Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Todavía reflexionaba sobre ello cuando vio que una figura pequeña y furtiva se escabullía en un oscuro pasadizo situado entre dos edificios de altura. Captó de reojo el destello de una larga trenza marrón justo en el momento en que doblaba la esquina.
Algorind desmontó de su caballo y ató con rapidez las riendas a una farola. No estaba seguro de encontrar la montura cuando regresase, pero por ahora no podía preocuparse por eso. Se apresuró a introducirse en el callejón en persecución de la mujer.
Esta cruzó dos callejuelas más y desapareció por la puerta de atrás de un edificio de madera. Al aproximarse, Algorind alcanzó a oír el ruido de unos telares y, por encima, el sonido de unas zancadas que descendían con gran estruendo sobre escalones de madera.
La siguió al interior del edificio y bajó por la escalera. A medida que avanzaba, se hacía más intenso el olor a humedad, suciedad y tubérculos, y le llegaba un ápice de luz a través de una diminuta trampilla de reja de hierro que había situada en lo alto del muro de la bodega.
Al llegar abajo, Algorind desenvainó la espada y escudriñó la oscuridad. Sus ojos eran incapaces de distinguir a nadie más en la bodega, pero estaba seguro de que la había oído correr hacia allí.
Un breve y agudo chirrido rompió el silencio y de repente se encendió una antorcha. Algorind se encontró frente a cuatro hombres, todos ellos armados con espadas, que sonreían malévolamente. La sonrisa más ostentosa la lucía el hombre que él había estado siguiendo: un tipo escuchimizado con el rostro picado de alguna vieja enfermedad y una cola larga y trenzada de melena de caballo en las manos. Blandía burlón la trenza frente a Algorind, parpadeando de forma forzada, en una parodia del comportamiento femenino típico.
Sus compañeros soltaron una estruendosa carcajada al ver sus gestos y empezaron a rodear a Algorind. En lo alto, resonaba sin pausa el ruido rítmico de los telares.
Demasiado tarde, Algorind se dio cuenta de la trampa en la que había caído.
Aquellos hombres conocían las costumbres de la ciudad y habían escogido un lugar en el que un combate pasara inadvertido. Por la gracia de Tyr que pensaba presentarles la batalla que andaban buscando.
Separó un poco la espada del costado, con todos los músculos alerta y dispuestos para reaccionar. El primer hombre se abalanzó sobre él con la espada en alto y dos de sus secuaces a la espalda. Algorind embistió con un movimiento rápido y preciso que le hundió el filo de la espada en el corazón. Se agazapó para esquivar el siguiente ataque y, al incorporarse, atacó de abajo arriba al tercer hombre, derribándolo asimismo de un solo golpe. Por detrás de él oyó que un rápido ruido de pasos se detenía de repente sobre el sucio suelo. Algorind se acabó de erguir y giró hacia el hombre que había corrido para situarse a su espalda. Era el que lo había atraído a la trampa, y estaba a punto de abalanzarse sobre él con un revés mortífero. Las dos espadas se quedaron trabadas con un sonoro tintineo, pero Algorind aprovechó para atacar con la mano izquierda por encima de las dos armas inmovilizadas y, cuando notó que el hombre se tambaleaba, arremetió de nuevo. La espada se clavó entre las costillas del hombre y le salió por la espalda.
El paladín se volvió para enfrentarse a su cuarto y último contrincante. Aquél era el más astuto de todos y el peor, porque se había complacido en ver cómo morían sus compañeros mientras medía a su oponente.
Era casi tan alto como Algorind y, aunque no tan ancho de espaldas, tenía un aspecto delgado y elástico, y un modo de sostener la espada que revelaba muchos años de práctica con la esgrima. Alzó la espada hasta la frente a modo de saludo en un gesto burlón sólo en parte.
Empezaron a caminar en círculos antes de intercambiar los primeros golpes.
Algorind se percató de que su enemigo era rápido y luchaba economizando movimientos. El hombre había sido entrenado, y además bien.
Algorind hizo una finta por arriba, pero su oponente le paró el golpe y luego lo atacó con un rápido movimiento circular hacia abajo. Algorind contrarrestó el ataque y respondió con otra embestida. En total, tres rápidos choques de acero contra acero que se habían sucedido correlativos y con mucha fuerza.
Se imponía la velocidad. El paladín cogió un ritmo rápido y descargó una serie de golpes sobre su contrincante, pero éste no sólo los iba deteniendo sino que iba atacando a su vez. Durante mucho rato, las dos espadas mantuvieron su diálogo rítmico y veloz.
Los luchadores se apartaron el uno del otro como si lo hubiesen decidido de mutuo acuerdo, siguiendo el ritmo único de su danza mortal. Luego, volvieron a enzarzarse, atacar y esquivar.
En una ocasión, el asesino se abalanzó sobre Algorind y, mientras atacaba por lo bajo, se llevó la otra mano al cinto. El paladín comprendió la estrategia. El hombre intentaba atacar por encima de las espadas con una daga, más o menos el mismo truco que había utilizado él para atacar con el puño desnudo al contrincante anterior.
Pero Algorind estaba preparado. Los maestros de esgrima del joven paladín lo habían entrenado en muchos estilos de lucha. Aquél era el modo característico de lucha de los habitantes de los valles, una zona agreste pero generalmente pacífica situada hacia el este y habitada en su mayor parte por granjeros, montaraces y leñadores. ¿Qué podía haber llevado a aquel hombre a un lugar tan alejado de su hogar?
Parte de la lástima que sentía por el habitante de los valles debió de asomar a los ojos del paladín, porque el rostro del hombre se torció en una mueca de rabia mientras sacaba la daga. No obstante, la cólera, como mala compañera de la estrategia, le hizo desenvainar demasiado pronto y atacar demasiado alto.
Algorind pilló con facilidad la daga con la empuñadura de la suya e hizo que el violento golpe de su contrincante saliera desviado. Aprovechó el impulso para invertir la dirección de la embestida y golpeó con la empuñadura de su propio cuchillo la nariz del tipo. Resonó un crujido de huesos y un borbotón de sangre fue a derramarse sobre la gastada casaca de cuero que llevaba.
El hombre se abalanzó sobre él de forma ahora salvaje, perdida ya toda disciplina.
Algorind lo contrarrestó y esquivó todos los mandobles. Con una sensación casi de lástima, terminó con rapidez el combate con una estocada dirigida a la expuesta garganta de su oponente.
Se quedó un momento de pie sobre el cuerpo de aquel hombre para murmurar una oración por su alma descarriada; había sido un oponente de consideración que había caído víctima de su propia debilidad.
Algorind limpió el filo de la espada en un puñado de paja que cubría un cubo de zanahorias del verano anterior y envainó el arma. Luego, con la daga todavía en la mano, cogió una antorcha de un soporte de la pared. Ya había caído una vez por incauto en una trampa aquel día y no pensaba repetir.
En lo alto de la escalera, apagó la antorcha, la lanzó al callejón y desanduvo el camino de regreso a la calle principal. Se sintió aliviado al ver que el caballo seguía donde lo había dejado. Desató las riendas mientras reflexionaba sobre qué podía hacer a continuación.
Le daba la impresión de que aquella mujer llamada Bronwyn y su compañero enano estaban detrás de todo aquello. Pensaba remitir aquella información de inmediato a sir Gareth y dejar el asunto en sus manos.
Encontró al caballero en su despacho, ojeando un libro de registros con una expresión de dolorosa determinación en el rostro. Alzó la vista cuando Algorind anunció su presencia y levantó las cejas grises en gesto de interrogación.
Algorind le contó lo que le había ocurrido. El caballero meditó la información durante unos instantes y luego cogió pergamino y una pluma.
—Ve a los barracones a asearte. Consultaremos este asunto con el Primer Señor en persona.
Al cabo de un rato, salieron del Tribunal de Justicia rumbo al palacio del Primer Señor. Era fácil para sir Gareth conseguir audiencia con lord Piergeiron. Cuando él y Algorind se plantaron a las puertas del lujoso palacio, fueron recibidos por guardias uniformados que los condujeron en presencia del Primer Señor.
Una vez más se sintió Algorind incómodo ante todo aquel ostentoso esplendor que lo rodeaba. El palacio era una estructura construida por entero en un raro mármol blanco, coronada con una veintena o más de torres pequeñas y mucha mampostería esculpida. El interior era todavía más lujoso. Del centro de un gran vestíbulo brotaba una fuente y alrededor se veían estatuas de mármol de diferentes héroes y dioses. Por doquier colgaban tapices con una profusión increíble de detalles y brillantes colores.
Los cortesanos lucían vestimentas de lujo a base de sedas, y joyas, e incluso los sirvientes iban con ropajes propios para la investidura de un joven caballero.
Los condujeron por una ancha escalinata en curva y luego a través de una sucesión de salas hacia la torre que Piergeiron consideraba como propia. Allí se encontró por fin Algorind con un entorno que le resultaba familiar. El despacho del Primer Señor era sencillo, casi austero. Los muros se veían desnudos salvo por un fino tapiz. El único lujo era una profusión de libros y la única comodidad, un fuego mortecino en la chimenea.
Piergeiron se levantó para saludarlos en tono campechano y con un fuerte apretón de manos.
—¡Bienvenidos, hermanos! He pensado mucho en vosotros. ¿Cómo va la preparación de la batalla?
—Bien, milord —respondió sir Gareth. Hizo un gesto de agradecimiento cuando Piergeiron le señaló una silla y esperó a que todos tomaran asiento antes de volver a hablar—. Paladines de todo el Norland se están reuniendo para el asalto a El Bastión del Espino. En un par de días, o tal vez tres, tendremos suficientes efectivos para iniciar la marcha hacia el norte.
—Ésas son buenas noticias —se congratuló el paladín—. Cuanto antes retome vuestra orden los mandos de la fortaleza, más a salvo estaremos todos aquellos que viajemos por la carretera Alta.
Sir Gareth inclinó la cabeza como respuesta a aquel elogio.
—Traemos otras noticias, milord, que no son tan agradables de oír. Se trata de la mujer de la que hablamos. Se ha dedicado a hacer travesuras desde la última vez que nos vimos.
En pocas palabras, el caballero contó la historia del arresto de Algorind y la trampa que le habían tendido unos asesinos que le habían preparado una emboscada.
También mencionó, para vergüenza de Algorind, el hecho de que el caballo del joven paladín había sido robado por un enano que era compañero de Bronwyn. Le habló de la visita de la mujer a El Bastión del Espino en el momento del asalto y su sospechosa huida, doblemente sospechosa en vista del hecho de que el comandante que había dirigido el asalto a la fortaleza era el hermano de Bronwyn. Sir Gareth finalizó su letanía repitiendo que Bronwyn había robado un objeto de gran valor perteneciente a la orden.
Lord Piergeiron escuchó toda la disertación en agitado silencio.
—He recopilado información sobre ella, pero ninguna tan espantosa como ésta. La joven tiene una reputación excelente en su trabajo y parece llevar una vida tranquila.
—Y no obstante tiene socios interesantes: un hermano que se suma al bando de los zhentarim, un enano ladrón de caballos y una gnoma que es una rufián. ¿Sabíais que Alice Hojalatera, la dependienta que tiene contratada Bronwyn, fue conocida en el pasado como Galinda Hojaveloz, ladrona y aventurera, y más tarde contratada por los Arpistas?
—No lo sabía —admitió Piergeiron.
—Todavía hay más —prosiguió Gareth—. Un visitante frecuente de la tienda es un joven noble conocido como Danilo Thann. ¿Acaso no está ese joven Arpista implicado en el nuevo colegio de bardos?
El Primer Señor asintió de manera forzada.
—Me preguntó qué querrá él de Bronwyn. Ella no es juglar, ni tampoco cortesana ni Arpista. —El tono de voz de sir Gareth indicaba que para él había poca diferencia entre aquellas profesiones.
—He conversado con el joven lord Thann en varias ocasiones y es una persona muy aficionada a las joyas y a los objetos de valor. Tal vez se limite a comprar objetos en el comercio de Bronwyn.
Sir Gareth alzó las cejas.
—¿Creéis eso?
—No. —El Primer Señor suspiró—. Me ocuparé de este asunto y os comunicaré lo que descubra lo antes posible. ¿Será suficiente para vosotros?
—Por supuesto. La palabra de un hijo de Azhar es un compromiso que ni el acero puede romper —respondió sir Gareth con franqueza. Se levantó para marcharse, pero pareció vacilar—. Hay una cosa más. Estoy seguro de que vuestros oficiales para la ley y el orden no escatimarán esfuerzos, pero ¿qué os parecería si nos encargamos nosotros de la búsqueda de esa mujer y la llevamos al Tribunal de Justicia de Tyr para que responda a unas preguntas? ¿Confiaríais en mí en este asunto?
A Algorind le pareció que lord Piergeiron suspiraba aliviado al oír una pregunta que podía responder de forma simple. Se levantó y alargó una mano para sellar el pacto.
—¿Qué puedo negarle a un hermano paladín? ¿Y quién mejor podrá dispensar justicia que Tyr?
Los dos hombres, paladín y caballero, se estrecharon las muñecas en un gesto propio de aventureros.
—¿Quién mejor? —repitió en eco sir Gareth.
Bronwyn recogió las pocas pertenencias de Cara y se preparó para dejarla en la torre de Báculo Oscuro. La chiquilla parecía tomárselo bien y Bronwyn se sentía orgullosa de lo muy adaptable y resistente que demostraba ser.
Lo que todavía le parecía más notable era que Cara no tenía más apoyo que su propia fortaleza interna. «Estará bien», se repetía Bronwyn mientras se preparaba para el viaje que debía emprender, y pareció que iba a ser así hasta que llegaron a la base del muro liso y negro que rodeaba la torre del archimago.
Bronwyn desmontó y se acercó al pony de Ebenezer para bajar a Cara. Para su sorpresa, la chiquilla se abalanzó sobre el lomo del animal, tomó las riendas y se quedó mirando a Bronwyn con gesto desafiante y los ojos bañados en lágrimas.
—¡Quiero ir contigo!
Bronwyn suspiró.
—Ya hemos hablado de eso Cara. No puedes venir. Será muy peligroso.
—Llévame contigo —insistió.
—Te llevaré al interior de la torre —intentó negociar Bronwyn—, y me quedaré a probar el té y las pastas de lady Laeral. ¿Qué te parece?
La chiquilla se cruzó de brazos y chasqueó la lengua.
—No es bastante.