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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (54 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Recordó lo que Leto le había dicho la última mañana, durante el desayuno, cuando el duque le había regalado la maravillosa espada: «Nunca olvides la compasión».

Duncan, guiado por un impulso, extendió el paquete y se fijó en el blasón del halcón rojo en el envoltorio.

—Quédate lo que contenga. La comida, al menos. Las holofotos y mensajes son para mí.

Resser aceptó el paquete con una sonrisa, mientras Jeh-Wu continuaba distribuyendo cilindros.

—Quizá la comparta contigo, o no.

—No me retes a un duelo, porque perderás.

—Claro, claro —murmuró su amigo, risueño.

Los dos se sentaron en una escalera de los barracones y contemplaron las barcas de pesca en el lago. Resser rompió el envoltorio con más entusiasmo del que Duncan habría empleado. Extrajo varios contenedores cerrados y miró a través del plaz transparente los trozos de color naranja que contenían.

—¿Qué es esto?

—¡Melón paradan! —Duncan extendió la mano hacia el contenedor, pero Resser lo alejó de su alcance y lo examinó con aire escéptico—. ¿No has oído hablar del paradan? El manjar más dulce del Imperio. Mi favorito. Si hubiera sabido que me enviaban esto… —Resser le devolvió el contenedor y Duncan lo abrió—. Hace un año que no veía uno. Las cosechas se estropearon por culpa de un plancton invasor.

Tendió una tajada de fruta en conserva a Resser, que dio un pequeño mordisco y se obligó a tragarlo.

—Demasiado dulce para mi gusto.

Duncan comió otro pedazo, y luego dos más, antes de cerrar el contenedor. Para alegría de Resser, encontró unos deliciosos pasteles de Cala hechos a base de arroz pundi y miel, envueltos en papel de especia.

Por fin, descubrió tres mensajes en el fondo del paquete, escritos a mano sobre un pergamino que llevaba el sello de la Casa Atreides. Saludos de Rhombur, animándole a no desesperar; una nota de Thufir Hawat en que expresaba cuánto ansiaba su regreso al castillo de Caladan; un mensaje de Leto, en el que prometía considerar la posibilidad de destinar a Hiih Resser a la Guardia de la Casa Atreides, siempre que el pelirrojo completara con éxito su adiestramiento.

Asomaron lágrimas a los ojos de Resser cuando su amigo le dejó leer las notas. Volvió la cabeza para que Duncan no las viera.

—Haga lo que haga la Casa Moritani —dijo Duncan, rodeando la espalda de su amigo con un brazo—, tendrás un lugar. ¿Quién se atrevería a desafiar a la Casa Atreides, sabiendo que tiene a dos maestros espadachines?

Aquella noche, Duncan sentía tal añoranza por su hogar que no pudo dormir, de modo que cogió la espada del viejo duque, salió al exterior y practicó a la luz de las estrellas, batiéndose en duelo con enemigos imaginarios. Había pasado mucho tiempo desde que vio por última vez los ondulantes mares azules de Caladan, pero aún recordaba el hogar de su elección, y cuánto debía a la Casa Atreides.

60

La naturaleza se ha movido de una manera inexplicable hacia atrás y hacia adelante para producir la maravillosa y sutil especia. Uno se siente tentado de sugerir que sólo la intervención divina ha podido producir una sustancia que, por un lado, prolonga la vida humana, y por el otro, abre las puertas interiores de la psique a los prodigios del Tiempo y la Creación…

H
IDAR
F
EN
A
JIDICA
, Notas de laboratorio sobre la naturaleza de la Melange

En el espaciopuerto subterráneo de Xuttuth, el investigador jefe Hidar Fen Ajidica vio que la nave de Fenring despegaba de la pared del cañón, una ancha fisura en la corteza del planeta. En teoría una pintoresca garganta vista desde arriba, la fisura permitía el acceso a los mundos seguros del subsuelo. La nave de Fenring se convirtió en un punto luminoso en el frío cielo azul.

¡De buena me he librado!
Siempre podía confiar en que el entrometido observador imperial muriera en una explosión aérea, pero por desgracia la nave alcanzó su órbita sin problemas.

Ajidica volvió a los túneles y tomó un ascensor que descendió a las profundidades. Ya tenía bastante aire fresco y espacios abiertos.

La inesperada visita del ministro de la Especia había consumido dos días… tiempo perdido, en lo que al investigador jefe concernía. Estaba ansioso por regresar a sus experimentos para obtener especia artificial, que se estaban acercando a la fase final.

¿Cómo voy a conseguir algo con ese hombre pisándome los talones?

Para empeorar la situación, un representante tleilaxu llegaría dentro de una semana. Ahora, parecía que los compatriotas de Ajidica no confiaban en él. Enviaban sus informes a los Amos del sagrado planeta natal, quienes los comentaban en el
kehl
general, el consejo más sagrado de su pueblo.
Más inspecciones. Más interferencias.

Pero casi he logrado mi objetivo…

Siguiendo las minuciosas instrucciones del investigador jefe, los ayudantes del laboratorio habían preparado una importante modificación en los nuevos tanques de axlotl, los sagrados receptáculos biológicos en que se cultivaban variaciones de especia. Con esos ajustes podría avanzar hasta la siguiente fase: experimentos reales, y después la producción de amal.

En el interior del pabellón de investigaciones, Hidar Fen Ajidica y su equipo habían conseguido más éxitos de los que se atrevía a revelar a la sabandija de Fenring, e incluso a su pueblo. Dentro de un año, dos a lo sumo, esperaba solucionar el escurridizo rompecabezas. Y entonces llevaría a la práctica el plan que ya había puesto en acción, para robar el secreto del amal y utilizarlo en beneficio propio.

Cuando llegara ese momento, ni siquiera las legiones de Sardaukar estacionadas en secreto podrían detenerle. Antes de que se dieran cuenta, Ajidica desaparecería con su trofeo, y luego destruiría los laboratorios. Y se quedaría con la especia artificial.

Había otras cosas que podían interferir en los planes de Ajidica, por supuesto, pero las desconocía. Había espías en Xuttuh. Los Sardaukar y la fuerza de seguridad de Ajidica habían descubierto y ejecutado a más de una docena enviados por diferentes Grandes Casas. Pero también corrían rumores de que una agente de la Bene Gesserit se había infiltrado en el planeta. Ojalá aquellas brujas se ocuparan de sus asuntos.

Mientras volvía en tren a sus instalaciones de alta seguridad, el investigador jefe se metió una pastilla roja en la boca y la masticó. La medicación, que trataba su fobia al mundo subterráneo, sabía a carne de bacer podrida sacada de un tanque hediondo. Se preguntó por qué los farmacéuticos no fabricaban medicamentos que supieran mejor. No debía ser más que una cuestión de aditivos.

El pabellón de investigaciones estaba compuesto de quince edificios blancos comunicados mediante pasos elevados, correas transportadoras y sistemas de vías, todos rodeados por poderosos mecanismos defensivos y ventanales reforzados unidireccionales. Tropas Sardaukar protegían el complejo.

Ajidica había adaptado la ciencia genética tleilaxu a las instalaciones de fabricación avanzadas que la Casa Vernius había abandonado después de su derrota. Los vencedores se habían apoderado de montones de materiales en bruto y, gracias a intermediarios, habían obtenido recursos adicionales de otros planetas. A cambio de sus vidas, cierto número de directores de fábricas y científicos ixianos colaboraron en el proceso de reciclado.

El vagón se detuvo ante las paredes del pabellón. Después de atravesar engorrosos sistemas de seguridad, Ajidica subió a una plataforma blanca. Desde allí tomó un ascensor hasta la sección más grande, donde nuevas «candidatas» se adaptaban a tanques de axotl modificados. Todo superviviente ixiano quería saber qué ocurría en el interior de la instalación secreta, pero nadie tenía pruebas. Sólo sospechas, y un miedo cada vez más cerval.

En el pabellón de investigaciones, Ajidica contaba con la instalación de fabricación más avanzada del Imperio, incluyendo complejos sistemas de manipulación de materiales para transportar muestras. La naturaleza experimental del Proyecto Amal exigía un amplio abanico de productos químicos y especímenes, así como la eliminación de enormes cantidades de residuos tóxicos, todo lo cual llevaba a cabo Ajidica con eficacia sin par. Jamás había tenido acceso a algo tan avanzado, ni siquiera en el propio Tleilax.

Ajidica atravesó una puerta de bioseguridad, entró en una inmensa sala donde los obreros estaban terminando de instalar las conexiones preliminares en el suelo, en preparación de los nuevos tanques de axotl, todavía vivos, que serían trasladados al pabellón.

Mis experimentos deben continuar. Cuando haya descubierto el secreto, controlaré la especia y podré destruir a todos esos demonios que dependen de ella.

61

La libertad es un concepto escurridizo. Algunos hombres se consideran prisioneros incluso cuando poseen el poder de hacer lo que les plazca e ir a donde deseen, mientras que otros son libres en sus corazones, aunque estén encadenados.

Sabiduría zensunni de la Peregrinación

Gurney Halleck rompió a propósito el mecanismo de la cuba de procesamiento de obsidiana, lo cual provocó una grieta en el contenedor. El líquido se derramó sobre el sucio suelo. Se preparó para el castigo que se avecinaba.

El primer paso en su desesperado y frío plan de huida. Como era de esperar, los guardias acudieron corriendo, con las porras neurónicas y los guanteletes preparados. Desde los dos meses transcurridos desde el asesinato de Bheth, los Harkonnen estaban seguros de haber apagado todo hálito de resistencia en aquel hombre de pelo rubio. Gurney ignoraba por qué no le habían matado ya. No porque admiraran su temple ni porque fuera un hombre duro. Lo más probable era que obtuvieran un placer sádico en atormentarle y dejar que volviera a recibir más.

Necesitaba recibir heridas graves, que precisaran atención médica. Quería que los guardias le hicieran más daño que de costumbre, tal vez un par de costillas rotas. Después, los médicos le tratarían en la enfermería y se olvidarían de él mientras sanaba. Entonces sería cuando Gurney actuaría.

Luchó con los guardias cuando atacaron. Otros prisioneros se habrían rendido enseguida, pero si Gurney no hubiera peleado habría despertado sus sospechas. Resistió con ferocidad, pero los guardias le golpearon, patearon y machacaron la cabeza contra el suelo.

Se sintió invadido de negrura y dolor, al borde de las náuseas, pero los guardias, animados por la descarga de adrenalina, no pararon. Sintió que sus huesos se rompían. Escupió sangre.

Mientras Gurney perdía el conocimiento, temió haber ido demasiado lejos. Tal vez esta vez sí le matarían…

Durante días, los trabajadores de los pozos de esclavos habían estado cargando un embarque de obsidiana azul. El transportador de carga, protegido por una valla, esperaba en el campo de aterrizaje, con las planchas del casco erosionadas debido a los numerosos viajes de ida y vuelta a la órbita. Un grupo de guardias vigilaban el cargamento, pero no prestaban mucha atención. Ningún hombre acudía por voluntad propia al corazón de un pozo de esclavos, y los guardias estaban convencidos de que ningún tesoro tentaría ni al ladrón más codicioso del universo.

El cuantioso embarque había sido encargado por el duque Leto Atreides, a través de mercaderes de Hagal. Incluso Gurney sabía que los Atreides habían sido durante generaciones adversarios de la Casa Harkonnen. Rabban y el barón se regocijaron al saber que vendían un embarque tan caro a su mayor adversario.

A Gurney sólo le importaba que el embarque partiera pronto…, y eso significaba seguirlo muy lejos de los pozos de esclavos.

Cuando recobró por fin el conocimiento, descubrió que se encontraba en una cama de la enfermería. Las sábanas estaban manchadas de anteriores pacientes. Los médicos dedicaban escasos esfuerzos a mantener con vida a los prisioneros. No era económico. Si los prisioneros heridos podían ser curados con un mínimo de tiempo y atenciones, eran devueltos al trabajo. Si morían, las incursiones Harkonnen pronto conseguían sustitutos.

Gurney permaneció inmóvil y procuró no gemir ni llamar la atención. En una litera adyacente, un hombre se retorcía de dolor. Con los ojos entornados, Gurney vio que el vendaje del muñón del brazo derecho estaba empapado de sangre. Se preguntó por qué los médicos se habían tomado la molestia. En cuanto el panzudo supervisor viera al esclavo mutilado, ordenaría su ejecución.

El hombre gritó, debido al horrible dolor o bien a que había tomado conciencia de su destino. Dos técnicos médicos le sujetaron e inyectaron un pulverizador siseante. No era un mero tranquilizante. Al cabo de escasos momentos, emitió un gorgoteo y enmudeció. Media hora después, hombres uniformados se llevaron el cuerpo, mientras canturreaban una marcha militar, como si repitieran aquel ritual todo el día.

Un médico se acercó a Gurney, le examinó y exploró. Aunque emitió los gemidos y maullidos apropiados, fingió que seguía inconsciente. El doctor resopló y se alejó. Con los años, los técnicos médicos ya habían dedicado demasiado tiempo a curar las repetidas heridas de Gurney Halleck.

Cuando las luces se apagaron en el complejo, la enfermería se sumió en un pesado silencio. Los médicos se libraron a sus adicciones químicas, semuta u otras drogas de los almacenes farmacéuticos. Llevaron a cabo un último examen superficial del paciente semicomatoso. Gurney gruñó, fingiendo estar atrapado en una pesadilla. Un médico se inclinó sobre él con una aguja, probablemente un sedante, pero después meneó la cabeza y se marchó. Tal vez quería que Gurney sudara si se despertaba en plena noche.

En cuanto los médicos se fueron, Gurney abrió los ojos y se tocó los vendajes para hacerse una idea de sus heridas. Sólo llevaba una bata de hospital, remendada y raída, como su cuerpo.

Tenía numerosas contusiones, así como cortes cosidos de cualquier manera. Le dolía la cabeza: una fractura de cráneo, o al menos una conmoción cerebral. Sin embargo, mientras peleaba, Gurney había sabido protegerse las extremidades. Aún podía moverse.

Posó los pies sobre el suelo frío y mugriento de la enfermería. Tuvo un acceso de náuseas, pero pasó. Cuando aspiró una profunda bocanada de aire, las costillas le dolieron como si le hubieran acuchillado. Pero sobreviviría.

Atravesó la habitación con paso vacilante. Los técnicos habían dejado globos encendidos como luces de emergencia. Los pacientes roncaban o gemían en la noche, pero nadie reparó en él. También le dolía la cicatriz producida por el látigo, lo cual amenazaba con provocarle un terrible dolor, pero Gurney no hizo caso.
Ahora no.

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