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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (72 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Robó las ropas y las tarjetas de identidad del hombre, y se preparó para descubrir el secreto del pabellón de investigaciones de los Bene Tleilax. ¿Por qué era Ix tan importante que el emperador enviaba sus Sardaukar para prestar apoyo a los invasores? ¿Adónde habían llevado a todas las mujeres cautivas? Tenía que ser algo más que una cuestión política, más que la mezquina venganza del padre de Shaddam contra el conde Vernius.

La respuesta debía estar en el laboratorio de alta seguridad.

Miral sospechaba desde hacía mucho tiempo que se trataba de un proyecto biológico ilegal, con apoyo secreto imperial, tal vez incluso algo que violaba las normas de la Jihad Butleriana. ¿Por qué, si no, arriesgaban tanto los Corrino durante tanto tiempo? ¿Por qué, si no, habían invertido tanto en el planeta conquistado, al tiempo que los beneficios ixianos disminuían?

Decidido a descubrir las respuestas, se puso el hábito del Amo tleilaxu asesinado. Luego arrojó el cadáver a los pozos que conducían al núcleo fundido del planeta, donde se eliminaba la basura.

En un almacén secreto se aplicó productos químicos en cara y manos para hacer más pálida su piel, y otras sustancias en el rostro para adoptar el tono grisáceo y la apariencia arrugada de un Amo tleilaxu. Llevaba sandalias de suela delgada para disminuir la estatura, y caminaba algo encorvado. No era un hombre grande, y le ayudaba el hecho de que los tleilaxu no eran muy observadores. C’tair necesitaba ser muy cauto con los Sardaukar.

Consultó sus archivos, aprendió de memoria las contraseñas y órdenes avasalladoras que le habían gritado durante años. Sus tarjetas de identidad y perturbadores de señales deberían bastarle para superar todo escrutinio.
Incluso allí.

Adoptó un aire altivo para completar la mascarada, salió de su cámara oculta y entró en la gruta mayor. Subió a bordo de un transporte. Después de pasar su tarjeta por el escáner de la puerta, tecleó las coordenadas del pabellón de investigaciones.

La burbuja particular se cerró y le separó del resto del transporte. El vehículo cruzó el vacío sobre los caminos entrecruzados de los módulos de vigilancia. Ninguna cámara se volvió hacia él. La burbuja de transporte reconoció su derecho a viajar hasta el complejo del laboratorio. No sonaron alarmas. Nadie le prestó atención.

Abajo, los obreros se dedicaban a sus tareas, custodiados por un número de Sardaukar cada vez más elevado. No se molestaban en mirar los transportes que atravesaban el cielo de la gruta.

C’tair pasó sucesivas puertas custodiadas y campos de seguridad, y por fin entró en la laberíntica masa industrial. Las ventanas estaban cerradas, una luz anaranjada brillaba en los pasillos. El aire era caliente y húmedo, con un leve olor a carne podrida y residuos humanos.

Siguió andando y procuró disimular el hecho de que estaba desorientado e inseguro acerca de su destino. C’tair ignoraba dónde se encontraban las respuestas, pero no se atrevió a vacilar o aparentar confusión. No quería que nadie se fijara en él.

Tleilaxu cubiertos con sus hábitos iban de habitación en habitación, absortos en su trabajo. Llevaban la capucha puesta, y C’tair les imitó, contento por el camuflaje. Cogió una hoja de informes de cristal riduliano, escritos en un código extraño que no pudo descifrar, y fingió estudiarlos.

Elegía pasillos al azar, cambiaba de ruta cada vez que oía gente acercarse. Varios hombres de escasa estatura se cruzaron con él, hablando con vehemencia en su idioma tleilaxu, al tiempo que gesticulaban con sus manos de dedos largos. No le prestaron atención.

Localizó los laboratorios biológicos, las instalaciones de investigación con mesas de plaz y cromo y escáneres quirúrgicos, visibles a través de puertas abiertas que parecían protegidas por aparatos de detección especiales. Sudoroso y atemorizado, siguió los pasillos principales que conducían al corazón del pabellón de investigaciones.

Por fin, C’tair descubrió un nivel más elevado, una galería de observación con ventanales. El pasillo que corría bajo sus pies estaba desierto. El aire tenía un olor metálico, a productos químicos y desinfectantes, un ambiente esterilizado.

Y un tenue pero indudable olor a canela.

Miró por el ventanal la enorme galería central del complejo del laboratorio. La inmensa cámara era tan grande como un hangar de naves espaciales, con mesas y contenedores que parecían ataúdes… fila tras fila de «especímenes». Contempló con horror las tuberías y tubos de ensayo, todos los cuerpos. Todas las mujeres.

Aun sabiendo lo malvados que eran los tleilaxu, nunca había imaginado tal pesadilla. La sorpresa secó sus lágrimas, que se convirtieron en ácido urticante. Abrió y cerró la boca, pero no pudo formar palabras. Tuvo ganas de vomitar.

En el gigantesco complejo vio por fin lo que los criminales tleilaxu estaban haciendo a las mujeres de Ix. Y una de ellas, apenas reconocible, era Miral Alechem.

Se apartó del ventanal, asqueado. Tenía que escapar. El peso de lo que había visto amenazaba con aplastarle. ¡Era imposible, imposible, imposible! Tenía el estómago revuelto, pero no osó manifestar ninguna flaqueza.

De pronto, un guardia y dos investigadores tleilaxu aparecieron por una esquina y avanzaron hacia él. Uno de los investigadores dijo algo en su idioma gutural. C’tair no contestó. Se alejó, tambaleante.

El guardia, alarmado, le gritó. C’tair se desvió por un pasillo lateral. Oyó un grito, y su instinto de supervivencia se impuso a su malestar. Después de haber llegado tan lejos, tenía que escapar. Ningún forastero sospechaba lo que acababa de ver con sus propios ojos.

La verdad era mucho peor de lo que había imaginado.

C’tair, perplejo y desesperado, volvió a los niveles inferiores, en dirección a las redes de seguridad externas. Detrás de él, varios guardias corrieron hacia las galerías de observación que acababa de abandonar, pero los tleilaxu aún no habían dado la alarma. Tal vez no querían interrumpir la rutina diaria, o eran incapaces de creer que un demente esclavo ixiano hubiera logrado penetrar en su zona de seguridad más restringida.

Habían reconstruido el ala del pabellón de investigaciones destruida con discos explosivos tres años antes, pero la red de vías autoguiadas había sido trasladada a un portal diferente. Corrió en esa dirección, con la esperanza de encontrar un sistema de seguridad más relajado.

Llamó a una burbuja de transporte, entró con la ayuda de su tarjeta de identidad robada y apartó con brusquedad a un guardia que intentó interrogarle. Luego se alejó de la instalación secreta en dirección al complejo de trabajo más cercano, donde podría desembarazarse de su disfraz y mezclarse con los demás obreros.

Al cabo de poco, una estridente sirena sonó detrás de él, pero para entonces ya había escapado del complejo y de la policía secreta tleilaxu. Sólo él tenía una pista de lo que los invasores estaban haciendo, del motivo de la conquista de Ix.

De todos modos, saberlo no le consolaba. Jamás, desde el principio de su lucha solitaria, se había sentido tan desesperado.

84

La traición y el pensamiento veloz derrotarán cualquier día las normas rígidas. ¿Por qué deberíamos tener miedo de aprovechar las oportunidades que se nos presentan?

Vizconde H
UNDRO
M
ORITANI
,
Respuesta a los requerimientos del tribunal del Landsraad

En la cubierta del barco misterioso, un gigante de ojos desorbitados miró a los cautivos.

—¡Fijaos en esos supuestos maestros espadachines! —Rio con tal fuerza que percibieron su aliento pútrido—. Enclenques y cobardes, debilitados por las normas. Contra unos cuantos bastones aturdidores y un puñado de soldados mal entrenados, ¿de qué servís?

Duncan estaba al lado de Hiih Resser y otros cuatro estudiantes de Ginaz, heridos y contusionados. Habían soltado sus ligaduras de hilo shiga, pero un pelotón de soldados armados hasta los dientes, ataviados con las libreas amarillas de Moritani, vigilaban cerca. El cielo nublado trajo la noche una hora antes de lo habitual.

La cubierta del barco estaba despejada, como una sala de prácticas, aunque resbaladiza a causa de la espuma del mar. Los alumnos mantenían el equilibrio, como si fuera un ejercicio más, mientras sus captores grumman se sujetaban a velas y barandillas. Algunos parecían mareados. Sin embargo, Duncan había vivido una docena de años en Caladan, y se sentía muy a gusto a bordo de un barco. No vio nada que pudiera servir de arma a los prisioneros.

El ominoso barco atravesaba los canales del archipiélago. Duncan se preguntó cómo habían osado los grumman cometer tamaña afrenta, pero la Casa Moritani ya había despreciado todas las normas del Imperio y lanzado traicioneros ataques contra Ecaz. Era evidente que, después de que la Escuela de Ginaz hubiera expulsado a los estudiantes de Grumman, su ira se había desatado. Como era el único que quedaba, Hiih Resser sufriría un tratamiento más atroz que sus compañeros. Cuando miró la cara hinchada y contusionada del pelirrojo, Duncan comprendió que Resser también lo sabía.

El hombre gigantesco que se erguía ante ellos tenía una barba recogida en trenzas que le llegaba desde los pómulos hasta la barbilla, y pelo oscuro que caía sobre sus anchos hombros. Joyas de fuego en forma de lágrima colgaban de sus orejas. Llevaba entrelazadas en su barba extrusiones de un verde intenso como ramas pequeñas. En los extremos ardían con lentitud brasas que arrojaban un humo maloliente, el cual rodeaba su rostro. Iba armado con dos diminutas pistolas maula, encajadas en su cinturón. Se había identificado como Grieu.

—¿De qué os ha servido todo este entrenamiento? Os emborracháis, os ablandáis y dejáis de ser superhombres. Me alegro de que mi hijo se retirara antes, sin perder más tiempo.

Otro joven nervudo con la blusa amarilla moritani salió de los camarotes. Duncan reconoció a Trin Kronos, cuando se paró al lado del barbudo.

—Hemos vuelto para ayudaros a celebrar el fin de vuestro adiestramiento, y para enseñaros que no todo el mundo necesita ocho años para aprender a luchar.

—Vamos a ver cómo combatís —dijo Grieu—. Mi gente necesita practicar un poco.

Los hombres y mujeres moritani se movieron con agilidad felina. Portaban espadas, cuchillos, lanzas, arcos, incluso pistolas. Algunos iban vestidos con uniformes de artes marciales, otros como mosqueteros de la Vieja Tierra o piratas, como burlándose de las costumbres de Ginaz. A modo de broma, arrojaron dos espadas de madera romas a los cautivos. Resser se apoderó de una, y Klaen, un estudiante de Ghusuk aficionado a la música, cogió la otra. Eran juguetes poco adecuados para enfrentarse a pistolas maula, pistolas de dardos y flechas.

A una señal del hirsuto Grieu, Trin Kronos se plantó ante los apalizados estudiantes de Ginaz y los miró con aire despectivo. Se detuvo ante Resser, luego ante Duncan y por fin continuó hasta el siguiente estudiante, Iss Opru, un nativo de Al-Dhanab.

—Este será el primero. A modo de calentamiento.

Grieu emitió un gruñido de aprobación. Kronos apartó de un empellón a Opru de la fila, y lo empujó hasta el centro de la cubierta. Los demás alumnos se pusieron tensos, expectantes.

—Dadme una espada —dijo Kronos sin volverse. Tenía los ojos clavados en Opru. Duncan vio que el estudiante había adoptado una posición de combate perfecta, agachado y preparado para reaccionar. Los grumman creían que tenían la ventaja de su lado.

En cuanto esgrimió la espada, Trin Kronos provocó al cautivo, agitó la punta ante su rostro y le cortó algunos cabellos de la cabeza.

—¿Qué vas a hacer ahora, espadachín? Yo tengo un arma, y tú no.

Opru ni siquiera se encogió.

—Yo soy un arma.

Cuando Kronos continuó acosándole, Opru se agachó de repente bajo la espada y golpeó la muñeca de Kronos con el canto de la mano. El presumido joven gritó y dejó caer el arma. Opru se apoderó del pomo antes de que el arma tocara el suelo, rodó sobre la cubierta y se puso en pie de un brinco.

—Bravo —dijo el gigante, mientras Kronos aullaba y se masajeaba la muñeca—. Hijo, has de aprender. —Grieu apartó al joven de un empujón—. Aléjate, para que no te hagan más daño.

Opru aferraba su espada, con las rodillas flexionadas, dispuesto a pelear. Duncan se puso en tensión, con Resser a su lado, mientras esperaba a ver el desenlace del juego. Los demás cautivos se prepararon para atacar.

Opru describió un círculo en el centro de la cubierta. Se erguía de puntillas, con la vista clavada en el gigante barbudo.

—¿A que es bonito? —Grieu imitó sus movimientos para observarle mejor. Un humo acre surgía de las brasas de su barba—. Fijaos en su postura perfecta, sacada de un libro de texto. Tendríais que haberos quedado en la escuela, y ahora os pareceríais a él.

Trin Kronos extrajo una pistola maula del cinturón de su padre con el brazo sano.

—¿Por qué hay que preferir la forma al fondo? —Apuntó la pistola—. Yo prefiero ganar.

Y disparó.

En ese instante los cautivos comprendieron que serían ejecutados. Sin vacilar, antes de que el cuerpo de Opru tocara la cubierta, los estudiantes se lanzaron a la ofensiva con violencia. Dos grumman murieron con el cuello roto antes de darse cuenta de nada.

Resser rodó a su derecha, al tiempo que un proyectil rebotaba en la cubierta y salía disparado hacia las olas. Duncan se precipitó en la dirección opuesta, mientras los soldados moritani disparaban sus armas.

El grueso de los combatientes grumman se congregó detrás del gigantesco Grieu, y después rodearon a los restantes cautivos. Algunos se apartaron del grupo para atacar a los estudiantes que se encontraban en el centro, y después retrocedieron bajo una lluvia de golpes y patadas.

El gigante silbó en señal de burla.

—Eso sí que es estilo.

Klaen, el estudiante de Chusuk, corrió con un grito estremecedor, y se precipitó sobre los dos hombres más cercanos armados con arcos. Levantó la espada de madera para desembarazarse de sendas flechas, y luego asestó un golpe de costado que vació los ojos a un enemigo. El grumman se desplomó sobre la cubierta chillando. Detrás de Klaen, un segundo estudiante, Hiddi Aran de Balut, utilizó al nativo de Chusuk como escudo para repetir un ejercicio que habían practicado un año antes. Esta vez, Klaen supo que iba a ser sacrificado.

Los dos hombres provistos de arcos dispararon una y otra vez. Siete flechas se clavaron en los hombros, pecho, estómago y cuello de Klaen, pero su impulso le empujó hacia adelante, y mientras se desplomaba Hiddi Aran saltó sobre su camarada caído y se estrelló contra el arquero más cercano. Con una velocidad vertiginosa, arrebató el arco de manos de su atacante. Quedaba una flecha en el arco, y giró en redondo para clavarla en el cuello del segundo arquero.

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