Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (65 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Hulasikali Wala.
El viento del demonio en pleno desierto.

Liet estudió la nube que se aproximaba. En los niveles superiores, la oscuridad estaba causada por diminutas partículas de polvo lanzadas a grandes altitudes, mientras que cerca del suelo los vientos levantaban la arena, más pesada y abrasiva.
Hulasikali Wala
, pensó. Era el término fremen que designaba a las más poderosas tormentas de Coriolis.
El viento que come la carne.

El gusano de arena empezó a mostrarse agitado e inquieto, reticente a continuar. Cuando la mortífera tormenta se acercara, el animal se hundiría bajo el suelo, por más ganchos y separadores que aplicaran a sus segmentos.

Liet examinó las dunas que se extendían como un océano interminable en todas direcciones. Nada más que desierto. —Ni montañas ni abrigo.

Warrick no contestó, y continuó buscando alguna irregularidad en la penumbra que les rodeaba.

—¡Allí! —Se irguió sobre el lomo del gusano y señaló con un dedo—. Un pequeño afloramiento rocoso. Vamos.

Liet forzó la vista. El viento ya le arrojaba polvo a la cara. Sólo veía un diminuto punto negro pardusco, una prominencia rocosa, como un pedrusco fuera de lugar que sobresalía de la arena.

—No parece gran cosa.

—Es lo único que hay, amigo mío.

Warrick obligó al gusano a desviarse hacia el pequeño afloramiento antes de que la tormenta estallara.

La arena, empujada a gran velocidad, azotó sus rostros e irritó sus ojos. Llevaban los tampones bien encajados en las fosas nasales y la boca cerrada, y se cubrieron la cara con las capuchas, pero Liet aún experimentaba la sensación de que la arena penetraba por los poros de su piel.

El viento ronco susurró en sus oídos, y después aumentó de volumen, como el aliento de un dragón. Los campos eléctricos le produjeron náuseas y dolor de cabeza, que sólo disminuiría si se aplastaban bien sobre la arena. Algo imposible en aquella desolación.

Cuando se acercaron al afloramiento rocoso, el corazón de Liet dio un vuelco. Se trataba de un simple recodo de lava endurecida, expuesto a los vientos abrasivos. Del tamaño apenas de una destiltienda, con bordes rugosos, grietas y hendiduras. No era lo bastante grande para alojarles a los dos.

—Warrick, esto no nos va a servir. Hemos de encontrar otra manera.

Su compañero se volvió hacia él. —No hay otra manera.

El gusano se resistía a tomar la dirección en la que Warrick le azuzaba. Cuando se acercaron más a su improbable refugio, la tormenta se alzó sobre ellos como un gigantesco muro marrón en el cielo. Warrick liberó los ganchos.

—¡Ahora, Liet! Hemos de confiar en nuestras botas, en nuestras habilidades y en Shai-Hulud.

Liet soltó sus ganchos. El gusano se hundió en la arena y Liet se dejó caer para no ser atrapado en el remolino.

La tormenta de Coriolis se precipitaba hacia ellos con un sonido seco y sibilante, removía la arena y aullaba como un animal colérico. Liet ya no podía diferenciar el cielo del desierto.

Lucharon contra el viento y se subieron a la roca. Sólo había una grieta que podía alojar a un hombre acurrucado, protegido por su capa.

Warrick la examinó y volvió hacia la tormenta. Irguió la cabeza. —Has de aprovechar el refugio, amigo mío. Es tuyo. Liet se negó.

—Imposible. Eres mi hermano de sangre. Tienes una esposa y un hijo. Has de volver con ellos.

Warrick le dirigió una mirada fría y distante.

—Y tú eres el hijo de Umma Kynes. Tu vida es más valiosa que la mía. Aprovecha el refugio antes que la tormenta nos mate a los dos.

—No dejaré que sacrifiques tu vida por mí. —No te dejaré elegir.

Warrick dio media vuelta, pero Liet le agarró por un brazo.

—¡No! ¿Cómo eligen los fremen en situaciones como esta? ¿Cómo decidimos la mejor manera de guardar el agua para nuestra tribu? Yo digo que tu vida es más valiosa que la mía, porque tienes una familia. Tú dices que yo soy más valioso por ser mi padre quien es. No tenemos tiempo para solucionar este problema.

—Entonces, Dios elegirá —dijo Warrick.

—De acuerdo. —Liet sacó un palo del cinto—. Y has de obedecer la decisión. —Cuando Warrick frunció el entrecejo, Liet tragó saliva—. Y yo también.

Ambos sacaron sus palos, se volvieron hacia la duna y protegieron el ángulo de lanzamiento del viento. La tormenta se acercaba, un universo rodante de oscuridad eterna. Warrick fue el primero en lanzar, y el extremo puntiagudo de su dardo se hundió en la blanda superficie.
Siete.

Cuando Liet lanzó su palo, pensó que si ganaba su amigo moriría. Y si perdía, moriría él. Pero no se le ocurría otro método.

Warrick se arrodilló en el lugar donde los palos se habían hundido. Liet corrió a su lado. Su amigo no le engañaría, porque eso era un anatema para los fremen. Pero tampoco confiaba en los ojos nublados de Warrick, irritados por el polvo. Su palo estaba inclinado en un ángulo, y revelaba la cifra:
nueve.

—Has ganado. —Warrick se volvió hacia él—. Has de entrar en el refugio, amigo mío. No tenemos tiempo para discutir, ni para retrasarnos.

Liet parpadeó y se estremeció. Le fallaban las rodillas, y estaba a punto de desplomarse a causa de la desesperación.

—Esto no puede ser. Me niego a aceptarlo.

—No tienes alternativa. —Warrick le empujó hacia la roca—. Son los caprichos de la naturaleza. Has oído hablar a tu padre del asunto con bastante frecuencia. El medio ambiente tiene sus riesgos, y hoy la suerte no nos ha favorecido.

—No puedo hacerlo —gimió Liet, al tiempo que hundía los tacones en la arena, pero Warrick le empujó con violencia hacia las rocas.

—¡Ve! ¡No me obligues a morir inútilmente!

Liet avanzó hacia la grieta como si estuviera en trance.

—Entra conmigo. Compartiremos el refugio. Nos apretujaremos.

—No hay sitio suficiente. Míralo bien.

El aullido de la tormenta alcanzó el clímax. Polvo y arena les aguijoneaban como balas. Ambos se hablaban a gritos, pese á que les separaba una distancia ínfima.

—Has de cuidar de Faroula —dijo Warrick—. Si discutes conmigo y mueres aquí, ¿quién cuidará de ella y de mi hijo?

Liet abrazó a su amigo, consciente de que estaba derrotado, de que no podía hacer nada más. Warrick le empujó al interior de la grieta. Liet intentó acomodarse, con la esperanza de que quedara espacio para Warrick.

—¡Coge mi capa! Cúbrete. Te protegerá.

—Cállate, Liet. Incluso a ti te costará sobrevivir. —Warrick le miró. El viento furioso agitaba su destiltraje y la capa—. Piénsalo así: seré un sacrificio para Shai-Hulud. Tal vez mi vida te reporte su misericordia.

Liet se aplastó contra las rocas, casi incapaz de moverse. Percibió el olor de la electricidad atmosférica provocada por la tormenta de arena, vio sus chisporroteos en el muro de arena que se aproximaba. Era la manifestación más violenta que Dune podía ofrecer, mucho peor que cualquier otro fenómeno de Salusa Secundus, nada comparable en todo el universo.

Liet extendió la mano. Warrick la estrechó sin pronunciar palabra. Liet ya sentía la piel erosionada. El viento le mordisqueaba como dientes diminutos. Quiso acercar a Warrick, proporcionarle un poco de abrigo en la grieta, pero su amigo se negó. Ya había tomado su decisión y no había alternativa.

El huracán lanzó garras siseantes. Liet no podía mantener los ojos abiertos y trató de encogerse más dentro de la grieta.

Cuando la tormenta aumentó de intensidad, la mano de Warrick se soltó de la suya. Liet intentó recuperarla pero la fuerza del viento le aplastó contra la roca. Sólo veía las fuerzas de Coriolis. El polvo le cegaba.

Ni siquiera pudo oír el grito de Warrick.

Tras horas de aguantar aquel infierno, Liet salió. Su cuerpo estaba cubierto de polvo, con los ojos enrojecidos y casi ciego, las ropas desgarradas a causa de las rocas y los dedos inmisericordes del viento. Le ardía la frente.

Se sentía enfermo y lloró de desesperación. A su alrededor, el desierto parecía limpio, renovado. Liet pateó el suelo con sus botas
temag
, deseó destruirlo todo, impulsado por la rabia y el dolor. Y entonces se volvió.

Aunque fuera imposible, vio la figura de un hombre, una silueta que se erguía sobre una duna, con una capa raída que aleteaba a su alrededor. El huracán había destrozado parte de su destiltraje.

Liet se quedó petrificado, se preguntó si sus ojos le engañaban. ¿Un espejismo? ¿Acaso el fantasma de su amigo había vuelto para atormentarle? No; era un hombre, un ser vivo que le daba la espalda.

Warrick.

Liet gritó y corrió por la arena, dejando profundas huellas. Ascendió la duna, riendo y llorando al mismo tiempo, incapaz de dar crédito a sus ojos.

—¡Warrick!

El otro fremen siguió inmóvil. No se precipitó a recibir a su amigo, sino que siguió mirando hacia el norte, hacia su hogar.

Liet era incapaz de imaginar cómo había sobrevivido Warrick. La tormenta de Coriolis destruía todo cuanto encontraba a su paso, pero aquel hombre seguía de pie. Liet gritó una vez más y llegó dando tumbos a la cumbre de la duna. Recuperó el equilibrio y agarró el brazo de su amigo.

—¡Warrick! ¡Estás vivo!

Warrick se volvió lentamente hacia él.

El viento y la arena le habían arrancado la mitad de la piel. La cara de Warrick estaba despellejada en parte, y las mejillas dejaban al descubierto sus dientes. Había perdido los párpados y su mirada ciega contemplaba sin parpadear la luz del sol.

Los huesos asomaban en el dorso de sus manos, y los tendones de su garganta subieron y bajaron como poleas y cables cuando movió la mandíbula y habló con una voz monstruosa, mutilada.

—He sobrevivido, y he visto. Pero tal vez habría sido mejor morir.

75

Si un hombre es capaz de aceptar sus pecados, sobrevivirá. Si un hombre no puede aceptar sus pecados, padece insoportables consecuencias.

Meditaciones desde Byfrost Eyrie
, texto budislámico

Abulurd Harkonnen estuvo a punto de volverse loco durante los meses posteriores al secuestro de su hijo. Se aisló del mundo una vez más. Todos los criados fueron despedidos. Su esposa y él cargaron en un ornitóptero sus más preciadas posesiones.

Después redujeron a cenizas el pabellón principal. Las paredes, techo y vigas ardieron como teas. La madera rugió y chisporroteó como una pira funeraria. El edificio de madera había sido el hogar de Abulurd y Emmi durante décadas, un refugio de felicidad y hermosos recuerdos. Pero lo abandonaron sin vacilar.

Emmi y él volaron sobre las montañas hasta que aterrizaron en una de las silenciosas ciudades de la montaña, un lugar llamado Veritas, que significa «verdad». La comunidad budislámica, que parecía una fortaleza, había sido construida bajo un saliente de granito, una plataforma rocosa que sobresalía de la masa montañosa. A lo largo de los siglos, los monjes habían excavado una red de túneles y celdas donde los devotos podían alojarse y meditar.

Abulurd Harkonnen tenía que meditar mucho, y los monjes le aceptaron de buen grado.

Aunque no eran religiosos y ni siquiera observaban los principios del budislam, Abulurd y Emmi pasaban mucho tiempo juntos en silencio. Se consolaban mutuamente, después de tanto dolor y desdicha. Querían comprender por qué el universo se empeñaba en atormentarles, pero ninguno de los dos encontró respuesta.

Abulurd creía que era bondadoso, que en el fondo era un buen hombre. Intentaba hacerlo todo bien. No obstante, se encontraba hundido en un pozo de demonios.

Un día estaba sentado en su cámara de paredes de piedra, donde la luz era tenue y parpadeaba, procedente de velas que proyectaban un humo perfumado. Estufas ocultas en nichos practicados en las rocas calentaban la habitación. Vestía ropas sencillas y holgadas, y estaba abismado en sus pensamientos.

Emmi, arrodillada a su lado, acarició la manga de su blusa. Se dedicaba a escribir poesía, los versos descubiertos en los sutras budislámicos, pero las palabras y metáforas eran tan incisivas y dolorosas que Abulurd no podía leerlos sin sentir el escozor de las lágrimas. Emmi dejó a un lado el pergamino y las plumas.

Los dos contemplaron las velas oscilantes. Los monjes cantaban en algún salón de Veritas, y la piedra propagaba la vibración de sus cánticos. Los sonidos apagados se convirtieron en tonos hipnóticos.

Abulurd pensaba en su padre, un hombre al que se parecía mucho, de pelo largo, cuello grueso y cuerpo esbelto. El barón Dmitri Harkonnen siempre llevaba ropa holgada para parecer más impresionante de lo que en realidad era. Había sido un hombre duro, que había tomado decisiones difíciles para incrementar la fortuna familiar. Cada día constituía un esfuerzo por aumentar la riqueza de la Casa Harkonnen, por elevar la posición de su familia en el Landsraad. Recibir el feudo siridar de Arrakis había engrandecido el apellido Harkonnen entre las familias nobles.

A lo largo de los milenos transcurridos desde la batalla de Corrin, el linaje Harkonnen se había ganado una merecida reputación de crueldad, pero Dmitri había sido mucho menos duro que la mayoría de sus antecesores. Daphne, su segunda esposa, le había ablandado considerablemente. Más adelante, Dmitri cambió de manera manifiesta, reía de buena gana, demostraba el amor por su nueva esposa y dedicaba mucho tiempo a su hijo menor Abulurd. Hasta quería al retrasado mental Marotin, cuando anteriores generaciones de Harkonnen habrían acabado con la vida del niño en un simulacro de piedad.

Por desgracia, cuanto más afectuoso se volvía Dmitri, más despiadado se mostraba su hijo mayor Vladimir, como en respuesta. La madre de Vladimir, Victoria, había hecho todo lo posible por inculcar un ansia infinita de poder en su hijo.

Somos tan diferentes.

Mientras meditaba, concentrado en los colores cambiantes de las llamas de las velas, Abulurd no se arrepintió de haberse negado a seguir los pasos de su hermanastro. Carecía de corazón y estómago para llevar a cabo las atrocidades que tanto deleitaban al barón.

Mientras escuchaba las vibraciones lejanas de la música de los monjes, Abulurd pensó en su árbol genealógico. Nunca había entendido por qué su padre le había puesto el nombre de Abulurd, un nombre teñido de desprecio e infamia desde el desenlace de la Jihad Butleriana. El primer Abulurd Harkonnen había sido repudiado por cobardía después de la batalla de Corrin, caído para siempre en desgracia.

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