Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Cuando alcanzó la cima del sinuoso camino, Bronwyn bajó de su caballo y se quedó de pie contemplando la fortaleza que dirigía su padre.
Su padre. Se había repetido las palabras en silencio en muchas ocasiones e incluso las había practicado en voz alta durante el trayecto a El Bastión del Espino.
El camino había sido indecentemente corto. Dos días de marcha a caballo era todo cuanto la separaba de la verdad de su pasado. Peor aún. Desde siempre había conocido aquella fortaleza de la orden de paladines, había sabido con exactitud dónde se encontraba; no demasiado al norte de Aguas Profundas, en la cima de un despeñadero junto al mar, al norte de Acantilados Rojos y de Rocas Rojas, al oeste de Kheldell y al sur del estero de los Hombres Muertos. Podría haber acudido en cualquier momento si hubiese sabido lo que iba a encontrar allí.
Bronwyn respiró hondo para tranquilizarse y echó una ojeada alrededor. La fortaleza era impresionante, formidable. Estaba construida en piedra gris, incrustada prácticamente en la cima de una colina que llegaba hasta lo alto para caer en un acantilado prácticamente vertical sobre el mar. Podía oler el mar y también oírlo..., el golpeteo distante e incansable del agua contra una orilla rocosa sumamente inhóspita.
Por encima de su cabeza planeaban varias aves marinas, y sus estridentes gritos parecían encontrar eco en la inexplicable sensación de soledad que la invadía como a oleadas.
Era un sentimiento extraño, sin duda inspirado por aquel entorno desértico, pero también se sentía incomodada por la inminente reunión. Bronwyn sacudió la cabeza para alejar los malos humores y estudió la fortaleza. Un grueso muro rodeaba el fortín; era alto y curvo, sin esquinas que pudiesen obstaculizar la visión de los vigilantes, ni puntos muertos desde los que las flechas no alcanzaran a los potenciales invasores. Por encima del muro se alzaban dos torres altas, ambas coronadas con el estandarte azul y blanco de los Caballeros de Samular. No había más adorno que ése; a diferencia de los pequeños castillos de Aguas Profundas y los alcázares exóticos que había conocido Bronwyn en tierras del sur, aquella fortaleza era sombría e imperturbable, construida como símbolo de fuerza y nada más. No había ventanas cubiertas de vidrieras, ni balcones, ni bajorrelieves ornamentales..., nada que pudiese ser utilizado por el enemigo como punto de apoyo para escalar los muros. Las hendiduras para lanzar flechas eran excesivamente estrechas, las almenas estaban construidas espaciadas por encima del muro y tapadas con porticones de madera para mayor seguridad.
Tras varios minutos de escrutinio, Bronwyn empezó a preguntarse si su demora se debía a su afán por observarlo todo con detenimiento o a una cierta vacilación cobarde.
Cogió las riendas de su caballo y se dirigió andando hacia el enorme portalón de madera, en cuyo centro había una puerta más pequeña que se abrió en cuanto ella llamó con la aldaba y de la que salió un anciano. Le pareció a Bronwyn que el hombre se había sorprendido al verla, quizá porque era una mujer joven que viajaba en solitario.
Había leído que varías de aquellas órdenes sagradas menospreciaban a las mujeres y que cuando pensaban en ellas, las consideraban seres indefensos que requerían protección.
Sin embargo, no pudo quejarse de que el anciano la tratase con descortesía, pues con gran amabilidad le preguntó su nombre y qué menester la traía hasta allí.
—Tengo un asunto que atender con Hronulf de Tyr —respondió, amable—. Mi nombre se lo diré sólo a él.
El paladín la estudió durante un rato con mirada legañosa pero intensa. Luego, hizo un gesto de asentimiento.
—No hay maldad en vos —anunció—. Podéis entrar.
Bronwyn se mordió el labio inferior para evitar que se le escapara la risa. No hay maldad. Era la alabanza más curiosa que le habían hecho nunca y, lo más curioso era que aquel elogio le resultaba familiar y le evocaba algún recuerdo vago. Intentó encontrar palabras para describir aquella emoción. ¿Tranquila desesperanza? No, no era del todo exacto, aunque le producía inquietud que se pareciese tanto.
Fue meditando sobre ello mientras seguía al anciano paladín. Se encontraron con otro hombre, también entrado en años, que la acompañó a través del patio de armas.
Allí, al menos, parecía haber cierto bullicio y Bronwyn se sintió agradecida de poder dar rienda suelta a su curiosidad natural.
Quizás una veintena o mas de sirvientes, individuos normales que atendían las tareas propias de toda comunidad, se afanaban entre los diminutos edificios de madera y yeso que había construidos contra el muro interno. Arracimadas por el patio de armas, el patio interior del castillo, había corrales de animales, una cervecería y una cerería de la que emanaba un aroma de sebo fundido y velas puestas a enfriar. En el aire flotaba un olor a jabón y lejía, y un par de sirvientes, con los brazos desnudos hasta los codos, se inclinaba sobre anchas cubas de madera y frotaba piezas de ropa contra tablas de lavar.
Un carretero intentaba reparar el radio roto de una rueda de carro mientras el nervioso mercader merodeaba alrededor haciendo sugerencias. Por otra puerta abierta, Bronwyn vio de refilón un telar con el brillante diseño azul y blanco de la orden.
Aunque pareciese curioso, no se contaba ninguna mujer entre los sirvientes, cosa que intrigó a Bronwyn. Después de todo, su propia existencia demostraba que los Caballeros de Samular no eran una orden que promocionara el celibato.
Estuvo tentada de preguntar a su guía sobre el particular, pero tras pensarlo bien decidió que no le inspiraba suficiente confianza. Cuando le habían dicho que acompañara a Bronwyn hasta los aposentos del comandante de la fortaleza, había hecho un mero gesto de asentimiento con los labios fruncidos y, tras rogarla que lo acompañara, había echado a andar. En todo el trayecto, no había pronunciado palabra y Bronwyn había visto rostros con la frente arrugada menos elocuentes que la rígida pose de su espalda y sus hombros. No, no era una persona que inspirara confianza. Ojalá su padre se mostrara más comunicativo, aunque en aquel momento, y sin motivo ninguno que pudiera explicar, Bronwyn no estaba demasiado convencida de apostar que así sería.
El guía la condujo a través del patio de armas hasta el pie de una de las torres.
Subieron un tramo de una ancha escalera de piedra y, cerca de la cumbre, su escolta se detuvo frente a una puerta de madera ribeteada de hierro.
—Éstos son los aposentos de Hronulf. Ahora debe de haber acabado con sus oraciones.
Sin más, el paladín dio media vuelta y dejó a Bronwyn sola en el pasillo.
Ya estaba. Había estado esperando aquel momento durante veinte años, lo había anhelado y había luchado por conseguirlo, pero de repente se sintió reticente a seguir.
Tras soltar un juramento, alzó una mano y llamó.
La puerta se abrió casi de inmediato. Un hombre alto, casi una cabeza más alto que Bronwyn, estaba de pie en el umbral. Aunque rozaba aquella edad en que la mayoría de los hombres son considerados ancianos, poseía todavía un porte firme y una planta propia de guerrero; hombros corpulentos y brazos poderosos proclamaban su destreza con la espada que colgaba de su cinto, y llevaba una casaca de lino blanca blasonada en azul con el símbolo de Tyr: una báscula de precisión colocada sobre una maza de guerra. Tenía el cabello oscuro y de un tono gris como de hierro, el mismo tono del bigote y una barba bien cuidada. Unos perspicaces ojos grises plateados la observaban enmarcados en un rostro rubicundo y atractivo que llevaba la edad excesivamente bien.
Antes de que Bronwyn abriese la boca, el color se esfumó del rostro del paladín.
Se tambaleó y se sujetó en la jamba de la puerta. Instintivamente, Bronwyn alargó un brazo para sostenerlo, pero él se recuperó enseguida y, sacudiendo la cabeza, pasó el momento de conmoción.
—Perdóname, chiquilla, por un momento me recordaste a alguien que conocí una vez.
—¿A quién? —La palabra emergió de sus labios sin que tuviese tiempo de evitarlo.
—A mi mujer —respondió con sencillez.
«Mi madre.» El silencio se cernió sobre ellos mientras el paladín esperaba cortésmente a que ella anunciara el motivo de su visita, pero Bronwyn, que solía tener facilidad de palabra, se quedó sin habla. Al final, fue el paladín quien habló.
—Probablemente no habrás venido a escuchar historias de un hombre viejo. ¿En qué puedo ayudarte?
Bronwyn respiró hondo.
—Señor, he venido de Aguas Profundas para hablar con vos. He repasado lo que quería deciros multitud de veces en la mente, pero no me sirve de nada. No sé cómo deciros que...
—Las palabras sencillas suelen ser la mejor opción. Una flecha directa siempre alcanza el corazón.
Las palabras evocaron un recuerdo en algún rincón distante de su mente. Las había oído con anterioridad, y otras parecidas.
—Fui criada en Amn como esclava; me llevaron allí cuando era muy niña. No recuerdo mi edad, ni mi aldea, ni siquiera el nombre de mi familia. Todo lo que conservo es mi nombre de pila y una pequeña marca de nacimiento en la parte baja de la espalda que se asemeja a una hoja de roble roja. Me llamo Bronwyn.
El paladín se quedó tan pálido que por un momento Bronwyn pensó que iba a desmayarse. Con amabilidad pero con gesto firme, lo condujo al interior de la estancia y lo hizo sentarse en una silla.
Él la contempló durante largo rato con una expresión por completo incomprensible. Le pareció a Bronwyn que tal vez estaba examinándola, como había hecho el guardián de la fortaleza, el hombre que no había encontrado «maldad» en ella.
Decidió que no pensaba soportarlo y que no estaba dispuesta a aceptar otro examen semejante.
Alzó la barbilla y cuadró los hombros.
—Me han dicho que vos perdisteis a una chiquilla de mi edad, una chiquilla que tenía un nombre similar y una marca de nacimiento, y creo que puedo ser yo. Si esto es cierto, me contentaré con salir de este lugar con la verdad. Si me han informado mal, seguiré buscando a mi familia en otro lugar. En cualquier caso, no pido nada de vos. Si tenéis cualquier duda sobre mis intenciones, ponedme a prueba de la manera que os plazca. Coged la verdad que hay en mi corazón en justo intercambio por la verdad que os reclamo.
Mientras hablaba, iba estudiando el rostro del viejo caballero. Era posible que no poseyera el don que los dioses otorgaban a los paladines de ahondar en la mente y los corazones de los demás, pero poseía unas dotes de observación muy aguzadas y un instinto que pocas veces le fallaba. Notó que el color volvía lentamente al rostro de Hronulf, y que reaparecía la luz en sus ojos. Se atrevió a pensar que tal vez fuera la conmoción, y no el recelo, lo que prolongaba su silencio.
Hronulf se puso lentamente de pie. Bronwyn percibió que aunque su rostro lucía toda la compostura y su porte se veía alto y orgulloso, la mano con que se sujetaba al respaldo de la silla en busca de apoyo tenía los nudillos blancos, o quizá fuese una señal tangible de que no estaba preparado para soltar la «verdad» en la que él mismo había creído durante veinte años.
—Por propia voluntad, ¿estás dispuesta a sopesarte según la balanza de Tyr? — preguntó en un murmullo.
—Sí.
Hizo un gesto de asentimiento y la mano que sostenía el respaldo de la silla se relajó un poco.
—Sólo los justos hacen peticiones tan atrevidas. Para mí no son necesarias esas pruebas.
—Para mí, sí —lo instó Bronwyn. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo desesperada que estaba por saber—. Desde siempre he oído que un paladín puede discernir la verdad. ¿Puede acaso vuestro dios deciros si es cierta la historia que me ha traído aquí?
—Lo único que puedo hacer es preguntar. —Los ojos del paladín volvieron a adquirir un tono distante mientras buscaba mediante la oración un nivel de perspicacia y lucidez que sólo su dios podía ofrecerle.
Pasaron varios momentos, momentos prolongados que se vieron cargados con el peso de los veinte años de exilio de Bronwyn. Esperó, sin apenas atreverse a respirar, hasta que la invisible visión desapareció de los ojos de Hronulf y la mirada volvió a centrarse en su persona. Bronwyn supo, antes de que ninguna palabra fuera pronunciada, cuál había sido la respuesta de Tyr.
—Mi pequeña Bronwyn —murmuró Hronulf, estudiándola con ojos que mostraban una hambrienta desesperación—. Ahora que veo la verdad en todo ello, comprendo lo que mi corazón supo en cuanto te vio. Eres la viva imagen de... de tu madre.
Ese comentario agradó y a la vez apenó a Bronwyn. Se llevó una mano a la mejilla, como si buscara en su propio rostro lo que había perdido.
—No la recuerdo.
Hronulf dio un paso adelante, con las manos extendidas.
—Mi pobre chiquilla. ¿Podrás perdonarme alguna vez por todo lo que has sufrido? —preguntó con voz temblorosa y suplicante—. La culpa fue mía, aunque no te di por perdida a la ligera. Cuando vi que no estabas entre los sacrificados, yo..., yo te estuve buscando durante muchos meses. Nunca debí darme por vencido..., hasta que un día encontré los restos de una chiquilla que creí que era la mía.
La terrible sensación de culpa que él sentía le ablandó el corazón y estrechó sus manos entre las de él.
—No os culpo —se apresuró a decir—. Durante muchos años he intentado averiguar la verdad de mi pasado. Había muchos caminos para ir siguiendo, pero todos acababan en un callejón sin salida. Al final acabé ganándome la vida recuperando cosas perdidas, cosas que las personas ansiaban recuperar. Si no fui capaz de encontrar el camino hacia mi pasado, ¿cómo podíais hacerlo vos que teníais motivos para creer que vuestra búsqueda había concluido?
Hronulf esbozó una fugaz sonrisa.
—Tienes buen corazón, como tu madre.
—Habladme de ella.
Se sentaron juntos y el paladín empezó a hablar del pasado, con lentitud y con una extraña torpeza. En un principio, Bronwyn pensó que el origen de la dificultad era la barrera formada por los años perdidos, pero pronto descubrió que los motivos eran más profundos. Hronulf pasaba pocas temporadas en su hogar y, en consecuencia, tenía pocos recuerdos del escaso tiempo en que habían sido una familia. No la conocía, y se preguntó si habría llegado a conocerla mejor en el caso de que el asalto nunca hubiese sucedido.
No pasó mucho tiempo antes de que se quedara sin recuerdos. Se levantó con una expresión de alivio en el rostro al tener un plan de acción en mente.