Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
—Hoy mismo.
El hombre se levantó.
—Entonces, no pienso entreteneros. Si sois tan amable, decidle a mi viejo amigo que le envío recuerdos.
La mujer aceptó y, tras estrechar la mano que le ofrecía, salió a toda prisa del Tribunal de Justicia. Pasó por delante de la tienda de Ilzimmer sin detenerse siquiera a preguntar por el estado de la reparación que tenía encargada. Después de todo, la familia de su cliente había tenido extraviado el broche de esmeraldas durante más de un siglo.
No iba a importarles mucho unos días más de retraso.
El bullicio propio de los barrios comerciales imperaba en la calle de las Sedas cuando Bronwyn llegó a su tienda, pero para su sorpresa, la puerta de El Pasado Curioso estaba cerrada y de ella pendía un cartel que anunciaba que la tienda reabriría después del mediodía.
Bronwyn frunció el entrecejo mientras rebuscaba en sus bolsillos una llave.
Aquello no era propio de Alice. La gnoma era la tendera más fiel de todo Aguas Profundas, lo cual era decir mucho. ¿Qué podía haberla impulsado a cerrar la tienda durante las ajetreadas horas del mediodía?
Un recuerdo se abrió paso en un rincón de la mente de Bronwyn, y con él apareció una serie de preguntas que no había tenido tiempo de considerar, y una sospecha que le hizo latir el corazón desbocado en el pecho. Los Arpistas habían sabido dónde encontrarla la noche en que se había citado con Malchior; o bien habían estado siguiendo sus pasos durante aquel ajetreado día, cosa poco probable, o alguien les había informado de su punto exacto de reunión. Malchior y sus secuaces habían tenido conocimiento del lugar de reunión poco antes de la hora de la cita y sólo una persona conocía sus planes.
Alice.
Bronwyn volvió a introducirse la llave en el bolsillo y encaminó sus pasos hacia el sur, hacia la descomunal torre negra de superficie lisa donde parecían convergir todos los asuntos relacionados con los Arpistas. Mientras se abría paso por las concurridas calles, Bronwyn no dejaba de recordarse a sí misma que ya estaba acostumbrada a las traiciones y a no poder confiar en nadie, que era algo con lo que se enfrentaba a diario y que sabía ya cómo sobrevivir a ello. No era nada nuevo, y por lo general nunca era nada personal.
¿Por qué entonces le escocían tanto los ojos por las lágrimas mal disimuladas?
Ebenezer miró desanimado su jaula. Las tablillas de madera eran lo suficientemente gruesas y duras para mantener una manada de castores ocupados un día entero. Sin cuchillo ni hacha, tenía pocas esperanzas de liberarse.
Pero eso era precisamente lo que tenía que hacer. Humanos y semiorcos campando a sus anchas por los túneles, cazando enanos y metiéndolos en jaulas...; eso era un problema. Los hechiceros lanzadores de hechizos eran todavía peores, y ¿quién sabía cuántos más habría merodeando alrededor? Tenía que liberarse para avisar a los suyos.
El enano se arrodilló y miró alrededor. Los hombres habían regresado hacía un rato y embalado el botín de los osquip. Eran zhents, eso es lo que eran, unos saqueadores. La cueva estaba repleta de cajas pesadas, cerradas y envueltas con cadenas. No había nada que pudiese utilizar como herramienta o como arma, aunque pudiese encontrar el modo de llegar a cogerlo. Sólo unos metros de repisa de piedra y luego una caída hasta el río.
La inspiración lo asaltó de repente. Ebenezer se agazapó en un extremo de la jaula y, luego, lanzó todo su peso contra la pared opuesta. La jaula se tambaleó y, acto seguido, giró sobre un costado. Sacudió la cabeza para despejarse y repitió la maniobra.
Con cada doloroso batacazo conseguía acercar un poco más la jaula al borde de la repisa, al tiempo que rezaba a todos los dioses enanos que alguna vez habían blandido una maza que le diesen tiempo para acabar el trabajo antes de que el jaleo atrajese de nuevo a los zhents.
Ebenezer se detuvo en el borde mismo de la repisa. Un golpe más y la jaula se precipitaría contra el camino de piedra de abajo. No resistiría el impacto y él se vería liberado.
—Dolerá un poco —admitió, antes de lanzarse por última vez contra la pared de la jaula.
Para desesperación de Algorind, la chiquilla no se tomó su rescate muy por las buenas. Forcejeó con él hasta que llegaron a la aldea de Rassalantar, donde la dejó agradecido en manos de una niñera que sir Gareth había contratado. Tras hacerle beber una taza de té, la niña se quedó dormida y viajó así en la intimidad de un carruaje cubierto hasta llegar a Aguas Profundas.
Con gran alivio, entró en el recinto del templo de Tyr y, tal como le habían indicado que hiciese, mandó aviso a sir Gareth. En cuestión de unos minutos, el viejo caballero se reunió con él en la puerta, a lomos de un caballo y dispuesto a emprender viaje. Para sorpresa de Algorind, sir Gareth no lo guió al interior del complejo, sino que tomó una calle que iba rumbo al mar.
—Este asunto es de suma confidencialidad —le recordó Gareth—. Si hemos de encontrarle a la niña un lugar seguro donde ser criada, pocos deben estar al corriente de su llegada a Aguas Profundas.
—Pero seguramente estaría más segura en el Tribunal de Justicia —aventuró Algorind.
El caballero lo contempló con cariño.
—Muchos visitantes acuden al Tribunal de Justicia en busca de ayuda o de información. No podemos arriesgarnos a que sea descubierta la presencia de la niña porque podrían hacernos preguntas. ¿Por qué colocar a nuestros hermanos en una situación en la que se vean obligados o bien a traicionarnos o bien a mentir? Aquello que no conocen, no pueden negarlo de buena fe.
—Estoy seguro de que es lo más acertado —convino Algorind, aunque por algún motivo se seguía sintiendo inquieto.
—Es necesario —corroboró sir Gareth con firmeza—. Ahora puedes dejar a la chiquilla en mis manos. Tu deber ha llegado a su fin.
Algorind titubeó.
—¿Qué deseáis que haga ahora, que regrese a Summit Hall para avisar de que la niña está sana y salva en vuestras manos?
—No, será mejor que cabalgues primero a El Bastión del Espino con un mensaje para Hronulf. Debería ser informado del paradero de su nieta.
El caballero alargó una mano para apoyarla en el hombro del joven paladín. Su rostro denotaba seriedad.
—Tengo un nuevo deber que encomendarte. Quédate con Hronulf tanto tiempo como te necesite. Temo que se acercan tiempos peligrosos y me sentiría más convencido de la seguridad de mi viejo amigo si supiese que un joven caballero de tu destreza y valor lo protege.
—Cumpliré gratamente lo que me pedís, pero todavía no soy un caballero —se sintió obligado a puntualizar Algorind.
Sir Gareth sonrió, pero en sus ojos apuntaba una expresión ausente, como si rememorara lejanas glorias.
—Haz lo que te digo y te prometo que morirás con los honores de un paladín, luchando junto a caballeros.
Al entrar en el estudio de Khelben, Danilo retrocedió sorprendido. La mandíbula del archimago lucía un ligero moretón en el punto donde Dan lo había golpeado. La ira que todavía sentía se desvaneció de inmediato, reemplazada por una sensación de culpa y de confusión. Khelben podía haberse curado con facilidad la herida..., ¿por qué habría decidido no hacerlo?
—Nuestra última discusión parece haber hecho más mella en ti de lo que yo pretendía —aventuró Danilo.
La mirada de soslayo que le dirigió Khelben mostraba un atisbo de modestia que la mayoría de las personas encontraría fuera de lugar en el carácter típico del archimago.
—Acepto tus disculpas —respondió Khelben con brusquedad—; ahora, será mejor que nos centremos en el asunto que nos ocupa.
Hizo un gesto de asentimiento hacia el otro ocupante de la estancia, una gnoma que estaba sentada sujetando con firmeza los reposabrazos de un asiento demasiado grande para su talla y que tenía las piernas rectas hacia adelante como si fuera una chiquilla.
—Alice, me alegro de verte —saludó Danilo con cariño.
—Olvídate de las cortesías y escúchame bien —lo interrumpió el archimago—.
Ha surgido una situación que me impulsa a divulgar cosas que hasta ahora era mejor mantener calladas.
Khelben se acercó a grandes zancadas hacia su escritorio, cogió con gesto ausente una pluma y la manoseó con los dedos.
—Alice me ha contado que Malchior ha revelado a Bronwyn información sobre su pasado y en este momento ella está hablando con los seguidores de Tyr. La situación es grave y la coloca en una posición muy vulnerable.
Tiró la estilográfica manoseada a una papelera. Del interior del recipiente emergió una mano de color naranja con los dedos en forma de garra que la pilló al vuelo y, acto seguido, una sucesión de crujidos y de sonidos masticables revelaron bien a las claras el destino que esperaba a todos los papeles que el archimago descartaba y que, de otro modo, serían una pista de sus negocios.
—Es cierto que hay miembros de los zhentarim que conocen la identidad de Bronwyn. Pronto lo sabrán también los paladines de Tyr y es posible que le cuenten a ella el poder que le proporciona su herencia. Tanto los paladines como los zhents querrán explotar ese poder y, en consecuencia, a ella.
Danilo asintió con lentitud. Todavía no había digerido la rabia que las maquinaciones de Khelben le habían producido, ni la sensación de confusión que le producía el hecho de que él mismo hubiese participado en encubrir la identidad de Bronwyn, pero al menos empezaba a comprender el razonamiento de Khelben. No le gustaba lo más mínimo, pero la comprensión servía de ayuda. Un poco, al menos.
—¿Y qué poder es ése? —inquirió.
El archimago hizo una mueca.
—No lo conozco por completo —admitió—, pero al menos puedo contarte esto: los Caballeros de Samular tienen en su posesión tres anillos de considerable poder. Sólo pueden llevarlos los descendientes por vía directa de Samular.
—Es decir, Bronwyn.
—Sí. Lo que esos anillos pueden hacer y dónde los conservan, no lo sé. Hronulf porta uno de ellos, otro se perdió durante la incursión que destrozó su aldea y el tercero ha estado desaparecido durante siglos. —El archimago se volvió hacia Alice—. Y aquí es donde apareces tú. Averigua lo que Bronwyn sabe, y regresa de inmediato.
—Tengo que contarle lo de los anillos, ¿verdad? —preguntó Alice, ansiosa—. No será fácil confesarle que he estado vigilándola durante más de cuatro años, pero ha llegado el momento.
—Todavía no —le aconsejó Khelben—. Tienes que actuar como hasta ahora. Ver, escuchar e informar.
—Pero...
La interrumpió con una mirada severa.
—Descubre lo que sabe. Y eso es todo.
Era evidente que estaba poniendo punto y final a la entrevista. Alice bajó al suelo desde la silla demasiado alta e inclinó la cabeza en una reverencia fugaz, sin demasiada convicción.
Danilo la vio salir, comprendiendo perfectamente cómo se sentía. La pequeña gnoma consideraba que Bronwyn era una amiga y, aun así, tenía que mantener secretos con ella porque era su deber como Arpista hacerlo. Era evidente que aquello contravenía su antaño orgullo de guerrero. A decir verdad, tampoco sentaba bien a Danilo y no pudo evitar preguntarse hasta cuándo él o Alice verían la balanza del deber más pesada que la de la amistad.
Bronwyn se detuvo cuando estaba a un centenar de pasos de distancia de la torre de Báculo Oscuro. Era uno de los edificios más curiosos de una ciudad poco usual: un cono de techo plano y cuya superficie no parecía tener ningún tipo de aberturas, rodeado de un muro fabricado con el mismo material y que tampoco tenía ningún paso evidente.
Circunvaló el muro, sin saber muy bien lo que andaba buscando. De repente, vio un cesto a los pies de la pared, un cesto alto de mimbre parecido a los que usan los mercaderes en los puestos del mercado. Había unos cuantos cestos de ese tipo en la trastienda de El Pasado Curioso. Bronwyn se situó entre dos edificios cercanos y se dispuso a esperar.
Al cabo de un rato, la cesta empezó a moverse, arrastrada por el asa por una gnoma diminuta de cabellos blancos. Bronwyn contuvo el aliento al reconocer a Alice.
A pesar de su dolor, Bronwyn no pudo dejar de admirar el ingenio de la gnoma.
Emerger a través de un muro invisible era una cosa, y llamaría la atención de cualquier transeúnte que lo viese, pero ¿quién iba a fijarse en una mujer de negocios gnoma que en apariencia se detenía un instante para ajustar la carga antes de seguir su camino? Era evidente que Alice planeaba colarse a través del muro por detrás de la cesta, esperar el momento oportuno, y luego seguir su camino. Muy ingenioso.
Bronwyn echó a andar tras ella, manteniendo una distancia de unos treinta pasos entre ella y la traidora gnoma. Al menos ahora sabía cómo los Arpistas habían estado al corriente de sus asuntos. El hecho de que Alice informara directamente a Khelben Arunsun, el Maestro Arpista, era un asunto un poco inquietante porque Bronwyn no veía motivo que le hiciese suponer que ella se merecía una atención tan individualizada.
Sin duda el archimago estaría preocupado por sus contactos con Malchior. Los miembros de los zhentarim no solían aventurarse en Aguas Profundas, y sus actividades se controlaban con detalle. Y, como ella misma había supuesto, un mago experimentado podía obtener gran cantidad de información del collar de ámbar que Malchior había tenido en sus manos. A Khelben no le habría agradado demasiado perderlo.
La cólera volvió a apoderarse de ella y durante un instante la hizo detenerse.
Khelben le habría ordenado a Alice que le llevara el collar, y eso después de que Bronwyn había jurado a Malchior que lo mantendría alejado de aquellas personas que pudiesen leer los secretos de la magia. Una vez más, parecía que los Arpistas se empeñaban en poner en entredicho su palabra de honor. Sencillamente, no podía permitirlo.
Cuando llegó a El Pasado Curioso, Bronwyn abrió la puerta de par en par con tal ímpetu y furia que cayó un pedazo de yeso de las paredes de argamasa y echó a perder una hilera de curiosidades que había en un estante. Dos sorprendidos halflings que había como posibles clientes y una igualmente atónita dependienta gnoma se la quedaron mirando, perplejos.
—¿Dónde está el collar de ámbar? —inquirió a Alice.
La gnoma frunció el entrecejo, confusa.
—A salvo, chiquilla, donde tú lo dejaste. Por favor, sigan mirando, regresaré en un minuto —añadió dirigiéndose a los clientes. La gnoma miró de reojo a su versión personal de un gato doméstico..., un lustroso cuervo de ojos perspicaces llamado con acierto
Gatuno
. El cuervo bajó de su percha y se situó de forma que su pico curvo y amarillento quedase a la altura de las manos de la matrona halfling.