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Authors: Elaine Cunningham
Bronwyn miró a Dag por encima de la cabeza de Cara y sus ojos se quedaron prendidos.
—Ha habido un cambio de planes, Cara. Te vienes conmigo. Dale a tu padre el anillo.
Sin titubear, la chiquilla se quitó el aro y se lo tendió a Dag. Aquello no sólo lo dejó preocupado, sino que le dolió. ¿Acaso no había sabido transmitirle la importancia de conservar aquel anillo y el poder que le concedía su patrimonio? ¿Tan poco valor le daba a ello... o a él mismo?
Dag apartó de su mente aquellos pensamientos y se volvió hacia Bronwyn.
—El artefacto —dijo, con una voz que sonó a sus oídos más fría de lo que pretendía.
Bronwyn dejó a Cara en el suelo y se descolgó del hombro la bolsa. De ella extrajo un objeto diminuto, cuidadosamente envuelto en una manta de viaje. Dag observó, impaciente, cómo le quitaba la envoltura, conteniendo la respiración y sin apenas atreverse a imaginar qué cosa podía ser aquel objeto.
Ella le tendió un diminuto objeto de madera. Confuso, lo cogió. Era una torre de asedio en miniatura, una ingeniosa obra de arte, sin duda, pero un juguete al fin y al cabo.
Alzó la vista, encolerizado, para mirarla.
—¿Qué es esto?
—Precisamente lo que parece —repuso ella con brusquedad—. Mira en la plataforma. Hay tres pequeñas hendiduras. Cuando un descendiente de Samular desliza los anillos en esas ranuras, la torre adopta un tamaño gigantesco.
Dag contempló la torre con renovado interés. ¡Aquello era lo que necesitaba, exactamente lo que necesitaba! Con ella, podría hacer una rápida incursión y conseguir otra fortaleza para los zhentarim. Es decir, si funcionaba como Bronwyn decía.
Le devolvió la torre.
—Enséñamelo.
Ella parecía vacilar.
—Será mejor que esperes a mañana y saques la torre a terreno abierto. He visto cómo crece y no cabría en este patio.
Aquello lo ponía Dag en duda. A juzgar por la profundidad y el ancho de la base de aquel juguete, en relación con su altura, podría acomodarse en aquel patio sin mayores dificultades.
—¿Cuán alta se hace?
—Tanto como sea necesario —repuso ella, reticente—. La torre parece percibir las necesidades y las intenciones de la persona que la maneja. Creo que se adapta a la muralla que se pretende conquistar.
—Bien, entonces, no hay problema, ¿verdad? Los muros de El Bastión del Espino tendrían que ser de treinta metros de altura para que no nos cupiese aquí.
Ella se mordió la lengua para intentar ocultar su consternación, pero Dag tomó buena cuenta de ella.
—Como desees. —Le tendió dos anillos idénticos al que tenía en la mano.
«Demasiado fácil», pensó Dag, y sacudió la cabeza.
—Hazlo tú.
Bronwyn respiró profundamente y cerró el puño, envolviendo con la mano los tres anillos.
—Mantente apartada, Cara —advirtió a la chiquilla—. Quiero que te vayas al muro más alejado, junto a la torre. Por seguridad.
Para sorpresa de Dag, la niña no ofreció resistencia. Aunque se quedó observando desde una cierta distancia, no había en sus ojos su habitual expresión de curiosidad. De hecho, su expresión era inusualmente impasible.
—¡No hagáis eso! —exclamó el paladín, forcejeando contra los hombres que lo mantenían sujeto—. Es mejor morir que conceder semejante poder a una persona malvada.
Dag Zoreth levantó una ceja y observó de reojo a Bronwyn.
—Éste va en serio, ¿verdad?
—No te lo puedes ni imaginar —respondió ella con los dientes apretados.
Lanzó una mirada encolerizada al paladín y colocó la diminuta torre de asedio en el suelo. Deslizó los tres anillos en posición, uno a uno, y luego se puso de pie de un brinco y corrió hacia Cara.
Instintivamente, Dag salió corriendo tras ella. A sus espaldas, oyó el roce de un objeto pesado sobre el suelo enfangado y los crujidos de la madera al expandirse. Echó una ojeada a sus espaldas y luego reanudó la carrera. El tamaño de la torre, y la velocidad con la que crecía, era sorprendente. ¡Estimulante!
En cuestión de segundos, la torre había alcanzado toda su altura y se quedó allí en mitad del patio como si fuera un faro resplandeciente que mostrara a Dag el camino para alcanzar el futuro que anhelaba.
De repente, el silencio se vio roto por el crujido de madera hecha pedazos. Una puerta lateral de la torre contigua salió volando por los aires y saltaron astillas de la destrozada cerradura.
Una feroz enana de barba rojiza apareció a la carrera. Tenía el cabello ensortijado en tirabuzones rojos que, al correr, se agitaban por detrás de la cabeza y le conferían la apariencia de una medusa vengativa. Aunque petrificado por la sorpresa, Dag recordaba el rostro de aquella enana. Su asalto a los túneles había interrumpido el festín de su boda y había dejado al enano recién convertido en su esposo, muerto con profusión de heridas. Mientras contemplaba cómo se aproximaba aquella hembra furiosa, a Dag se le ocurrió pensar que tal vez había hecho un favor a aquel enano asesinado.
Luego, desapareció la conmoción inicial y en su lugar apareció la cólera. Una retahíla de sensaciones fluyó por su mente confusa. El retumbo de cincuenta pares de botas enanas, los gruñidos y los gritos de aquellos vengativos asaltantes, el sonido de las hachas golpeando contra las espadas, el olor de la sangre y los cuerpos de cuyo interior empezaba a adueñarse la muerte, y el sabor brillante y cobrizo del miedo.
Dag dio media vuelta y desenvainó una espada de la funda del soldado que tenía más cerca. Sin prestar atención a la batalla que se sucedía a su alrededor, buscó con la mirada el regalo que su hermana acababa de darle.
No le fue difícil localizar al paladín. Su cabello brillante captó la débil luz del sol que se ponía por el horizonte mientras entonaba con voz fuerte y joven de barítono un himno dedicado a Tyr. Dag apretó los dientes. Conocía aquel himno y habría podido entonarlo junto a Algorind si hubiese querido.
Pero eligió que cortaría de cuajo la canción en la garganta de aquel hombre.
Nunca en toda su vida había visto Algorind una transformación semejante en un rostro mortal. Cuando el sacerdote de Cyric puso la vista en su persona, la vida, la calidez y la propia humanidad parecieron desaparecer de su rostro.
Dag Zoreth levantó una espada y se llevó el filo lentamente a la frente a modo de saludo, con la mirada clavada en los ojos de Algorind. Cuando la alzó, la hoja plateada se oscureció y empezó a brillar. En los extremos empezaron a danzar llamaradas de fuego púrpura que provocaban sombras misteriosas sobre las afiladas facciones y los contornos del rostro del seguidor de Cyric.
—Prometiste luchar contra la maldad, muchacho. —La voz de Dag Zoreth no se asemejaba a la de los hombres mortales sino que parecía un coro de seres enojados hablando al unísono. La voz se impuso con facilidad por encima del fragor de la batalla y se cernió sobre Algorind como si fuese una mano invisible que lo atenazaba.
La fuerza de tanta maldad y tanto odio hicieron palidecer al paladín, pero levantó su espada e, imitando el saludo de Dag Zoreth, corrió para contrarrestar el ataque del sacerdote.
Una llamarada negra y violeta salió proyectada hacia adelante. Algorind la interceptó con su espada y saltaron chispas. Avanzó con la vista fija en aquel rostro inhumanamente diabólico, blandiendo la espada arriba y abajo para topar con la espada del sacerdote y mantenerlo a la defensiva. Tenía pocas opciones. Aquel fuego impuro confería una velocidad y una fortaleza increíbles a la espada del seguidor de Cyric, cosa que compensaba con creces su diferencia en cuanto a estatura y entrenamiento.
Algorind se había enfrentado con anterioridad a contrincantes más habilidosos, pero nunca se había topado con uno tan peligroso.
Aquella victoria, si le era concedida, sería un éxito de Tyr, no suyo.
Bronwyn cubrió los ojos de Cara para que no viera el resplandor del fuego púrpura y la terrible furia que emergía del duelo que tenía lugar a pocos metros de distancia, y, lo más terrible de todo, la maldad encarnada en el rostro de Dag Zoreth.
Cogió a Cara en brazos y empezó a levantarse.
—Tendremos que irnos —susurró.
La chiquilla se deshizo de su abrazo.
—No lo abandonaré —insistió—. ¡No puedo! Es mi derecho ver lo que sucede.
Bronwyn recordó su propia desesperación durante el asedio a El Bastión del Espino y supo que no podía negarle aquello a la niña. Tampoco habrían podido irse porque estaban de espaldas al muro más alejado de la puerta y el duelo les obstaculizaba el paso.
Una voz diáfana, de barítono, empezó a imponerse por encima del fragor de la batalla, suavemente al principio pero ganando en intensidad y poder. Aunque Bronwyn no podía ver el rostro del paladín, estaba convencida de que luciría su expresión habitual de fe absoluta y tenía motivos para saber que Algorind no era un contrincante que pudiera desestimarse con facilidad. El joven paladín cantaba mientras luchaba, invocando su lucha a Tyr con la fe inquebrantable de que la maldad no podía prevalecer.
Lentamente, la luz que iluminaba la espada de Dag Zoreth empezó a desvanecerse, primero casi imperceptiblemente. El fuego de Cyric flaqueaba ante el poder de Tyr. La luz púrpura empezó a parpadear y, luego, se esfumó. En cuestión de segundos, el sacerdote se encontró sosteniendo una simple espada.
Con tres hábiles movimientos, Algorind desarmó a Dag Zoreth. Una acometida más hizo que se desplomara al suelo. Cara soltó un grito al ver caer a su padre con la vestimenta ya negra de su dios empapada de sangre.
—¡Lo está matando! ¡No dejes que mate a mi padre!
Bronwyn reaccionó al ver el dolor que destilaba la voz de la muchacha. Saltó hacia adelante y se abalanzó sobre la espalda del paladín. Con una mano le agarró la cabellera de rizos rubios mientras con la otra extraía con un diestro movimiento su cuchillo y apoyaba el filo en su garganta.
Por un momento, la Arpista se sintió tentada de hundir el cuchillo profunda y rápidamente. Podía acabar con todo aquello, y podía hacerlo ahora, pero en su interior la herencia de su padre le impedía cometer un acto tan poco honorable. Había pillado al paladín desprevenido, cuando todo su ser estaba dedicado a entonar el himno y su alma consagrada a vencer sobre la maldad. A pesar de todo lo que Algorind había hecho, no deseaba matarlo. Pero tampoco iba a permitir que matara al padre de Cara ante los ojos de la niña.
—Bran —gritó, llamando a su hermano por su nombre antiguo—. ¿Cuán herido estás? ¿Puedes ponerte de pie? ¿Me oyes?
El sacerdote se movió, esbozó una mueca y se sujetó con una mano el costado.
Susurró las palabras de un hechizo curativo y eso pareció retornar cierto color a su pálido rostro. Utilizando su espada a modo de bastón, luchó por ponerse de pie. Su mirada se centró en Bronwyn y en su prisionero, y una malévola sonrisa le curvó los labios.
—Bien hecho, Bron. Aguántalo y acabaré con esto.
—No.
Dag parecía confuso, y bastante enojado.
—¿No?
—Si lo suelto, te matará. Si intentas matarlo, lo soltaré. Tienes que irte. Ahora mismo.
La certidumbre alcanzó el rostro de Dag.
—Así que éste es tu juego. Cometes un error, un error que puede resultar fatal — aseguró en un tono de voz controlado y frío—. ¿Por qué me dejas marchar? ¿Por qué te molestas en salvarme la vida cuando sabes que algún día quizá tengas que lamentarlo?
—Me arriesgaré. —Alzó el filo del cuchillo un ápice en la garganta de Algorind, lo justo para que resultara una amenaza—. Vete.
—Muy bien. —Barrió con la mirada la fortaleza para contemplar por última vez lo que había perdido, y luego se volvió hacia la chiquilla—. Ven, Cara.
Bronwyn cerró los ojos con fuerza, intentando mitigar el súbito y lacerante dolor que sentía, mientras se repetía que aquello era lo que la niña deseaba. Pertenecía a su familia, a su padre.
—No —rehusó la niña, con total claridad y firmeza.
Dag Zoreth la contempló, atónito.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero quedarme con Bronwyn.
—¡Yo quiero que estés conmigo!
La sonrisa de la niña era triste y parecía muy madura para su corta edad.
—Sí, padre, siempre me dices lo mismo.
El silencio se cernió sobre ellos y en él pudo oír Bronwyn el sonido de todas las promesas rotas con la misma claridad como repicaba en sus oídos el fragor de la batalla.
Dag parecía derrotado, pero consiguió esbozar una sonrisa breve y compungida.
—Es un final extraño, sin duda —comentó con voz estrangulada—. Después de todo lo sucedido, descubro que me parezco más a Hronulf de lo que jamás habría creído posible.
—Eso nunca —intervino Algorind, arriesgando la emisión de su propia voz para constatar lo que él consideraba cierto.
El sacerdote le lanzó una mirada de odio puro.
—Tú no sabes nada. Conozco a los que son como tú, tenéis la mente vacía de nada más que no sea Tyr. Por eso, supongo que para ti será fácil recordar lo que te voy a decir: te encontraré y te mataré, de la forma más dolorosa que pueda imaginar.
Dag Zoreth respiró hondo e inició las palabras de un hechizo. Alzó la mano pero antes de acabar el gesto, miró a su hija.
—Adiós, Cara. Nos veremos pronto. —Luego, buscó a Bronwyn, y esta vez su mirada se endureció—. Y nosotros también.
Acto seguido, había desaparecido, dejando tras de sí un pequeño remolino de humo púrpura.
Bronwyn captó la mirada de Cara, inclinó la cabeza hacia los enanos que seguían luchando, y pronunció en voz baja la palabra: «¡Corre!».
Luego, apartó el cuchillo de la garganta de Algorind y dio un paso atrás. Sin soltarle la melena, dio un puntapié con todas sus fuerzas en la parte de atrás de sus rodillas, a la vez que tiraba con fuerza hacia atrás. Las piernas del paladín se doblaron y aterrizó dolorosamente de espaldas en el suelo. Bronwyn resistió el impulso de patearle mientras todavía seguía en el suelo y salió corriendo en pos de Cara.
Un pequeño grupo de enanos que se había quedado sin contrincantes parecía estar peleándose entre sí. Cara corrió directa hacia ellos.
—Buena chica —la alabó Bronwyn cuando llegó a su lado.
Los enanos vieron cómo se aproximaba Cara y se separaron para dejarla pasar, primero a ella y luego a Bronwyn. Al mirar atrás, Bronwyn vio que habían cerrado filas para formar un muro de resolución enana en contra del paladín.