Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Aquélla había sido la primera oportunidad que había tenido de comparar la realidad del ancho mundo con la detallada imagen que se había forjado en la mente. En su mayor parte, las dos imágenes se fundían con admirable precisión. Un poco más adelante, se erguía el bajo edificio de piedra construido por los seguidores de Tyr para reposo de los viajeros. En aquel punto, el camino se apartaba de la orilla del mar para discurrir entre colinas bajas salpicadas de rocas. En ese trecho, el terreno era más abrupto y los árboles daban paso a arbustos. La gente podía creer que aquel pedazo de tierra era desierta y lúgubre, pero Algorind se sentía tan dichoso como un niño al ver cómo sus mapas cobraban vida.
De repente, captó algo que ningún mapa le había advertido que encontraría. Hacia el norte se alzaba en el aire una nube de espeso humo negro.
El sonido de roncas voces captó su atención y le hizo desviar la vista hacia las colinas que se alzaban al este del camino del Comercio. Luego, oyó el retumbo de cascos de caballo contra las losas del camino y el juramento de uno de los jinetes. Sin duda, no era una patrulla procedente de El Bastión del Espino.
¿O tal vez sí? La columna de humo y el recuerdo de la preocupación que destilaban las palabras de sir Gareth dieron rienda suelta a una terrible sospecha. Si había sucedido algo en El Bastión del Espino, debía saberlo.
Pensó con rapidez. Los jinetes debían de seguir sin duda un camino a través de aquellas colinas. Algorind lo había visto marcado una vez en un mapa de extremado detalle que le había mostrado un sabio elfo. El camino era traicionero y estrecho, y en un punto seguía el borde de un escarpado precipicio, con nada más que un profundo abismo al otro lado.
Algorind salió a la carrera, dio un rodeo y se agazapó detrás de la maleza, mientras escuchaba con atención el sonido de la vasta voz de aquel hombre y juzgaba su progreso para poder ajustar los pasos a su ritmo.
Encontró el paso y se escondió detrás de una pendiente rocosa desde la que se podía contemplar el camino y el abismo de detrás. Se agazapó detrás de unas rocas a mirar y esperar, y se hundió todavía más al ver aparecer a los hombres.
Había cuatro, y llevaban bordada en las capas la runa retorcida que constituía el emblema de Fuerte Tenebroso. Sin duda eran soldados zhénticos, cosa que hacía que Algorind se sintiese mejor en relación con lo que estaba a punto de hacer. Tender una emboscada no era una tarea demasiado noble para un paladín, pero aquellos hombres tenían un espíritu claramente maligno y cuanta más ventaja tuvieran ellos, más valor necesitaría Algorind, cosa que parecía quitarle acritud a la acción que necesitaba llevar a cabo.
Cuando los hombres llegaron casi a su posición, Algorind saltó sobre el que iba en la retaguardia y lo arrastró con su propio peso para hacerlo caer del caballo. Cayeron juntos al suelo y Algorind se apresuró a dar dos puñetazos en la garganta y la sien del soldado, que de inmediato se quedó inmóvil. Sin perder un segundo, Algorind montó sobre el sobresaltado caballo y desenvainó la espada.
Los soldados que quedaban se habían dado cuenta de lo sucedido, así que hicieron recular sus monturas y desenfundaron sus armas. Tras espolear a sus corceles con golpes de espuela en los lomos, salieron al trote contra el paladín.
Por fortuna para Algorind, el paso era demasiado estrecho para que pudiesen avanzar de costado dos caballos. El primer atacante se abalanzó sobre él con la espada en alto. Algorind hizo chocar su propia espada con la de su contrincante, estiró las riendas de su caballo prestado hacia la izquierda y dio un tirón brusco con la mano que sostenía el arma. El arte de la justa se practicaba a menudo en Summit Hall, y Algorind consiguió con facilidad apear del caballo a su oponente. El zhent cayó con brusquedad contra el suelo, pero fuera del camino, y bajó rodando por el precipicio plagado de rocas. Sus juramentos se convirtieron pronto en alaridos, antes de perderse en la distancia.
Mientras su compañero rodaba todavía por el barranco, los dos soldados restantes se abalanzaron sobre Algorind. El más adelantado llevaba una pica de gran tamaño que sostenía como una lanza por debajo del brazo. Algorind esperó a que el hombre estuviese a su altura, saltó de su silla en dirección al filo que acometía contra él y arremetió de paso con su propia espada.
Su hoja pilló la punta de la lanza y, gracias a su peso, forzó al arma a clavarse en el suelo. Algorind se echó hacia un lado, fuera del alcance de los cascos del caballo y desde su posición oyó el alarido de su contrincante cuando la pica hundida en el suelo lo arrancó de su montura y lo lanzó por los aires.
Antes de que ningún ruido sordo anunciara el impacto del hombre contra roca sólida, Algorind estaba de nuevo en pie, con la espada a punto. De un salto, se situó frente al caballo del último jinete; el corcel corcoveó y lanzó a su montura al suelo.
Antes de que el jinete caído pudiese reaccionar, Algorind se abalanzó sobre él, sujetó con el pie contra el suelo el brazo del soldado que sostenía la espada y apoyó la punta de su propia espada en la garganta del hombre.
Los ojos del zhent reflejaban el miedo que le producía una muerte que consideraba inminente y Algorind sintió por él una súbita compasión; debía de ser muy duro enfrentarse a la dudosa merced de Cyric o de cualquier otro dios maligno a los que estaban consagrados los zhentarim o, mucho peor incluso, enfrentarse al vacío insensible de no tener fe en absoluto.
—Contéstame a unas preguntas, y podrás irte libre e ileso —prometió Algorind.
Los ojos del hombre se entrecerraron, recelosos.
—¿Y si no hablo?
—Habla libremente o muere rápido —le ofreció el paladín—. La elección es tuya.
—Parece fácil —musitó el soldado—. ¿Qué es lo que quieres saber?
—Eres de Fuerte Tenebroso, pero estás lejos de tu fortaleza. ¿Tenéis otro fortín por aquí cerca?
La sonrisa fugaz y retorcida que esbozó el hombre le recordó a Algorind la imagen de un águila ratonera dispuesta a abalanzarse sobre su presa.
—Desde ayer noche, sí.
El corazón de Algorind pareció convertirse en piedra.
—El Bastión del Espino. Lo habéis conquistado.
—Hemos hecho una buena limpieza, también.
Algorind asintió y supo de inmediato que no sería capaz de cumplir su cometido de transmitir su mensaje a Hronulf. Él mismo habría luchado hasta la muerte para proteger una fortaleza de la orden del acoso de un ataque de zhents. No conocía un solo paladín que no pusiese su vida en el empeño, pero aun así tenía que formular la pregunta.
—Y los paladines que allí vivían..., ¿están todos muertos?
—Absolutamente. Vi cómo los quemaban.
La humareda negra... Sintió que la cólera se apoderaba de él y ardió en deseos de ajusticiar a aquel hombre diabólico que se complacía en la destrucción de hombres buenos con tanta indiferencia.
Pero Algorind había dado su palabra. No iba a romper su compromiso ahora, y menos sin saber todo lo que tenía que averiguar. Cuando había estudiado las tradiciones de la orden con devoción de estudioso, había aprendido que Hronulf de Tyr llevaba un poderoso objeto, uno de los anillos de Samular. Era deber de Algorind averiguar qué había sucedido con él.
—Tus respuestas son sinceras, y por eso te estoy agradecido. Dime una cosa más.
¿Qué sucedió con las posesiones de los paladines?
El hombre se encogió de hombros.
—Lo habitual. Las armas y los objetos de valor pasan al comandante en jefe. Los capitanes hacen la selección y distribuyen el botín.
—El comandante de los paladines, conocido como Hronulf de Tyr, poseía un anillo de oro. ¿Sabes quién se ha quedado con él?
—Ese maldito anillo —repitió en eco el soldado con voz de resignación—. ¡Por las bolas de Bane, estoy harto de oír hablar de ese anillo! El comandante nos hizo registrar la fortaleza de arriba abajo más veces de lo que yo soy capaz de contar.
Suponemos que el anciano caballero dio el anillo a una hermosa y joven prostituta que consiguió escapar. Nadie sabe cómo escapó ni adónde fue, pero mi patrulla tenía como misión encontrarla. Es la verdad, y es todo lo que sé.
Algorind lo escudriñó durante un prolongado instante y luego dio un paso atrás.
—Te creo. Puedes irte.
El soldado se lo quedó mirando un rato.
—¿Así, sin más? —preguntó, incrédulo.
—Has cumplido con tu parte. Puedes irte.
El hombre soltó una carcajada; un sonido amargo y burlón.
—Parece fácil, tal como tú lo dices. ¿Tienes idea de lo que hará Dag Zoreth conmigo cuando descubra que mi patrulla ha sido diezmada por un solo hombre, cuando sepa que he hablado contigo? Y lo sabrá. Tiene formas de averiguar cosas que yo ni siquiera sé que existen. Si regreso a la fortaleza, soy hombre muerto.
Algorind se sentía por completo confuso.
—Entonces, ¿por qué has hablado?
—Me ofreciste una muerte rápida como alternativa. Supongo que cogí la mejor opción.
Aquello conmovió al joven paladín. Era terrible que un hombre pudiese llegar a temer a sus superiores de aquel modo. Estudió al zhent durante largo rato mientras en silencio pedía a Tyr que lo ayudara a juzgar la verdadera naturaleza de aquel hombre.
Lo que descubrió lo sorprendió en gran medida y convirtió la tarea de valorar a aquel soldado en algo mucho más complicado.
¿Y qué ocurriría con su propia misión? La captura de El Bastión del Espino y la muerte de Hronulf ponían punto final a su tarea, pero ¿qué pasaría con el anillo y la mujer? Era un asunto sin duda serio y requería la sabiduría de un paladín de mayor edad. Tal vez sir Gareth estuviese todavía en el Tribunal de Justicia. Y, si no, ¿qué mejor lugar tenía Algorind para iniciar la búsqueda de la misteriosa «hermosa prostituta» que en aquella decadente ciudad?
—Ambos hemos perdido algo. Yo hice una promesa contigo sin esperar que tomara este sesgo. En cuanto a mí, creo que lo mejor es que ponga rumbo hacia el sur, hacia Aguas Profundas. Puedes venir conmigo, si lo deseas. Sin duda, en un lugar grande como aquél podrás pasar inadvertido e iniciar una vida nueva y mejor.
El soldado se incorporó sobre ambos codos mientras contemplaba incrédulo al joven paladín.
—¿Qué me estás ofreciendo? ¿Una conspiración?
—Compañía —lo corrigió Algorind—, y mi palabra de honor de que no he encontrado en tu interior verdadero espíritu maligno. También te puedo ofrecer, en nombre de Tyr, el don de la redención. Acepta, abandona el camino que habías elegido y, cuando llegue tu hora, no tendrás que morir con todo ese terror que hoy he visto en tus ojos. Pero te advierto que Tyr es el dios de la Justicia y que tu vida entre los zhentarim puede haber dejado actos que exijan una restitución. La redención de Tyr exige un precio.
—¿Y qué? —gruñó el soldado, pero cogió la mano que le ofrecía Algorind y dejó que el joven paladín lo ayudara a ponerse de pie. Algorind percibió, en los ojos del soldado, el vacilante renacimiento de virtudes que Tyr podía restituir: esperanza, honor y la triste pero agradable creencia en la justicia severa—. Iré contigo hasta Aguas Profundas.
Bronwyn corrió con el enano hasta que sintió un fuerte dolor en los costados.
Cuando se convenció de que era incapaz de dar un paso más, el enano se apartó de la orilla del río y se introdujo en un túnel completamente negro. Se dejó arrastrar a tientas, y sólo fue capaz de darse cuenta de que giraban varias veces. Al final, su guía hizo una parada.
Durante largo rato, se quedó con las manos apoyadas en las rodillas, respirando entrecortadamente para recuperar el aliento. El enano hacía lo propio, sólo que de forma más ruidosa. El aire entraba y salía por la garganta de aquel rollizo individuo con una fuerza y un volumen que evocaban el rumor de una fragua en pleno uso.
—¿Cómo llegaste a ese canal? —preguntó el enano en cuanto consiguió reunir aire suficiente para hablar.
—Te aseguro que no fue idea mía. —Bronwyn se sentó en la fría piedra que cubría el suelo del túnel—. Hubo una batalla. Los zhents se colaron en la fortaleza a través de los desagües, a juzgar por su olor. Cuando quedó patente que la fortaleza sería conquistada, uno de los paladines me lanzó por ese agujero.
No le contó quién o qué había sido el paladín para ella porque su pérdida era todavía demasiado reciente y desgarradora para resistir el peso de las palabras.
—Mmmm. —El enano meditó sus palabras—. Eso lo explica todo. Los zhents son sinónimo de problemas, lisa y llanamente. Unos cuantos enanos de mi clan decidieron comerciar con ellos. «No lo hagáis —les dije—. No os pagarán.» Bueno, así es como pagan.
El tono de amargura que denotaba la voz del enano conmovió el corazón de Bronwyn, que empezaba a poner en su sitio las piezas del rompecabezas. La mayoría de las fortalezas tenían túneles para poder escapar, pero su situación era un secreto celosamente guardado. Hasta los desagües, necesarios en cualquier edificio, estaban siempre protegidos contra posibles intrusos. La presencia de un clan de enanos proporcionaría un escudo de protección adecuado para aquellas vías de escape. La mezcla de conmoción y pesar que oía en la voz del enano explicaba por qué de repente los canales de desagüe habían quedado accesibles.
—¿El canal va a parar a vuestros túneles? —preguntó, amable.
—Exacto. Pocos conocían esa ruta, incluso entre los enanos. Sólo el cabecilla de los humanos sabía de su existencia. Supongo que estuviste en el lugar apropiado en el momento oportuno.
La ironía de sus palabras no pasó inadvertida para la mujer, ni tampoco el tono desgarrador de las mismas, que indicaba un dolor profundo. Durante largo rato, Bronwyn y su invisible compañero se quedaron sentados en silencio. Nada de lo que ella dijera podía aliviar su dolor. Lo sabía porque no podía pensar en ninguna palabra de consuelo que sirviera para mitigar su propia pérdida.
Una mano diminuta y fuerte la agarró por la muñeca.
—Vamos —indicó con un gruñido—. Será mejor que salgamos de aquí.
Caminaron en silencio durante quizás una hora hasta que Bronwyn empezó a distinguir las siluetas y las sombras que emergían de la oscuridad.
—¿Hay una abertura ahí delante?
—Exacto. ¡Oh, maldita sea!
Bronwyn se detuvo, sorprendida por el tono áspero del enano.
—¿Qué sucede?
—Voy a tener que cubrirte los ojos. Ningún humano conoce esa entrada. Será mejor que siga siendo así.