Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Algorind desmontó y caminó hacia adelante. Frenó la primera acometida del elfo y, tras desviar el arma hacia un lado, replicó a su vez, pero el elfo contrarrestó su ataque con la misma facilidad. Durante un rato, se quedaron los dos frente a frente, intercambiándose golpes con igual destreza y apasionada convicción.
Durante su entrenamiento, Algorind había aprendido multitud de estilos de esgrima. El elfo luchaba al estilo sembiano: ataques fulminantes con ambas manos, una técnica de bajos fondos muy apropiada para combates breves y decisivos y que permitiesen una retirada rápida.
—Luchas muy bien —comentó Algorind entre dos envites—, pero estás lejos de casa.
El elfo titubeó, sorprendido por sus palabras. La súbita punzada de dolor que asomó a sus ojos inhumanos despertó en el corazón de Algorind algo parecido a la lástima.
—Es un mundo triste y perverso —prosiguió el paladín— este en que los hombres buenos e incluso los elfos son arrastrados a participar en planes de hombres malvados.
Algorind esquivó a duras penas una acometida directa.
—¡Fueron hombres buenos los que me trajeron aquí! —le espetó el elfo, hablando por primera vez. Acto seguido, arremetió con una oleada de ataques centelleantes y tan incisivos que durante mucho rato el paladín tuvo que poner todo su empeño y habilidad para frenarlo—. El tanar'ri Vladjick. —La voz del elfo sonaba ahora desgarrada por el cansancio y una cólera amarga—. ¿Recuerdas esa historia?
El paladín la recordaba, e hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza. Un terrible demonio, un tanar'ri, había sido invocado por la ambición de un hombre perverso. Años antes de que naciera Algorind, los caballeros de la Orden de Samular habían protagonizado una marcha contra esa criatura y, tras una batalla larga y virulenta, el tanar'ri había huido hasta un bosque situado al norte de Sembia. Entre los paladines y su terrible enemigo se encontraba una comunidad de elfos, que se resistió al paso de los caballeros por sus bosques, aliándose de esa forma con el demoníaco tanar'ri. Muchos caballeros buenos y nobles cayeron en el feroz campo de batalla y, desde entonces, parte de la Orden había seguido mirando con recelo a los elfos y su forma de ser tan desconocida e inhumana.
—Lo recuerdo —replicó el elfo entre dientes—. ¡Siempre lo recordaré! Los caballeros asesinaron a mi familia sin otro motivo que el hecho de que éramos elfos y nos encontrábamos en mitad de su camino.
Una vez más se echó hacia adelante, pero esta vez los sentimientos le hicieron perder un poco el control. Algorind cogió una de las muñecas del elfo con la mano izquierda mientras apartaba a un lado la otra mano del elfo con la empuñadura de su espada. El elfo era ligero, casi frágil, y no le resultó difícil rechazarlo y atacar con su espada. Una última embestida decisiva finalizó la batalla y silenció para siempre al elfo mentiroso.
Respirando entrecortadamente, Algorind se acercó a la vivienda. Confiaba en que la mujer estuviera más dispuesta a entrar en razón.
La estancia estaba vacía y la puerta de atrás, abierta. Algorind rodeó el edificio y siguió sin problema las huellas que habían dejado los pies de la mujer en el huerto.
La persiguió por entre los árboles floridos y la acorraló contra un alto muro de piedra de un corral de cerdos. Se dio la vuelta, con la chiquilla en los brazos, y se enfrentó a él sin pronunciar palabra, con el rostro surcado de lágrimas de desesperación.
Durante un instante, Algorind vaciló y se preguntó si le habrían informado mal.
Tanto la mujer como la chiquilla eran delgadas, y ambas tenían el cabello castaño cuidadosamente trenzado, pero ahí acababa cualquier semejanza. La mujer era humana: la niña, semielfa. ¡Seguro que no era ésta la hija heredera de Samular!
—No le hagas daño —dijo la chiquilla en un tono de voz claro y tintineante.
Había más rabia que miedo en sus almendrados ojos elfos.
—No tengo el más mínimo deseo de herirte a ti o a tu madre, niña —repuso con suavidad.
—Madre adoptiva —corrigió la pequeña, con un afán de decir la verdad que sí parecía propio de un hijo de Samular.
—Mujer, ¿es ésta la hija de Dag Zoreth, sacerdote de Cyric? —preguntó Algorind.
—¡Es mía! ¡Ha sido mía desde su nacimiento! ¡Vete y déjanos en paz! —suplicó la mujer. Puso a la chiquilla en el suelo y la envolvió con su amplia falda púrpura, cubriéndola con su propio cuerpo.
Aquello colocaba a Algorind en una encrucijada. Seguramente aquella valerosa y desinteresada reacción no era propia de un servidor del maligno. Retrocedió unos pasos, sin soltar la espada por miedo a que hiciesen algún gesto traicionero. Sus ojos se quedaron posados en la mujer vestida de púrpura, pero el centro de su atención fue más allá y sus labios se movieron en plena oración, mientras sentía que el poder que Tyr garantizaba a todos los paladines lo envolvía. En nombre del Dios de la Justicia, Algorind sopesó y midió a la mujer que tenía delante de él.
Punzadas de dolor se le clavaron como cuchillos en las sienes. Se le apareció una imagen: un resplandor púrpura y un reluciente cráneo negro. Algorind jadeó entrecortadamente. Tyr había hablado: la mujer estaba aliada con el maligno..., con una gran perversidad. Seguía al loco dios Cyric.
Pero Tyr también era compasivo, así que Algorind se echó atrás para apartarse de la imagen.
—Mujer, si renuncias a Cyric y a los malvados tratos que hayas hecho con él, dame a la niña y seguirás viva.
Los ojos de la mujer centellearon y con gesto desafiador escupió al suelo a los pies de Algorind.
La alternativa de Algorind era evidente y, sin embargo, seguía indeciso. Nunca había matado a una mujer, y mucho menos a una desarmada y que no hubiese sido entrenada. Y, por supuesto, jamás lo había hecho en presencia de una chiquilla.
—Corre, pequeña —le aconsejó en tono amable—. Esto no es adecuado para tus ojos.
Pero la niña resultó tan tozuda como su madre adoptiva y se quedó donde estaba.
Lo único que resultaba visible de ella eran sus manos diminutas, aferradas a la falda púrpura dorada de la mujer. Algorind musitó una oración silenciosa para sosegar su ánimo y ahogar sus propias protestas ante el terrible deber con el que tenía que enfrentarse. Arremetió con una única estocada de gracia y la mujer se derrumbó en el suelo. La chiquilla se quedó contemplándolo por encima del cuerpo de su madre adoptiva, con los puños todavía agarrados a la tela púrpura y los ojos abiertos de par en par por el terror. Luego, de repente, se volvió y echó a correr con la agilidad de una liebre.
Algorind soltó un suspiro y apartó la espada. Su tarea como paladín le resultaba cada vez más desconcertante.
Bronwyn no durmió bien aquella noche. En su aposento de la parte alta de El Pasado Curioso, se revolvía una y otra vez en la cama, con sueños repletos de imágenes olvidadas hacía tiempo, recuerdos infantiles que la revelación de Malchior había sacado a la luz. Su padre se llamaba Hronulf. Había sido paladín al servicio de Tyr. Había esperado algo de ella, algo importante. De pequeña, no había llegado a saber qué era, y ahora no era capaz de reunir imágenes suficientes para entenderlo.
Se levantó antes del amanecer, resuelta a encontrar respuestas. Por lo que sabía de los seguidores de Tyr, el hecho de aparecer a primera hora de la mañana no supondría ningún impedimento. Se vistió deprisa y salió de la tienda.
Alice, con su diminuto y tostado rostro contraído en una mueca de maternal inquietud, estaba ya despierta y la esperaba. Blandió ante Bronwyn el plumero de quitar el polvo con el mismo ímpetu con que hubiese blandido una reluciente espada.
—¿Adónde se supone que vas a estas horas?
Bronwyn suspiró y se reclinó en una estatua de mármol verde que había traído de Chult.
—Cosas de negocios, Alice, negocios que me permiten contratarte.
La gnoma soltó un bufido, en absoluto complacida por aquel comentario que le recordaba su estatus. Apuntó con un dedo acusador a Bronwyn.
—No creas que no sé a qué hora llegaste anoche. Vas detrás de alguna cosa, y quiero saber qué es. Déjame que te ayude, chiquilla —añadió en tono amable.
—De acuerdo —convino Bronwyn—. Voy al Tribunal de Justicia para hablar con alguno de los paladines que hay allí. He tenido noticias de mi padre.
La gnoma se sentó en un arcón de madera tallada.
—¿Después de tantos años? —murmuró con voz débil—. ¿Quién te ha dado noticias?
—Un sacerdote zhentarim, el que me encargó el collar de ámbar —fue la respuesta de Bronwyn, que apenas podía disimular la rabia que le causaba la traición de Malchior—. Persigue algo, y quiero averiguar qué es.
—Ya, supongo que es lo mejor —murmuró Alice con gesto ausente—.
¿Regresarás esta mañana?
—Después del mediodía. Tengo que parar un momento en la tienda de gemas de Ilzimmer en la calle del Diamante. Han estado reparando y limpiando la parte de oro de aquella pieza de esmeraldas.
—Perfecto. Pasaré por el mercado para comprar algo que comer.
Bronwyn le dio las gracias con un gesto y salió a la calle envuelta en la oscuridad.
El cielo empezaba a adquirir un tono plateado por encima de su cabeza y la mayoría de las farolas empezaban a parpadear por falta de reservas de aceite. A pesar de la hora tan temprana, la ciudad no estaba envuelta en sueños. Aunque los acomodados habitantes de la ciudad consideraban la calle de las Sedas un lugar para hacer compras, cenar o buscar diversión, muchos de los empleados de esos locales habitaban en las viviendas de los pisos superiores y a aquella hora se alzaban nubecillas de humo de las chimeneas que indicaban que los criados y las amas de casa empezaban a encender los fuegos para preparar el desayuno. Una carreta pasó ruidosa por su lado, arrastrada por un par de bueyes corpulentos que obedecían las órdenes de un conductor de ojos soñolientos. Iba cargada con ruedas de queso y recipientes llenos de leche; un gato medio dormido que iba tumbado encima de una de las lecheras abrió un ojo para observar a Bronwyn.
La mujer fue a buscar a su caballo a un establo público cercano y puso rumbo al templo de Tyr. El Tribunal de Justicia era un complejo formado por tres grandes edificios de piedra gris, sombríos y cuadrados, dispuestos en forma de triángulo sobre una explanada de hierba. Sin embargo, el conjunto no parecía austero porque de los balcones del edificio principal pendía una hilera de brillantes estandartes que simbolizaban los colores de las diversas órdenes de paladines. Aunque la luz del sol apenas teñía el cielo, una docena o más de hombres y tres mujeres se encontraban enfrascados en pleno entrenamiento de armas.
Bronwyn expuso el motivo de su visita al joven caballero que había en la puerta.
Su gesto cortés se suavizó y sus ojos se animaron ante la sola mención de Hronulf.
—Estáis de suerte, lady —repuso en tono animoso—. Sir Gareth Cormaeril está hoy de visita. Fue gran amigo de Hronulf y su compañero de armas en su juventud.
Probablemente podáis encontrarlo en su estudio, atendiendo asuntos de su orden.
¿Deseáis que os escolte hasta allí?
—Por favor... —Bronwyn escuchó atentamente cómo el joven continuaba ensalzando a sir Gareth, a Hronulf y las antiguas y grandes hazañas de aquellos poderosos guerreros. Le contó la historia del ataque zhentarim y de la terrible herida que había sufrido Gareth defendiendo la vida de su amigo.
—Sir Gareth sirve a la Orden de los Caballeros de Samular como tesorero.
Hronulf, por supuesto, está todavía en servicio activo.
El corazón de Bronwyn latió con fuerza ante aquella noticia. ¿Su padre seguía con vida? Por algún motivo, aquella posibilidad nunca se le había ocurrido, pensaba que sólo iba a oír historias de su vida. Nunca había soñado con poder volver a verlo con sus propios ojos.
El joven caballero siguió parloteando, pero Bronwyn no oyó una palabra hasta que estuvieron frente a la puerta del estudio de sir Gareth. Tras hacer las presentaciones, el joven la dejó allí.
Sir Gareth era un hombre atractivo de edad madura que conservaba cierta robustez a pesar de la herida que le dejaba prácticamente inutilizado el brazo derecho. La recibió con cortesía y pidió que les sirvieran té.
—Así que deseáis saber cosas de Hronulf Caradoon —comentó—. ¿Me permitís preguntar el origen de vuestro interés?
Bronwyn no vio ninguna razón para mentir, pero su instinto y la fuerza de la costumbre la impulsó a no contar toda la verdad.
—He estado buscando a mi familia durante años y tengo razones para pensar que Hronulf pueda tener información que me sirva de ayuda en la búsqueda.
Sir Gareth se recostó en su silla y la observó, pensativo.
—Esto es sumamente importante. Hronulf también sufrió la pérdida de su familia.
Estoy convencido de que se sentirá muy identificado con vos y hará cuanto esté en su poder para ayudaros. Bueno —añadió con una breve sonrisa de orgullo—, lo haría de todas formas.
La calidez de los ojos azules del caballero la conmovió.
—Me han dicho que es amigo vuestro.
—El mejor que he tenido nunca, el mundo entero no se merece uno mejor — respondió sir Gareth—, pero será mejor que lo conozcáis y podréis juzgarlo con vuestros propios ojos.
El caballero fue en busca de tinta y pergamino para escribir una breve nota.
Espolvoreó las letras con polvos de secar y luego sacudió la hoja para quitar el exceso.
Acto seguido, enrolló el pergamino y se lo tendió a un solícito escriba.
—Pon mi sello —ordenó con gesto ausente, y luego se volvió hacia Bronwyn—.
Llevad esta carta a Hronulf como presentación mía. Es capitán de una fortaleza conocida como El Bastión del Espino. ¿La conocéis?
—He oído hablar de ella. Está cerca de la carretera Alta, a unos dos días de camino al norte de Aguas Profundas, ¿verdad?
—Correcto. Ah, gracias. —Cogió el pergamino sellado de manos de su ayudante y se lo tendió a Bronwyn—. ¿Deseáis escolta? Yo no estoy en condiciones de acompañaros, pero con gusto enviaré a hombres de confianza para que os guíen y os protejan.
Bronwyn agradeció su gesto con una sonrisa y apartó de su mente el atisbo de recelo que aquel tono paternalista le inspiraba. Era una gentil oferta, y debía aceptarla con cortesía.
—Sois muy amable, sir Gareth, pero me las arreglaré sola.
—Entonces, que Tyr os facilite el camino. ¿Partiréis pronto?