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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (53 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Rabban en persona había dirigido el ataque que destruyó Bifrost Eyrie. Abulurd había sido testigo de su indiferencia cuando los guardias arrojaron al abismo a su abuelo. Debido a la matanza de ballenas en Tula Fjord, él solo había acabado con la economía de toda la costa. Por mediación de un representante de la CHOAM, se enteraron de que Rabban se deleitaba en torturar; asesinar a víctimas inocentes en los inmundos pozos de esclavos di Giedi Prime.

¿Cómo puede ser este hombre carne de mi carne? Durante el tiempo pasado en su solitaria dacha, Emmi y Abulurd intentaron concebir un hijo. Había sido una decisión difícil pero su esposa y él comprendieron por fin que Glossu Rabban ya no era su hijo. Se había apartado para siempre de su amor. Emmi había tomado una decisión, y Abulurd no pudo negarse.

Si bien no podían enmendar los daños provocados por Rabban, quizá podrían tener otro hijo, al que educarían bien. Emmi, aunque fuerte y sana, ya era mayor, y el linaje Harkonnen nunca había dado muchos hijos.

Victoria, la primera esposa de Dmitri Harkonnen, sólo le había dado un hijo, Vladimir. Después de un amargo divorcio, Dmitri había contraído matrimonio con la joven y hermosa Daphne, pero su primer hijo, Marotin, había sido un deficiente mental fallecido a la edad de veintiocho años. El segundo hijo de Daphne, Abulurd, fue un chico brillante que se convirtió en el favorito de su padre. Habían reído, leído y jugado juntos. Dmitri había instruido a Abulurd en las artes de la política, y le había leído los tratados históricos del príncipe heredero Raphael Corrino.

Dmitri nunca pasaba mucho tiempo con su primogénito, pero su amargada ex esposa, Victoria, le enseñaba muchas cosas. Aunque hijos del mismo padre, Vladimir y Abulurd no habrían podido ser más diferentes. Por desgracia, Rabban había salido más al barón que a sus propios padres…

Tras meses de aislamiento autoimpuesto, Abulurd y Emmi fueron en barco hasta el siguiente pueblo de la costa, donde tenían la intención de comprar pescado fresco, verduras y provisiones que los almacenes de la dacha no tenían. Llevaban chales tejidos en casa blusas acolchadas, sin las joyas ceremoniales o los adornos de su rango.

Cuando Abulurd y su esposa atravesaron el mercado, iban confiados en que les tratarían como a simples aldeanos y nadie les reconocería. Pero el pueblo de Lankiveil conocía muy bien a su líder. Le dieron la bienvenida con un afectuoso recibimiento.

Al ver que los aldeanos le miraban compadecidos, Abulurd comprendió que había cometido una equivocación al aislarse. Los nativos necesitaban verle, tanto como él necesitaba su compañía. Lo ocurrido en Bifrost Eyrie era una de las más grandes tragedias de la historia de Lankiveil, pero Abulurd Harkonnen no podía renunciar a la esperanza por completo. En los corazones de esa gente todavía ardía una llama. Su bienvenida colmó su vacío interior.

Durante los meses siguientes, Emmi habló con las mujeres de los pueblos. Estaban enteradas del deseo de su gobernador de tener otro hijo, alguien que sería educado aquí, y no como un Harkonnen. Emmi se negaba a desesperar.

Un día, mientras iban de compras, para llenar sus cestos de verduras frescas y pescado ahumado envuelto en hojas de kelp saladas, Abulurd reparó en una anciana parada al final del mercado. Llevaba los hábitos azul claro de una monja budislámica. Los bordados de oro y las campanillas de cobre que colgaban de su cuello significaban que había alcanzado el rango más elevado de su religión, cosa que pocas mujeres conseguían. Estaba rígida como una estatua, aunque no era más alta que los demás aldeanos. No obstante, su presencia la hacía destacar como un monolito.

Emmi la miró con sus ojos oscuros, fascinada, y avanzó con la esperanza y el asombro reflejados en su cara.

—Hemos oído hablar de ti.

Abulurd miró a su mujer, sin saber a qué se refería.

La monja se quitó la capucha y reveló un cráneo recién afeitado, rosado y moteado, como si no estuviera acostumbrado a la exposición al frío. Cuando frunció el entrecejo, la piel apergaminada de su larga cara se arrugó como papel. No obstante, habló con una voz que poseía cualidades hipnóticas.

—Sé lo que deseas, y sé que Budalá concede en ocasiones deseos a aquellos que considera dignos. —La anciana se acercó más, como si fuera a compartir con ellos un secreto. Las campanillas de cobre tintinearon tenuemente—. Vuestras mentes son puras, vuestras conciencias limpias, y vuestros corazones merecedores de tal recompensa. Ya habéis sufrido mucho dolor. —Sus ojos se endurecieron como los de un ave—. Pero debéis desear un hijo con todas vuestras fuerzas.

—Así es —dijeron Abulurd y Emmi al unísono. Se miraron y lanzaron risitas nerviosas. Emmi agarró la mano de su marido.

—Sí, veo vuestra sinceridad. Un comienzo importante.

La mujer murmuró una veloz bendición. Después, como una señal del propio Budalá, la sopa de nubes grises se entreabrió, y un rayo de sol iluminó el pueblo. Los clientes del mercado miraron a Abulurd y Emmi con expresión esperanzada y curiosa.

La monja introdujo la mano en su hábito y extrajo varios paquetes. Los sostuvo en alto, sujetando los bordes con los dedos.

—Extractos de molusco —dijo—. Nácar molido con polvo de diamante, hierbas secas que sólo crecen durante el solsticio de verano en los campos de nieve. Son extremadamente potentes. Usadlos bien. —Entregó tres paquetes a Abulurd y otros tantos a Emmi—. Hervidlos con té y bebedlos antes de hacer el amor, pero no malgastéis las energías. Vigilad las lunas, o consultad vuestros almanaques si las nubes son muy espesas.

La monja explicó con precisión cuáles eran las fases más favorables de la luna, las épocas del ciclo mensual más adecuadas para concebir un hijo. Emmi asintió y cogió los paquetes como si fueran un gran tesoro.

Abulurd se sintió bastante escéptico. Había oído hablar de remedios populares y otras supersticiones, pero la expresión alegre y esperanzada de su mujer era tal que no se atrevió a manifestar sus dudas. Prometió en silencio que, por ella, haría todo lo que aquella extraña mujer había sugerido.

Con voz aún más baja, pero sin la menor señal de vergüenza, la mujer les explicó con todo detalle ciertos rituales que debían ejecutar para potenciar el placer sexual y aumentar las posibilidades de que el esperma se uniera con un óvulo fértil. Emmi y Abulurd escucharon y accedieron a seguir las instrucciones.

Antes de volver a su barco y abandonar la aldea, Abulurd compró un almanaque a un vendedor ambulante.

Al caer la noche, iluminaron las habitaciones de su dacha aislada con velas y encendieron un buen fuego en la chimenea, hasta que su hogar se llenó de una brillante luz anaranjada. En el exterior, el viento había dado paso a un profundo silencio, como si contuviera el aliento. El agua del fiordo era un espejo oscuro que reflejaba las nubes. Los picos de las montañas se perdían en el cielo nublado.

A lo lejos, en la curva de la bahía, distinguieron la silueta del pabellón principal, con las ventanas y puertas cerradas. Las habitaciones estarían heladas, los muebles cubiertos con telas, las alacenas vacías. Los pueblos abandonados eran silenciosos recordatorios de los bulliciosos tiempos anteriores a la debacle de las ballenas.

Abulurd y Emmi se tendieron en la cama de su luna de miel, hecha de madera de Elacca, color dorado y ámbar, bellamente tallada. Se envolvieron en mullidas pieles e hicieron el amor con parsimonia y más pasión de la que habían experimentado en años. El sabor amargo del extraño té de la monja perduraba en sus gargantas y les excitaba como si volvieran a ser jóvenes.

Después, abrazados, Abulurd escuchó la noche. A lo lejos creyó oír los cánticos de las ballenas Bjondax, en la entrada de la bahía.

Ambos lo consideraron un buen presagio.

Una vez cumplida su misión, la reverenda madre Gaius Helen Mohiam se desprendió de su hábito budislámico, envolvió las campanillas decorativas que había colgado de su garganta y lo guardó todo. Le picaba el cuero cabelludo, pero el pelo no tardaría en crecer.

Se quitó las lentillas que disfrazaban el color de sus ojos y el maquillaje que la había envejecido. A continuación se frotó con lociones la piel áspera de la cara para protegerla de los fuertes vientos y el frío de Lankiveil.

Llevaba más de un mes en el planeta, que había empleado en recoger datos y estudiar a Abulurd Harkonnen y su mujer. En una ocasión, cuando estaban en el pueblo, repitiendo su rutina más que predecible, había entrado en su dacha para apoderarse de pelos, fragmentos de piel y trozos de uñas cortadas, cualquier cosa que la ayudara a determinar la bioquímica precisa de ambos. Tales elementos le proporcionaron toda la información que necesitaba.

Expertas de la Hermandad habían analizado todas las posibilidades y establecido la forma de aumentar las probabilidades de que Abulurd Harkonnen tuviera otro hijo, un varón. El programa de reproducción del Kwisatz Haderach necesitaba esta línea genética, y los actos de Glossu Rabban habían demostrado que era demasiado ingobernable, además de viejo, para constituir la pareja perfecta de la hija que Jessica tendría de Leto Atreides, tal como le había sido ordenado. La Bene Gesserit necesitaba otra alternativa Harkonnen masculina.

Fue al espaciopuerto de Lankiveil y esperó a la siguiente lanzadera. Por una vez, al contrario que con el malvado barón, no obligaba a otros a tener un hijo que no deseaban. Abulurd y su esposa deseaban otro hijo más que cualquier otra cosa, y Mohiam estaba contenta de utilizar la experiencia de la Hermandad para manipular sus probabilidades.

A este nuevo hijo, el hermano menor de Glossu Rabban, le esperaba un destino importante.

59

La tarea que nos hemos impuesto es la liberación de la imaginación, y la sumisión de la imaginación a la creatividad física del hombre.

F
RIEDRE
G
INAZ
,
Filosofía del maestro espadachín

Un atardecer en otra isla de Ginaz, con extensiones de tierra verde inclinada, vallas de rocas de lava negra y ganado. Cabañas de bálago y hojas de palmera se alzaban en claros salpicados de montículos de hierba que el viento agitaba. Había canoas en las playas. Los puntos blancos de las velas moteaban las lagunas.

Las barcas de pesca hicieron que Duncan Idaho pensara con añoranza en Caladan, su hogar.

Los estudiantes que quedaban habían pasado un día muy pesado dedicado a las artes marciales, practicando el arte del equilibrio. Los alumnos peleaban con cuchillos cortos, entre afiladas estacas de bambú clavadas en el suelo. Dos de sus compañeros de clase habían sufrido heridas graves al caer sobre las estacas. Duncan se había abierto la mano, pero no hizo caso del corte rojizo. Curaría. «Las heridas dan mejores lecciones que los discursos», había comentado el maestro espadachín.

Los estudiantes se tomaron un descanso para recibir el correo. Duncan y sus compañeros esperaron alrededor de una plataforma de madera, situada frente a sus barracones provisionales, a que Jeh-Wu, uno de sus primeros maestros, les llamara por el nombre y distribuyera cilindros de mensajes y paquetes de entropía nula. La humedad provocaba que los largos rizos negros de Jeh-Wu colgaran como enredaderas alrededor de su cara de iguana.

Habían pasado dos años desde la terrible noche en que Trin Kronos y los demás estudiantes de Grumman fueron expulsados de la Escuela de Ginaz. Según los escasos informes que llegaban a los alumnos, ni el emperador ni el Landsraad se habían puesto de acuerdo sobre el castigo que debía recibir Grumman por el secuestro y asesinato de dos miembros de la familia ecazi. El vizconde Moritani, desaforado, continuaba con su política agresiva, mientras otras Casas aliadas iniciaban sutiles maquinaciones para presentarle como la parte ofendida del litigio.

El nombre del duque Atreides se mencionaba cada vez más con admiración. Al principio, Leto había intentado mediar en el conflicto, pero ahora apoyaba sin reservas al archiduque Ecaz, y había impulsado un acuerdo entre las Grandes Casas para frenar la agresión de Grumman. Duncan estaba orgulloso de su duque, y tuvo ganas de saber más cosas sobre lo que sucedía en la galaxia. Deseaba volver a Caladan y apoyar al duque Leto.

Durante sus años en Ginaz, Duncan se había hecho amigo de Hiih Resser, el único grumman que había tenido el valor de condenar la agresión de su planeta. La Casa Moritani había cortado todos los vínculos con Resser por lo que consideraba una traición. La cuota de Resser se pagaba ahora gracias a una reserva de fondos imperiales, pues su padre adoptivo le había repudiado en público ante la corte del vizconde.

Mientras Duncan esperaba junto al pelirrojo, estaba claro que el joven no iba a recibir ningún mensaje del exterior, ni entonces ni nunca.

—Quizá te lleves una sorpresa, Hiih. ¿No tienes alguna antigua novia que te escriba?

—¿Después de seis años? Imposible.

Tras la expulsión de los fanáticos moritani, Duncan y Resser pasaban juntos la mayor parte de su tiempo libre. Jugaban al ajedrez piramidal y al póquer inverso, iban de excursión o nadaban en el bravío oleaje. Duncan había escrito al duque Leto para sugerir que el joven alumno de Grumman fuera admitido en la Casa Atreides.

Resser, como Duncan, era huérfano desde los diez años. Había sido adoptado por Arsten Resser, uno de los principales consejeros del vizconde Hundro Moritani. Resser nunca se había llevado bien con su padre adoptivo, sobre todo durante la adolescencia. Siguiendo una tradición familiar que se cumplía en generaciones alternas, el pelirrojo había sido enviado a Ginaz. Arsten Resser estaba convencido de que la academia quebrantaría el espíritu de su rebelde hijo adoptivo. En cambio, Hiih Resser estaba en su mejor forma y había aprendido mucho.

Cuando oyó su nombre, Duncan se adelantó para recibir un pesado paquete.

—¿Pastelitos de melange de tu mamaíta? —se burló Jeh-Wu.

Antes, Duncan se habría enfurecido y atacado al hombre por sus chanzas, le habría cortado un rizo tras otro como tallos de apio. Ahora, en cambio, utilizó palabras hirientes.

—Mi madre fue asesinada por Glossu Rabban en Giedi Prime.

Jeh-Wu pareció muy incómodo. Resser apoyó una mano en el hombro de Duncan y le devolvió a la fila.

—¿Algo de tu casa? —Hundió los dedos en el paquete—. Es una suerte tener a alguien que se preocupe de ti.

Duncan le miró.

—He convertido Caladan en mi hogar, después de lo que los Harkonnen me hicieron.

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