Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Bronwyn suspiró.
—Culpable. ¿Tan malo es?
—Quizá —gruñó él, antes de mirarla atentamente—. Lo que hiciste por mi clan, ¿fue un asunto de los Arpistas?
—No —respondió ella, categórica, aunque sospechaba que si lo corroboraba haría que el enano cambiase de opinión sobre el asunto—. Eso fue personal.
—Bien. —Hizo un gesto de satisfacción—. Bueno, dime entonces dónde hay que ir e iniciaré el proceso.
Bronwyn corrió escalera arriba hacia sus aposentos, desalojó a la pareja de chiquillos enanos que estaban saltando sobre su cama, y se sentó a escribir en su escritorio. Bajo un doble fondo del cajón había hojas de pergamino con el sello de Khelben Arunsun. Aquella runa, que era su símbolo personal, daba fuerza a todo lo que se escribiera en el pergamino. Los Arpistas que tenía a su cargo debían utilizarlos sólo en circunstancias extremas. Bronwyn disponía de dos hojas. Sumergió una pluma en el tintero y empezó a escribir una carta para Brian el Maestro de Esgrima.
A medida que iba escribiendo, la mente de Bronwyn intentaba averiguar las consecuencias de aquella medida. Khelben sabría de inmediato que se había utilizado uno de sus edictos especiales y quién lo había hecho. Aunque era un vulgar comerciante y un hombre tranquilo y modesto, Brian el Maestro de Esgrima era gran amigo del archimago. La historia llegaría a oídos del maestro de Arpistas demasiado pronto.
No sabía, entonces, qué le pedirían que hiciera.
Aquel pensamiento la llenó de desasosiego. Durante toda su vida, le habían dicho lo que tenía que hacer. Cuando era esclava, tenía pocas opciones para elegir. Como comerciante de antigüedades, se había limitado a recibir encargos y cumplirlos. Sus métodos le eran propios, y se enorgullecía de tener recursos, pero la tarea en sí misma era una imposición. Lo mismo podía decirse de su colaboración con los Arpistas. La primera acción que podía considerar decisión propia había sido rescatar al clan Lanzadepiedra de la esclavitud. Se sentía orgullosa de ello y no estaba dispuesta a aceptar dócilmente que todas sus decisiones a partir de ahora las tomaran los demás.
Y, aun así, ¿habían ocurrido las cosas de verdad de ese modo? Incluso siendo esclava, ella había sido dueña de su camino. Había trabajado duro en el comercio de joyas y, antes de ser una mujer adulta, tenía más destreza para falsificar objetos que ningún otro de los sirvientes de su dueño, y también más que el propio dueño, quien se había interesado por ella y le había enseñado las piezas extrañas que copiaban en la tienda y que eran vendidas como originales. Bronwyn había desarrollado un gusto verdadero por las cosas antiguas y hermosas que pasaban por sus manos. A diferencia de ella misma, tenían una historia, un pasado. Aquellas historias tenían para ella más importancia que los objetos en sí, así que suplicaba a su maestro para que le contara el pasado de cada una de las piezas con la excusa de que así podía hacer mejores reproducciones y más difíciles de detectar. La idea le había complacido y de esa forma Bronwyn había iniciado el camino que ahora recorría. Tras la muerte de su dueño, el hijo había vendido el taller, incluyendo a los esclavos. Había comprado su libertad colocándose de aprendiz con un buscador de tesoros que había hecho negocios con su dueño. Pronto consiguió seguir su propio rumbo y ahora descubría, no sin cierta sorpresa, que desde entonces lo había hecho así.
Bronwyn permaneció sentada largo rato mientras asimilaba todo aquello. Luego, hizo un lento gesto de asentimiento y enrolló el pergamino. Bajó por la escalera y salió al callejón. Siempre había uno o dos mensajeros dispuestos para ser contratados en casa del zapatero, situado un par de puertas más abajo.
El mensajero era un joven que conocía bien. Le dio el pergamino con las debidas instrucciones de entrega y una moneda de plata adicional, antes de regresar a su tienda con paso rápido.
Sucediera lo que sucediese en el futuro, se apañaría como siempre había hecho: a su manera.
A Ebenezer le costó casi dos horas agrupar a sus congéneres y hacerlos salir de la tienda.
—Es peor que un rebaño —se quejó mientras empujaba al último, pero la mirada de desesperada gratitud que le dirigió Alice consiguió arrancarle una sonrisa del rostro.
Los Lanzadepiedra eran pocos, pero inconfundibles. Sólo confiaba en que los misteriosos amigos de Bronwyn tuviesen contactos suficientes para solucionar el problema.
Una vez fuera, en la calle, la situación empeoró. La tienda de Bronwyn estaba ubicada en la calle de las Sedas, un rincón de la ciudad en el que la gente pensaba que las suelas de sus zapatos no estaban hechas para ensuciarlas al caminar, así que de un lado a otro pasaban hermosos carruajes arrastrados por grupos de caballos.
—Parecen mulas —se maravilló Benton, un primo suyo que no había salido jamás de los túneles antes de ser capturado.
—¿Cómo consiguen que vayan los cuatro en la misma dirección? —preguntó Tarlamera, cuya única experiencia con mulas le recordaba a animales de carga, pequeños y polvorientos, casi tan tozudos como ella misma. El clan mantenía a algunas para extraer las gemas y los minerales de las minas más recónditas.
La pregunta sugirió una idea a Ebenezer.
—¡Mineros, en marcha! —aulló—. Amplitud del túnel, siete. En orden de clan.
El clan se situó en su lugar con una celeridad que sólo podía dar largos años de práctica. Un túnel de amplitud siete significaba que se tenían que hacer hileras de tres enanos, y el orden de clan era muy fácil: los mayores delante. Cualquier enano sabía el lugar que ocupaba en relación con los demás, así que con gran prontitud encontraron el lugar que les correspondía. Sólo permitieron que Ebenezer rompiera la tradición al situarse en cabeza. Ningún enano le disputó ese honor, puesto que él era el único que había estado con anterioridad en la ciudad.
Iniciaron la marcha hacia abajo, por la calle de las Sedas, pasando por delante de tiendas repletas de aquellas bagatelas que parecían agradar tanto a los humanos. No perdieron el paso ni un solo instante, pero a medida que se acercaban a la plaza del Bufón, los aromas que emergían de La Poderosa Mantícora hicieron soltar más de un suspiro a sus congéneres. Ebenezer conocía al propietario de la taberna, un semienano de muy buena pasta. Recibía el mote de Tonelero porque tenía la espalda más ancha que una barrica, pero, cuando había inaugurado la taberna, había mantenido su estilo enano.
Hasta la calle llegaba el aroma de un inconfundible asado de carne, relleno de setas y de un sabroso arroz negro que crecía silvestre en las hondonadas pantanosas ocultas entre las montañas de enanos. Tonelero parecía tener siempre un asado a medio hacer, y había pocas fragancias que despertaran más el apetito de un enano.
—¡Eh, hermano! —gritó una brusca voz femenina—. Ya subo.
Ebenezer se llevó una mano a los labios para disimular una sonrisa. Había estado tanto tiempo entre humanos que le daba risa el método usual de los enanos para «pedir permiso».
Tarlamera se situó a su lado y durante un rato caminaron en silencio mientras él esperaba a que su hermana le contara lo que tenía en mente.
—Deberíamos regresar a nuestra tierra —decretó.
Era lo que se temía; tarde o temprano tenía que salir el tema, pero aún así intentó esquivarlo.
—¿Y cómo crees que podríamos hacerlo? No hemos quedado bastantes para recuperar los túneles, y mucho menos para mantenerlos seguros. Los hombres que os raptaron regresarían, y esta vez sería incluso más fácil para ellos.
La mujer enana frunció el entrecejo y se cruzó de brazos.
—¿Qué vamos a hacer, entonces?
—Hay enanos en la ciudad —le dijo—. Bronwyn tiene amigos que pueden encontrarnos trabajo. Nos adaptaremos a ellos, conseguiremos ganarnos la vida.
Tarlamera parecía enojada.
—Me da la impresión de que confías demasiado en esa humana. ¿Enanos de montaña en la ciudad? ¿Qué clase de vida nos espera?
—Una mejor que la que «esa humana» impidió que os dieran, te lo aseguro.
Ella se encogió de hombros.
—Eso es, pero todo lo que tengo que decir es... ¡Repámpanos!
Ebenezer se detuvo en seco, sorprendido por la exclamación de su hermana y por la fuerza con que la había pronunciado.
—¿Qué sucede ahora?
Le cogió del brazo y señaló. La calle desembocaba en una plaza amplia y adoquinada. En el extremo más alejado se alzaba el palacio enorme y sumamente adornado que había hecho construir el primer señor de la ciudad, y detrás de él se alcanzaba a ver la majestuosa cima del monte de Aguas Profundas. Pero mucho más cerca había algo capaz de interrumpir en seco las quejas de Tarlamera: una torre alta y esbelta ante la cual se veía un esqueleto con los brazos levantados y los pies apenas apoyados en el suelo.
—No os acerquéis demasiado a esa torre —comentó Ebenezer en tono indiferente—. Se la conoce con el nombre de Torre de Alghairon. Ha estado vacía durante mucho tiempo y parece que en el pasado perteneció a algún hechicero loco que murió. Ahora es un monumento. Por estos lares la gente no suele acercarse, salvo ese tipo que veis ahí.
—Es un buen sistema para evitar curiosos —comentó uno de los enanos por detrás de ellos, y el comentario hizo que el grupo entero soltara una carcajada.
La compañía recibió miradas de extrañeza mientras cruzaba en formación la plaza. Ebenezer suponía que no debían de parecer un grupo amenazador, escuálidos como estaban y con apenas tres armas entre todos, pero aun así alzó la mano a modo de saludo cuando un miembro curioso de la patrulla de vigilancia miró en su dirección.
Giraron hacia el este rumbo a la avenida de Aguas Profundas y al enorme castillo que era el corazón y la fortaleza de la ciudad. Ebenezer siempre había sentido admiración por aquel castillo.
—¡Mirad eso! —exclamó, mientras señalaba las lejanas torres—. Miden más de ciento veinte metros de altura.
Tarlamera resopló. Por lo general, los enanos no se sentían impresionados por la altura de las cosas, sino por su grosor.
—Sus muros tienen casi dos metros de espesor —añadió él.
—Eso es un muro —admitió su hermana, impresionada por fin.
Ebenezer señaló más adelante.
—¿Ves esa señal que hay colgada en la farola? Marca el inicio del camino del Dragón, una calle muy ancha, que conduce al distrito de los Mercaderes, donde reside el hombre que vamos a ver.
—He visto ya un hombre —gruñó la joven enana—. Hoy he visto un montón de hombres.
—Éste es un herrero. Dicen que las piezas que fabrica son las mejores que pueden hacer los humanos. Mejores incluso que las de algunos enanos.
La mujer resopló de nuevo.
—No me creo que aquí puedan hacer buenas piezas. ¿Cómo puedes hacer funcionar bien una forja sin un túnel que haga de ventilador?
Ebenezer señaló hacia la cúpula celeste del cielo.
—Tienen gran cantidad de aire.
—Ya. —Frunció el entrecejo y contempló su arruinada vestimenta—. Siento cómo circula a través de los harapos que llevo. Cuando regrese a los túneles, me haré un vestido nuevo de lino y un delantal de cuero.
Una débil nota de añoranza resonó en sus palabras. Aunque seguía mirando hacia adelante con la vista fija, Ebenezer leyó en sus ojos el dolor que sentía. Un vestido y un delantal formaban parte de la vestimenta usual de cualquiera enana. Si todo hubiese salido bien, en esos momentos estaría peleándose feliz con su joven marido. Pero Frodwinner estaba muerto, al igual que sus hermanos y sus padres. No habían hablado del exterminio de los suyos ni una sola vez desde que Ebenezer la había liberado a hachazos del barco de esclavos.
—Frodwinner luchó bien —comentó Tarlamera mientras se esforzaba por esbozar una sonrisa, como si intentara aceptar que aquello era suficiente—. Lo vi antes de que me atraparan. ¿Cuántos consiguió derribar?
—Quince —repuso Ebenezer con presteza, engrosando la cantidad sin el menor titubeo.
—Bien, eso está bien.
Caminaron en silencio durante un rato.
—Les hice un túmulo —comentó él—. Uno solo, para todos.
—Así es como se hacen las cosas en tiempo de guerra —convino ella—. ¿Los encontraste a todos?
—A todos no —repuso él con voz triste—. No vi al viejo Hoshal, pero estoy casi convencido de que lo mataron antes porque encontré uno de sus cinceles en una guarida de osquip.
—Seguro que sí. Hoshal era muy peculiar con sus instrumentos. Papá siempre decía que Hoshal era capaz de coger cualquiera de sus artilugios con más rapidez de lo que se agarraba su propia... —Se interrumpió y abrió la boca, incrédula. Ebenezer siguió la dirección de su mirada hacia un callejón lateral, y también abrió los ojos de par en par.
—No puedes decir que eso lo veas cada día —admitió.
Una mano enorme e incorpórea flotaba sin rumbo fijo por el callejón, con unos dedos cuya longitud sobrepasaba la altura de los enanos. En el centro de la palma había una boca enorme que tarareaba una tonadilla de taberna. Ebenezer sacudió la cabeza, completamente perplejo.
—¿Qué quiere eso? —siseó uno de los enanos tras ellos.
—¿Una canción más bonita? —le espetó Ebenezer—. ¿Acaso tengo que saberlo todo de esta ciudad? ¡En marcha, vamos!
Salieron disparados a un ritmo que hizo resoplar a más de uno como si fueran teteras.
—Tendríamos que regresar a los túneles —se quejó Tarlamera.
Ebenezer negó con la cabeza y señaló el camino que tenían por delante. Las calles se volvían cada vez más estrechas y los edificios altos de madera estaban tan apiñados que los habitantes de los pisos altos podían sacar la cabeza por la ventana y besar a sus vecinos, en el supuesto de que se llevaran bien. Estaban llegando a la calle de los Herreros y un humo negro que emergía de una docena de forjas se elevaba en volutas hacia el cielo.
Muchos de los cimientos de las casas, y algunas hasta las plantas de más arriba, estaban construidos en piedra para evitar los incendios. Si uno se arrimaba a las paredes, podía llegar a pensar que eran los muros de una caverna.
—Es acogedor, ¿verdad? —comentó, esperanzado.
Tarlamera volvió a soltar un bufido.
Cuando doblaron la esquina para enfilar la calle de Brian, un hombre enorme, completamente calvo, se acercó a recibirlos. Se detuvo ante Ebenezer y le estrechó la mano.
—Vosotros debéis de ser el clan Lanzadepiedra. Yo soy Brian, os estaba esperando.
Ebenezer apretó con fuerza la mano del hombre, que era grande como un jamón, y cuando le devolvió el saludo, bizqueó.