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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (58 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Cada hombre extrajo su propia interpretación de la canción, y Liet observó lágrimas en los ojos de Dominic, que tenía la vista clavada en los holorretratos de Shando. Liet se encogió al presenciar tanta emoción al desnudo, algo poco frecuente entre los fremen.

La mirada distante de Dominic sólo estaba concentrada en parte en el plano enjoyado de la pared.

—En algún lugar de los archivos imperiales, sin duda cubierto de polvo, está el nombre de la familia renegada que utilizó aquellos artilugios atómicos prohibidos para devastar un continente.

Liet se estremeció.

—¿En qué estaban pensando? ¿Por qué, incluso siendo renegados, hicieron algo tan terrible?

—Hicieron lo que debían, Weichih —dijo con brusquedad Johdam, mientras se frotaba la cicatriz de la ceja—. Desconocemos el precio de la desesperación.

Dominic se hundió todavía más en su silla.

—Algunos Corrino, malditos sean ellos y sus descendientes, salieron ilesos. El emperador superviviente, Hassik III, trasladó su capital a Kaitain… y el Imperio continúa. Los Corrino continúan. Y obtuvieron un irónico placer al convertir el infierno de Salusa Secundus en su planeta prisión particular. Cada miembro de aquella familia renegada fue capturado y traído aquí para recibir una muerte horrible.

El veterano Asuyo asintió con seriedad.

—Se dice que sus fantasmas todavía pasean por el lugar, ¿eh?

Liet, sorprendido, comprendió que el exiliado conde Vernius se identificaba en parte con aquella familia desesperada, ya olvidada después de tantos siglos. Aunque Dominic parecía bondadoso, Liet había averiguado los padecimientos sufridos por aquel hombre: su mujer asesinada, sus súbditos aplastados bajo la tiranía de los tleilaxu, su hijo y su hija obligados a vivir exiliados en Caladan.

—Aquellos renegados… —dijo Dominic con una luz extraña en los ojos—. Yo no habría sido tan descuidado como ellos a la hora del exterminio.

66

Un duque ha de tomar siempre el control de su hogar, pues si no gobierna a sus íntimos, no podrá gobernar un planeta.

Duque P
AULUS
A
TREIDES

Poco después de la comida de mediodía, Leto estaba sentado en el suelo alfombrado del cuarto de juegos. Balanceaba a su hijo de cuatro años y medio sobre la rodilla. Aunque era grande para aquel juego, Victor todavía chillaba de alegría. El duque veía a través de las ventanas de plaz blindadas el cielo azul de Caladan, que besaba al mar en el horizonte, sobrevolado por nubes blancas.

Kailea le observaba desde la puerta.

—Es demasiado mayor para eso, Leto. Deja de tratarle como a un bebé.

—Parece que Victor no está de acuerdo.

Lanzó al niño aún más arriba, lo que provocó más carcajadas.

La relación de Leto con Kailea había mejorado durante los últimos seis meses, desde que habían instalado las fabulosas paredes de obsidiana azul. Ahora, el comedor y los aposentos privados de Kailea rivalizaban en esplendor con el Gran Palacio. No obstante, el humor de Kailea se había vuelto a agriar en las últimas semanas, mientras cavilaba (sin duda azuzada por Chiara) sobre cuánto tiempo pasaba con Jessica.

Leto ya no hacía caso de sus quejas. Le resbalaban como lluvia de primavera. En agudo contraste, Jessica no le pedía nada. Su ternura y sugerencias ocasionales le colmaban de energía y permitían que cumpliera sus deberes de duque con compasión y rectitud.

Por el bien de Kailea, y por el de Victor, Leto no dañó la reputación de la concubina. El pueblo amaba a su duque, y este dejaba que creyera en la felicidad de cuento de hadas que reinaba en el castillo, al igual que Paulus había fingido un plácido matrimonio con lady Helena. El viejo duque lo llamaba «política de dormitorio», la aflicción de todos los líderes del Imperio.

—Ay, ¿por qué me esfuerzo en hablar contigo, Leto? —dijo Kailea, sin moverse de la puerta—. ¡Es como discutir con una piedra!

Leto dejó de balancear a Victor y la miró con dureza. Mantuvo un tono neutral.

—No me había dado cuenta de que estabas haciendo un esfuerzo.

Kailea masculló un insulto y se alejó por el pasillo. Leto fingió no darse cuenta de que se había ido.

Kailea vio a su hermano, cargado con un baliset al hombro, y corrió para alcanzarle. Nada más verla, Rhombur sacudió la cabeza. Alzó una ancha mano para detener la inevitable retahíla de lamentos.

—¿Qué pasa ahora, Kailea? —Tocó con una mano las cuerdas del baliset. Thufir Hawat le enseñaba a tocar el instrumento de nueve cuerdas—. ¿Has encontrado un motivo nuevo de irritación, o ya me lo sé?

Su tono la dejó atónita.

—¿Así saludas a tu hermana? Hace días que me evitas. Sus ojos esmeralda destellaron.

—Porque no haces otra cosa que quejarte. Leto no se casará contigo… Sus juegos con Victor son demasiado bruscos… Er, pasa demasiado tiempo con Jessica… Debería llevarte a Kaitain más a menudo… No sabe utilizar bien la servilleta. Estoy harto de intentar mediar entre los dos. —Meneó la cabeza—. Para colmo, parece irritarte que yo sea feliz con Tessia. Deja de culpar a los demás, Kailea. Eres tú la responsable de tu felicidad.

—He perdido demasiado en esta vida para ser feliz.

Kailea alzó la barbilla.

Rhombur se enfureció.

—¿Eres tan egocéntrica para no ver que he perdido tanto como tú? Pero yo no dejo que me reconcoma cada día.

—No tuvimos por qué perderlo. Aún puedes hacer más por la Casa Vernius. —Kailea estaba avergonzada de la ineficacia de su hermano—. Me alegro de que nuestros padres no estén aquí para ver esto. Eres un pésimo príncipe, hermano.

—Ahora hablas un poco como Tessia, aunque ella lo dice de una manera menos insultante.

Kailea enmudeció cuando Jessica salió de un pasadizo y se desvió hacia el cuarto de juegos. Kailea fulminó con la mirada a la otra concubina, pero Jessica sonrió. Después de entrar en el cuarto de juegos, cerró la puerta a su espalda.

Kailea se volvió hacia su hermano.

—Mi hijo Victor es el futuro y la esperanza de una nueva Casa Atreides —dijo con brusquedad—, pero tú no puedes entender este sencillo hecho.

El príncipe ixiano se limitó a sacudir la cabeza, entristecido.

—Intento ser agradable con ella, pero es inútil —dijo Jessica—. Apenas me dirige la palabra, y la forma en que me mira…

—Basta ya. —Leto exhaló un suspiro de cansancio—. Sé que Kailea está perjudicando a mi familia, pero no puedo expulsarla de aquí. —Estaba sentado en el suelo, mientras su hijo jugaba con coches y ornitópteros de juguete—. Si no fuera por Victor…

—Chiara siempre está cuchicheando en su oído. Los resultados son evidentes. Kailea es un barril de pólvora a punto de estallar.

El duque Leto, que sostenía un tóptero de juguete en las manos, la miró como desvalido.

—Sólo estás demostrando rencor, Jessica. Me has decepcionado. —Su rostro se endureció—. Las concubinas no gobiernan esta Casa.

Como sabía que Jessica había sido adiestrada durante años en la Bene Gesserit, se sorprendió al ver que todo color desaparecía de su cara.

—Mi señor, yo… no lo decía por eso. Lo siento muchísimo. Hizo una reverencia y salió de la habitación. Leto contempló el juguete, y después al niño. Se sentía desorientado.

Un rato después, oculta como una sombra, Jessica observó a Kailea en el vestíbulo del castillo, hablando en susurros con Swain Goire, el guardia que dedicaba casi todo su tiempo a vigilar a Victor. La lealtad y dedicación de Goire al duque siempre habían sido evidentes, y Jessica había comprobado cuánto adoraba a su pequeño pupilo.

Goire parecía violentado por las atenciones que recibía de la concubina ducal. Como por accidente, los pechos de Kailea rozaron su brazo, pero el hombre se apartó.

Como había sido adiestrada en las complejidades de la naturaleza humana por la Bene Gesserit, Jessica sólo se sintió sorprendida de que Kailea hubiera tardado tanto en intentar vengarse de Leto.

Dos noches después, sin que ni siquiera Thufir Hawat se enterara, Kailea entró con sigilo en el dormitorio de Goire.

67

Creamos nuestro futuro gracias a nuestras creencias, que controlan nuestras acciones. Un sistema de creencias lo bastante fuerte, una convicción lo bastante poderosa, puede conseguir cualquier cosa. Así creamos nuestra realidad consensuada, incluidos nuestros dioses.

Reverenda madre R
AMALLO
, Sayyadina de los fremen

La sala de prácticas de la nueva isla de Ginaz era tan lujosa que no habría desentonado en ninguna sede del Landsraad, ni siquiera en el palacio imperial de Kaitain.

Cuando Duncan Idaho pisó el reluciente suelo de madera dura, un revestimiento de franjas claras y oscuras pulidas a mano, miró alrededor, maravillado. Una docena de imágenes reflejadas le miraron desde los espejos que iban del suelo al techo, con marcos de oro forjado. Habían transcurrido siete años desde que había estado en un escenario tan elegante, el salón de los Atreides donde le entrenaba Thufir Hawat.

Cipreses inclinados por el viento rodeaban por tres lados la magnífica instalación de entrenamiento, con una playa de piedras en el cuarto. El ostentoso edificio era sorprendente por su contraste con los primitivos barracones de los estudiantes. Dirigido por el maestro espadachín Whitmore Bludd, un hombre calvo con una marca de nacimiento púrpura en la frente, la ornamentación de la sala habría hecho reír a Mord Cour.

Pese a ser un consumado duelista, el afectado Bludd se consideraba un noble y se rodeaba de cosas hermosas, incluso en aquella remota isla de Ginaz. Bendecido con una fortuna familiar inagotable, Bludd había invertido su dinero en convertir aquella instalación en el lugar más «civilizado» del archipiélago.

El maestro era descendiente directo de Porce Bludd, que había luchado con valentía durante la Jihad Butleriana. Antes de las hazañas que le habían deparado fama y costado su vida, Porce Bludd transportaba niños huérfanos de guerra a planetas refugio, pagando los ingentes costes con su enorme herencia. En Ginaz, Whitmore Bludd nunca olvidaba su herencia, ni tampoco permitía que los demás la olvidaran.

Mientras Duncan esperaba con los demás en el resonante salón, que olía a limón y aceite de Carnauba, todo aquel lujo se le antojó ajeno a él. Retratos de nobles de aspecto malhumorado se sucedían en las paredes. Una enorme chimenea, digna de un pabellón de caza real, se alzaba hasta el techo. Una armería contenía filas de espadas y otros elementos de esgrima. El decorado palaciego implicaba un ejército de sirvientes, pero Duncan no vio a nadie más aparte de los alumnos, los ayudantes de instrucción y el propio Whitmore Bludd.

Después de permitir que los estudiantes se quedaran boquiabiertos y vacilantes, el maestro Bludd se plantó frente a ellos. Vestía pantalones lavanda acampanados, ceñidos en las rodillas, y calzas embutidas en unas cortas botas negras. El cinturón era ancho, con una hebilla cuadrada del tamaño de su mano. La blusa tenía un cuello alto y cerrado, mangas largas abolsadas, puños estrechos y adornos de encaje.

—Yo os enseñaré esgrima, señores —dijo—. Nada de brutalidades absurdas con escudos corporales, cuchillos kindjal y transformadores de energía. ¡No, bajo ningún concepto! —Desenvainó una espada delgada como un látigo, con una empuñadura en forma de campana y una sección transversal triangular. Azotó el aire con ella—. La esgrima es el deporte, no, el arte de manejar una espada de hoja roma. Es una danza de reflejos mentales tanto como corporales.

Envainó la espada y ordenó a los estudiantes que cambiaran sus ropas por un elegante atavío de esgrima: arcaicos trajes de mosquetero con botones claveteados, puños de encaje, volantes y otros adornos engorrosos.

—Lo más apropiado para exhibir la belleza de la esgrima —dijo Bludd.

A esas alturas, Duncan había aprendido que jamás debía vacilar a la hora de seguir instrucciones. Se calzó unas botas de piel de becerro altas hasta las rodillas con espuelas de caballero, y se puso una chaquetilla de terciopelo azul, con cuello de encaje y voluminosas mangas blancas. Por fin, se tocó con un gallardo sombrero de fieltro de ala ancha, adornado con una pluma rosa de pavo de Parella.

Hiih Resser y él intercambiaron miradas y muecas de un extremo a otro de la sala, divertidos. El atuendo parecía más apropiado para un baile de máscaras que para un duelo.

—Señores, aprenderéis a luchar con gracia y astucia. —Whitmore Bludd se paseaba de un lado a otro, complacido con la elegancia que le rodeaba—. Comprenderéis el arte de un duelo. Convertiréis cada movimiento en una forma de arte. —El afectado pero corpulento maestro se sacudió un hilo de su camisa fruncida—. Ahora que sólo os queda un año de adiestramiento, cabe pensar que estáis muy por encima de disputas tabernarias y reacciones instintivas. Aquí no nos rebajaremos a la barbarie.

El sol de la mañana se filtraba por una ventana alta y estrecha y se reflejaba en los botones de peltre de Duncan. Como se sentía ridículo, se examinó en el espejo de pared. Luego ocupó su puesto habitual en la formación.

Cuando los restantes estudiantes se alinearon, el maestro Bludd inspeccionó sus uniformes, emitiendo suspiros y ruidos de desaprobación. Alisó arrugas, al tiempo que reprendía a los jóvenes por puños mal abrochados y criticaba su atuendo con sorprendente severidad.

—La esgrima de los mosqueteros terranos es la decimoquinta disciplina de lucha que aprenderéis. Sin embargo, conocer los movimientos no significa que comprendáis el estilo. Hoy lucharéis entre vosotros, con toda la gracia y el sentido caballeresco que exige la esgrima. Vuestras espadas no tendrán un botón en la punta, y no llevaréis caretas protectoras.

Indicó hileras de espadas situadas entre cada fila de espejos, y los estudiantes avanzaron para cogerlas. Todas las espadas eran idénticas, de noventa centímetros dé largo, flexibles y afiladas. Los estudiantes las esgrimieron. Duncan ardía en deseos de utilizar la espada del viejo duque, pero la legendaria arma estaba hecha para otra clase de combate.

Bludd resopló y agitó su espada en el aire para captar su atención.

—Tenéis que luchar con la máxima habilidad, pero insisto en que no debéis herir o hacer sangrar al contrincante. Ni siquiera un arañazo. ¡No, bajo ningún concepto! Tampoco hay que estropear la indumentaria. Aprended el ataque perfecto y la defensa perfecta. Estocada, parada, estocada. Practicad el control supremo. Cada uno será responsable de sus camaradas. —Su gélida mirada azul resbaló sobre los alumnos y la marca de nacimiento de su frente se oscureció—. Cualquier hombre que me falle, cualquiera que provoque una herida o se deje herir, será eliminado de la próxima ronda de competiciones.

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