Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Aquella banda iba armada sólo con sus malévolas sonrisas y cuchillos de hueso; la mayoría iban desnudos, o casi, y sólo una hembra de pellejo verdoso llevaba puestas un par de botas. Debía de ser ella quien había dejado las huellas que lo habían engañado.
Aquello era sin duda una emboscada.
Aquellas criaturas eran más pequeñas de lo que Algorind había visto nunca, y más jóvenes. La hembra no llevaba más que las ajadas botas y un pequeño taparrabos de cuero, y lucía los pequeños pechos al descubierto por encima de unas costillas bien marcadas. No parecía haber alcanzado todavía la edad adulta, y varios de los varones parecían incluso más jóvenes que ella, pero eran orcos, así que los paladines salieron a la carga.
Los orcos carecían del valor necesario para entablar un combate honroso y, cuando fue evidente que la lucha no se les iba a presentar fácil, la mayoría soltó un chillido y salió huyendo. Algorind arremetió contra un orco que lo atacaba con un cuchillo y con el mismo impulso destripó a un segundo. Luego, se abalanzó hacia adelante y el filo de su espada se hundió profundamente en las costillas de un cobarde que intentaba salir huyendo por encima de unas rocas.
Los supervivientes se desperdigaron y salieron en desbandada. La orca que iba calzada tuvo valor suficiente para intentar robar un caballo. Montó de un brinco en el corcel negro de Corwin y empezó a espolearlo a patadas para que saliera al galope, pero no tuvo en cuenta que se trataba de una montura entrenada por paladines. En cuanto el caballo salió al trote, Corwin emitió un agudo silbido y, de inmediato, el corcel corcoveó, alzando las patas al aire. La orca resbaló hacia atrás y cayó pesadamente de espaldas sobre el pedregoso suelo. Al instante, Corwin estaba a su lado, apuntándole con la espada a la garganta. La pequeña zorra todavía consiguió escupirle antes de que el filo del arma le segara la vida.
Algorind brincó sobre el lomo de
Viento Helado
y le indicó a Corwin que lo siguiera. Trabajando en equipo, consiguieron matarlos a todos menos a un par, e, incluso éstos, no consiguieron salir ilesos. Los dos orcos supervivientes estaban heridos y pronto dejaron abandonados a sus compañeros para escabullirse entre las rocas y las sombras.
—Así es como actúan los animales salvajes —observó Corwin cuando al final abandonaron la búsqueda—. Hasta los lobos heridos buscan un rincón pequeño y tranquilo para lamerse las heridas.
Algorind asintió.
—Busquemos un lugar donde montar el campamento. Mañana por la mañana, seguro que encontraremos el rastro. Con la ayuda de Tyr, encontraremos a Bronwyn antes de que el sol vuelva a ponerse.
Bronwyn atravesó el muro de la torre y cayó al suelo. Nunca se había sentido tan helada por dentro, tan desprovista de vida, con una desesperación tan absoluta. Vagamente, notó que el terreno parecía diferente y que los muros de Summit Hall no estaban donde debían de estar, pero ya pensaría en eso más tarde. Apoyó la mejilla en el pedregoso suelo y dejó que la oscuridad la envolviera.
Cuando se despertó, el crepúsculo había pasado ya y el cielo plateado estaba empañado por la proximidad de la noche. Un súbito revoloteo pareció desvelar sus confusos pensamientos.
Gatuno
acababa de posarse a su lado y batía las alas mientras graznaba con furia.
Bronwyn soltó un gruñido y volvió la cabeza hacia el suelo. La chillona voz del cuervo le provocaba un punzante dolor en las sienes.
—Piensa en ello —repitió con él.
El retumbo familiar de las botas de puntera de hierro de Ebenezer resonó en las proximidades. El enano le hizo levantar la cabeza estirándole de la trenza y escudriñó su rostro.
—Pensé que te habías olvidado de leer, mujer. Por los Nueve Infiernos, ¿dónde has estado, en una caverna de hielo? ¡Tienes la piel azul como una elfa plateada!
Bronwyn consiguió moverse hasta sentarse y se abrazó las rodillas para mitigar los temblores incontrolables que la asaltaban.
—Un cadáver viviente. Por todos los dioses, tengo frío. No me di cuenta del frío que hacía hasta que me aparté.
—El miedo es algo positivo —comentó el enano—; te mantiene en marcha. Y hablando de marcha, deberíamos irnos. ¿Puedes ponerte en pie?
Dejó que la ayudara a levantarse y, tras dar unos cuantos pasos tambaleantes, comprobó que las piernas aguantaban su peso. Fue escuchando cómo Ebenezer le contaba la llegada de los paladines y cómo la idea de Cara le había permitido encontrarla. A su vez, ella le relató lo que el cadáver le había revelado.
—Iremos a Gladestone, una aldea situada a unas dos horas de viaje hacia el norte.
Es una pequeña comunidad de elfos y semi...
—¡Piedras! —exclamó el enano—. Una aldea de elfos. Nunca pensé que llegaría el día en que entraría en una de ellas a propósito. ¿Y qué es eso que andamos buscando?
—Una máquina de asedio de juguete. Te lo explicaré luego. —Echó una ojeada a sus espaldas—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Si ese paladín me está buscando, seguro que no andará lejos.
Cabalgaron a la luz de una luna creciente, manteniéndose alerta a la presencia de paladines o de orcos. Al cabo de poco rato, Cara empezó a cabecear y Bronwyn le pasó un brazo por los hombros para mantenerla erguida. Cuando llegaron a Gladestone, Cara no era la única que estaba durmiendo. La mayoría de las casas y tiendas se veían a oscuras.
La aldea era pequeña, un puñado de casas y comercios dispuestos a lo largo de dos calles estrechas conectadas en algunos puntos por callejones. Era un lugar muy acogedor y en el par de ocasiones que Bronwyn había pasado por allí siempre se había sentido a gusto. La mayoría de las casas eran de poca altura, con techo de paja. Una cigüeña había anidado sobre una chimenea en desuso y un horno de arcilla exterior donde se cocía todo el pan que se consumía en la aldea desprendía todavía un calor agradable y un aroma cálido a levadura. La tienda de juguetes estaba cerrada, con las puertas y contraventanas echadas, y vigilada por un perro de gran tamaño y aspecto famélico.
—Esto tendrá que esperar hasta mañana —comentó Ebenezer mientras contemplaba al guardián, que gruñía por lo bajo.
Bronwyn se despertó en mitad de una pesadilla, con las sábanas revueltas y luchando por apartarse de los demonios que aullaban y rugían a través de sus sueños.
—¡Apresúrate! —la instó la severa voz del enano, que la sujetaba por los hombros y la sacudía para despertarla—. Tienes que quedarte aquí y vigilar a la chica.
Mientras abandonaba el sueño, Bronwyn se dio cuenta de que la pesadilla tenía raíces en la realidad. Al otro lado de la ventana se oía un infernal ruido de gritos marcado por el retumbo de los cascos de los caballos y el choque de acero contra acero.
Por encima de todo resonaba y siseaba la voz hambrienta del fuego y brillantes lenguas de llamas se alzaban para lamer el cielo nocturno.
Bronwyn apartó de una patada la colcha y se puso las botas. Intentó alejar de su mente viejos temores y hacerse una idea de la situación. La habitación que habían alquilado era amplia y consistía en una única cámara que ocupaba la segunda planta del caserío. Sólo tenía una puerta, y las ventanas tenían contraventanas, que mantendría a los invasores a raya durante un rato y, si era preciso, Cara siempre podía recurrir a sus piedras para escapar.
Echó una ojeada al rostro de la niña, que se veía serio pero calmado. Se acercó hasta la ventana y se quedó mirando al orco que había acorralado a dos de los habitantes semielfos de la aldea contra el horno de arcilla. De repente, una lengua de fuego emergió del suelo y se subió por las arqueadas patas de la criatura. El orco soltó un aullido de dolor y sorpresa, y se tambaleó hacia atrás.
—Puedo ayudar —comentó Cara con tozudez mientras se volvía hacia Bronwyn con una expresión en sus ojos marrones que parecía desafiar a Bronwyn para que intentara apartarla.
—Te irás, si es preciso —se sintió obligada a decir Bronwyn.
—Sólo en ese caso.
La mujer asintió, y ambas se sentaron a esperar.
En las calles de más abajo, Ebenezer soltó una risa cuando el estallido de fuego mágico quemó al orco. Por un instante, se preguntó si Cara sería capaz de volverlo a hacer.
Y no era que necesitasen más fuego. Cuatro caseríos de la parte oriental de la aldea estaban envueltos en llamas, totalmente echados a perder, pero los orcos no parecían estar interesados en incendiar más cosas. Habían irrumpido allí para saquear lo que pudieran y parecían bastante desesperados.
Sin embargo, a Ebenezer le parecía que aquel asalto tenía parte de venganza. El ataque parecía fuera de toda razón, era salvaje, con ansia de sangre y carecía de conocimiento y de preparación, lo cual dificultaba la defensa contra aquellas criaturas.
Eran como mulas a las que hubiera picado una colonia de abejas; no había forma de saber hacia dónde iban y por qué.
Uno de los orcos lo vio y salió corriendo hacia él, sosteniendo a modo de lanza una horca de granjero bajo el brazo. Durante un breve instante, Ebenezer titubeó sobre cómo enfrentarse al ataque, pero enseguida recordó dónde estaba: justo frente a uno de los gruesos muros de yeso de la casa que habían alquilado.
El enano cogió el martillo para hacer que el orco pensase que planeaba quedarse quieto y luchar, y esperó a que se acercara. En el último momento, se dejó caer y rodó por el suelo. El orco siguió avanzando y las púas de la horca se clavaron profundamente en la pared.
Ebenezer estaba ya de pie antes de que se desvaneciera el gruñido de sobresalto del orco. Blandió con fuerza el martillo y lo descargó en la base de la columna de su oponente. Cuando tuvo a la criatura en el suelo, volvió a estamparle el martillo en la nuca.
El enano miró a su alrededor para ver qué más podía hacer. A poca distancia, una mujer elfa con el pelo rubio y rizado, vestida con un camisón, contemplaba con desesperación la espada rota que tenía entre las manos. En las cercanías yacían dos orcos muertos, pero no parecía dispuesta a parar.
Ebenezer respetaba aquella actitud. Si él hubiese tenido la ocasión de defender su clan y su hogar, no se habría preocupado por parar hasta que la faena estuviese hecha.
—¡Eh, rubia! —gritó el enano mientras se sacaba un hacha del cinto y la blandía—. ¿Necesitas un arma?
Una sombra de duda asomó al rostro de la elfa, pero fue sustituida por un gesto de resolución. Se acercó al enano y sopesó el hacha.
—¿Es como un cuchillo de trinchar? —preguntó.
—Se parece mucho. —Asintió con satisfacción al ver que salía en pos de un orco que huía con su botín bajo el brazo. Vio cómo alzaba el hacha prestada por encima de la cabeza y descargaba un golpetazo respetable—. A esta dama sólo le falta una barba — musitó al oír cómo el filo del arma quebraba el grueso cráneo del orco.
De repente, detectó una lucha desigual cerca del pozo. Un orco corpulento había acorralado a un muchacho elfo muy escuálido que no parecía tener arma alguna en las manos. Se precipitó en su ayuda, pero se detuvo en seco al ver que el orco arremetía con una espada corta. El elfo consiguió esquivar el filo, pero por pelos. Saltaron astillas de madera cuando el arma fue a impactar contra la cubierta del pozo.
Un segundo estruendo resonó en la zona cuando Ebenezer descargó el martillo sobre la mano del orco. El muchacho elfo se apresuró a coger la espada que acababa de caer al suelo e hizo lo que tenía que hacer.
El enano percibió la mirada pesarosa del muchacho y rememoró cómo hacía poco más de una centuria él se había visto en la misma situación.
—Quédate con esa espada —le aconsejó, amable—. Nunca te será fácil, pero tampoco más difícil que ahora.
Y al instante se marchó en busca de alguien a quien ayudar u ofrecer una oportunidad de lucha.
Algorind se despertó de un sueño profundo por el fragor del combate y el resplandor de las lenguas de fuego contra el cielo. Despertó a sacudidas a Corwin y de inmediato montó y salió al galope para ofrecer su ayuda.
No tuvo que llegar muy lejos. Aunque los paladines de Summit Hall no patrullaban aquella zona, Algorind conocía la aldea porque la había visto en un mapa de la biblioteca del monasterio. Los habitantes eran en su mayoría elfos y semielfos; todos ellos ciudadanos pacíficos.
A medida que se acercaban quedó claro la razón de aquellos disturbios.
Mezclados con el crepitar y el siseo del fuego y los gritos de los heridos se oían los rugidos guturales de una banda de orcos. Algorind apretó la mandíbula con gesto de determinación.
Pero Corwin se quedó rezagado, con el más puro semblante de horror estampado en el rostro.
—¡Esto ha sido culpa nuestra! Los orcos nos han seguido. Hemos sido nosotros los que los hemos atraído hasta aquí.
—Esto es una aldea, y esos orcos pretenden saquearla —discutió Algorind—.
¡Vamos!
Pero Corwin lo cogió del brazo.
—¿Acaso no lo ves? Nosotros matamos a sus retoños cuando en verdad no había ninguna necesidad de hacerlo. Esto es venganza, y esta pobre gente está pagando las consecuencias.
—Si eso es cierto, será Tyr quien imparta justicia —repuso Algorind—. Quédate o ven conmigo, como desees. No hay tiempo que perder con discusiones.
Espoleó a
Viento Helado
hacia la aldea y se agazapó por detrás del cuello del animal mientras cabalgaba al galope hacia la batalla. A sus espaldas, oyó el retumbo de unos cascos de caballo y se alegró de que Corwin se hubiese dejado convencer por su deber.
Varios de los orcos estaban escapando, pero los paladines les cerraron el paso, tanto para derribarlos cuando podían o para obligarlos a regresar al poblado, donde los esperaban las espadas de los valerosos ciudadanos.
Aquello era obra de Tyr, y Algorind lo servía con total fortaleza y convicción, pero mientras luchaba no dejaba de mirar entre la multitud enardecida en busca de una mujer menuda, de cabellos castaños, y la niña de quien se había apropiado de forma injusta.
En el piso superior del caserío, Bronwyn esperaba junto a la puerta, sosteniendo una silla de madera por encima de la cabeza, mientras contaba los pasos de unos pies pesados que retumbaban por la escalera.
—¿Tienes tu gema a punto? —preguntó a Cara.
La muchacha asintió, pero si pronunció alguna palabra quedó ahogada por el estrépito de algo que se nacía añicos. La puerta se abombó y se quebró, pero se mantuvo en pie. Sin embargo, cedió por completo al segundo asalto y un orco de gran tamaño y piel cenicienta entró tambaleante en la habitación.