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Authors: Elaine Cunningham
—Ven, te enseñaré el castillo.
La suerte de Ebenezer, que había brillado por su ausencia últimamente, dio un súbito giro. En el momento preciso, se encontró con una caravana que iba rumbo al sur y acordó con su jefe que el caballo del paladín fuera devuelto al Tribunal de Justicia de Aguas Profundas. Le costó tiempo y dinero convencerlo, pero el enano se apartó de la caravana con la satisfacción de que todo se haría como él había pedido. Luego, puso rumbo al norte con la conciencia tranquila y la sensación de haber cumplido con su deber. Le parecía que tarde o temprano, el joven que tanto apego sentía por Tyr acabaría en el templo de su dios y allí podría reunirse con su corcel perdido, sin haber sufrido daño alguno y sólo con la suela de las botas un poco más gastada.
Ebenezer se apartó del camino del Comercio en dirección al pie de una colina. La entrada a los túneles Lanzadepiedra no estaba demasiado lejos del camino, pero quedaba tan escondida que sólo un enano era capaz de verla. Encontró el lugar, un escarpado altozano rodeado por un espeso grupo de pinos, y pasó los dedos por la pared rocosa hasta que encontró una sutil hendidura en la piedra. Apoyó el hombro contra la puerta y empujó entre gruñidos hasta que se abrió hacia dentro. Se coló con rapidez por la abertura y dejó que la puerta se cerrara a su espalda con un ruido sordo.
Se quedó inmóvil un instante hasta que los ojos se ajustaron a la oscuridad mientras se frotaba la entumecida espalda con ambas manos. Hacía tiempo que no había montado a caballo y sentía las piernas y el trasero doloridos, pero se sacudió la fatiga y echó a correr a buen ritmo. La mayoría de los humanos que conocía Ebenezer pensaba que los enanos eran lentos de movimientos y se cansaban con rapidez, pero cualquier enano digno de su raza podía correr a buen paso todo el rato que fuese preciso.
Ebenezer supuso que debía de ser el atardecer cuando llegó al río. Aguzó el oído intentando oír algo, lo que fuese, por encima del infernal estruendo de las arremolinadas aguas. Cuanto más se acercaba a su hogar, más ansioso se sentía por la suerte de sus congéneres. Aceleró el paso, sin importarle que el suelo fuese resbaladizo y desigual, y pasó a la carrera por cavernas y pasadizos en dirección al centro neurálgico de su clan.
El olor lo asaltó de repente, le retorció las tripas e hizo que el corazón le cayese, latiendo desbocado, hasta los pies. No había confusión posible: cualquier enano que hubiese alzado alguna vez una maza de guerra lo conocía bien. Metálico, pesado, extrañamente dulce y enfermizo..., el hedor a sangre derramada que se ha vuelto ya negruzca y seca, el hedor a cuerpos que se enfrían.
Un terror espantoso e insensible se abatió sobre Ebenezer como si fuese una tormenta de invierno, despojándolo de toda fuerza, voluntad y movimiento. Se detuvo y un único grito desgarrador salió de su garganta: el primer y el último lamento que se permitiría antes de conocer la magnitud de la tragedia. Se forzó a sí mismo a seguir caminando hasta llegar a donde tenía que llegar.
Se detuvo otra vez en la entrada de la Sala de los Antepasados, perplejo ante el alcance de la destrucción de un monumento que había estado en pie durante siglos inmemoriales. Las antiguas piedras enanas se habían desmoronado y yacían desperdigadas entre los cuerpos de los enanos que habían perecido con la avalancha.
Ebenezer se paró junto al enano que tenía más cerca y tuvo que morderse el labio para no soltar un grito. El patriarca Lanzadepiedra, su padre, había encabezado la marcha. El viejo enano no había muerto por el derrumbe de las estatuas; eso quedaba espantosamente claro. Los enanos de piedra no portaban espadas y lanzas que pudieran producir heridas con semejante tranquilidad y cruel pericia.
Ebenezer alzó la vista y parpadeó para intentar aclararse una vista que, de repente, se le había vuelto borrosa. Aquí y allá se veían varios cadáveres de humanos con las marcas características de las hachas enanas, cosa que consoló a Ebenezer. Su padre no había muerto con tranquilidad, pero había muerto bien.
Se levantó y merodeó por toda la cámara mientras sentía que la rabia crecía en su interior con cada enano que identificaba..., y se volvía más amarga con cada enano que no podía identificar. Ebenezer había luchado en muchas ocasiones, pero la carnicería que tenía frente a él era algo nunca visto. En cada uno de los cuerpos fríos y atormentados de los enanos se veía el sello de un placer indescifrable, una maldad prolongada y duradera.
Ebenezer encontró más de lo mismo en el interior de la gran sala. No había quedado un solo enano vivo. El clan de los Lanzadepiedra había sido diezmado y los cuerpos de sus congéneres brutalmente asesinados habían sido dejados tirados en las salas vacías.
El pesar le entumecía los músculos y por fortuna le ralentizaba el ingenio y los latidos del corazón. Se fue moviendo entre tanta destrucción, atendiendo a los muertos y grabando en su memoria sus nombres. El tiempo pasó a carecer de importancia. Tenía el rostro contraído en una mueca de granito, los ojos secos y la mirada dura mientras recogía los cuerpos de sus amigos y de todo su clan para enterrarlos en una única tumba.
Fueron pasando las horas. En algún rincón de su mente, Ebenezer seguía el pulso del tiempo y supo que por encima de su cabeza se había alzado ya una luna de cera sobre las montañas de la Espada. Pero en aquel rincón, el enano sólo veía la oscuridad y la terrible tarea que tenía ante sí. No se detuvo a descansar hasta que todo el clan Lanzadepiedra quedó decentemente enterrado bajo una pila de rocas de la montaña.
Cuando hubo concluido la faena, se dejó caer pesadamente al suelo e intentó poner palabras a un importuno temor que le rondaba en un rincón de la mente.
El rostro destrozado del joven Frodwinner se le apareció en la memoria. De todos los enanos Lanzadepiedra, era el que más batalla había planteado. Le habían infligido heridas suficientes para acabar con la vida de un trío de enanos y, sin embargo, había seguido luchando. Siete humanos y cuatro semiorcos habían caído bajo el impulso de su hacha. Por supuesto, Frodwinner era el que más había tenido que perder de todo el clan.
Hacía dos días que había contraído matrimonio con la doncella más hermosa y alegre de todos los túneles. Frodwinner y Tarlamera tenían siglos de existencia por delante.
Frodwinner apenas tenía cincuenta años. Era casi un niño. Un chiquillo.
Con aquel pensamiento, Ebenezer encontró por fin palabras para lo que lo estaba inquietando.
No había niños entre los sacrificados.
Aquello cayó sobre Ebenezer con la misma fuerza con que habría recibido un puñetazo de un goblin. Su primera reacción fue de alivio porque, al igual que la mayoría de los clanes enanos, los suyos no tenían la bendición de tener muchos niños y él adoraba los chiquillos, le encantaban aquellos pequeños y ruidosos bribones. Pero, si no estaban allí, ¿dónde estaban?
Mientras pensaba en ello, también se dio cuenta de que había unos cuantos miembros adultos del clan que no había contado, incluidos miembros de su propia familia. Su padre había sido asesinado junto a la irritable y adorable mujer enana que le había engendrado nueve hijos robustos. La mayoría de esos hijos, hermanos de Ebenezer, yacían destrozados bajo las rocas, pero Tarlamera no se contaba entre ellos.
Se incorporó, sorprendido de que no se hubiese dado cuenta antes. Tarlamera era la hermana más cercana a él en cuanto a edad y a temperamento. Habían jugado juntos en multitud de ocasiones durante su feliz infancia y suyo era el rostro que él siempre buscaba cuando se topaba con una piña de sus propios congéneres. ¿Cómo era posible que no la hubiese buscado y no se hubiese dado cuenta enseguida de que no estaba?
Ebenezer había oído decir que la gente que recibía conmociones fuertes a veces omitía detalles importantes y no pensaba en ellos hasta que estaba preparada. Tal vez era eso, lo que estaba haciendo, aunque hasta entonces siempre había pensado que eso era una tontería.
En cuanto se hubo librado de la negación de la evidencia que había actuado como medida protectora para él, Ebenezer empezó a analizar los hechos hasta que dio con un patrón de conducta de lo sucedido. La mayoría de los mejores guerreros del clan habían sido asesinados, así como aquellos que pasaban el día atendiendo a las necesidades básicas del clan: madres, productores de cerveza, toneleros, zapateros. Todos los enanos de mayor edad habían muerto y también aquellos que tenían algún tipo de tara. Los miembros que faltaban eran los que tenían habilidades especiales, habilidades que sólo un enano puede llegar a dominar. Habían desaparecido los mejores mineros, incluida Tarlamera, cuyos instintos para trabajar con rocas eran tan aguzados que Ebenezer sospechaba que podía olfatear depósitos de minerales y piedras preciosas a cincuenta pasos de distancia. Los mejores artesanos habían desaparecido también, así como los herreros y unas cuantas hembras en edad fértil. Y los niños.
En definitiva, todos aquellos que podían tener algún valor en algún distante mercado de esclavos.
Una mezcla de rabia, frío y ferocidad le subió al enano como bilis por la garganta.
Había otra cosa que también había sepultado en lo más hondo de su memoria: su propia captura por una patrulla de zhents. De repente, se dio cuenta de la verdadera y devastadora naturaleza de su terror.
La esclavitud.
Ebenezer se puso de pie, cogió unas pocas armas y dejó atrás el cementerio en que se había convertido su hogar, rumbo a un túnel secreto, un pasadizo tortuoso y pendiente que desembocaba en la fortaleza que unos humanos habían construido en la cima de la montaña varias décadas atrás.
Se llamaban a sí mismos caballeros, pero eran un hatajo de entrometidos y presumidos que se mantenían ocupados limpiando la zona de trolls, de osos hormigueros y cosas así, y que a Ebenezer le recordaba siempre el comportamiento de las abuelas del clan, que iban siempre cambiando los muebles de sitio y limpiando el polvo de los estantes.
Si había respuesta a sus preguntas, Ebenezer estaba convencido de que aquel nido de humanos cazadores de trolls, entrometidos en todos los asuntos del mundo, sería un buen punto de partida para iniciar la búsqueda.
Bronwyn siguió a su padre escaleras abajo hacia el patio de armas. Los primeros atisbos de verdadera animación asomaron a la voz de Hronulf cuando empezó a describirle la fortaleza, su historia, sus defensas y las buenas obras que hacían los paladines con los viajeros que pasaban. Se iba deteniendo aquí y allí para conversar con los sirvientes e intercambiar saludos con otros caballeros. A cada uno de ellos, la presentaba con voz orgullosa como su hija perdida, pero lo más curioso era que aquel gesto no confortaba el corazón de Bronwyn ni la hacía sentirse más querida. Era casi como si él tuviese la necesidad de justificar su presencia allí. Aun así, Bronwyn percibió el cálido afecto y el respeto que los habitantes de la fortaleza sentían por su jefe.
Aquellos que conocían a Hronulf lo tenían sin duda en gran estima, cosa que le recordó al caballero que la había dirigido hasta allí.
—Me entrevisté con sir Gareth Cormaeril en Aguas Profundas —comentó—. Me envió recuerdos para vos.
El rostro de Hronulf pareció iluminarse.
—¿Lo viste? ¿Y sabe quién eres? ¡Esa noticia lo habrá llenado de júbilo!
—Le dije mi nombre, pero no pareció relacionarme con vos, ni siquiera cuando le conté que os andaba buscando para que me proporcionarais información sobre mi familia perdida. Comentó que vos también habíais perdido la vuestra y que seguramente estaríais dispuesto a proporcionarme toda la ayuda que pudieseis, pero no pareció relacionar ambas historias.
—Sir Gareth fue un gran caballero y un buen amigo —confirmó Hronulf, pero de repente los ojos se le endurecieron—. Fue él quien te encontró, o al menos eso creyó: una chiquilla asesinada cuando una partida de goblins asaltaron una caravana que iba rumbo al sur. Tal vez su afecto lo cegó, entonces como ahora; sentía miedo por mí, de tan grande como era mi pesar. Aunque descubrir que tu hija está muerta es algo terrible, no saber qué puede haberle sucedido es mucho peor. Tal vez después de haber tranquilizado mi mente y la suya propia creyéndote muerta, no pudo ver a Bronwyn Caradoon cuando vio tu rostro.
—Es posible —admitió ella, aunque le inquietaba la posibilidad de que podría haber sido hallada de no haber sido sir Gareth tan presto en el momento de anunciar su muerte. Algo más se le ocurrió relacionado con eso—. ¿Conoció Gareth a mi madre?
—Oh, sí, Gwenidale era una mujer de buena familia y su hermano era paladín, camarada de Gareth y mío propio. Murió antes de cumplir los veintitrés años, pero fue todo un caballero. No obstante, han pasado muchos años desde que el último hombre puso la vista en el hermoso rostro de Gwenidale. No culpes a Gareth en este asunto. — Hronulf sonrió fugazmente—. Él y yo somos hombres de avanzada edad. La vista nos falla y a veces hasta los recuerdos más sentidos parece que se nos escapan.
Mientras hablaban, fueron siguiendo su paseo por la fortaleza. Hronulf la condujo a la capilla y señaló con la mano los tramos de escalera que subían por ambos lados del muro trasero. Subieron por la escalera de la derecha y aparecieron en el camino de ronda que circundaba la muralla. El orgullo que sentía su padre por sus dominios, así como la inquietud patente por todos aquellos que tenía a su cargo, quedó en evidencia para Bronwyn. El Bastión del Espino era en realidad su hogar, no la aldea que ella apenas recordaba. Aquel lugar, aquellos hombres, siempre habían ocupado un lugar predominante en su corazón.
Aquello le hacía sentir más curiosidad y rabia de la que estaba dispuesta a admitir.
Intentó sacar el tema.
—No hay mujeres aquí —comentó.
—Alguna viajera, de vez en cuando. Creo que hay un espadachín hembra a sueldo en la caravana que tenemos hospedada actualmente.
—Así que los paladines no traen aquí a sus familias. —Aquello la preocupaba sobremanera, en especial a la luz de su propia historia.
—Pocos caballeros tienen familia —respondió el paladín, pero luego vaciló—. Es una vida sacrificada y llena de peligros. A menudo predomina la lealtad, servir con tu espada a tu dios o a tu rey. Los hombres que sobreviven a los treinta años, o más, se casan, pero la mayoría, no.
—Vos lo hicisteis. Vos teníais una familia y nos abandonasteis en una pequeña aldea en mitad del bosque. —Las palabras le salieron en tono desafiante. Deseaba haberse mostrado más diplomática, pero su necesidad era demasiado intensa. Necesitaba oír alguna palabra de explicación, alguna razón para el horror que había destruido su familia y forjado su vida.