Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
El sonido de unas pisadas resonó por los pasadizos, cada vez más fuertes. El rostro de Algorind se iluminó cuando vio acercarse a sir Gareth, pero antes de saludarlo acabó los dos últimos versos del himno.
—Gracias por venir, señor.
—Pareces sorprendido de verme —comentó el caballero—. Eres más listo de lo que pareces si sospechabas que iba a dejarte aquí. ¿Qué ha sucedido?
Algorind echó un vistazo al guardia que vigilaba su celda. El anciano caballero siguió su razonamiento e hizo un ligero gesto de asentimiento. En cuanto el joven paladín estuvo libre, salieron en silencio de la prisión y no cruzaron palabra hasta que ambos estaban a lomos de sus caballos de camino al Tribunal de Justicia.
—Vi a la niña —dijo por fin Algorind—. La chiquilla descendiente de Samular.
El rostro del caballero se tornó tan pálido que Algorind temió que fuera a caerse del caballo.
—¿Aquí, en Aguas Profundas?
—Sí, señor. La perseguí con la intención de devolverla al templo, pero se escabulló y la guardia me detuvo.
Sir Gareth permaneció en silencio durante largo rato mientras meditaba una respuesta. Al final, miró con gesto de severidad a Algorind.
—Tu fracaso en el intento de atrapar a una chiquilla es muy serio. Demuestra falta de destreza o falta de voluntad. Quizá permitiste que la chiquilla escapara.
Algorind se sorprendió.
—¡Señor!
—La incompetencia es una ofensa grave, y sin duda eres culpable —repuso el caballero con frialdad—. Según todos los informes, eres una persona capaz y bien entrenada. Cualquier fracaso en el futuro será considerado un error deliberado y una traición a la orden. ¿Lo comprendes?
—No, señor —respondió Algorind con total sinceridad. La verdad era que las palabras del caballero lo desconcertaban.
—¿Qué parte no te ha quedado clara?
—No entiendo cómo la niña puede estar en la ciudad.
—Mejor sería que te concentraras en encontrarla —respondió el caballero en tono severo—. Y, cuando lo consigas, tráemela de inmediato, pero no al templo —añadió con voz más apacible—. Los demás hermanos no tienen por qué enterarse de este error.
Mantendremos el asunto en secreto entre nosotros dos. Obedéceme.
—Sí, señor —repuso Algorind, aunque jamás se le había hecho tan pesado cumplir con una obligación. Si había cometido un error, tenía que asumir la censura de sus hermanos. Era impío intentar evitarla. No sentía deseos de apartar de sus hombros la carga que le correspondía o intentar disimular sus faltas, pero había prometido obediencia, y debía hacer lo que sir Gareth le ordenaba. En el pasado había tenido claro cuál era su deber y sus opciones habían sido simples, pero ahora no.
Profundamente inquieto, el joven se enderezó en su silla y meditó sobre el negro futuro que se abría ante él.
En cuanto Malchior se hubo acabado el último bocado de tarta de frambuesa y bebido la última jarra de vino, se marchó. Una vez a solas en su habitación alquilada, Dag Zoreth se dispuso a invocar la imagen de su paladín espía. En una ocasión, sir Gareth había sido informador de Malchior. Quizá todavía lo era.
En aquella ocasión, Gareth tardó mucho más rato en responder. A pesar de la impaciencia por el retraso, Dag se sintió en parte complacido. Una tardanza como aquélla podía ser inmensamente dolorosa y disfrutaba de proporcionar al fracasado paladín parte del dolor que se había ganado.
El rostro que por fin apareció en la esfera estaba pálido como un pergamino y ojeroso.
—Gracias por venir —saludó Dag, sarcástico—. He tenido una visita interesante de nuestro mutuo amigo Malchior. ¿Quizás hayáis hablado con él últimamente?
—No, lord Zoreth —repuso el caballero.
Dag lo creyó. A aquellas alturas, ya sabía que Gareth disimulaba sus mentiras en elaboradas mentiras a medias. Una respuesta tan directa sólo podía ser verdad.
—¿Alguna novedad de mi hermana o de mi hija?
—Acabo de encontrarme con un joven paladín, el hombre que raptó a la niña de la granja. Se llama Algorind. La chiquilla se le escapó y, mientras la perseguía por la ciudad, estaba tan enfrascado en su misión que no se dio cuenta de que había atraído la atención de la guardia de la ciudad. —Hizo una pausa—. Ya sabéis cuán tozudos pueden llegar a ser los seguidores de Tyr.
—En efecto —convino Dag, secamente.
—El joven paladín es muy entusiasta. Me recuerda a vuestro padre cuando tenía su edad —musitó sir Gareth.
Dag se preguntó, brevemente, si el caballero no intentaría estimular a propósito su cólera en contra de aquel tal Algorind.
—¿Y dónde está la niña ahora?
—No lo sé. Se la vio cerca de la calle de las Sedas, procedente de la tienda conocida como El Pasado Curioso. Ese comercio es propiedad de vuestra hermana. Los caminos de nuestras presas convergen, lo cual simplifica las cosas. He enviado a ese Algorind a enmendar su error, con la instrucción de que sólo debe informarme a mí.
Cuando la mujer y la niña estén en mis manos, estarán en las vuestras. Eso lo cumpliré, os lo prometo.
—Eso espero —repuso Dag con gesto indiferente, antes de deshacer el hechizo.
La calle de las Sedas no estaba lejos de la sala de fiestas donde había alquilado una discreta habitación. Quizá ya iba siendo hora de que encontrara a su hermana perdida hacía tanto tiempo.
Dag titubeó un momento, indeciso sobre si debía cambiarse la vestimenta púrpura y negra por algo menos llamativo, pero al final decidió que no. No había vestido otro color desde hacía casi diez años. Su señor Cyric podría ofenderse si ahora cambiaba.
El sacerdote salió de la sala de fiestas y caminó hasta la tienda. No se dirigió allí directamente, sino que se tomó su tiempo, pasando de una tienda a otra como si no tuviese otra cosa en mente que contemplar los objetos expuestos. Se probó un par de botas en una tienda diminuta y en otra conversó brevemente con una linda muchacha semielfa que cosía un pequeño vestido de tela rosada.
Se sintió impresionado ante El Pasado Curioso, situado en un bonito edificio de dos plantas con estructura de madera y argamasa. El yeso de la pared se veía en buen estado y recién encalado. La puerta principal estaba formada por paneles de vidrio casi traslúcido y, en una mesa situada junto a la ventana se había dispuesto un tentador escaparate, aunque no en exceso, de la mercancía única con la que allí se comerciaba.
Por todos los rincones se veían toques de buen gusto. Los largueros de la puerta lucían un elaborado diseño en forma de espiral, símbolo del paso del tiempo, pero en varios de los paneles de vidrio habían tallado relojes de arena inclinados, de tal forma que el flujo de arena se veía interrumpido.
Alzó el pestillo y se introdujo en la tienda. Una gnoma salió a recibirlo y a espantar al cuervo que lo contemplaba con una intensidad que rayaba el reconocimiento.
Dag no se sintió incómodo por ello. Sentía cierta afinidad con los cuervos y los lobos, por todos aquellos carroñeros que se beneficiaban de los combates. Además, algunos de los antiguos creían que los cuervos se encargaban de transportar el alma de los muertos al más allá. El dios de Dag había sido en su tiempo señor de los muertos, y Dag había enviado un buen puñado de almas al reino de Cyric. En general, tenía mucho en común con aquel pájaro de ojos de musaraña.
—¿En qué puedo ayudaros, señor? —preguntó la gnoma mientras lo escudriñaba de arriba abajo con mirada de experta. Como parecía evidente su falta de interés por los adornos personales, empezó a enumerar una lista de posibles objetos que podían interesarle como si fuera una letanía: un juego de copas, una pequeña estatua, un cofre tallado, un cuenco de espionaje...
—No deseo nada. Quisiera hablar con Bronwyn. Quizá tengo un encargo para hacerle.
Los ojos de la gnoma se enfriaron un ápice.
—Me temo que no puede atenderos en este momento. Si queréis dejar un nombre y una dirección donde pueda ponerse en contacto con vos...
—Regresaré. ¿Mañana, tal vez?
—A mediodía —respondió la gnoma con rapidez—. Es la mejor hora.
Le dio las gracias y salió del comercio, sin creerse una palabra. Al recordar la dicharachera modista semielfa, y al reconsiderar la posible importancia del pequeño vestido rosado, desanduvo el camino hasta la sastrería e intentó entablar conversación con la mujer. Ésta se sintió encantada de inmediato y al poco rato parloteaba sin cesar.
—Sí, la primavera se ha retrasado este año. Los mercados apenas comienzan a abrir y la gente empieza acudir a la ciudad de aquí y de acullá.
—He visto que hay gran afluencia de paladines —comentó en tono informal—.
Pasé a caballo esta mañana por delante del Tribunal de Justicia y armaban bastante jaleo con sus eternos combates cuerpo a cuerpo.
La mujer hizo un mohín.
—Dejemos que se entretengan y así nos dejarán en paz. El otro día vino uno por aquí. —Echó un vistazo a la seda rosada que mantenía sujeta con ambas manos. Estiró un poco las arrugas y pareció reconsiderar añadir nada más.
Pero Dag había oído ya bastante. Se acercó un poco más a la mujer.
—Quizá podáis ayudarme. Si deseara buscar un regalo especial para una mujer, algo diferente y raro, ¿dónde podría acudir?
—Oh, a casa de Bronwyn, por supuesto. El Pasado Curioso. —Su rostro se iluminó ligeramente—. ¿Tenéis una dama que requiere un regalo especial?
—Mi madre —mintió lisa y llanamente. Otro destello de placer cruzó por la mirada de la mujer. «Qué predecible», pensó él con un deje de desdén. Se maravillaba de que tuviera tan poco tiempo para perder con mujeres.
Pero ésta le había sido útil. La semielfa conocía bien a su hermana y estaba trabajando en un vestido de corta talla con puntadas rápidas y cuidadosas, y no había apartado las manos de la labor para conversar con él, cosa que indicaba que confiaba en entregar pronto el vestido. Parecía que la chiquilla regresaría pronto, y Bronwyn, también.
Dag siguió hablando con la joven semielfa durante unos minutos más, y se citó con ella más tarde en una taberna iluminada con discreción..., una cita que no pensaba cumplir.
Era una pequeña crueldad, pero satisfactoria. Y, lo más importante era que servía a un propósito. Si la zorra semielfa sentía que le habían dado calabazas, era menos probable que hablara de lo incómoda que se había sentido ni del hombre que la había dejado plantada.
Dag olvidó a la semielfa en cuanto salió de la tienda. Tenía cosas más importantes que atender. En algún lugar de la ciudad había un paladín que se hacía llamar Algorind. Antes de que acabara el día, Dag pretendía asar el corazón de ese paladín en fuego de color púrpura.
Bronwyn regresó a la tienda con el capazo de lino cargado de comestibles. Había dejado a Cara durmiendo y tenía la intención de deleitarse con un desayuno a base de pastas, fruta y té con limón, pero la mirada que le dirigió Alice le apartó de la mente aquellos agradables pensamientos.
—Un hombre vino hace un rato —le contó la gnoma con voz tensa—. Tenía más o menos tu altura y era casi tan delgado como tú. El cabello oscuro le caía en ondas por aquí —añadió mientras se señalaba el centro de la frente.
El contenido del saco de Bronwyn se desparramó por el suelo sin que ella le prestara atención. Era el único detalle que Cara había sido capaz de contarles de su padre.
—Tal como dijo Cara —musitó.
—Eso es.
—¿Le dijiste que Cara estaba aquí?
Alice pareció ofendida.
—¿Por quién me tomas..., por una kobold? No lo preguntó, aunque tampoco se lo habría dicho. Era a ti a quien andaba buscando. Dijo algo de un encargo.
Bronwyn se agachó para recoger los comestibles caídos. Cogió un limón y volvió a meterlo en el cesto.
—Una cosa más: ¿iba vestido de color púrpura?
—Púrpura y negro —confirmó Alice—. ¿Por qué?
Bronwyn se limitó a sacudir la cabeza, porque sentía la garganta demasiado reseca para musitar una respuesta.
—Chiquilla, ha llegado el momento. Si era el padre de la niña, tendrás que devolvérsela. Cara sería la primera en pedírtelo.
—Lo sé —musitó Bronwyn, pero no era cierto. Nunca con anterioridad se había sentido menos segura de algo. Antes de decidir qué hacer con la chiquilla, necesitaba encontrar algunas respuestas. Iba siendo hora de que se enfrentase a Khelben Arunsun, y probara su habilidad para mantenerse en su rumbo en contra de la voluntad poderosa del Maestro de Arpistas y sus sutiles manipulaciones.
Tal como sucedieron las cosas, resultó que Bronwyn no tuvo que ir en busca de Khelben Arunsun, sino que fue él quien acudió a ella.
La calle donde estaba situada su tienda conservaba todo su ajetreo durante el día y parte de la noche, así que el súbito silencio que interrumpió el jaleo fue más evidente que el anuncio de un cuerno.
Bronwyn echó un vistazo por la ventana y comprendió de inmediato el cese de actividad. Lord Arunsun y su dama, la maga Laeral Manodeplata, caminaban cogidos de la mano por la calle, deteniéndose en las tiendas para admirar un objeto u otro. Aquella visión no era muy habitual y Bronwyn sospechaba que era ella el objeto de aquella visita y que las demás tiendas eran visitadas para disimular.
En aquel momento, una de las ayudantes de Ellimir salió corriendo a la calle con un rollo de tela de color plateado en las manos. Desplegó un pedazo para que comprobaran que era casi del mismo tono que los cabellos de lady Laeral, y las dos mujeres estuvieron conversando agradablemente unos instantes. Bronwyn las observaba, inquieta por algo pero sin saber a ciencia cierta por qué. En aquel momento, la joven modista se dio la vuelta y Bronwyn se percató de la gruesa capa de maquillaje que llevaba en los ojos y el rastro de colorete que todavía le empolvaba las mejillas.
«Por eso el rostro de la cortesana del callejón me pareció tan familiar», pensó, pesarosa. Apostaría una moneda de oro que aquella ayudante de modista era una de las agentes Arpistas de Danilo.
Aquello la puso un poco nerviosa y a la vez la encolerizó. Se apartó de la ventana y se puso a ordenar unos tomos de libros raros mientras ponía en orden sus pensamientos.
El timbre de la puerta resonó demasiado pronto para su gusto. El archimago y su dama fueron recibidos en la puerta por Alice Hojalatera, y Bronwyn no pudo sino admirar la actuación de la gnoma. La respuesta de Alice fue perfecta; parecía intimidada por la presencia de dos de los magos más poderosos de la ciudad, y tan dispuesta a agradar que parecía un cachorro a punto de empezar a menear la cola. A cualquiera que observase la actuación de la gnoma le costaría creer que había sido informadora de los Arpistas durante muchos años. Desde que Alice se había confesado a Bronwyn, le había hablado con toda libertad de su pasado y, aunque era difícil relacionar a la gnoma de expresión maternal con la guerrera feroz que en su tiempo había sido, Bronwyn comprendía cómo esa misma dicotomía había convertido a Alice en una agente Arpista muy eficaz.