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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (73 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Tiró el arco vacío y cogió el segundo antes de que tocara la cubierta, pero el barbudo Grieu perforó la frente del estudiante de Balut con un proyectil de su segunda pistola maula.

Se produjo un confuso tiroteo y Grieu gritó como un poseso:

—¡No os disparéis mutuamente, idiotas!

La orden llegó demasiado tarde. Un grumman cayó con un proyectil en el pecho.

Antes de que Hiddi Aran dejara de moverse, Duncan se lanzó hacia el estudiante de Chusuk, arrancó una flecha de su cuerpo y se precipitó hacia el moritani más cercano. El enemigo le atacó con una espada larga, pero Duncan fue más veloz y hundió la flecha ensangrentada bajo la barbilla del enemigo. Oyó un movimiento, agarró al hombre agonizante y lo hizo girar para que su espalda recibiera el impacto de tres disparos.

Hiih Resser, armado sólo con su espada de madera, emitió un chillido aterrador y agitó el arma. Con sus potentes músculos golpeó en la cabeza al grumman más próximo, con tal fuerza que le abrió el cráneo, al tiempo que la hoja de madera se astillaba y partía. Cuando el grumman se desplomó, Resser giró en redondo y hundió el extremo roto de la espada de juguete en el ojo de otro atacante.

El otro estudiante superviviente (Wod Sedir, sobrino del rey de Niushe) hizo volar por los aires de una patada una humeante pistola maula. Su enemigo la había disparado repetidas veces, pero había fallado. Wod Sedir le rompió el cuello con el talón, se apoderó de la pistola y se volvió hacia los demás grumman, pero la pistola estaba descargada. Al cabo de unos segundos varias pistolas de dardos le convirtieron en un acerico.

—Eso demuestra que la pistola siempre vence a la espada —dijo Grieu Kronos.

Transcurridos menos de treinta segundos, Duncan y Resser se encontraron codo con codo, acorralados en el extremo del barco. Eran los únicos supervivientes.

Los asesinos moritani se acercaron a ellos, provistos de un arsenal de armas. Vacilaron y miraron a su líder a la espera de órdenes.

—¿Sabes nadar, Resser? —preguntó Duncan, mientras echaba un vistazo a las altas y oscuras olas.

—Más que ahogarme —dijo el pelirrojo.

Vio que los hombres desenfundaban sus pistolas de proyectiles, sopesó la posibilidad de coger a un enemigo y lanzarlo sobre la cubierta, pero llegó a la conclusión de que era imposible.

Los grumman apuntaron desde una distancia prudencial. Duncan empujó a Resser sobre la barandilla y se lanzó tras él. Ambos cayeron al mar embravecido, lejos de cualquier orilla visible, justo en el momento que empezaba el tiroteo. Los dos jóvenes se zambulleron a gran profundidad y desaparecieron.

Los atacantes corrieron hacia la borda del barco y escudriñaron el mar, pero no vieron nada. La corriente de fondo debía de ser terrorífica.

—Esos dos están perdidos —dijo Trin Kronos, ceñudo, mientras se masajeaba la muñeca.

—Sí —contestó el barbudo Grieu—. Tendremos que arrojar los cadáveres de los demás donde puedan encontrarlos.

85

Toda tecnología es sospechosa y ha de considerarse potencialmente peligrosa.

J
IHAD
B
UTLERIANA
,
Manual para nuestros nietos

Cuando la terrible noticia llegó a la base de los contrabandistas en Salusa Secundus, Gurney Halleck había pasado el día solo, en la ciudad-prisión destruida. Estaba sentado sobre los restos de un antiguo muro, mientras intentaba componer una balada con su baliset. Los ladrillos que le rodeaban se habían transformado en curvas vidriosas después de la explosión atómica.

Clavó la vista en una elevación y trató de imaginar el elegante edificio imperial que se había alzado sobre ella. Su ronca pero potente voz acompañaba los acordes del baliset. Buscó con obstinación un tono menor.

Las nubes de color enfermizo y el aire neblinoso le ponían en el estado de ánimo adecuado. De hecho, su música melancólica debía mucho al clima, aunque los hombres ocultos en la fortaleza subterránea maldecían las caprichosas tormentas.

Aquel infierno era mejor que los pozos de esclavos de Giedi Prime.

Un ornitóptero gris se aproximó desde el sur, un aparato sin distintivos que pertenecía a los contrabandistas. Gurney miró por el rabillo del ojo cuando aterrizó al otro lado de las ruinas.

Se concentró en las imágenes que deseaba evocar en su balada, la pompa y la ceremonia de la corte real, los seres exóticos que habían viajado hasta allí desde lejanos planetas, la elegancia de sus prendas y modales. Todo desaparecido. Se frotó la cicatriz de la mandíbula. Ecos de tiempos pretéritos empezaron a teñir las tinieblas perpetuas de Salusa con sus gloriosos colores.

Oyó gritos lejanos y vio que un hombre subía corriendo la pendiente hacia él. Era Bork Qazon, el cocinero, que agitaba los brazos y chillaba. Manchas de salsa cubrían su delantal.

—¡Gurney! ¡Dominic ha muerto!

Se colgó el baliset al hombro, estupefacto, y saltó al suelo. Gurney trastabilló cuando Qazon le contó la trágica noticia que el tóptero había traído: Dominic Vernius y todos sus camaradas habían muerto en Arrakis, víctimas de un incidente atómico, al parecer cuando eran atacados por Sardaukar.

Gurney no quiso creerlo.

—¿Los Sardaukar… utilizaron armas atómicas?

En cuanto la noticia llegara a Kaitain, los Correos Imperiales la esparcirían al gusto de Shaddam. El emperador escribiría su historia falseada, plasmaría a Dominic como un odioso criminal, fugitivo durante décadas.

El cocinero meneó la cabeza, boquiabierta, con los ojos enrojecidos.

—Yo diría que lo hizo Dominic. Pensaba utilizar el arsenal de la familia para lanzar un ataque suicida contra Kaitain.

—Eso es una locura.

—Estaba desesperado.

—Armas atómicas… contra los Sardaukar del emperador. —Gurney sacudió la cabeza y comprendió que era preciso tomar decisiones—. Tengo la sensación de que esto no ha terminado, Qazon. Hemos de abandonar este campamento, y deprisa. Hemos de dispersarnos. Nos perseguirán para vengarse.

La noticia de la muerte de su líder conmocionó a los hombres. Al igual que aquel planeta herido jamás recobraría su gloria, tampoco lo harían los restos de la banda de contrabandistas. Los hombres no podrían continuar sin Dominic. El conde renegado había sido su fuerza motriz.

Cuando oscureció, se sentaron alrededor de una mesa y discutieron sobre sus planes futuros. Algunos sugirieron que Gurney Halleck fuera su nuevo líder, ahora que Dominic, Asuyo y Johdam habían muerto.

—Continuar aquí es peligroso —dijo Qazon—. No sabemos lo que los imperiales han averiguado acerca de nuestras operaciones. ¿Y si hicieron prisioneros y los interrogaron?

—Hemos de fundar una nueva base para continuar nuestro trabajo —dijo otro hombre.

—¿Qué trabajo? —preguntó uno de los veteranos—. Nos unimos porque Dom nos llamó. Hemos vivido por él. Ya no está entre nosotros.

Mientras los contrabandistas discutían, los pensamientos de Gurney derivaron hacia los hijos del líder caído, que vivían como huéspedes de la Casa Atreides. Cuando sonrió, notó un dolor residual en la cicatriz. Lo alejó de su mente y pensó en la ironía: el duque Atreides también le había rescatado a él sin saberlo del pozo de esclavos Harkonnen, al encargar un embarque de obsidiana azul en el momento preciso…

Tomó una decisión.

—No iré con vosotros a una base nueva. Me voy a Caladan. Pienso ofrecer mis servicios al duque Leto Atreides, y reunirme con Rhombur y Kailea.

—Estás loco, Halleck —dijo Scien Traf, mientras mordisqueaba una astilla de madera resinosa—. Dom insistió en que nos mantuviéramos alejados de sus hijos, para no ponerles en peligro.

—El peligro murió con él —dijo Gurney—. Han pasado veinte años desde que la familia fue declarada renegada. —Entornó sus ojos azules—. En función de la rapidez con que reaccione el emperador, veré a los dos niños antes de que oigan la versión deformada de los acontecimientos. Los herederos de Dominic han de saber la verdad sobre lo sucedido a su padre, no la basura que transmitirán los Correos oficiales.

—Ya no son niños —señaló Bork Qazon—. Rhombur tiene más de treinta años.

—Sí —corroboró Pen Barlow. Dio una profunda calada a su puro y exhaló humo oscuro—. Recuerdo cuando eran pequeños, como golfillos que correteaban por el Gran Palacio.

Gurney se levantó y apoyó el baliset sobre el hombro.

—Iré a Caladan y lo explicaré todo. —Cabeceó en dirección a sus compañeros—. Algunos de vosotros continuaréis el negocio, no me cabe duda. Quedaos con el resto de los pertrechos, con mi bendición… Ya no quiero seguir siendo un contrabandista.

Cuando llegó al espaciopuerto municipal de Caladan, Gurney Halleck llevaba una sola bolsa con algunas mudas, un montón de solaris (su parte de los beneficios en la banda de contrabandistas) y su amado baliset. También llevaba noticias y recuerdos de Dominic Vernius, suficientes, confiaba, para ganarse el acceso al castillo ducal.

Durante el viaje había bebido demasiado y jugado en los casinos del Crucero, seducido por azafatas Wayku. Había conocido a una atractiva mujer de Poritrin, la cual había concluido que las canciones y el buen humor de Gurney compensaban su cara surcada de cicatrices. Se alojó con él varios días, hasta que el Crucero entró en la órbita de Caladan. Por fin, Gurney le dio un beso de despedida y embarcó en la lanzadera.

En el frío y húmedo Caladan gastó su dinero a toda prisa para hacerse presentable. Sin país ni familia, nunca había tenido motivos para ahorrar. «El dinero fue inventado para gastarlo», decía siempre. Sería un concepto extraño para sus padres.

Después de atravesar una serie de puntos de seguridad, Gurney se encontró por fin en el salón de recepciones del castillo. Vio que un hombre corpulento y una hermosa joven se acercaban a él. Distinguió un parecido con Dominic en sus facciones.

—¿Sois Rhombur y Kailea Vernius?

—En efecto.

El hombre tenía cabello rubio ondulado y cara ancha.

—Los guardias dijeron que tenéis noticias de nuestro padre —intervino Kailea—. ¿Dónde ha estado todos estos años? ¿Por qué no nos ha enviado ningún mensaje?

Gurney aferró su baliset, como para darse valor.

—Fue asesinado en Arrakis, durante un ataque de los Sardaukar. Dominic era el jefe de una base de contrabandistas en ese planeta, y de otra en Salusa Secundus.

Nervioso, pulsó una cuerda sin querer, y luego otra.

Rhombur se derrumbó en una silla y estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio. Con la vista clavada al frente, sin dejar de parpadear, extendió la mano hasta coger la de Kailea. Ella la apretó.

Gurney continuó, violento.

—Yo trabajaba para vuestro padre y… y ahora no tengo a donde ir. Pensé que debía venir a veros y explicaros dónde ha estado durante estas dos últimas décadas, lo que ha hecho y… por qué tuvo que mantenerse alejado. Sólo pensaba en protegeros.

Resbalaron lágrimas por las mejillas de ambos hijos. Después del asesinato de su madre, perpetrado años antes, la noticia se amoldaba a una pauta en exceso familiar. Rhombur abrió la boca para decir algo, pero las palabras no surgieron, y volvió a cerrarla.

—Mi habilidad con la espada es comparable a la de cualquier hombre de la guardia de la Casa Atreides —afirmó Gurney—. Tenéis poderosos enemigos, pero no permitiré que os hagan ningún daño. Es lo que Dominic habría deseado.

—Haced el favor de ser más concreto. —Otro hombre apareció por una entrada lateral situada a la derecha de Gurney, alto y delgado, de cabello oscuro y ojos grises. Vestía una chaqueta militar negra con la insignia de un halcón rojo en la solapa—. Queremos toda la historia, por dolorosa que sea.

—Gurney Halleck, este es el duque Leto Atreides —dijo Rhombur tras secarse las lágrimas—. Él también conocía a mi padre.

Leto recibió un vacilante apretón de manos del hosco visitante.

—Lamento ser portador de noticias tan terribles —dijo Gurney. Miró a Rhombur y Kailea—. Hace poco, Dominic volvió a entrar en Ix, después de recibir espantosas noticias. Y lo que vio allí le horrorizó tanto que volvió transformado en un hombre destrozado.

—Había muchas formas de entrar —dijo Rhombur—. Puntos de acceso de emergencia que sólo conocía la familia Vernius. Yo también los recuerdo. —Se volvió hacia Gurney—. ¿Qué intentaba hacer?

—Por lo que sé, se preparaba para atacar Kaitain con las armas atómicas de la familia, pero los Sardaukar del emperador descubrieron el plan y dispusieron una emboscada en nuestra base. Dominic activó un quemapiedras y los destruyó a todos.

—Nuestro padre ha estado vivo todo este tiempo —dijo Rhombur, y miró a Leto. Su mirada escudriñó las entradas arqueadas, los largos salones del castillo, como si esperara ver a Tessia—. Ha estado vivo, pero nunca nos lo dijo. Ojalá hubiera podido luchar a su lado, al menos una vez. Ojalá hubiera estado con él.

—Príncipe Rhombur, si es que puedo llamaros así, todos los que estaban con él han muerto.

El mismo transporte que había alojado a Gurney Halleck había llevado también a una Correo diplomático oficial del archiduque Armand Ecaz. La mujer tenía pelo marrón muy corto, y vestía el respetado uniforme de la tercera edad con galones y docenas de bolsillos.

Llegó hasta el salón de banquetes donde se encontraba Leto, charlando con un criado que estaba sacando brillo a las costosas paredes de obsidiana azul. Gracias a Gurney Halleck, Leto sabía ahora que la obsidiana azul no procedía de Hagal, sino de los pozos de esclavos Harkonnen. Aun así, Gurney le había pedido que no lo derribara.

Leto se volvió y saludó a la Correo, pero la mujer procedió con presteza a identificarse y le entregó un cilindro sellado, para luego esperar a que el duque lo abriera. Habló muy poco.

Temiendo más malas noticias, como siempre que llegaba un Correo, Thufir Hawat y Rhombur aparecieron desde puertas opuestas. Leto respondió a sus miradas de interrogación con el cilindro sin abrir.

El duque acercó una de las pesadas butacas de la mesa del comedor, que arañó el suelo de piedra. Los trabajadores siguieron sacando brillo a la pared de obsidiana. Leto suspiró, se derrumbó en la butaca y abrió el cilindro. Sus ojos grises leyeron el mensaje, mientras el príncipe y el Mentat aguardaban en silencio.

Por fin, Leto miró el retrato del viejo duque que colgaba en la pared, frente a la cabeza disecada del toro salusano que le había matado en la plaza de toros.

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