Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Dag capturó una de sus manos errantes, cogió una de las copas de vino y le cerró los dedos alrededor.
—¿A qué vienen todas estas preguntas, esta súbita pasión por la «verdad»? Hasta ahora no había notado que demostraras gran interés por ella.
De repente, los ojos dorados de la elfa se endurecieron. Dio un paso atrás y apartó impaciente la copa.
—Vamos a hablar claro. Tienes inteligencia, talento, ambición y el apoyo de quienes gobiernan en Zhentil Keep. ¿Por qué insistes en sitiar una fortaleza? ¿Qué tienes que probar?
Así que eso era. De alguna manera, se había enterado de sus planes y se sentía confundida.
—Atribuyes demasiadas complicaciones a mi mente. Mis motivos son simples: tan sólo deseo dirigir mi propio baluarte y la fortaleza que deseo, por desgracia, no se encuentra en este momento bajo control zhentarim. Corregir ese pequeño contratiempo no es tarea difícil. —Se detuvo y deslizó una mano entre la sedosa espesura de sus cabellos para cogerla por la nuca y, luego, apretó lo justo para que doliera—. Pero, de verdad, me conmueve tu inquietud por mi bienestar.
Se echó hacia atrás para zafarse de su abrazo y sus labios se curvaron en una sonrisa felina.
—¿Por qué no iba a estar preocupada? Al fin y al cabo, eres el padre de mi única hija.
El corazón de Dag se aceleró ante aquella segunda referencia a una criatura que, a su modo de ver, le pertenecía a él en solitario. Ashemmi había estado encantada de cederle al bebé ocho años atrás, temerosa de que su ascenso al poder pudiese verse obstaculizado por aquel retoño mestizo colgando de sus faldas de seda, y lo único que había pedido de Dag —no, exigido de él— era su promesa de mantenerlo en el más absoluto secreto. Era la primera vez que habían hablado de la criatura, o de otra cosa, en ocho años.
Le acarició con la mano la espalda mientras hacía un esfuerzo por reconducir la conversación a un terreno más seguro.
—Tomo nota de tu inquietud, pero la recompensa bien merece el riesgo. La fortaleza será una buena adquisición para los zhentarim. Está ubicada estratégicamente en una ruta comercial de importancia.
—Y está lejos de Fuerte Tenebroso. No olvidemos eso. Podrás tener a tu preciosa hija a tu lado sin preocuparte de tener que compartirla a ella... ni el poder que posee.
El sacerdote sintió que el color le desaparecía de las mejillas, cosa que parecía divertir a Ashemmi. Una vez más, la mujer elfa ladeó la cabeza para estudiar su rostro.
—Ahora comprendo las habladurías de los soldados —susurró—. ¿Sabes lo que dicen de ti cuando están seguros de que nadie los escucha? Eres tan pálido y austero, de pasos y figura tan delicada que apenas haces un solo ruido al moverte, apenas produces sombras. Los pones nerviosos. ¡Dicen que pareces un vampiro en todo menos en los colmillos!
Más allá del obvio insulto, en sus palabras había mucha más sutileza, recordatorios de que Dag Zoreth era un hombre pequeño y físicamente débil en una fortaleza de guerreros. Él sonrió de todas formas y siguió bajando la mano hasta hundir los dedos en carne fresca y tierna.
—Si deseas hacerlo, puedes decirles que tengo los dientes afilados.
Su risa volvió a flotar por el aire.
—Es mucho más divertido que lo descubran por sí solos. —Se serenó enseguida y se apresuró a apartarse de sus dolorosas caricias—. Estábamos hablando de tu plan para asaltar a la fortaleza de la montaña. Seguro que conoces las dificultades de un asedio. Es un proceso prolongado y costoso. La fortaleza que deseas está a pocos días de marcha de ciudades que no son partidarias de nuestra causa, lo cual reduce en gran medida tus posibilidades de éxito. ¿Crees que Aguas Profundas permitirá que el ejército zhentarim lleve a cabo un asedio prolongado cuando en cinco días pueden reunir guerreros suficientes para plantarte batalla en terreno abierto?
Dan había considerado todas aquellas opciones y estaba preparado. Cogió un mechón de sus pálidos cabellos dorados y, tras dejar que se escurriera entre sus dedos, rozó su esbelta figura.
—Estate tranquila. No pretendo asediar ninguna fortaleza.
—¿No? Entonces, ¿qué? No creerás que puedes conquistarla sin más, ¿verdad?
No hay suficientes guerreros en todo el Fuerte Tenebroso para hacer algo así ni tampoco serás capaz de reunir una fuerza del tamaño suficiente sin llamar la atención. ¡Saltaría la alarma antes de que salieras de las colinas del Manto Gris! ¿Qué harás, entonces?
Él recorrió con la mirada la femenina silueta que el camisón granate de Ashemmi apenas ocultaba.
—Es peligroso revelar demasiado detalles al enemigo, ¿no lo sabías?
Ella volvió a sonreír, de forma siniestra, y alargó los brazos para entrelazarlos por detrás de su nuca.
—Si las fuerzas del enemigo están equilibradas con las propias, la batalla puede ser una agradable diversión. Dímelo, y luego no tendremos que hablar más.
Dag se recordó a sí mismo la promesa que se había hecho de no tener más relaciones con aquella víbora en forma de elfa.
—He estado preparando este ataque durante mucho tiempo. Se ha dispuesto todo para asegurarnos de que es un asalto exitoso, aunque poco ortodoxo.
—Puedes hacerlo mejor. Lo recuerdo bien —le murmuró al oído.
Él dio un paso atrás mientras todavía podía.
—Conténtate con esto: la captura de ese fortín no mermará la fuerza militar de Fuerte Tenebroso. No pretendo hacer pedazos ni a Perespectro ni a sus oficiales contra los muros de la fortaleza —aseguró, nombrando al jefe rival de Ashemmi por la posición de segundo al mando. Inclinó la cabeza en una breve reverencia irónica—.
Lamento los inconvenientes que esto pueda causarte.
Se estudiaron en silencio un rato. Dag Zoreth no tenía la más mínima intención de decir a Ashemmi que pensaba ganar más del asalto que la simple posesión de una fortaleza. Ya sabía demasiadas cosas, como bien demostraba su presencia allí.
—Has hablado con franqueza. Ahora me toca a mí —respondió ella, como si hubiera seguido el hilo de sus pensamientos—. Estás planeando llevar a la niña a tu nuevo fortín.
La sangre enfurecida de Dag se enfrió de repente.
—¿Y qué más te da? La dejaste por propia voluntad en mis manos y yo he mantenido mi promesa. Pocos saben que tengo una hija y nadie sabe quién la dio a luz.
Nadie lo sabrá nunca, y menos que nadie Sememmon.
La sonrisa de Ashemmi era parecida a la que esbozaría un gato con el estómago repleto de crema.
—Oh, tal vez quiero que lo sepa. ¿Por qué debería importarle con quién me acostaba yo hace diez años? No tendría consecuencias..., a menos, por supuesto, que la chiquilla fuera descendiente directa de Samular...
Dag había estado temiendo aquella revelación desde la primera vez que Ashemmi había mencionado a su hija, pero incluso así las implicaciones lo dejaron asombrado.
¿Por qué iba a querer Ashemmi a su hija, a menos que supiera el poder que la chiquilla podía controlar? Esperaba con fervor que si Ashemmi había recibido aquella información por boca de Malchior la hubiese obtenido mediante el robo o el espionaje mágico. Pensar que aquellos dos podían estar conspirando juntos era algo que atemorizaba más que el abrazo de un fantasma. Si Malchior se enteraba de la existencia de la niña, no habría lugar seguro para ella. Pero seguramente Ashemmi no estaría dispuesta a proporcionar aquella valiosa información, ¡no, si podía explotar el poder de la niña para sí misma! Por desgracia, con una criatura tan sutil y traicionera como Ashemmi, era imposible saberlo a ciencia cierta.
Decidió lanzar un engaño. Recorrió la distancia que los separaba y le acarició con las manos la espalda mientras la atraía hacia él.
—Samular, claro —murmuró con la boca inmersa en su pelo. Su voz no mostraba más que un tono de regocijo burlón y dulce—. ¿Qué significa para ti y para Sememmon un paladín muerto hace ya tiempo? ¿Acaso vosotros dos estáis pensando en cambiar de ocupación y de lealtades?
Ashemmi soltó un bufido, pero no pareció considerar el comentario digno de ser rebatido.
—Hay poder en la línea sucesoria de Samular, más incluso del que tú crees.
Las manos de Dag se quedaron quietas. Aquella afirmación lo sorprendía y lo intrigaba. Con lo que ya sabía, y sus sospechas de que Malchior no se lo había dicho todo, no dudaba de que las palabras de Ashemmi fuesen ciertas. Se echó un poco hacia atrás y se encontró con la mirada inquisitiva de ella.
—¿Qué quieres exactamente de mí? —preguntó bruscamente.
Una expresión de desagrado ensombreció los dorados ojos de Ashemmi.
—¿Hemos de exponer nuestras bazas? ¿Negociar como vulgares mercaderes?
—Dame ese gusto.
La elfa lo miró provocativa y luego se encogió de hombros.
—Muy bien: quiero que traigas aquí a la niña. Quiero explorar su potencial y, luego, veremos entre los dos qué uso hacemos de él, y de ella.
Aquello era más de lo que Dag podía soportar. Durante años había controlado su tiempo, sin arriesgarse a hacer una posible revelación de su herencia hasta que estuviera en posición de proteger a la niña inocente que, sin saberlo, portaba la sangre de Samular. Ashemmi estaba dispuesta a echar por tierra todo aquello y, además, estaba también dispuesta a desechar a la niña si no conseguía obtener beneficio del hecho de conservarla.
Apartó de un empujón a la hechicera.
—Triste razón es que una madre esté dispuesta a explotar a su propia hija —le espetó con frialdad.
—Y triste razón para un jefe militar ambicioso no hacerlo —le espetó ella a su vez—. Piensa en ello y, mientras, piensa siempre en mí. Esta situación representa una oportunidad para nosotros dos, siempre y cuando actuemos con inteligencia y discreción.
—Y hablando de discreción, ¿cómo crees que se tomará Sememmon el hecho de que hayas estado ocultándole todo este asunto?
La evidente amenaza de sus palabras encendió la furia de los ojos de Ashemmi.
—Si él o cualquier otra persona de Fuerte Tenebroso se entera del asunto de la chiquilla por boca tuya, será por estar conversando con tu espíritu. Yo se lo diré a Sememmon, a mi manera y en el momento que más convenga a mis propósitos. ¡Yo!
Acepta, y tú y tu retoño bastardo podréis vivir el exiguo período de tiempo que tenéis asignado. ¿Me explico?
Dag Zoreth contempló a la elfa con un grado de aversión que por lo general reservaba a las criaturas que ocasionalmente pululaban por el muladar de la fortaleza.
—Por supuesto, Ashemmi. Te explicas muy, pero que muy bien.
—Bien —ronroneó, arrastrando las sílabas. Con gesto lánguido alzó los brazos y el camisón se disolvió en un remolino de niebla carmesí, que quedó flotando hasta envolver a Dag como un sofocante humo de amapolas ardiendo.
La sonrisa de Ashemmi era seductora.
—Siempre y cuando nos comprendamos el uno al otro, podemos ocultarle algún secreto más a nuestro señor Sememmon.
Durante un largo instante, Dag titubeó en el precipicio de la indecisión. Podía dar un paso atrás, apartarse y salir de la habitación, dejando a Ashemmi desnuda y furiosa.
Podía hacerlo.
Pero en vez de eso, respiró hondo aquella neblina y paladeó la fragancia encantada hasta que el poder amenazó con despedazarlo, y luego avanzó por la nube carmesí en dirección a ella.
Dos días después de que le fuera encomendada su misión, Algorind tiró de las riendas para detener a su caballo en la cima de una colina desde la que se divisaba un placentero valle. De una vivienda de piedra de aspecto acogedor salía una columna de humo; los gansos se contoneaban junto a un diminuto estanque mientras un pequeño grupo de ocas picoteaba entre la hierba en un corral cercado. La tierra había sido removida para plantar un pequeño huerto y del fértil suelo crecían ya varias hileras de plantones. Oyó el sonido de la voz burlona de una mujer y la balbuciente respuesta de una risa infantil y feliz.
Mientras contemplaba aquella escena hogareña, Algorind se maravillaba de que un hombre tan malvado se hubiese preocupado de proporcionar tanta comodidad y bienestar a su hija. Según todos los indicios, aquélla era una familia bondadosa que no conocía los aliados que había hecho. Quizá nada sabían de la herencia de su hija adoptiva, pero lo más probable era que, si se trataba de buena gente, comprendieran que lo más sensato era entregarles a la niña por su propio bien y por el de la Orden.
En aquel momento, se abrió la puerta de la vivienda y salió una mujer alta, de cabellos castaños. Llevaba el delantal recogido a modo de cuenco por delante de ella con una mano mientras con la otra empezaba a repartir grano para los pollos y los gansos. Los animales acudieron ansiosos a su llamada.
Algorind abrió los ojos de par en par. A simple vista, la mujer parecía de lo más decente, vestida con modestia con una simple falda de lino cubierta por un vestido largo, pero el color del vestido lo puso en alerta y lo alarmó. Era de un vivo color púrpura, un tono caro y difícil de conseguir, y que ninguna ama de casa decente y sencilla se atrevería a llevar.
Su marido salió del cobertizo para los caballos y la mano de Algorind salió disparada hacia su espada. No se trataba en absoluto de un humano, sino de un elfo. La aguzada vista de Algorind distinguió el paso templado del elfo, su forma de moverse y el gesto atento de su postura y su rostro. No era un simple granjero, sino un guerrero bien entrenado.
La verdad se le ocurrió de repente. El sacerdote de Cyric había dispuesto la crianza adoptiva de su hija con malévola sutileza. ¿Quién iba a sospechar que una simple familia de granjeros alojaba a la hija de un zhentarim? ¿No era acaso más fácil pensar que se trataba de una tranquila familia de elfos que se dedicaba a sus asuntos?
No eran personas sencillas, felices con el regalo de una hija que los dioses no les habían concedido, sino mercenarios a las órdenes de un sacerdote malvado. La decepción espoleó la ira de Algorind, que se apresuró a desenvainar la espada y urgió a
Viento Helado
a salir al galope.
Al verlo descender con gran estruendo por la ladera, la mujer soltó un grito y huyó al interior de la vivienda, dejando caer en cascada el grano que estaba repartiendo entre los pollos, que se desperdigaron graznando. Algorind se abalanzó directamente contra el elfo, que se agachó y, tras rodar por el suelo, se incorporó con un largo cuchillo en cada mano y una mirada de odio asesino en sus
Gatuno
s ojos verdes.