El bastión del espino (24 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: El bastión del espino
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Un rugido de agonía e indignación emergió de la garganta de Hronulf. Dag sospechaba que el tacto de un sacerdote de Cyric le causaba al paladín un dolor parecido al que le causaría un herrero enano si lo rozara con hierro candente, y se sintió complacido por ello, aunque no lo suficiente para saciarlo.

Dag clavó la mirada en los ojos angustiados de su padre mientras empezaba a entonar las notas de un hechizo. El dios Cyric escuchó a su sacerdote y le garantizó el uso de la magia. De repente, los frágiles dedos de Dag se convirtieron en hojas afiladas y aguzadas como cuchillos de mithral, que empezaron a subir hacia arriba, desgarrando músculo y carne viva, hasta llegar al pulsante corazón del paladín.

Con un rápido estirón, Dag Zoreth extrajo el corazón a través de la herida y se lo mostró al paladín moribundo. Luego, con la misma rapidez, lo lanzó al fuego de la chimenea.

Dag Zoreth giró sobre sus talones y salió de la habitación, canturreando todavía por lo bajo. El último sonido que escuchó Hronulf de Tyr fue el siseo y el crepitar mortal de su propio corazón, y la voz de su hijo perdido, maldiciéndolo en nombre de Cyric.

7

El fragor de la batalla se fue desvaneciendo con rapidez a medida que Bronwyn se precipitaba por la empinada pendiente. Iba de cabeza hacia abajo, ganando velocidad a cada instante.

Vagamente se dio cuenta de que el túnel estaba excavado en el grueso muro del alcázar y que había iniciado una caída prácticamente en vertical. Se protegió la cabeza con los brazos preparándose para lo que fuese que le esperara al pie de la rampa.

Sin embargo, el túnel trazó una curva y la sumergió en algo que parecía una caída en espiral. Sospechaba que el túnel bajaba en círculos a través de la muralla curva, pero no podía estar segura porque el equilibrio y el sentido de la orientación la habían abandonado barridos por la velocidad de su caída. No tenía tiempo de considerar su situación, planear o ni siquiera reaccionar. No tenía alternativa, ni opciones, sino rendirse a la fuerza que la tenía presa. Eso lo comprendía sin necesidad de palabras ni siquiera de pensamientos conscientes, y saberlo le producía una gran sensación de frustración y de hirviente rabia. ¿Cómo era posible que no existiese nada en su vida, nada en absoluto, sobre lo que pudiese ejercer algún tipo de control?

De improviso, Bronwyn se dio cuenta de que el túnel se había ensanchado porque no sentía el discurrir de las paredes a ambos lados de su rostro, y habían dejado de rozarle por uno y otro costado. Además, ya no sentía debajo de su cuerpo los bordes encajados de una y otra piedra sino que el suelo era una sucesión todavía lisa pero en apariencia de una sola pieza.

Se dio cuenta de que estaba en el interior de la montaña, y que seguía cayendo.

Aunque la velocidad no había disminuido demasiado, al menos tenía cierto espacio para maniobrar. Se estiró hacia un costado, plegando las piernas contra el pecho y estirándolas de sopetón cuanto pudo, pero ni aun así consiguió asirse a la pared ni con las manos ni con los pies, aunque sí que su movimiento tuvo cierto efecto, pues empezó a ralentizar su caída. Empezó a pensar que pronto podría detenerse.

En ese preciso instante, llegó a otra curva. El cambio de posición del peso le hizo girar en torbellino y quedó completamente fuera de control, cayendo sin dejar de rodar.

Agitó brazos y piernas frenéticamente, en busca de algún asidero para detener su loco descenso, pero fue en vano. En cierto modo, tenía que estar agradecida de que no hubiese protuberancias, porque si el túnel no hubiese sido liso, a estas alturas estaría por completo destrozada y magullada hasta quedar irreconocible; no obstante, casi habría agradecido encontrarse una roca en su camino si con ella hubiese podido frenar su precipitado descenso.

Y, de repente, vio una roca, o al menos algo que se parecía mucho a una roca. Por el rabillo del ojo, alcanzó a ver su silueta contrastada contra una luz diáfana que brillaba por detrás. Se rodeó la cabeza con los brazos para protegerse el rostro y se lanzó de frente contra un muro que parecía duro y curvo.

Por fortuna para Bronwyn, el «muro» tenía cierta holgura. Soltó un sorprendido «¡bufff!» y alargó unos brazos y unas piernas recias en un desesperado intento de mantener la posición en aquella inclinada pendiente. Durante un breve instante, Bronwyn forcejeó con su invisible «rescatador» mientras ambos se tambaleaban al borde de la caída. Perdieron la batalla, y el descenso acabó resumiéndose a un tumulto de brazos y piernas y una retahíla de gruñidos y contundentes maldiciones.

El túnel acabó por nivelarse y Bronwyn se fue deteniendo lentamente. No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero al menos había cierta luz, un suave brillo verdoso, emitido probablemente por el liquen fosforescente que crecía en algunas cavernas subterráneas. Bronwyn se quedó tumbada de espaldas a la espera de que las formas y los colores que giraban como torbellinos ante sus ojos se convirtieran en imágenes nítidas.

Con una mano, agarró su cuchillo por si se veía en la obligación de defenderse contra aquello que todavía no alcanzaba ver.

A pocos pasos de distancia, Ebenezer soltó un gruñido y se puso de rodillas. Tenía el cuerpo dolorido desde la barba hasta las botas, pero su vientre era quien había recibido sin duda la peor parte. El dolor era algo conocido para él, algo que se veía capaz de manejar. Comparado con el pesar agonizante que le producía la destrucción de su clan, sentir unas cuantas punzadas y tener cuatro moretones era casi un alivio. Una distracción. Sintió que se encolerizaba cuando sus ojos se posaron en la pequeña y desaliñada mujer que estaba tumbada sobre el suelo de piedra de la caverna.

Ebenezer se puso de pie y se inclinó para observar a la humana.

—¿Te vas a quedar ahí tumbada todo el día? —preguntó con voz quejumbrosa.

Ella abrió los ojos y desvió la vista en la dirección de donde procedía la voz.

Sentía la cabeza un poco aturdida, como si intentase observar a través de la neblina.

—Un enano —musitó, y volvió a cerrar los ojos—. Y yo que pensé que había tropezado con una piedra.

—Y no andabas muy equivocada —soltó Ebenezer en un tono de voz ronco—, sólo que las piedras no sienten deseos de venganza cuando se las ataca.

Aquello despertó el interés de la mujer, que abrió los ojos de par en par y desenvainó una larga daga de una de las fundas que pendían de su cinto. De un salto se puso de pie, pero con un gesto tan inestable que Ebenezer esperó a que volviese a caer al suelo. Sin embargo, aunque se tambaleó un poco, consiguió seguir erguida, antes de agazaparse y sostener la daga a la defensiva con gesto experto.

Una pelea. Bueno, a Ebenezer ya le iba bien. Descolgó de su cinto el martillo que había recogido del puño prieto y helado de Frodwinner.

—Estás equivocado. Yo no te he atacado —se defendió la mujer mientras empezaba a caminar en círculos a su alrededor.

El enano se volvió hacia ella, frotándose el dolorido vientre.

—¿Ah, no? ¿Cómo llamarías tú a esto?

—Una caída.

A pesar de su rabia, Ebenezer tenía que admitir que había cierta razón en sus palabras. Cuando los humanos deseaban bombardear a alguien, no solían utilizar sus propios cuerpos como misiles. Podía aceptar que esta humana no había detenido deliberadamente su ascenso hacia la fortaleza, pero todavía sentía justificada su ira. Sus congéneres habían sido sacrificados o raptados y Ebenezer estaba dispuesto a matar a todo aquel zhent que se encontrase en los túneles Lanzadepiedra, empezando por aquélla.

—Caída, ¿eh? —repitió Ebenezer con amargura—. Prepárate a caer un poco más.

Te voy a mandar a ti y a todos los tuyos directamente al Abismo.

Caminó en círculos a su alrededor mientras medía su altura, su equilibrio y su postura. Según su propia experiencia, los humanos eran bastante predecibles. Cuando veían que un martillo o un hacha se les venía encima, la mayoría tendía a agacharse, pero por lo visto su instinto no les advertía de la altura de los enanos y el alcance de sus brazos. Ebenezer había observado que en la mayoría de las ocasiones lo único que llegaban a hacer era inclinarse ante la inminencia del golpe y, de esta forma, si se apuntaba a los hombros, normalmente recibían el impacto en la cabeza. Más fácil todavía, a su entender.

Se lanzó a la carga, balanceando el martillo por encima de su cabeza para descargar un golpe lateral.

Pero aquella humana no respondió como Ebenezer había anticipado. Se tumbó plana en el suelo de la caverna y rodó por él en dirección opuesta al martillo, para acabar poniéndose de pie detrás del enano y rajar con su daga las posaderas de sus calzones de cuero.

Se giró hacia ella, mientras con una mano se sujetaba la tela por donde le entraba ahora una brisa cortante.

—Has luchado contra enanos antes —observó con frialdad. Eso confirmaba sus sospechas. No demasiados humanos estaban dispuestos a desafiar a un enano, a menos que quisiesen saldar una afrenta muy personal o tuviesen un grupo de amigos a mano.

Y, a juzgar por el modo en que habían devastado los dominios de su clan, aquélla debía de tener un montón de amigos.

La mujer retrocedió unos pasos mientras giraba la vista a un lado y a otro como si buscara un modo de escapar.

—He conocido a varios enanos, eso es todo. —Alzó una ceja y le dirigió una breve sonrisa de complicidad—. En particular, conozco a uno muy bien.

El significado de aquel comentario era inconfundible, pero Ebenezer no se lo tragaba. Los humanos y los enanos no solían relacionarse ni mantenían prácticamente nunca relaciones serias.

—¡Bah! —se burló—. ¿Qué podría querer un enano con alguien como tú?

Ella empezó a contarle con tanto detalle que el pobre enano sintió que las mejillas se le ponían tan rojas como la barba. A Ebenezer le gustaba escuchar historias tanto como a cualquier otro enano, pero no estaba de humor para intercambiar fanfarronadas con una asesina zhéntica, así que la cortó con una rápida acometida, seguida de una serie de golpes de martillo que la mantuvo ocupada intentando esquivarlos y en retirada durante largos minutos.

—Eres rápida —le concedió Ebenezer, cuando ambos se detuvieron a tomar aliento—, ¡pero aunque intentes distraerme no vas a conseguir nada!

—¿No? —La mujer sonrió y contraatacó con una finta.

Ebenezer se apartó del filo de la daga, pero ella se abalanzó sobre él antes de que pudiera recuperar el equilibrio y por más que intentó blandir su martillo, la mujer estaba demasiado cerca para que la alcanzara.

Su peso impactó contra él: un golpe fuerte para tratarse de una persona tan escuálida, pero Ebenezer estaba acostumbrado a cosas más duras y no estaba dispuesto a dejarse tumbar. No habría caído, a no ser por la enorme piedra que se hallaba justo a su espalda. Parecía que sí se había distraído un poco porque no había visto la roca, que le golpeó por la parte de atrás de las rodillas. Se le doblaron las piernas y, para mortificación suya, se vio tumbado de espaldas.

La mujer cayó sobre él, retorciéndose, arañando y escupiendo como una loca, pero le fue imposible alcanzarla porque estaba demasiado cerca y además era escurridiza como una anguila. Tal vez fuera escuálida y canija, pero luchaba con una furia que habría sido la envidia de los gatos de Tarlamera.

Ebenezer, tan incómodo ahora como encolerizado, sólo deseaba acabar con aquella pelea. Palpó el suelo de piedra en busca de su martillo, pero en vano. Echó una ojeada hacia un lado..., y soltó un aullido cuando la maldita hembra le pegó un bocado en la oreja que había dejado al descubierto. El arma quedaba fuera de su alcance.

Ebenezer soltó un juramento y, de un empujón, apartó de encima a la felina mujer de dos patas, antes de ponerse de pie y abalanzarse por el martillo.

La mujer soltó un escupitajo manchado de sangre y saltó en su persecución. Con los brazos le rodeó las piernas a la altura de los tobillos y lo hizo caer de bruces, clavando otra vez todo el peso sobre su ya maltrecho abdomen. Golpeó con la barbilla el suelo de piedra y resonó un crujido, pero lo peor fue que con los dedos estirados no llegó por pelos a coger la empuñadura de su arma.

Ella reptó por encima de su cuerpo y, tras coger el martillo, lo lanzó todo lo lejos que fue capaz. Ebenezer alcanzó a oír el tintineo del mitral sobre la dura roca y luego un ruido metálico a medida que el arma resbalaba por la pronunciada pendiente hasta el río.

Aquel golpe fue demasiado fuerte para él. Se incorporó y se zafó de ella con facilidad. Luego, se puso de pie y la señaló con uno de sus rollizos dedos a modo de furiosa acusación.

—Estás empezando a irritarme —aseguró, con la sutileza propia de los enanos.

La humana estaba de nuevo de pie y caminaba otra vez en círculos, observándolo como una loca con aquellos ojos redondos y el cabello completamente alborotado.

Durante un breve instante, Ebenezer pensó que parecía casi tan enfadada, encolerizada y vejada como se sentía él mismo.

—¿A irritarte, dices? Entonces, supongo que no te importará que te haga esto...

Se abalanzó sobre él, con la agilidad de un gato, y cogió con ambas manos su larga barba rojiza. Ebenezer soltó un aullido de dolor y furia ante aquel ultraje a su dignidad enana.

Pero la bruja todavía no había acabado. Dio un brinco, sin soltarle la barba, y, encogiendo las rodillas, lanzó un puntapié con ambos pies contra el estómago del enano, antes de echarse hacia atrás, arrastrándolo al suelo con ella. Él echó ambas manos hacia adelante para parar el golpe al caer, en parte por instinto y en parte porque no le agradaba la idea de mancharse la ropa con la carne aplastada de la humana.

Pero las cosas fueron muy distintas. La mujer rozó el suelo antes que él y, acto seguido, volvió a darle un puntapié con ambas piernas. Ebenezer sintió que la caverna giraba bruscamente a medida que sus botas trazaban un arco por encima de su cabeza. Y así se vio, girando en el aire como una tortilla sobre una sartén, hasta aterrizar con un fuerte golpe de espaldas.

Unas manos veloces le pasaron la barba por encima de la cara, se cruzaron y volvieron a tirar hacia atrás con fuerza. Antes de que su cabeza impactara contra la roca, Ebenezer sintió un rápido tirón estrangulador. Se sintió abrumado por la incredulidad, aparte de por una oleada fresca de cólera. ¡La mujer tenía el descaro de intentar estrangularlo con su propia barba!

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