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Authors: Elaine Cunningham
A Bronwyn le pareció que aquello era como cerrar con llave la puerta del establo después de que alguien robara los caballos, pero no pensaba decírselo al apesadumbrado enano.
—Lo comprendo. Rasga un pedazo de tela del bajo de mi capa, si lo deseas.
El enano se puso a la tarea y luego guió a Bronwyn por el túnel hasta la abertura.
Como para ella ir con los ojos vendados o no era prácticamente lo mismo debido a la oscuridad del túnel, no le importó tanto como había pensado. Además, aunque no podía ver, el sonido y el aroma de la brisa marina parecía levantarle el ánimo. Hasta que no estuvo a punto de salir de los túneles no se había dado cuenta de cuánta opresión había sentido en el interior de la montaña.
Al final, el enano se detuvo y le quitó la venda. La mujer parpadeó y se protegió los ojos del súbito resplandor de la luz. Cuando consiguió enfocar la visión, se percató de que estaban en un ancho y polvoriento camino: la carretera Alta. También pudo hacerse una imagen detallada del enano.
Era..., bueno, cuadrado. Probablemente no alcanzaba el metro veinte de altura, pero era redondo como un tonel, con brazos rollizos y una amplitud de hombros que habrían envidiado hombres de metro ochenta de estatura. El cabello rizado y de tono rojizo le cubría los hombros, y la barba, de un brillante tono caoba, le llegaba hasta el pecho. A diferencia de la mayoría de los enanos, no llevaba bigote, lo cual confería un aspecto aniñado a su orondo rostro. Llevaba colgada del cuello una herradura en una correa, otro toque infantil en su persona, aunque no había nada de ingenuo en sus ojos, que tenían el color de un cielo tormentoso y que eran igual de desapacibles.
Alargó una mano.
—Soy Bronwyn. Gracias por sacarme de los túneles.
Él titubeó, pero acto seguido le agarró la muñeca en el característico saludo de los aventureros.
—Ebenezer.
Su respuesta fue breve, casi desafiadora, pero Bronwyn no se esperaba nada distinto. Los enanos eran lentos en mostrar confianza con los demás y reacios a dar de sus nombres.
Según su tácito acuerdo, ambos echaron a andar en dirección al sur. Bronwyn vio que el enano caminaba con los hombros hundidos.
—Perdiste a gente en los túneles —comentó en un tono profundamente compasivo.
Se sucedió un momento de silencio, que fue aumentando de tensión hasta que el enano soltó un juramento enano.
—Mi clan —admitió—. La mayoría fueron asesinados. Algunos se libraron.
—Si algunos consiguieron escapar, ya es algo.
—¡Bah!, no conoces a los enanos si crees en lo que dices. ¿Huir cuando se está librando una buena batalla? No se fueron por elección propia, de eso puedes estar segura.
Bronwyn entrecerró los ojos mientras asimilaba las palabras del enano. Se detuvo y, agarrando al enano por el brazo, lo hizo girar para mirarlo a la cara.
—¿Se los llevaron los zhents? ¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió, impotente—. ¿Por qué iba un humano a aprender a leer en las piedras o sudar para extraer minerales y gemas de rocas sólidas? ¿Por qué pasarse veinte años aprendiendo el arte de forjar espadas, otros treinta en período de práctica y luego dedicarte a vender armas que te ha costado una década forjar? ¿Por qué molestarse en cortar y pulir gemas hasta que brillan como las Lágrimas de Selûne en una noche despejada? ¿Por qué hacer nada de todo eso cuando puedes secuestrar a alguien que lo haga por ti?
—Tráfico de esclavos —murmuró Bronwyn entre dientes mientras su propio pasado se alzaba ante ella y notaba que aquellas solas palabras destilaban más veneno que un nido de víboras.
El enano la contempló con curiosidad.
—Eso supongo yo. ¿Y tú?
Ella le soltó el brazo y siguió andando por el camino a buen ritmo. Al cabo de un instante, Ebenezer le dio alcance.
—Ante la proximidad de las fiestas de la primavera, pronto saldrá una caravana rumbo al sur —explicó ella con brevedad—. Tengo dinero suficiente para comprar un caballo. ¿Sabes montar?
—Sí, pero...
—Entonces, dos caballos. Llegaremos a Aguas Profundas antes de que caiga la noche de pasado mañana. Con un poco de suerte, llegaremos a Puerto Calavera a medianoche.
—¡Puerto Calavera! —se burló él—. Eso son cuentos de gente alta. Historias de taberna. No existe ese lugar.
—Desde luego que existe, y es el puerto más cercano donde se comercia con esclavos. Si deseas encontrar a los miembros supervivientes de tu clan antes de que estén a medio camino de Calimport, ahí es donde tenemos que ir. Tú verás.
El enano se quedó meditabundo, considerando sus palabras. Al final, le dirigió una mirada de escepticismo.
—¿Qué ganas tú con esto, humana?
—Me llamo Bronwyn —repuso ella de manera forzada—. Será mejor que te acostumbres a usar mi nombre. Al lugar adonde vamos, si vas por ahí gritando «¡Eh, humano!», vas a tener muchas respuestas y te aseguro que la mayoría no te va a gustar.
—Bronwyn, de acuerdo. Y, además, es posible que te ahorres el dinero porque tengo un caballo escondido. Yo soy Ebenezer Mac Brockholst'n'Palmara, del clan Lanzadepiedra.
Ella hizo un gesto de asentimiento, comprendiendo el honor que le confería al proporcionarle su nombre completo y su linaje..., y al ver en sus ojos el esfuerzo que le costaba pronunciar el nombre de sus padres, a quienes con toda probabilidad acababa de enterrar. Aceptaba su plan y confiaba en que ella lo ayudara a encontrar a su familia perdida. La enormidad de aquella confesión la impresionó tanto que apenas supo qué responder, aunque lo intentó de todas formas.
—Lanzadepiedra —repitió—. ¿Erais un clan de mineros?
—No, nos pusieron ese apodo porque mi abuelo llegó a engendrar treinta hijos — replicó él.
Bronwyn alzó las cejas, al oír el sarcasmo subido de tono.
—Perfecto, directo al grano.
—Hablando de ir directo al grano —respondió el enano, súbitamente receloso de nuevo—, ¿cómo me has dicho que te ganas la vida?
—No te lo he dicho, pero no soy traficante de esclavos, si es eso lo que estabas pensando. Busco antigüedades perdidas. Probablemente me llamarías buscadora de tesoros.
Él asintió, comprendiendo con toda claridad aquella preferencia suya. Al fin y al cabo, coleccionar tesoros era un impulso muy habitual entre los enanos.
—¿Dónde tienes tu botín?
—Es más bien una tienda, pero no suelo estar allí. La mayoría de los días los paso en los caminos, buscando nuevas piezas. A menudo trabajo por encargo, pero todo lo que encuentro es para vender.
—Muy práctico —aprobó Ebenezer—. Es mejor no tener cosas acumuladas cogiendo polvo y también es muy enojoso llevar tus tesoros encima todo el rato.
¿Dónde aprendiste a luchar?
Bronwyn chasqueó la lengua en un gesto de impotencia, súbitamente confusa por aquel cambio brusco de tema.
—Haciéndolo, básicamente. No me he entrenado nunca como luchadora, pero hasta ahora he ido ganando más combates de los que he perdido.
—Es el mejor entrenamiento que existe. —La miró de soslayo—. ¿Siempre haces trampas cuando luchas?
Ella se encogió de hombros.
—Cuando tengo que hacerlo.
El enano volvió a asentir.
—Bien, pues vamos a echar un vistazo a ese Puerto Calavera que dices.
Algorind y su nuevo compañero echaron a andar rumbo al sur, hacia la gran ciudad portuaria. Por desgracia, uno de los caballos zhentilares había quedado cojo durante el ataque de Algorind y había tenido que ser sacrificado. Los hombres intentaron sin éxito capturar el resto de las monturas, pero parecía que los corceles no tenían el sentido de la lealtad y el deber que caracterizaba a las monturas que eran entrenadas para los paladines.
Sorprendentemente, Jenner, el antiguo zhent, resultó un buen compañero. Sabía cantar con bastante entonación y conocía viejas baladas que relataban hazañas de heroísmo y valor; extrañas canciones en boca de un hombre que se había pasado la juventud siendo miembro de las patrullas a caballo de Fuerte Tenebroso. Aquello tenía perplejo a Algorind.
—¿Cómo caíste al servicio del maligno? —le preguntó en una ocasión.
Las palabras del joven paladín provocaron una compungida sonrisa en su compañero.
—Yo no lo veo de ese modo, sino que pienso más en la supervivencia. Nací en las colinas del Manto Gris y, de pequeño, ayudaba a mi padre a llevar el rebaño, aunque sabía que tanto las ovejas como las tierras pasarían en herencia a mi hermano mayor.
Siempre lo había sabido, pero luego se sucedieron tres años de mala cosecha y con poca cría de corderos, así que no me quedó otra opción que coger el primer trabajo que se me presentó.
—Siempre hay alternativas —repuso con firmeza Algorind mientras apoyaba una mano en su hombro—. Hoy has hecho una buena elección, que confío que sea la primera de otras muchas.
—¿Confías? —Rió entre dientes sin convicción—. Me parece que eres de naturaleza confiada. Eso tarde o temprano te causará dolor.
Algorind no tenía palabras para poner en tela de juicio aquella afirmación. La traición del enano al que había salvado de los zombis todavía le dolía.
—Hay una zona de descanso para viajeros a poca distancia. Podremos llenar los odres en el pozo y comer las bayas que crecen con profusión alrededor.
Jenner soltó un suspiro de añoranza.
—Me encantan las bayas. Son buenas de todas formas, pero son sabrosísimas con miel y crema sobre una pila de galletas. Cuando lleguemos a Aguas Profundas, será una de las primeras cosas que pida, después de un buen pedazo de carne de venado asada y unas cuantas cervezas.
El paladín se sintió ligeramente ofendido por aquella imagen de glotonería.
—Será mejor que te dediques a buscar un empleo digno.
Jenner parpadeó.
—¿Y dónde mejor que en una taberna? ¿Es ahí adonde va la gente a contratar a espadachines?
—¿Crees que encontrarás empleo como espadachín a sueldo?
—Es lo que sé hacer. No te preocupes. —Le dirigió una maliciosa media sonrisa—. Podré encontrar empleo como vigilante de una caravana o algo parecido.
Bien, ya llegamos a la zona de descanso.
Algorind hizo un gesto de asentimiento, pero luego se quedó helado. La imagen que tenía frente a él reflejaba tanta osadía y vileza que sintió que la respiración le fallaba.
El enano de barba rojiza salió de la estructura de piedra conduciendo a
Viento Helado
por las riendas. Con él iba una mujer joven con un cabello excepcionalmente largo y espeso recogido en una trenza. Por sus facciones, encajaba muy bien con la descripción de «hermosa prostituta» y, como era poco habitual que las mujeres viajaran solas por aquellos parajes, probablemente era aquella a la que buscaban los zhentarim de El Bastión del Espino. El enano la ayudó a subir a la grupa de
Viento Helado
, como si tuviera todo el derecho del mundo a disponer de su caballo, y luego montó él mismo en un pony achaparrado de aspecto desagradable. Al mirar atrás, se quedó atónito cuando se topó con la pasmada mirada de Algorind.
El enano alzó una mano a modo de saludo, y espoleó su montura, que inició un trote sorprendentemente rápido. La mujer lo siguió en el caballo robado de Algorind.
—La mujer que buscáis, ¿está aliada con los zhentarim?
Jenner sacudió la cabeza, pues era obvio que no entendía a qué venía aquel razonamiento.
—No, que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?
—Ese caballo blanco es mío —repuso Algorind, señalándolo con el dedo—. El enano me lo robó a traición. Si la mujer acompaña a ladrones de caballos, debo preguntar si puede estar aliada con la escoria de los hacedores del mal.
El antiguo zhent soltó una carcajada.
—Sin ofender, supongo.
Algorind lo observó, confundido.
—No, no pretendo ofender. ¿Por qué lo dices?
Jenner soltó una risa ahogada y sacudió la cabeza.
—No te preocupes. Será mejor que lleguemos a Aguas Profundas lo más rápido que podamos o, mejor dicho, lo más rápido que nos permitan tus escrúpulos.
A última hora de la tarde, dos días después de la caída de El Bastión del Espino, Bronwyn llevó a su nuevo compañero a El Pasado Curioso. Al entrar en la tienda, el enano echó una ojeada a su alrededor y contempló con envidioso éxtasis las antigüedades y rarezas que lucían expuestas en los estantes y las mesas.
—Hay que quitar el polvo —concluyó en tono brusco.
Un sonoro carraspeo anunció la presencia de Alice Hojalatera. La gnoma se puso en pie cuan larga era, asomó el rostro tostado por encima del borde de la enorme tinaja de latón que estaba puliendo, y tembló presa de indignación.
—¡Polvo, ni hablar! Te desafío a que encuentres un solo tarro, gema o libro en este lugar que no reluzca como los chorros del oro.
Ebenezer se cruzó de brazos.
—Aunque fuera un enano a quien le gustaran las apuestas, no aceptaría ésa, así que ya puedes coger tu desafío y metértelo donde te quepa.
—Alice, te presento a Ebenezer Lanzadepiedra —comentó, secamente, Bronwyn—. Estará conmigo un par de días.
El rostro de la gnoma se volvió receloso.
—¿Dónde?
—Ninguno de los dos nos quedaremos. Después de darnos un baño y comer algo, nos iremos.
Alice soltó un resoplido.
—Bueno, a juzgar por tu aspecto, chiquilla, necesitas una buena comida.
Miró de soslayo al enano, dejando suspendido en el aire el tácito insulto.
Bronwyn contemplaba toda aquella dialéctica con incredulidad. Alice era la persona más compasiva que conocía y no era usual que la gnoma despreciara de aquella forma a un visitante de El Pasado Curioso. Pero cuando estaba a punto de regañar a su asistente, se dio cuenta de que los ojos del enano brillaban de puro regocijo. Durante su viaje de camino al sur, habían hablado muy poco; ella le había otorgado largos períodos de silencio y tiempo para que se acostumbrara a su pérdida, pero a juzgar por la animación que veía ahora en su rostro, pensó que tal vez habría sido mejor incitar alguna buena pelea entre ellos.
—Espera a que te crezca la barba, mujer —aconsejó Ebenezer a Alice en tono brusco. El comentario dejó perpleja a Bronwyn, pero Alice pareció comprenderlo a la perfección pues abrió mucho los ojos, luego fingió una sonrisa de timidez mientras un ligero rubor le cubría las ya sonrosadas mejillas.
Bronwyn comprendió con retraso su error. Las mujeres enanas eran tan barbudas como sus compañeros varones; por lo visto, Ebenezer estaba expresando su aprobación sobre la tosca recepción de Alice, e incluso se permitía coquetear un poco con ella.