El bastión del espino (46 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: El bastión del espino
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—Una especie de clan —razonó él.

—No conozco muy bien los lazos familiares, pero supongo que podría llamarse así. Mira ahí delante —se interrumpió, señalando un punto.

Desde hacía una hora, los árboles se habían vuelto más escasos y de menor tamaño. Al frente, el escenario cambiaba y, en vez de bosque, el terreno se convertía en pendientes y ondulantes colinas. En la distancia, el camino giraba y emprendía el ascenso por una escarpada pendiente.

—Hay muchas cuevas por aquí —anunció el enano tras divisar los montes rocosos en dirección al norte—. Es territorio de goblins; lo más seguro, de orcos. Será mejor que acampemos en algún lugar resguardado antes de que anochezca.

Siguieron cabalgando hasta el crepúsculo y montaron el campamento en una colina situada a poca distancia de Summit Hall. Ebenezer encontró una cueva diminuta con una abertura pequeña y tan escondida que Bronwyn fue incapaz de verla hasta que él apartó unas ramas para mostrársela.

—Espera un momento —dijo, y luego desapareció por el hueco. Apareció al cabo de un instante, frotándose enérgicamente el polvo de las manos—. Es una buena caverna. No hay señales de orcos, y tiene el techo demasiado bajo para que puedan luchar de pie. Desemboca incluso en un pequeño túnel que puede utilizarse como vía de escape. Es un poco estrecho, pero confío en que pueda cocinarse un guiso para dos esta noche.

El tono esperanzado de su voz hizo sonreír a Bronwyn.

—¿No te tocaba a ti cocinar?

—¿Y si yo cazo los conejos?

—Me parece justo. —Bronwyn se volvió hacia el caballo de carga para desatar el equipaje. Y allí, sentada entre los bártulos y con una sonrisa de gatito satisfecho en el rostro, estaba Cara.

Bronwyn brincó hacia atrás y soltó un grito.

—¿Cómo has llegado aquí?

Pero supo la respuesta antes de acabar la frase. De repente, el comportamiento de Cara delante del muro de la torre de Báculo Oscuro cobraba sentido. Su reticencia a quedarse había sido una estratagema, una manera de ocultar su piedra preciosa entre la carga del caballo. Bronwyn no sabía si echarse a reír, sentirse conmovida o exasperarse.

Se apretó con ambas manos las sienes con la esperanza de calmar así la aceleración de su pulso.

—Bueno, es un buen saludo. —Ebenezer se cruzó de brazos y fingió arrugar la frente—. No podemos meternos en un nido de paladines con la chiquilla, en vista de las ganas que tienen en Aguas Profundas de conservarla.

—Cierto. —Bronwyn se acercó a Cara y la izó del caballo—. Debes regresar de inmediato.

—Déjame quedar esta noche —suplicó la chiquilla—. Nunca he dormido bajo las estrellas.

Bronwyn lo había hecho en tantas ocasiones que apenas prestaba atención a ellas, pero era una perspectiva encantadora en boca de alguien que lo expresaba con tanto anhelo. Desvió la vista hacia Ebenezer.

—¿Te quedarás con ella mientras voy a hablar con los paladines?

—¿Y perderme una conversación con esa gente? Encantado. Tú y yo vamos a colocar algunas trampas y cebos alrededor del campamento —añadió dirigiéndose a Cara.

Según parecía, Cara tenía buena mano con las trampas. Había sido tarea suya cuidar de las trampas para conejos que sus padres adoptivos mantenían alrededor del huerto. En cuanto aprendió a ajustar el tamaño, consiguió atar y colocar los cebos con tanta agilidad como el enano.

—¿También sabes cocinar? —preguntó éste.

—No, pero sé hacer un buen fuego. Mira. —La chiquilla volvió la vista hacia la pila de rastrojos que Bronwyn había amontonado alrededor de un círculo de rocas. De inmediato empezaron a surgir volutas de humo de las ramas y, acto seguido, chisporrotearon lenguas de fuego—. ¿Qué os parece? —añadió con voz triunfante, mientras Bronwyn la contemplaba boquiabierta—. Laeral me enseñó cómo hacerlo. Es un hechizo.

—Muy bueno —balbució Bronwyn. No era experta en magia, pero le parecía notable que alguien fuera capaz de aprender un hechizo tan rápido, y más una niña. Por primera vez, se preguntó quién sería la madre de Cara. ¿Qué mujer elfa había dado a luz y legado a su hija un talento tan increíble? ¿Y dónde estaba ahora?

Como Cara no había mencionado nunca a su madre, Bronwyn pensó que era más oportuno no preguntar. Echó un puñado de carne seca y raíces en un puchero de viaje y, para cuando empezaron a despuntar las primeras estrellas, los tres saboreaban un cocido mientras escuchaban el primaveral croar de las ranas de un estanque cercano.

El complejo era impresionante; se parecía más a una ciudad amurallada que a una fortaleza, y estaba rodeado de un espeso muro de casi seis metros de altura construido con la piedra color arena que abundaba en los alrededores. En cada esquina había torres de vigilancia y en la cima de la colina sobresalía un alcázar. Al norte, fuera del recinto, se alzaba una antigua y desvencijada torre.

Bronwyn se acercó a caballo a la puerta y fue recibida de forma cordial, aunque distante, por los seguidores de Tyr. Un caballero de edad avanzada le mostró la cámara para los huéspedes situada en uno de los edificios de menor tamaño que bordeaban un patio polvoriento, amplio y descubierto. La estancia estaba amueblada de forma espartana, y se preguntó si hubiese recibido un aposento de mayor categoría si los paladines hubiesen conocido su linaje. En aquel momento, sin embargo, le pareció más prudente mantener en secreto su identidad. Había dejado el anillo oculto en el campamento por miedo a alertar a los paladines y acabar perdiéndolo.

—Buena idea —había aprobado Ebenezer—. No es bueno confiar demasiado en los humanos.

Bronwyn había estado a punto de preguntarle qué pensaba que era ella, pero lo cierto era que aquellas últimas semanas las experiencias que ella misma había tenido en sus tratos con la raza humana no le servían como prueba para refutar aquel cínico razonamiento.

En una de las torres del alcázar resonó un timbre y, de inmediato, Bronwyn oyó un frenético ajetreo y se asomó a la ventana. Varias docenas de jóvenes se estaban reuniendo en el campo descubierto que constituía el corazón del monasterio. Formaron una hilera doble para empezar a entrenar de dos en dos con espadas, porras y una amplia variedad de armas de reducido tamaño. Todos ellos eran buenos luchadores, muy impresionantes. No había un solo hombre al que Bronwyn se viera capaz de ganar en un combate cuerpo a cuerpo. Además, le daba la impresión de que todos ellos disponían de un creativo surtido de tácticas sucias.

Uno de los jóvenes paladines la condujo a la presencia del maestro Laharin Barba Dorada. Se introdujo en su austero despacho y lo saludó con cortesía.

El hombre levantó la vista y sus ojos se abrieron de par en par.

—Gwenidale —balbució.

No era un nombre corriente, y Bronwyn lo había oído sólo una vez en veinte años, cuando Hronulf se había referido a su madre.

Bronwyn no tenía intención de desvelar su identidad, pero cambió rápidamente de opinión.

—No soy Gwenidale, sino su hija. Me llamo Bronwyn.

El caballero recobró la compostura y se acercó a ella con las dos manos extendidas. Cogió las de ella y le abrió los brazos como haría un viejo amigo con una chiquilla cuyo súbito crecimiento le pillara por sorpresa.

—Eres tú, no cabe duda, pequeña Bronwyn. La última vez que te vi, no tenías más de tres años. ¡Por el martillo de Tyr, chiquilla, te has convertido en la viva imagen de tu madre!

Descubrió que Laharin le caía bien y que habría pensado lo mismo de él aunque no hubiese hablado de su madre. El hombre parecía tener más calidez y amabilidad que ninguno de los demás paladines que había conocido, incluido su propio padre.

—Vamos, siéntate —la urgió—. Tienes que contármelo todo. ¿Cómo has llegado al final hasta nosotros?

—Conocéis el asalto que tuvo lugar a mi pueblo. Fui vendida como esclava y aunque durante años intenté encontrar el rastro de mi familia, era demasiado joven para recordar. Recientemente, conseguí saber el nombre de mi padre.

Una profunda tristeza se reflejó en el rostro del caballero.

—Demasiado tarde —murmuró—. Tu padre era un gran hombre. Un buen amigo.

—Tuve ocasión de encontrarme con él —admitió Bronwyn—. Fui hasta El Bastión del Espino para verlo.

Una súbita luz iluminó el rostro del caballero.

—Te entrevistaste con sir Gareth en Aguas Profundas, ¿verdad? Hasta este momento no he establecido la conexión. Chiquilla, la hermandad está muy preocupada por ti. Oímos decir que colaborabas con aquellos que asaltaron la fortaleza y que te apropiaste de un objeto sagrado para nuestra orden. ¿Cómo conseguiste escapar a la destrucción?

—Había una vía de escape y mi padre insistió en que me fuera por ella.

—Ah, eso lo explica todo. Hronulf debía de conocer todos los secretos de la fortaleza porque había pertenecido a vuestra familia durante muchos años.

Aquel comentario daba pie a Bronwyn a plantear un tema que hasta aquel momento no había considerado utilizar.

—Fue deseo de Hronulf que viniese a hablar con vos, Maestro Laharin. Me dijo que debía aprovecharme de sus buenos consejos respecto al futuro de mi familia... — Dejó que su voz tradujera cierta incertidumbre y bajó la vista como si se sintiese abrumada por un arranque de modestia femenina.

—Ah. —Laharin comprendió con toda claridad los pensamientos de Hronulf—.

Sí, debes encontrar una pareja apropiada. Aquí hay varios hombres jóvenes que podrían ser adecuados. Pensaré en el asunto.

—Mientras tanto, ¿podríais instruirme sobre mi herencia? No estoy acostumbrada a ser la hija de un paladín. Si asimismo tengo que engendrar nuevos paladines, desearía conocer más cosas sobre la orden.

—¡Te mostraré encantado Summit Hall!

Laharin se levantó e hizo que ella se cogiera de su brazo. Juntos, empezaron a caminar por la fortaleza. Le enseñó el patio de entrenamiento, los barracones donde dormían los jóvenes, los establos llenos de hermosos caballos y las armerías repletas de casi todas las armas que Bronwyn era capaz de nombrar. También había una biblioteca con libros antiguos y mapas.

—Puedes leer lo que te apetezca de aquí; todo está a tu disposición —le aseguró Laharin—. Todas las historias y las costumbres deben ser transmitidas a tus hijos.

¿Recuerdas haber escuchado esos relatos?

—Vagamente —admitió—. Tan sólo recuerdo su ambiente y su ritmo. —Siguió con la mirada a un muchacho delgado que cruzaba el vestíbulo en dirección a ellos. A juzgar por el corte de su tánica y el montón de ropa de lino que llevaba en una pila entre los brazos, debía de ser un escudero. Era enjuto y de expresión jactanciosa, con una mata de pelo rojizo y un rostro salpicado de pecas, al igual que los brazos desnudos.

Debía de tener unos ocho años.

Laharin siguió su mirada, percibiendo de inmediato su expresión confusa.

—Los muchachos que desean entrar al servicio de Tyr acuden por lo general antes de haber cumplido diez inviernos y permanecen aquí una decena de años.

—Tan jóvenes...

El caballero le dedicó una mirada que era a la vez severa y comprensiva.

—Los hombres tienen la opción de dedicar sus vidas al servicio de Tyr. Sospecho que las mujeres tienen una tarea más dura, pues deben dedicarse a sus hijos.

Bronwyn murmuró algo dócil y siguió al caballero por un prolongado tramo de escaleras estrechas que desembocaba en lo que parecían unas mazmorras. Había varias celdas, todas ellas vacías, y al final de un pasillo otro tramo de escaleras que bajaba todavía más hacia las profundidades. Laharin descolgó una antorcha de un soporte de la pared y le indicó con un gesto que lo siguiese.

—Este túnel conduce a las bodegas de la cocina —explicó.

Ella señaló una puerta de madera redondeada, de poca altura. El pestillo estaba echado y trabado, cubierto de óxido polvoriento.

—¿Qué es esto?

—Nada importante. Es un túnel que conduce a una vieja torre que hay en el exterior de la muralla. Nadie lo ha utilizado durante siglos.

Bronwyn se quedó pensativa, extrañada por aquella respuesta.

—¿No teméis que alguien pueda acceder al monasterio a través de esa torre?

—No —repuso él, brevemente, mientras se erguía y suavizaba, no sin esfuerzo, el entrecejo que tenía fruncido—. La torre se ve con toda claridad desde la torre de vigilancia y nadie ha entrado ni salido de ella durante siglos.

—Entonces, ¿por qué...?

—Es parte de nuestro patrimonio —la interrumpió él—. Pocos conocen esta historia, pero tú debes escucharla. La torre perteneció en su día a un hermano de Samular, un brujo de gran poder conocido con el nombre de Renwick Manto de Nieve Caradoon. Fue deseo de Samular que se construyese un monasterio de entrenamiento de paladines junto a la torre, y que se protegiese en todo momento en honor a su hermano, que murió en plena batalla con tanta valentía como cualquier caballero.

«Al menos, ésta es la versión de Samular», pensó Bronwyn mientras recordaba lo que Khelben le había contado sobre aquel lugar y lo que debía buscar.

—Es una historia enternecedora. Samular conocía el valor de la familia — respondió mientras se esforzaba porque su rostro mostrase una expresión de embeleso y carente de astucia.

Laharin le dedicó una mirada curiosa, como si de repente estuviera considerando lo que Bronwyn conocía realmente sobre el valor de su familia, pero el instante pasó rápido y fue sustituido por una fugaz expresión de autorreproche. Bronwyn se dio cuenta, no sin cierta sensación de culpabilidad, de que no era un hombre que se mostrara por regla general receloso. Realmente detestaba tener que abusar de su buena voluntad. Además, no estaba lista para consagrarse ella misma y el poder que hubiese heredado de su familia, fuese cual fuere, a favor de la orden.

Pasó un día muy agradable con el caballero, pero se excusó de ir a cenar alegando el cansancio del viaje. Esperó hasta que los paladines y los sacerdotes se hubieron reunido para sus rezos vespertinos para escabullirse a través del patio y regresar al alcázar. Khelben la había instruido para que registrara una torre situada en el exterior de la fortaleza principal y el viejo túnel era el mejor modo de acceder a ella. Cogió una antorcha del piso superior, como había hecho Laharin, y se abrió paso en dirección a la puerta de madera.

Fue sencillo romper el oxidado pestillo. Con tres golpes precisos con la empuñadura de su cuchillo consiguió romper la desgastada cadena. Bronwyn se coló por la abertura, no sin antes sacudir el aire ante su rostro para apartar la extensa telaraña que cubría el lugar como si fuera niebla. El suelo también estaba lleno de vida: escarabajos e insectos de todo tipo pulularon bajo sus pies en cuanto se introdujo en el interior.

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