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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (67 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Dejó atrás el último mek muerto. Su corazón martilleaba en su pecho. Duncan descendió hasta la orilla escarpada, siguiendo los indicadores, todavía limitado por la valla de fuerza. Suspensores rojos destellantes le guiaron sobre un estanque blancoazulado de géiseres y aguas termales volcánicas, pero las olas del mar transparente lamían el borde de la cuenca rocosa y enfriaban un poco el agua.

Se sumergió y nadó hasta túneles de lava submarinos en los que burbujeaba agua mineral. Casi a punto de ahogarse, surcó las aguas recalentadas hasta emerger en otro estanque de aguas termales, donde meks de aspecto feroz se lanzaron hacia él.

Duncan peleó como un animal salvaje hasta que comprendió que su misión era atravesar aquel Pasillo de la Muerte, no derrotar a todos los adversarios. Paró patadas, repelió a los meks y siguió corriendo por la senda, hacia las tierras altas selváticas y la siguiente fase…

Un puente de cuerda estaba tendido sobre un profundo abismo, un difícil reto de equilibrio, y Duncan sabía que empeoraría. Aparecieron holobestias sólidas proyectadas en mitad del paso, dispuestas a atacarle. Agitó su lanza y las golpeó.

Pero Duncan no cayó.
El peor enemigo de un estudiante es su mente.
Concentró su mente, jadeante.
El desafío es controlar el miedo. Jamás debo olvidar que no son adversarios reales, por sólidos que parezcan sus golpes.

Tenía que utilizar todas las aptitudes aprendidas, sintetizar las diversas técnicas y sobrevivir, como en una batalla real. La Escuela de Ginaz podía enseñar métodos, pero no había dos situaciones de combate idénticas.
Las armas principales de un guerrero son la agilidad física y mental, combinada con la adaptabilidad.

Se concentró en la ruta directa que salvaba el abismo, dio un paso tras otro. Utilizó su lanza para derribar a sus adversarios irreales y llegó al extremo del puente, sudoroso y agotado, dispuesto a derrumbarse.

Pero siguió adelante. Hasta el final.

Corrió por una breve garganta rocosa (el lugar ideal para una emboscada). Vio pozos y trampillas. Cuando oyó una salva de disparos, rodó y dio tumbos, y después volvió a ponerse en pie. Un venablo voló hacia él, pero usó la lanza a modo de pértiga y saltó sobre el obstáculo.

Cuando posó los pies en el suelo, un torbellino de movimiento se precipitó hacia su rostro. Alzó la lanza en horizontal ante sus ojos y sintió dos fuertes impactos en la madera. Un par de diminutos meks voladores se habían incrustado en la lanza, como puntas de flecha automotivadas.

Vio más sangre en el suelo, y otro cuerpo mutilado. Aunque no debía pensar en los compañeros caídos, lamentó la pérdida de otro estudiante con talento que había invertido tanto tiempo y esfuerzos en su entrenamiento… sólo para caer allí, en el último desafío.
Tan cerca.

A veces vislumbraba observadores de Ginaz al otro lado de la valla de fuerza, que seguían sus pasos, y a otros maestros, muchos de los cuales recordaba. Duncan no se permitió pensar en cómo le había ido a sus compañeros. Ignoraba si Resser seguía con vida.

Hasta el momento había utilizado los cuchillos y la lanza, pero no la espada del viejo duque. Era una presencia tranquilizadora, como si Paulus Atreides le acompañara en espíritu y le susurrara consejos a lo largo del camino.

«Un joven con unos cojones tan grandes como los tuyos ha de pasar a formar parte de mi casa», le había dicho en una ocasión el viejo duque.

Duncan se enfrentó al obstáculo final, un enorme caldero hundido de aceite hirviente que bloqueaba todo el sendero. El fin del Pasillo de la Muerte.

Tosió a causa del humo acre y se tapó la boca y la nariz con su camisa, pero no podía ver. Parpadeó para contener las lágrimas y estudió el caldero enterrado, que parecía la boca de un demonio furioso. Un estrecho reborde rodeaba el caldero, resbaladizo a causa del aceite derramado, que desprendía vapores nocivos.

El obstáculo final. Duncan debía pasarlo, fuera como fuese.

Detrás de él, una alta cancela metálica se alzó en el camino para impedir que volviera sobre sus pasos. Estaba trenzada con hilo shiga y no había forma de trepar por ella.

Tampoco tenía intención de retroceder.

«Nunca discutas con tus instintos, muchacho», le había aconsejado Paulus Atreides. El duque, guiado por su instinto, había dado refugio al joven en su casa, pese a saber que Duncan había llegado de un planeta Harkonnen.

Duncan se preguntó si podría saltar sobre el caldero, pero no vio el otro lado por culpa de las llamas y el humo. ¿Y si el caldero no era en realidad redondo, sino de forma irregular, para engañar a un estudiante que lo diera por sentado? Trucos y más trucos.

¿Se trataba de una holoproyección? Pero sentía el calor, el humo le hacía toser. Arrojó su lanza, que rebotó con un ruido metálico contra un costado metálico.

Oyó el chirrido de placas metálicas a su espalda, se volvió y vio que la enorme cancela avanzaba hacia él. Si no se movía, la barrera le empujaría hacia el caldero.

Desenvainó la espada del viejo duque y acuchilló el aire. El arma se le antojó inútil.
¡Piensa!

Espera lo inesperado.

Estudió la valla de fuerza que tenía a la derecha. Recordó sus sesiones en Caladan con Thufir Hawat.
La espada lenta penetra el escudo corporal, pero ha de moverse a la velocidad precisa, ni demasiado deprisa ni demasiado despacio.

Agitó la espada en el aire para practicar. ¿Podría romper la barrera y atravesarla? Si una espada lenta penetraba el escudo, la energía de la barrera podía desplazarse, cambiar, mudar. La punta afilada de la espada podía distorsionar el campo, abrir un hueco. Pero ¿cuánto tiempo permanecería alterado un escudo si una espada lo penetraba? ¿Podría atravesar la abertura temporal antes de que el escudo se cerrara de nuevo?

La puerta metálica continuaba acercándose, le empujaba hacia el caldero ardiente. Pero no se decidía a actuar.

Duncan pensó en cómo llevar a la práctica lo que había pensado. Sus opciones eran limitadas. Avanzó hacia la barrera y se detuvo cuando olió el ozono y sintió el chisporroteo de la energía en su piel. Intentó recordar una oración que su madre le cantaba, antes de que Rabban la asesinara, pero sólo pudo recuperar fragmentos sin sentido.

Aferró la pesada espada del viejo duque y atravesó la valla de fuerza como si fuera una pared de agua, y al punto movió la espada hacia arriba y sintió las ondulaciones del campo. Era como destripar un pescado.

Después se impulsó hacia adelante, siguió la punta de la espada, domeñó la resistencia y cayó sobre una rugosa superficie de lava negra, bastante aturdido. Rodó y se puso en pie, todavía con la espada sujeta, dispuesto a enfrentarse a los maestros en caso de que hubiera quebrantado las normas. De repente, se vio libre del peligro del caldero humeante y la puerta móvil.

—¡Excelente! Tenemos otro superviviente.

Jamo Reed, liberado de sus obligaciones en la isla prisión, corrió para estrechar a Duncan en un abrazo de oso.

El maestro Mord Cour y Jeh-Wuno estaban muy lejos, con expresiones complacidas. Duncan nunca les había visto tan risueños.

—¿Era la única salida? —preguntó mientras intentaba recuperar el aliento y miraba al maestro Cour.

El anciano estalló en carcajadas.

—Has descubierto una de las veintidós, Idaho.

Otra voz intervino.

—¿Quieres volver para descubrir las otras posibilidades? Era Resser, que sonreía de oreja a oreja. Duncan envainó la espada del viejo duque y palmeó la espalda de su amigo.

77

¿Cómo definir al Kwisatz Haderach? El varón que está en todas partes al mismo tiempo, el único hombre capaz de convertirse en el ser humano más poderoso de todos, que combina antepasados masculinos y femeninos con poder inseparable.

Libro
Azhar
, de la Bene Gesserit

Bajo el palacio imperial, en una red de canales de agua y estanques comunicados, dos mujeres nadaban con trajes de baño negros. La más joven procedía con lentitud, se rezagaba para ayudar a la anciana si desfallecía. Sus trajes impermeables, resbaladizos como aceite y cálidos como un útero, ofrecían flexibilidad y modestia, pues les cubrían el pecho, el estómago y los muslos.

Pese a que algunas mujeres Bene Gesserit utilizaban ropas normales, e incluso vestidos exquisitos en ocasiones especiales como bailes imperiales y acontecimientos de gala, se les aconsejaba que cubrieran su cuerpo siempre. Contribuía a alimentar la mística que diferenciaba a las Hermanas.

—Ya no… puedo… nadar como antes —resolló la reverenda madre Lobia, mientras Anirul la ayudaba a entrar en el mayor de los siete estanques, un oasis de agua humeante de vapor, perfumada con hierbas y sales. No hacía mucho tiempo, la decidora de verdad Lobia había sido capaz de superar a Anirul con toda facilidad, pero ahora, superados los ciento setenta años de edad, su salud había declinado. Una tibia condensación goteaba desde el techo de piedra arqueado, como lluvia tropical.

—Lo estáis haciendo muy bien, reverenda madre.

Anirul sostuvo el brazo de la anciana y la ayudó a subir la escalera de piedra.

—Nunca mientas a una Decidora de Verdad —dijo Lobia con una sonrisa arrugada. Sus ojos amarillentos bailaron, pero jadeaba en busca de aire—. Sobre todo a la Decidora de Verdad del emperador.

—¿No creéis que la esposa del emperador merece un poco de indulgencia?

La anciana rio.

Anirul la ayudó a acomodarse en una silla de forma cambiante y le entregó una toalla. Lobia se tendió con la toalla encima de ella y apretó un botón que activaba el masaje corporal de la silla. Suspiró cuando los campos eléctricos acariciaron sus músculos y terminales nerviosas.

—Se están llevando a cabo los preparativos para mi sustitución —dijo Lobia con voz adormilada, por encima del zumbido de la silla—. He visto los nombres de las candidatas. Será estupendo volver a la Escuela Materna, aunque dudo que vuelva a verla. En Kaitain el clima es perfecto, pero echo de menos el frío y la humedad de Wallach IX. ¿No te parece extraño?

Anirul se sentó en el borde de la silla, vio la edad en el rostro de la Decidora de Verdad y oyó el murmullo omnipresente de las vidas acumuladas en su interior. Al ser la madre Kwisatz secreta, Anirul vivía con una clara y estridente presencia de la Otra Memoria en su cabeza. Todas las vidas del largo camino de su herencia hablaban en ella, le contaban cosas que la mayoría de las Bene Gesserit ignoraban. Lobia, pese a su avanzada edad, no sabía tanto acerca de la edad como Anirul.

Mi sabiduría es superior a mi edad.
No era arrogancia, sino la sensación del peso de la historia y los acontecimientos que la acompañaba.

—¿Qué hará el emperador sin vos a su lado, reverenda madre? Depende de vos para saber quién miente y quién dice la verdad. No sois una Decidora de Verdad vulgar, bajo ningún concepto.

Lobia, relajada por el masaje, se había dormido a su lado.

Anirul reflexionó sobre las capas de secretismo de la Hermandad, la estricta división en categorías de la información. La Decidora de Verdad adormecida era una de las mujeres más poderosas del Imperio, pero ni siquiera Lobia conocía la verdadera naturaleza de la misión de Anirul; de hecho, sabía muy poco sobre el programa del Kwisatz Haderach.

Al otro lado de los estanques subterráneos, Anirul vio que su marido Shaddam salía de una sauna, mojado y envuelto en una toalla. Antes de que la puerta se cerrara vio a sus acompañantes, dos concubinas desnudas del harén real. Todas las mujeres empezaban a parecer iguales, incluso con sus poderes de observación Bene Gesserit.

Shaddam no tenía mucho apetito sexual por Anirul, aunque ella conocía técnicas para complacerle. Siguiendo las órdenes de la madre superiora, había dado a luz en fechas recientes a una cuarta hija, Josifa. Shaddam se había puesto más furioso a cada hembra que nacía, y ahora buscaba en exclusiva a las concubinas. Al comprender que Shaddam vivía bajo el abrumador peso del largo reinado de Elrood, Anirul se preguntó si su marido holgaba con tantas concubinas para intentar competir con el fantasma de su padre. ¿Le hacía la competencia?

Mientras el emperador caminaba con aire pomposo desde la sauna hasta uno de los estanques de agua fría, dio la espalda a su esposa y se zambulló con un leve chapoteo. Emergió y nadó con vigor hacia los canales de agua. Le gustaba recorrer a nado el perímetro del palacio diez veces al día, como mínimo.

Ojalá Shaddam prestara tanta atención a gobernar el Imperio como a sus diversiones. De vez en cuando, Anirul le ponía a prueba con sutileza y descubría que sabía menos que ella acerca de las alianzas interfamiliares y las manipulaciones que se sucedían a su alrededor. Un fallo grave. Shaddam había aumentado el número de Sardaukar, aunque no lo bastante, y sin ningún plan global. Le gustaba llevar el uniforme, pero carecía del talante, la visión militar e incluso el talento para mover sus soldaditos de juguete por el universo de una manera productiva.

Anirul oyó un chillido agudo y vio una diminuta forma negra en las columnas de piedra que se alzaban sobre los canales. Un murciélago distrans voló hacia ella con otro mensaje de Wallach IX. El diminuto animal había sido transportado hasta Kaitain y dejado en libertad. Lobia ni se movió, y Anirul sabía que Shaddam no regresaría antes de media hora. Estaba sola.

La madre Kwisatz ajustó sus cuerdas vocales e imitó el grito del murciélago. Se posó sobre sus palmas húmedas. Examinó su feo hocico, los dientes afilados, los ojos como diminutas perlas negras. Anirul concentró su atención y emitió otro chillido, y el murciélago respondió con un grito agudo, un estallido de señales comprimidas codificadas en el sistema nervioso del roedor.

Anirul lo descifró en su mente. Ni siquiera la Decidora de Verdad Lobia conocía el código.

Era un informe de la madre superiora Harishka, que le comunicaba la culminación de noventa generaciones de cuidadosa planificación genética. La hermana Jessica, la hija secreta de Gaius Helen Mohiam y el barón Vladimir Harkonnen, no conseguía culminar su sagrada misión de engendrar una hija Atreides. ¿Se negaba, demoraba el acontecimiento a propósito? Mohiam había dicho que la joven era fogosa y leal, aunque a veces testaruda.

Anirul había supuesto que la siguiente hija en el camino genético ya estaría concebida a estas alturas, la penúltima hija, que sería la madre del arma secreta. Jessica llevaba tiempo ya acostándose con Leto Atreides, pero aún no se había quedado embarazada. ¿Algo intencionado por su parte? Los análisis habían demostrado que la atractiva joven era fértil, y además era una consumada seductora. El duque Leto Atreides ya tenía un hijo.

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