Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Mientras avanzaba, el túnel parecía ir ascendiendo, pero para su sorpresa, el pasadizo terminaba en un sólido muro de piedra. Sin dejar que la venciera el desánimo, apoyó una mano en la piedra. Sintió que le subía un cosquilleo por el brazo y percibió una llamada dulce y tácita que la impulsaba a entrar.
Bronwyn apartó la mano, sobresaltada. Impulsada por una súbita sensación de urgencia, volvió a apoyar la palma de la mano en el muro de piedra y, una vez más, sintió la acogedora invitación. Siguió su impulso antes de llegar siquiera a comprenderlo y atravesó el muro de piedra. El paso a través de piedra sólida le produjo una especie de hormigueo por todo el cuerpo y la dejó con una extraña sensación de frío.
Se envolvió los hombros con los brazos y echó un vistazo a su alrededor. El interior era más amplio de lo que parecía desde afuera y estaba iluminado por velas colocadas en candelabros de pared. La luz oscilante dejaba al descubierto muros de piedra adornados con tapices de telarañas y un techo abovedado cuyo extremo no alcanzaba la vista.
—Bienvenida, hija de Samular —saludó una voz débil y quejumbrosa.
Bronwyn giró en redondo, sobresaltada por aquel sonido sobrenatural, y su mirada se quedó prendida en un par de resplandecientes ojos rojizos enmarcados por un rostro esquelético.
Ahogó un grito y se echó hacia atrás. Tras una inspección más detallada, comprendió la naturaleza del ser que tenía delante. Telas antiguas y ajadas colgaban en jirones alrededor de aquella forma flaca y en aquellos puntos donde antaño debía de haber habido carne se veían ahora tan sólo huesos envueltos por una piel apergaminada.
Escasos mechones de cabellos blancos emergían de debajo de la capucha de una capa que en su tiempo debía de haber sido blanca. Y aun así había algún tipo de vida tras aquellos ojos rojos resplandecientes. Se encontraba ante un cadáver, un brujo no muerto, y uno de los seres más temidos y poderosos que el mundo conocía.
La criatura dio un paso adelante.
—Hija de Samular —repitió—. No hay razón para temerme. He esperado durante mucho tiempo este momento, y a alguien como tú, El Veneno de Fenris... ¿Ha llegado el momento? ¿Has venido en su busca y a por el tercer anillo?
Como parecía lo más oportuno y además no estaba segura de que no le fallara la voz, Bronwyn asintió.
El cadáver se abalanzó hacia adelante produciendo un rápido cascabeleo. Cogió los brazos de Bronwyn con sus huesudos dedos y asomaron lágrimas de polvo y moho a sus relucientes ojos.
—¡Por fin has venido! ¡Qué maravillas vamos a conocer..., y qué gloria! Espera aquí.
Soltó a Bronwyn con tanta brusquedad que ésta estuvo a punto de caer. Se frotó los brazos en los puntos donde el contacto con el cadáver le había dejado la piel fría y contempló, perpleja, cómo la criatura subía por la escalera que rodeaba el muro interno de la torre. Transcurrieron varios minutos y, cuando empezaba a considerar la posibilidad de retirarse, el cadáver apareció con una diminuta caja en sus esqueléticas manos.
—El tercer anillo —musitó con voz reverencial, mientras le tendía la caja.
Bronwyn la abrió y deslizó el anillo en su mano izquierda tal como había hecho su padre. Al igual que en aquella ocasión, éste también se adaptó de forma mágica a su hechura.
—¿Y El Veneno de Fenris? —preguntó, recordando el nombre que había pronunciado antes el cadáver y suponiendo que aquél era el objeto tan buscado.
—No está aquí, por supuesto. He mantenido la máquina de asedio oculta para mayor seguridad durante muchos años, del mismo modo que uno ocultaría un árbol en un bosque —confesó la criatura en tono malicioso—. Se encuentra en el ático de una tienda de juguetes y curiosidades, en una ciudad remota cercana al monasterio.
Máquina de asedio. En una tienda de juguetes. Bronwyn empezaba a comprender qué papel jugaban los anillos en todo aquel asunto.
—¿Por qué lo hiciste? Pensé que El Veneno de Fenris estaría a salvo aquí.
El cadáver meneó un dedo en gesto de amonestación.
—Es peligroso tener los anillos y la torre en el mismo lugar. Los cuatro objetos deben agruparse sólo cuando se reúna una fuerza suficiente para usarlos y protegerlos.
—El cadáver hizo una pausa, sacudió la cabeza, y se inclinó hacia adelante en un gesto amenazador—. No llevas los otros anillos contigo, ¿verdad?
—Sé dónde están, pero no los traigo conmigo. Uno está en manos de otra chiquilla, también descendiente de Samular; una niña que está protegida por una magia poderosa. Si se encuentra amenazada, es capaz de huir a través de muros de mucho grosor. —El instinto la impulsó a no mencionar la torre de Báculo Oscuro.
—Bien. Eso está bien. ¿Tus antepasados te han preparado para que manejes El Veneno de Fenris en nombre de Samular?
Cierta sagacidad en su seco tono de voz hizo que Bronwyn recelara. Parecía evidente que aquella criatura podía percibir su herencia..., tal vez le estaba haciendo una prueba para descubrir sus conocimientos y su valía. Intentó ajustarse cuanto pudo a la verdad.
—Mi padre me dio el anillo justo antes de morir en un ataque perpetrado contra su fortaleza. Él habría querido que yo usase El Veneno de Fenris para corregir ese atropello.
La criatura asintió con frenesí, y con el ímpetu perdió pedazos de su ajada piel.
—Bien, bien. Tienes dos hijos descendientes directos, dos que están de acuerdo en cómo utilizar los anillos. Eso es necesario porque una persona sola no puede despertar la magia de El Veneno de Fenris. Ahora vete, y hazlo.
Bronwyn estaba encantada de obedecer, pero cuando se encontraba ya de cara al muro, se giró.
—La tienda de juguetes.
—Gladestone —respondió el cadáver con impaciencia—. Una vieja ciudad de elfos que viven largas vidas y atesoran recuerdos. Busca a Tintario o a sus herederos.
Existe un compromiso con esos elfos y su tienda. Nunca venderán El Veneno de Fenris ni cerrarán la tienda. Si es necesario protegerla, lo harán aun a riesgo de dejar en ello la vida. Espero que tú hagas lo mismo.
Tenía una pregunta más, una que temía formular.
—¿Quién eres? O, si lo prefieres, ¿quién fuiste?
El cadáver titubeó. La muchacha tuvo la impresión que lo había entristecido más que agraviado con su impertinencia.
—Ya no me acuerdo del nombre que un día llevé. Lo que fui se ha perdido. Ahora soy el Guardián de la Orden. —Su cuerpo emitió un sonido pesado y sordo, que en una garganta normal habría parecido un suspiro—. Eso me coloca en una posición paradójica. Los paladines no toleran a las personas no muertas y me destruirían si me viesen. Para bien o para mal, pocos de los paladines y sacerdotes que viven en la fortaleza saben quién o qué habita en esta vieja torre. Simplemente lo consideran un lugar sagrado y existe un edicto de la orden que les impide entrar aquí.
El cadáver sacudió su cuerpo para alejar de sí la desesperación como habría hecho en multitud de ocasiones durante sus largos años de vida como no muerto.
—Pero ahora has venido tú y dejo el tercer anillo y El Veneno de Fenris en tus manos. Esto lo hago porque eres descendiente directa de Samular y porque no puedo entregar esas cosas a los paladines para los que se crearon. —La criatura salió disparada con sorprendente rapidez y se cernió de forma amenazadora sobre Bronwyn. Con una mano huesuda se apartó los harapos que le cubrían los huesos y un diminuto murciélago salió volando de entre sus costillas. El cadáver no le prestó atención, pero del interior de un bolsillo extrajo una diminuta esfera de reconocimiento y se la mostró—. Podré ver lo que haces. Si fracasas, iré a buscarte.
Cara y Ebenezer pasaron un plácido día en el monte. El enano le enseñó cómo escupir a grandes distancias y cómo coger un cuchillo para tallar madera. La chiquilla lo tomó con tanto entusiasmo que al poco rato tenía una pila de virutas de madera alrededor de los pies. Sólo podría conseguir un puñado de astillas y algunos mondadientes, observó el enano, pero no estaba mal para un principiante.
La niña le suplicaba que le contara historias, como había hecho en el barco.
Ebenezer ya le había relatado sus mejores relatos, pero no le importaba empezar por los menos interesantes. No quedaban mal, en cuanto les añadía un poco de brillo y color.
Mientras hablaba, le iba tallando un muñeco de madera. La niña quería que le hiciera un orco igual que el que aparecía en sus relatos.
La verdad era que Ebenezer pensaba bastante en orcos. Conocía las señales mejor de lo que habría deseado: toscas huellas de pies grandotes, restos de pequeños animales de caza comidos de un bocado y el fétido y húmedo olor que emanaba de cuevas escondidas. Tendrían problemas, de eso estaba seguro. Los orcos siempre traían problemas.
Pero cuando llegaron los problemas, tomaron un cariz muy diferente. La súbita exclamación de Cara lo pilló por sorpresa. Lo cogió de la muñeca y señaló a la lejanía.
—¡Allí! ¿Ves ese caballo blanco con manchas grises? Ése es el hombre que me raptó en la granja y que me persiguió por la ciudad.
Ebenezer aguzó la vista y parpadeó, pero sus ojos no podían alcanzar distancias tan grandes como los afinados ojos de la chiquilla. No alcanzaba a ver al hombre, pero...
¡caramba! Conocía el caballo.
—Más paladines —musitó—. Y van de camino al alcázar.
No le gustaba aquello, ni una pizca. Su instinto le decía que aquello pondría a Bronwyn en dificultades. Pero, ¿cómo podía avisarla?
Cara soltó un silbido. A pocos metros de distancia,
Gatuno
estaba rebañando los huesos del conejo asado que habían tomado como almuerzo. El cuervo alzó la vista al oír el sonido y voló hasta posarse en el hombro de la chiquilla.
—Podemos enviar a
Gatuno
para que la avise —propuso.
Ebenezer se mordió el labio mientras meditaba.
—¿Sabrá hacerlo?
—Puede volar, puede encontrarla y darle el mensaje —replicó, confiada, pero de repente se mordió el labio con gesto de consternación—. Yo todavía no sé escribir muy bien. ¿Podrías escribir tú la nota?
Ebenezer podía hacerlo, pero no en Común. El cartel de la tienda de Bronwyn tenía una inscripción en dezhek, junto con texto en Común y la típica escritura élfica de trazos redondeados y femeninos. Confió en que Bronwyn no tuviera que contratar un escriba enano para entender el texto en dezhek. Cogió el extremo grueso de un lápiz de carboncillo que le tendía Cara y garabateó unas runas en un pedazo de pergamino.
—Es hora de ver si esa gnoma presuntuosa le ha enseñado algo útil —murmuró mientras escribía.
Los colores del atardecer se desvanecían por el horizonte mientras sir Gareth y Algorind cabalgaban hacia Summit Hall. Saludaron a los centinelas de las torres para no tener que aminorar el paso y esperar a que abrieran las puertas y se precipitaron a través del umbral de madera para acabar deteniéndose ante un sobresaltado grupo que salía en aquel momento de la capilla.
—¿Dónde está esa zorra? —preguntó sir Gareth mientras descendía de su caballo.
El Maestro Laharin dio un paso adelante; tenía las cejas amarillentas torcidas en un gesto de disgusto.
—La cortesía es una norma de esta Orden, hermano. La única mujer que hay en esta fortaleza es una huésped honoraria.
El tono de reprimenda era duro teniendo en cuenta su posición, pero Gareth no pareció darse cuenta.
—Es una traidora y una ladrona. Lord Piergeiron de Aguas Profundas nos dijo que se dirigía hacia aquí. ¡Encontradla!
Tal era la urgencia que destilaba la voz del caballero que la mayoría de los paladines obedeció de inmediato. Algorind desmontó para colocarse a su lado pero, antes de haber dado una docena de pasos, Yves, un joven que iba un curso por detrás de Algorind, salió corriendo al patio.
—¡La cadena del túnel de la torre ha sido profanada!
Algorind no había visto nunca semejante rabia descontrolada en el rostro de un paladín como la que mostraba el de sir Gareth. El caballero intentó moderarse y se volvió hacia Laharin, que se había quedado pálido de repente.
—¿Lo veis? Esa mujer os ha engañado.
A Algorind le pareció que el caballero se complacía en poder dar aquella noticia.
—Esa mujer estaba en El Bastión del Espino cuando la fortaleza fue asaltada — prosiguió sir Gareth—. ¿No se os ocurrió pensar cómo había podido salir ilesa una simple mujer?
—Es hija de Hronulf —repuso Laharin sencillamente—. Me contó que se había encontrado con Hronulf y que él le había mostrado un túnel secreto que le había servido como vía de escape.
—¿Dijo también que Hronulf le había dado su anillo? ¿Mencionó acaso que la chiquilla perdida de Samular está bajo su custodia, oculta en la torre de Báculo Oscuro?
Laharin palideció todavía más a medida que digería la enormidad de la situación.
—No, no lo hizo.
—Y, además, ha pasado a la antigua torre —concluyó Gareth con pesar.
Aunque Algorind no sabía lo que aquello significaba, era evidente que Laharin sí porque se retorcía nervioso las manos.
—Eso parece. ¡Por el martillo de Tyr! Los tres anillos volverán a reunirse.
Sir Gareth se volvió hacia Algorind.
—Encuéntrala. Llévate contigo a otro hombre. Haz lo que debas hacer, pero recupera los anillos de Samular.
La absoluta frialdad de la voz del caballero hizo estremecer a Algorind, pero no podía echar la culpa al razonamiento de sir Gareth ni poner en tela de juicio la tarea que le encomendaba. Llamó con un silbido a su montura y pidió a Corwin, un muchacho de su misma edad, que lo acompañara.
Los dos jóvenes paladines salieron disparados hacia la torre. Algorind suponía que si Bronwyn había salido por la puerta oculta, no debería de estar muy lejos. Le seguirían el rastro.
El ocaso se estaba convirtiendo ya en negra noche cuando Algorind descubrió las primeras huellas dejadas por unas botas gastadas, de tamaño pequeño. Había sólo un grupo de huellas, y se perdían por detrás de un pedregoso montículo.
Bajó de su caballo y se arrodilló para observar mejor. La mujer era de baja estatura y aquellas huellas parecían un poco grandes para ser las suyas, pero no tanto para que fuera imposible. Para ser precavido, desenvainó la espada y le hizo un gesto a Corwin para que hiciera lo mismo antes de echar a correr hacia el montículo.
Allí no les esperaba ninguna mujer, sino una pequeña banda de orcos: criaturas escuchimizadas y espantosas con ojos rojizos y sebosos, y protuberantes colmillos.