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Authors: Elaine Cunningham
Bronwyn recordó la última batalla de Hronulf en El Bastión del Espino. La misma valentía y la misma serenidad brillaba ahora en los ojos del joven paladín. De repente, se sintió impulsada a odiar a aquel hombre.
—Sin embargo, no creo que el resultado de esta aventura sea la muerte — prosiguió Algorind—. La derrota nunca es segura mientras haya vida. Podría ser que Tyr bendijese esta misión y le garantizase el éxito. —Una súbita tristeza cruzó su mirada—. Y, si no comporta el éxito, seguiré estando contento.
Su expresión puso sobre aviso a Bronwyn. Recordó el temor que había experimentado de niña, y que había vuelto a sentir durante su breve reunión con su padre, de que nunca sería capaz de cumplir las misiones que le eran encomendadas.
Aquel viejo fantasma pululaba por los ojos de Algorind y durante un instante, un breve instante, sintió simpatía por aquel joven paladín y por la severa vida que había elegido.
—Os habéis metido en un buen lío, ¿verdad?
—En ese aspecto, conocéis mis fracasos mejor que yo. Permití que un enano me engañase y me robase el caballo, que una chiquilla escapara a mi persecución...
—Y no olvidemos el incidente con la gema de salto —lo interrumpió Bronwyn—, aunque estoy segura de que deseáis olvidarlo.
Una expresión de dolor cruzó el rostro de aquel joven.
—Admito mis fracasos y pago gustoso su precio.
La aceptación tranquila y apacible que traducía su voz lo decía todo. Bronwyn se puso en pie y apartó el cuchillo. Si Algorind fracasaba en el rescate de Cara, caería probablemente en desgracia, e incluso llegaría a ser desterrado. Si le faltaba el convencimiento de que él poseía razones suficientes para enfrentarse a la tarea que le encomendaban, aquello acabó con sus reticencias.
Bronwyn echó un vistazo en busca de su caballo. La yegua se había calmado y estaba paciendo. La mujer giró hacia Algorind.
—De acuerdo, entonces. Vamos. Pero recordad que, cuando lleguemos a la fortaleza, seré yo quien hable.
Algorind tenía pocos deseos de conversar. Cabalgaba junto a Bronwyn con la cabeza envuelta en confusos pensamientos. ¿Habría hecho bien apostando por aquella mujer? Ella había demostrado su carácter traicionero y los compañeros que había elegido no hacían más que reafirmarlo en ese juicio, pero aun así había aceptado viajar con ella y trabajar juntos.
Le quedaba un asunto por aclarar.
—Quiero que entendáis una cosa. Pretendo cumplir con la misión que me han encomendado. Una vez haya rescatado a la niña, mi honor me obliga a devolverla a los paladines en Aguas Profundas.
—Nunca lo he puesto en duda —replicó Bronwyn, mirándolo de frente.
Cabalgaron en silencio hasta que se alzaron ante ellos los muros de El Bastión del Espino. Algorind, que no había visto nunca la fortaleza, se quedó maravillado ante la robustez de aquellas murallas antiguas. Escudriñó a conciencia el alcázar en busca de todo aquello que pudiese ayudarlos en su escapada.
—¿Veis aquella puerta de madera en mitad del muro? —dijo, señalando hacia la fortaleza—. Es una salida de emergencia. Cuando estéis en el interior de la muralla, buscad el camino que conduce a ella. Tiene que haber una rampa o una escalera.
—Recuerdo que vi ambas cosas cuando visité la fortaleza. Hronulf me enseñó el interior.
—Eso está bien. En cuanto tengáis a la niña, tendremos que abrirnos paso hasta esa salida.
Bronwyn se protegió la vista con la mano a modo de visera para que no le molestase el sol, y entrecerró los ojos.
—Está a más de seis metros de altura.
—No importa. Es la mejor vía de escape. Mi caballo acudirá a mi llamada.
Cuando lleguemos a la entrada, dejaremos las monturas fuera. Si atáis las riendas de vuestra yegua a
Viento Helado
, él la guiará.
—Podría funcionar —dijo Bronwyn, con un gesto de asentimiento.
Una cosa más preocupaba a Algorind.
—¿Cómo encontraréis a la niña en la fortaleza?
—Mi hermano no me ha visto desde que yo tenía cuatro años y supongo que querrá preguntar a Cara si soy quién aseguro ser. Conociendo a Cara, no creo que luego esté dispuesta a regresar obedientemente a su habitación.
En su breve período de gobierno como dueño de El Bastión del Espino, Dag Zoreth había transformado los aposentos del señor del castillo. Las habitaciones que en su día habían pertenecido a Hronulf, y que habían reflejado la vida austera del caballero, eran ahora símbolo del lujo y la comodidad. Un alegre fuego crepitaba en todo momento en la chimenea para mitigar el helor que se acumulaba en el interior de aquellos muros de piedra, a pesar de que estaban en mitad del mes de Mirtul y que la temperatura exterior resultaba cálida para la época. Se había hecho traer mobiliario de lujo de Aguas Profundas, lámparas de cristales de vividos colores de Neverwinter y finas pieles de Luskan. Aunque las habitaciones no poseían la elegancia de la mansión que Osterim poseía cerca de Aguas Profundas, con el tiempo podría conseguirlo. De hecho, en la actualidad eran las mejores de cualquier puesto zhentarim, aunque en aquel preciso instante aquel pequeño éxito no le proporcionaba placer.
—Milord Zoreth.
Dag alzó la vista de los papeles que tenía sobre el escritorio, casi agradecido por la interrupción. Ashemmi estaba cumpliendo su amenaza y rápidos mensajeros le habían hecho llegar noticias de Fuerte Tenebroso. Sememmon, el mago que dirigía la fortaleza, y que a su vez estaba dominado por su oscura afición a la hechicera elfa, deseaba que Dag regresara a Fuerte Tenebroso llevando consigo a la niña. El control sobre El Bastión del Espino recaería en manos de otro. Durante horas, Dag había estado estrujándose el cerebro en busca de un sistema que le permitiese mantener el control sobre su liderazgo y su hija. Quizá tendría que iniciar otra conquista que decantara el asunto en su favor. Si conseguía probar que de ese modo se mejoraría el poder de los zhentarim, ni siquiera los encantos de Ashemmi podrían disuadir a Sememmon de aprobar, e incluso aplaudir, las ambiciones de Dag.
—¿Y bien? —preguntó al mensajero.
—El centinela de la torre norte indica que se acercan dos jinetes. Un hombre y una mujer.
Dag se puso de pie bruscamente.
—¿Es mi hermana?
—Podría ser. Los hombres que la vieron entrar en la fortaleza antes de nuestro ataque creen que es posible, aunque en aquel momento la vieron sólo de lejos.
Sólo había un modo de asegurarlo. Dag caminó hacia la puerta que conducía a la habitación contigua. Cara estaba sentada en su cama, con una expresión de desánimo en el rostro. Los juegos que le había proporcionado estaban cuidadosamente dispuestos en un arcón en el que, suponía, estarían también su ropa nueva y las baratijas que le había comprado. Ella prefería ponerse la ropa con la que había llegado: un vestido de seda rosa. Algún día tendría que encontrar el modo de persuadirla de que se lo quitara para permitir que se lo lavaran. En las manos de la niña había una pequeña muñeca de madera, toscamente tallada, y con un rostro tan plano y cuadrado que se parecía más a un enano que a un humano.
—Cara, tenemos visitantes. Como dama del castillo, tienes que salir a saludarlos.
Aquello pareció complacerla. Se levantó de inmediato y lo siguió por un tramo de escaleras que conducía al camino de ronda que bordeaba la muralla entera por la parte interna. La altura no parecía molestarla en lo más mínimo; Dag ya había notado que era una niña intrépida, pero de todas formas hizo que le diera la mano y la sujetó con fuerza mientras se abrían paso rumbo a la puerta principal.
La chiquilla soltó un grito de entusiasmo.
—¡Es Bronwyn! ¿Ha venido de visita?
—Podrá quedarse, si lo deseas —respondió él, de corazón. Si podía encontrar el modo de conservarlas a las dos y de usar el poder que sólo ellas podían manejar, lo haría gustoso—. ¿Quién es el hombre que la acompaña?
Cara entrecerró los ojos e hizo un mohín con los labios.
—Ése es el hombre que me secuestró. Mató a mis padres adoptivos y me raptó.
Luego me persiguió en Aguas Profundas.
Así que, después de todo, sir Gareth había dicho la verdad. Un placer oscuro asaltó a Dag como una oleada al pensar en que iba a tener a aquel paladín en sus manos.
Aquel loco de mente estrecha probablemente esperaba poder salir de allí con vida o morir gloriosamente.
—Aquí no podrá herirte —le aseguró Dag—, pero no podemos estar seguros de que no vaya a herir a Bronwyn, a menos que los dejemos entrar. No tengas miedo.
Cara le dirigió una mirada de incredulidad.
—No tengo miedo. Estoy enfadada.
Él esbozó una sonrisa de aprobación y echó a andar. Siguieron caminando hasta que llegaron al parapeto desde el que se veía la puerta.
Su primera ojeada sobre su hermana lo afectó de un modo que no se lo esperaba.
Era hermosa y, aunque no la había visto durante más de veinte años, su rostro le resultaba familiar. Los recuerdos se agitaron en su mente, uno de aquellos recuerdos que se había quedado prendido en su memoria con una claridad total y terrible. Volvió a ver el rostro pálido de su madre y su mueca de determinación cuando se había lanzado en defensa de sus hijos. Aquella expresión se repetía ahora en los ojos de Bronwyn.
Pensó que podía utilizar aquello, en un esfuerzo por mantenerse distante. Si sentía tanto apego por Cara, estaría dispuesta a hacer lo que fuera por la niña. Su madre había muerto protegiendo a sus retoños. Ahora podría comprobar si la hija de Gwenidale había heredado también el corazón de su madre, aparte de su belleza.
Dag dio un paso al frente para que lo vieran los jinetes que esperaban en el exterior de la puerta.
—Decidme vuestro nombre y vuestro propósito.
Un dolor agudo, punzante e insistente como una puñalada, cruzó por las sienes de Algorind. Se protegió los ojos mientras inclinaba la cabeza hacia atrás para observar el muro. En su mente no cabía duda de quién era el que hablaba. La maldad emergía de aquel hombre en forma de oleadas. Algorind rogó en silencio que se le concediera fortaleza suficiente para protegerse de aquel poder maligno el tiempo suficiente para poder derrotarlo.
La mujer que tenía a su lado no pareció verse afectada por su presencia. De hecho, parecía encontrarse como en casa y una sonrisa le curvaba los labios.
—Pregunta a Cara quién soy yo —replicó.
Se sucedió un momento de silencio.
—Muy bien, hermana. Dices mucho con pocas palabras, pero has respondido sólo una de mis preguntas. ¿Qué buscas aquí?
Bronwyn dirigió una rápida mirada a Algorind y asintió. Aquélla era la señal que habían acordado. Desmontaron y caminaron juntos hasta la muralla. Gracias a Tyr, el dolor que le causaba la proximidad con la maldad no pareció intensificarse.
—Soy mercader —explicó Bronwyn—. He aprendido que no hay nada que no pueda ser comprado, si se puja lo bastante en el precio.
Algorind se quedó maravillado ante la calma que mostraba. Permanecía allí la mar de tranquila, con la cabeza ladeada y las manos apoyadas en las caderas. Uno habría dicho que el trueque por la vida de una niña no significaba nada para ella.
—¿Cuál es tu propuesta? —preguntó el sacerdote. Había en su voz un deje de ironía que resultó para Algorind más aterrador que la cólera descontrolada.
—Es muy simple. Quiero a Cara y, a cambio, te daré los tres anillos de Samular y el poderoso artefacto que controlan. Lo que tú elijas hacer con ellos es algo que no me preocupa.
Aquella traición golpeó a Algorind con más fuerza que un gélido puñetazo.
—¡No lo hagas! —protestó, completamente horrorizado ante aquella revelación de su verdadera naturaleza.
Bronwyn se volvió y le dedicó una breve y fría sonrisa.
Él echó mano de su espada, pero era demasiado tarde. La puerta maciza se abrió y una veintena de soldados zhénticos los rodearon. Algorind se vio empujado bruscamente hacia dentro, hacia el destino, fuera el que fuese, que aquella mujer traicionera tuviese en mente para él.
Dag se apresuró a bajar de la garita mientras Bronwyn y el paladín cautivo entraban en el patio de armas. Esbozó una sonrisa y se aproximó por fin para reclamar su patrimonio.
—Hola, Bron —saludó, pronunciando el casi olvidado apodo con una débil sonrisa.
—Bran. —Se lo quedó mirando con los ojos abiertos de par en par y una expresión en el rostro que le hacía parecer un lienzo arrasado por multitud de emociones que él era capaz de descifrar—. De repente, recuerdo... tantas cosas.
Lo mismo le sucedía a él. Bron y Bran, se llamaban el uno a otro. De una edad
muy similar, aunque de carácter distinto, habían sido grandes amigos y acérrimos enemigos durante su infancia. Una sucesión de imágenes, fugaces y agridulces, lo asaltaron.
Ella dio un paso al frente y alargó una mano en un gesto improvisado. Él la cogió entre las suyas.
—Me has hecho una oferta, pero me gustaría que la reconsideraras. Puedes quedarte aquí, si lo deseas, con Cara y conmigo.
Sus grandes ojos marrones se concentraron en su rostro y se tornaron totalmente gélidos mientras retiraba la mano.
—¿Y vivir bajo el mismo techo que el asesino de mi padre? No, gracias. Dame a Cara, y me marcharé.
Él no permitió que su respuesta le escociera.
—Todavía no. Queda ese asunto de los anillos y el artefacto —le recordó, antes de chasquear la lengua—. Sigues siendo la misma Bron. Sigues escondiendo todos los juguetes. —Dag comprendía el encanto indudable de la memoria y blandía en aquel momento, como si fuera una espada, su conocimiento de que una vez había sido la persona que Bronwyn adoraba por encima de todas las cosas.
Ella sacudió la cabeza, dispuesta a no sucumbir.
—Quiero ver a Cara —exigió Bronwyn sin ceder.
Él alzó una ceja.
—¿No la has oído? Está en la garita, bajo la custodia de curtidos soldados que en este preciso instante desearían estar patrullando el estero de los Hombres Muertos.
Bronwyn inclinó la cabeza y sonrió con vehemencia cuando alcanzó a oír el ruido de los forcejeos de Cara.
Dag se volvió hacia el guardia que tenía junto a él.
—Hacedla bajar.
Se transmitió el mensaje, y Cara salió por la puerta de la garita como si fuese un diminuto pájaro pardo. Se lanzó en brazos de Bronwyn con un grito de alegría.
—¡Mi padre me ha dicho que has venido de visita! Dice que quizá te quedes.