Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
Mientras regresaba a El Pasado Curioso, dos conclusiones se formaron en la mente de Bronwyn. Primero, el hecho irrefutable de que Malchior le había tendido una trampa sin ninguna razón aparente. Y, segundo, la convicción cada vez más profunda de que el duergar le había proporcionado aquella información con demasiada facilidad.
El sol matutino se colaba a través de las ventanas de fino vidrio emplomado. Un sirviente impecablemente vestido colocó con disimulo una bandeja de desayuno en una mesita cercana. Dag respiró hondo para deleitarse con el perfumado aroma de los pasteles de carne, el pan recién horneado e incluso una taza de café de Maztica que tan popular se había vuelto en el decadente territorio sureño.
—¿Es eso todo, milord?
Dag Zoreth hizo una pausa en la contemplación de sus nuevos dominios y echó un vistazo al hombre elegantemente vestido de negro que se había dirigido a él. Emerson era un caballero auténtico: un sirviente ordenado, eficiente y sumamente capacitado que con toda probabilidad sería capaz de dirigir un reino de reducidas dimensiones con gran éxito y aplomo. El mayordomo era precisamente el tipo de lujos a los que Dag pretendía acostumbrarse.
—Una cosa más, Emerson. Sir Gareth Cormaeril vendrá esta mañana. Espera encontrarse con Malchior; no lo disuadas de su error. De hecho, si hace alguna pregunta, intenta no contestarla.
El mayordomo ni siquiera parpadeó ante aquel encargo tan curioso.
—¿Debo anunciarlo, señor, o hacerlo pasar directamente?
Los labios de Dag se curvaron en una fina línea que asemejaba una sonrisa.
—Por supuesto, hazlo pasar de inmediato. Este encuentro lleva más de veinte años de retraso.
Emerson respondió con una admirable falta de curiosidad y una reverencia rápida y perfecta. En cuanto el mayordomo hubo cerrado la puerta esculpida con bajorrelieves, Dag se arrebujó en el mullido sillón y dejó que el lujo de la estancia lo impregnara.
Alfombras de intrincados dibujos procedentes de Calimport, ventanas con multitud de paneles, algunos de ellos coloreados, y vestidas con cortinas de seda de Shou, muebles esculpidos de maderas exóticas y cubiertos de almohadones bordados, estantes y más estantes con libros finamente encuadernados... El hogar estaba embaldosado con lapislázuli y el candelabro que iluminaba la estancia con multitud de velas de cera de abejas tenía el lustre de la plata élfica. Ni un solo objeto en aquella estancia carecía de calidad y la mayor parte de ellos tenía un tono que abarcaba los azules oscuros y los carmesíes intensos..., los colores más difíciles de conseguir y, por lo tanto, los más caros.
Se encontraba en la biblioteca de la casa de huéspedes de Osterim, una pequeña pero lujosa propiedad solariega que formaba parte del caserío Rassalantar, en las afueras de Aguas Profundas. Se trataba de un complejo de casonas y establos que mantenía un rico mercader para uso y disfrute propio y de sus invitados. Aquello era lo que todo el mundo sabía, pero menos conocido era el hecho de que Yamid Osterim era capitán de los zhentarim. Sus impecables credenciales como mercader le daban acceso a rutas secretas y de comercio; su astucia le permitía pasar toda aquella información de manera que nunca un atisbo de sospecha lo rozara.
Malchior, el mentor de Dag y su inmediato superior, disfrutaba de la hospitalidad de Osterim desde hacía muchos años y había pasado ese privilegio a Dag, junto con los servicios del inestimable Emerson..., y el control del paladín de Malchior.
Para prepararse para la visita de sir Gareth, Dag había añadido un único toque propio a la decoración de la estancia. En el hogar crepitaba un fuego mágico, extrañas e impías lenguas de fuego negro y púrpura que proyectaban una luz violeta sobrenatural y hacían danzar sombras macabras por el suelo alfombrado. Dag se divertía pavoneándose con los colores y el poder de Cyric, una tácita burla de la habilidad de sir Gareth para soportar semejante proximidad con la maldad.
Se abrió la puerta y se introdujo en la estancia un hombre alto y fornido, de aspecto anciano pero vigoroso, el sombrero colocado con gesto respetuoso debajo del brazo y unos cabellos blancos como la nieve peinados en ondas impecables. Sus ojos de un azul brillante se abrieron por la sorpresa cuando se encontró con un hombre pequeño y de tez oscura en vez del sacerdote orondo y falsamente jovial que esperaba ver.
—Bienvenido seáis, sir Gareth. Gracias por venir —saludó Dag, con un deje de ironía en la voz.
La expresión de aturdimiento del caballero se agudizó.
—Poca elección tuve en ese tema, joven señor. Fui convocado.
Dag suspiró y sacudió la cabeza.
—Paladines... —musitó en tono de apacible burla—. Siempre tienen que acabar diciendo aquello que es obvio. Por favor, sentaos.
—No tengo intención de interferir en vuestro tiempo libre. Tengo cita con otra persona. Aceptad mis disculpas por esta intrusión; os dejaré y buscaré...
—Malchior no va a venir —lo interrumpió Dag con suavidad—. Os envía saludos y su deseo de que sea yo quien lo sustituya en este asunto.
Sir Gareth titubeó.
—No os conozco, joven señor.
—¿Seguro que no? He elegido el nombre de Dag Zoreth, aunque es posible que hayáis oído hablar de mí con otro nombre. Conocíais sumamente bien a mi padre, si lo que cuentan es cierto. —Dag hizo un gesto para señalar el brazo derecho del anciano, que pendía destrozado e inservible en su costado—. Os infringieron esa herida cuando le salvasteis la vida, o al menos eso dicen.
El color desapareció del rostro del paladín, pero él se mantuvo tan tieso como un centinela.
—Por favor, sentaos antes de que os caigáis —ofreció el sacerdote, malhumorado.
Sir Gareth se acercó con rigidez a la silla más cercana y se hundió en ella, con los ojos fijos en el rostro de Dag.
—¿Cómo es posible? —susurró—. El hijo de Hronulf. No puede ser verdad.
—Si buscáis en mí algún parecido con mi padre, no os molestéis —repuso Dag con aspereza—. Que yo recuerde, nunca nos parecimos mucho. Pero quizás esta pequeña chuchería os convenza de que digo la verdad.
Alzó una cadena de plata que llevaba colgada del cuello y se la tendió a sir Gareth. El anciano caballero vaciló unos instantes al echar una ojeada al medallón que ostentaba el símbolo de Cyric, pero olvidó sus escrúpulos al atisbar el anillo que pendía tras él. Cogió la cadena y escudriñó con atención el aro.
Al cabo de un momento, sir Gareth fijó la mirada en el rostro de Dag.
—No lleváis este anillo porque no podéis.
Aquello era cierto, pero Dag encogió los hombros en tono despectivo.
—Alguien puede llevarlo en mi nombre. Si el anillo está bajo mi control, poco importa quién lo lleve.
Una expresión de perspicaz especulación parpadeó en los ojos del caballero, pero fue tan fugaz que Dag se quedó con la duda de si lo habría imaginado. Sin embargo, la recordaba, como recordaba todas las cosas que le había contado Malchior del hombre que ahora tenía bajo su control.
—Hay dos anillos más —prosiguió Dag—. Mi padre lleva uno, pero ¿dónde está el tercero?
Sir Gareth retornó con reticencia el anillo.
—¡Ay, si lo supiera! La Orden Sagrada perdió el anillo hace muchos años, durante los años del gran Samular.
El clérigo estudió el rostro del anciano en busca de alguna señal de vacilación.
Malchior le había dicho que sir Gareth no mentía nunca, pero que solía decir la verdad de un modo muy confuso. Según le había comentado Malchior, era difícil extraer qué era verdad y qué falsedad inventada con ingenio. Dag sospechaba que ni siquiera el propio sir Gareth sería capaz de distinguir la diferencia. Según Malchior, el caballero era un maestro en el arte de la excusa. Sir Gareth trabajaba con empeño, con sumo empeño, para ocultar a ojos de los demás hermanos en la Orden, y ocultárselo a sí mismo, de paso, el hecho de que era un paladín fracasado. Ya no sentía en su interior la gracia de Tyr, de hecho hacía tiempo que no la tenía. En vista de todo ello, concluyó Dag con sombrío regocijo, sir Gareth no podría poner demasiadas objeciones al hecho de llevar un poco de magia procedente de Cyric.
El sacerdote rebuscó entre los pliegues de su túnica púrpura y extrajo una esfera negra diminuta, que tendió a sir Gareth.
—Llevaréis esto con vos, y lo mantendréis siempre con vuestra persona. Cuando desee contactar con vos, percibiréis una sensación de fuego gélido. No intentaré explicaros en qué consiste..., sabréis de qué os hablo cuando lo sintáis. Cuando eso suceda, apresuraos a acudir a un lugar privado y sacad la bola del lugar donde la tengáis oculta. El tacto de vuestra mano abrirá el portal... y sofocará el dolor. —Dag esbozó una fina sonrisa—. Estoy seguro de que no es necesario haceros mayores advertencias, puesto que la presteza y el estoicismo son dos virtudes de un caballero.
Sir Gareth cogió la esfera con mano reticente y dio un brinco horrorizado hacia atrás al ver la imagen que reflejaba su interior: el rostro pálido y enjuto de Dag, enmarcado por lenguas de fuego púrpura.
—Podéis hablar en un tono de voz normal. Os oiré —prosiguió Dag mientras observaba con ojos de burla cómo el caballero se apresuraba a apartar la esfera y frotarse los dedos, como si el tacto no sólo le quemase sino que lo manchase—. Con este artilugio, podréis seguir sirviendo a los zhentarim, como habéis hecho durante casi treinta años.
Las palabras de Dag eran un insulto deliberado y como tal fueron recibidas. La mandíbula de sir Gareth se puso firme y el anciano alzó la barbilla.
—Podéis pensar lo que queráis, lord Zoreth, pero todavía sirvo a la Orden. Los Caballeros de Samular veneran la memoria de Samular, nuestro fundador. Al serviros a vos, un descendiente directo de Samular, cumplo con mis votos.
—Retorcido —respondió Dag Zoreth en tono casi de admiración—. Tal vez podáis ilustrarme en otro asunto. Tengo una curiosidad: ¿tenéis idea de qué tipo de diversiones considera amenas un sacerdote de Cyric? —El sacerdote sonrió al ver la reacción de su visitante—. Entiendo, por el tono blanco de vuestra piel, que sí.
Entonces, ¿cómo justificáis el uso de fondos de la Orden para financiar las actividades que Malchior lleva a cabo en su tiempo de ocio?
El rostro de sir Gareth era ceniciento, pero su mirada seguía tranquila.
—Sea lo que fuere aparte de eso, Malchior es un estudioso y posee un amplio conocimiento de las tradiciones y la historia de mi Orden. Es justo y oportuno que el dinero de la Orden se invierta en ayudarlo en su trabajo. No tengo conocimiento de primera mano de que esos fondos se utilicen de otra manera.
—Un matiz que vos seguro que encontraréis tranquilizador —comentó el sacerdote. Su rostro se endureció y el tono de diversión perversa de sus ojos se esfumó—. Permitidme una pregunta más. ¿Qué puede justificar el hecho de condenar a niños a la muerte?
El antiguo paladín dejó caer la cabeza entre las manos, como si el peso de su culpa inconsciente fuera demasiado grande.
—No tuve nada que ver con lo sucedido a los hijos de Hronulf.
—¿Seguro? ¿Acaso no vendisteis varios de los secretos más preciados y mejor guardados de la Orden? Si ese hecho condujo a unos bárbaros a la aldea de mi padre y a mí, supongo que la culpa no salpicará vuestras ropas.
Sir Gareth se puso de pie de repente, con los hombros erguidos. Sabía que le esperaba una muerte inminente, pero todavía conservaba el alma de paladín para aceptar su destino con dignidad.
—Es un poco tarde para que muráis como un mártir —repuso Dag con frialdad—.
Mataros lenta y dolorosamente será mucho más gratificador, aunque en vista de los hechos, sólo estaré administrando justicia. Ése es el alcance de vuestro dios, no del mío.
—¿Qué deseáis entonces de mí, sacerdote de Cyric?
—No más de lo que deseaba Malchior. La información es más importante para mí que la satisfacción fugaz que obtendría con vuestro sacrificio.
El caballero estudió su rostro y luego hizo un gesto de asentimiento.
—Si yo poseo ese conocimiento, lo compartiré con vos.
Dag dudaba de que eso fuese cierto, pero la información que pudiera proporcionarle sir Gareth sería un punto de partida oportuno. Comprobaría, confirmaría y profundizaría todo lo que pudiese aprender de aquel caballero astuto, y sólo entonces actuaría.
El sacerdote se recostó en su butaca.
—Habladme de mi padre. Contadme lo que sepáis de él... y todo lo que sepáis de la fortaleza que dirige.
Sir Gareth respondió largo y tendido, con todo lujo de detalles. Describió la antigua fortaleza conocida como El Bastión del Espino, sus defensas, el terreno que tenía alrededor y por debajo. Proporcionó información que pocos hombres entre los Caballeros de Samular poseían. Según parecía, Hronulf había confiado multitud de secretos a su viejo amigo. Mientras Gareth hablaba, un plan empezó a tomar forma en la mente de Dag Zoreth.
En cuanto concluyó la reunión y el paladín hubo partido, Dag Zoreth se levantó y caminó hacia el hogar, sumido en hondos pensamientos. Su vista se posó en las llamas mágicas y distrajo su atención. Los Fuegos de Cyric eran un hechizo de su propia creación, uno de sus favoritos. El fuego era en sí mismo púrpura profundo, y el núcleo de cada espiral de fuego era negro azabache. Los colores de la amatista y la obsidiana, los favoritos de su dios, brillaban con intensidad y poder absoluto. El fuego era un símbolo de la ambición de Dag Zoreth y del sendero hacia el poder que de pronto se había abierto ante él.
«¿Quién iba a pensar que algo tan negro pudiese ser a la vez tan atractivo y brillante?», pensó mientras contemplaba el fuego parpadeante.
Algorind detuvo su caballo ante un montón de rocas que habían caído sobre el camino por la ladera de la montaña. Eran demasiado grandes para que las moviera un solo hombre; tendría que tomar nota en su informe para que el maestro Laharin enviase más hombres con la siguiente patrulla. El mantenimiento de la limpieza y la seguridad del camino que comunicaba el río con la carretera de Dessarin era una de las atribuciones de los jóvenes paladines que se entrenaban en Summit Hall..., una tarea que Algorind cumplía con satisfacción y orgullo.
Aquélla era su primera patrulla en solitario, y la primera vez que cabalgaba sobre
Viento Helado
, el alto caballo blanco que tantos días le había costado ensillar y embridar.
Viento Helado
no era una verdadera montura de paladín, cosa que Algorind había aprendido ya, sino un animal de pura raza. Algorind trotaba feliz al ritmo de las gráciles zancadas del animal y dejaba que sus pensamientos flotaran por la tarde que se aproximaba.