—. ¿Por qué le haces eso? ¿Por qué no haces algo útil, como ordenar la cocina, por ejemplo? ¿Por qué no te vas a estudiar? ¿Por qué no haces algo que te conduzca a alguna parte, Karim?
—No te pongas histérica —le dije.
—¿Y por qué no? —me replicó.
Cuando entramos en la habitación de papá, Dios estaba tumbado en la cama escuchando música por la radio. Miró a Helen con aprobación y me guiñó el ojo. Le había gustado, pero es que, además, estaba contento de que saliera con alguien, siempre que no fueran chicos o indios. «¿Por qué tienes que salir con musulmanas?», me dijo una vez que me presenté en casa con una chica paquistaní amiga de Jamila. «¿Por qué no?», le repliqué. «Demasiados problemas», me dijo con autoridad. «¿Qué problemas?», le pregunté. Concretar no se le daba bien y se limitaba a menear la cabeza para darme a entender que los problemas eran tantos que no sabía por dónde empezar. Sin embargo, para aclarar la discusión añadió: «La dote y todo eso.»
—Anwar es el mejor amigo que tengo en el mundo —se lamentó con tristeza cuando se lo hube contado todo—. A nosotros, los indios, cada vez nos gusta menos esta Inglaterra y regresamos a una India imaginaria.
Helen cogió la mano de papá entre las suyas y le dio unas palmaditas afectuosas.
—Pero si es vuestro hogar —le dijo—. Y a nosotros nos gusta que estéis aquí. Enriquecéis a nuestro país, con vuestras tradiciones.
Jamila puso los ojos en blanco. Helen la sacaba de quicio, eso saltaba a la vista. A mí, en cambio, me hacía reír, pero aquel asunto era muy serio.
—¿Por qué no hablas con él? —le propuse.
—No hablaría ni siquiera con Gandhi en persona —dijo Jamila.
—Muy bien —dijo papá—. Volved dentro de noventa y cinco minutos; voy a meditar. Os daré mi respuesta cuando lo haya meditado.
—¡Estupendo!
Y así fue como los tres salimos de aquel callejón sin salida que era Victoria Road y nos encaminamos al pub por calles tristonas y cargadas de ecos, dejando atrás parques sembrados de excrementos, la escuela victoriana con sus lavabos fuera, los escombros de los bombardeos —nuestros auténticos patios de recreo y escuelas de sexo— y cuidados jardines ante docenas de saloncitos de familias desconocidas con televisores que resplandecían con luz mortecina. Eva siempre había llamado a nuestro barrio «el abismo». Reinaba un silencio tal que ninguno de nosotros se atrevía a romperlo con el sonido de nuestras propias voces.
Aquí vivían el señor Whitman, el policía, y su joven esposa Noleen; a su lado, un matrimonio de jubilados, el señor y la señora Holub. Eran socialistas, exiliados de Checoslovaquia y no sabían que su hijo se escapaba de casa todos los viernes y sábados por la noche, de puntillas y en pijama, para ir a escuchar música infecta. Enfrente tenían a otro matrimonio de jubilados, un profesor y su esposa, los Gothards. Sus vecinos eran una familia del East End, comerciantes de alpiste, los Lovelace. La viejecita abuela Lovelace trabajaba en los lavabos de los jardines de la biblioteca. Un poco más arriba, vivía un periodista de la calle Fleet, el señor Nokes, con su esposa y sus obesos hijos, y los Scoffield —la señora Scoffield era arquitecta— por vecinos.
Todas las casas estaban «reformadas». Una tenía un porche nuevo, puertas dobles la otra, ventanas «georgianas» o una puerta nueva con herrajes de latón. Se habían ampliado las cocinas, arreglado buhardillas, eliminado tabiques y construido garajes. Esa era la pasión de los ingleses: no el mejorar la cultura o el ingenio, sino el HTM, «hazlo tú mismo», la pasión por tener casas mejores y más grandes, con mayores comodidades, la concienzuda acumulación de confort y, con él, el status, es decir, la exhibición patente de un dinero ganado. Exhibir era lo importante. Cuántas veces, en ocasión de una visita a una de las familias del vecindario, antes de ofrecernos una taza de té nos habían hecho visitar la casa —«Otro
grand tour
», suspiraba papá— para que admiráramos habitaciones amplísimas, monísimos armarios, y literas, duchas, invernaderos y carboneras.
En el pub, el Chatterton Arms, había unos teddy boys ya mayorcitos, con sus chaquetas de cretona y tupés sólidos y esculpidos como proas de barco. También había unos cuantos rockeros, con sus cadenas y sus cazadoras de cuero con tachuelas, hablando de su ocupación favorita: las violaciones en grupo. Y había también una pareja de cabezas rapadas con sus chicas, sus zapatos claveteados, Levi's, Crombies y tirantes. A muchos los conocía de la escuela: iban al pub todas las noches, con sus padres, y nunca se iban a mover de allí. Se quedaron un tanto sorprendidos al ver entrar a dos hippies con una paqui y hasta nos dedicaron algún comentario y alguna miradita maliciosa, así que me cuidé de no mirarles a los ojos, por no darles motivo de enfado. Aun así, estaba nervioso y tenía miedo de que se nos echaran encima cuando nos marcháramos.
Jamila no decía palabra y Helen se moría por hablar de Charlie, tema en el que sin duda estaba tan preparada como para hacer un doctorado. Jamila ni siquiera se mostraba desdeñosa y se limitaba a tomarse una jarra de cerveza tras otra con expresión ensimismada. Había visto a Charlie en casa un par de veces y no la impresionaba en absoluto, por decirlo con suavidad. «Vanidad, tu nombre es Charlie», ésta era su conclusión. Charlie ya ni se esforzaba con ella. ¿Por qué habría tenido que hacerlo? Jamila no podía serle de ninguna utilidad y tampoco le apetecía tirársela. Además, Jamila leía en Charlie como en un libro abierto: según ella, bajo aquella fachada aterciopelada de idealismo, todavía símbolo de nuestro tiempo, se escondía una ambición sin límites. Helen nos confirmó de buena gana que Charlie no sólo era una estrella en nuestro colegio, sino que iluminaba también otras escuelas, especialmente las femeninas. Había chicas que no se perdían ni una sola actuación de Mustn't Grumble sólo por estar cerca del chico y grababan todos sus conciertos con magnetófonos portátiles. Las pocas fotografías que había de Charlie pasaban de mano en mano hasta que se deshacían de puro sobadas. Al parecer, hasta le habían ofrecido un contrato discográfico, que el Pez había rechazado porque todavía no les consideraba lo suficientemente buenos. Según el Pez, cuando fueran buenos de verdad se convertirían en uno de los grupos más famosos del mundo. No podía dejar de preguntarme si Charlie estaba convencido de eso de verdad, si era algo que sentía o si se limitaba a vivir la vida, día a día, tan asqueado y perplejo como todo el mundo.