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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (79 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Kailea cerró los ojos, despavorida. Los engranajes se habían puesto en marcha y no podía hacer nada para impedir el desastre. Nada. Pronto, su hijo sería el nuevo duque y ella la madre regente.
Ay, Victor, hago esto por ti.

Oyó pasos, y se sorprendió de ver aparecer a Jessica en la puerta de su habitación, recién regresada del lanzamiento de la nave. Kailea miró a su rival con expresión impenetrable. ¿Por qué no había acompañado a Leto? Eso habría solucionado todos sus problemas.

—¿Qué queréis? —preguntó Kailea.

Jessica era delgada y delicada, pero Kailea sabía que ninguna joven adiestrada por la Bene Gesserit podía ser inofensiva. No cabía duda de que era bruja y podría matar en un instante a Kailea con sus malas artes. Se prometió desembarazarse de aquella seductora en cuanto el peso y la responsabilidad de la Casa Atreides recayeran sobre sus hombros.
Seré regente por mi hijo.

—Ahora que el duque se ha ido y nos ha dejado solas, ha llegado el momento de que hablemos. —Jessica observó la reacción de Kailea—. Lo hemos aplazado durante mucho tiempo.

Kailea tuvo la sensación de que le estaban diseccionando cada nervio de la cara y los dedos, cada tic y cada gesto. Decían que las Bene Gesserit podían leer la mente, aunque ellas lo negaban. Kailea se estremeció y Jessica avanzó un paso más.

—He venido aquí porque necesito privacidad —dijo Kailea—. Mi duque se ha marchado y quiero estar a solas.

Jessica frunció el entrecejo. Sus ojos verdes la miraron con intensidad, como si hubieran detectado algo. Kailea se volvió, porque se sentía desnuda. ¿Cómo podía dejarla en evidencia aquella joven con tanta facilidad?

—He pensado que sería mejor hablar con toda franqueza —continuó Jessica—. Es posible que Leto decida casarse pronto. Y no será con ninguna de las dos.

Pero Kailea no quería oír nada de todo eso.
¿Desea hacer las paces conmigo? ¿Pedirme permiso para amar a Leto?
La idea le provocó una fugaz sonrisa.

Antes de que Kailea pudiera contestar, volvió a oír pasos, esta vez de pies calzados con botas. Swain Goire entró en la habitación. Parecía preocupado, y llevaba desarreglado el uniforme. Se detuvo un momento cuando vio a Jessica en la habitación, como si fuera la última persona a la que hubiera esperado encontrar con Kailea.

—Sí, capitán, ¿qué sucede? —dijo Kailea con brusquedad.

El hombre se esforzó por encontrar las palabras adecuadas, se tocó su grueso cinturón y movió la mano hacia el diminuto bolsillo donde guardaba su llave codificada de la armería.

—Temo que… he perdido algo.

—Capitán Goire, ¿por qué no estáis con mi hijo? —Kailea desvió su ira hacia él, con la esperanza de distraer a Jessica—. Vos y el príncipe Rhombur debíais haber partido hace horas en vuestra excursión de pesca.

El guardia evitó su mirada, mientras Jessica les observaba y tomaba nota de cada movimiento. El corazón de Kailea palpitó:
¿Sospecha algo? Y en ese caso, ¿qué hará?

—Creo que… he perdido una pieza importante de mi uniforme, mi señora —balbuceó Goire, avergonzado—. No he podido encontrarla y me siento preocupado. Quisiera buscarla en todos los lugares posibles.

Kailea se acercó a él con el rostro ruborizado.

—No habéis contestado a mi pregunta, capitán. Los tres tendríais que haber ido a pescar. ¿Retrasasteis el viaje de mi hijo para que pudiera ver partir a su padre? —Se llevó un dedo a los labios apretados—. Sí, entiendo que a Victor le habría gustado ver el desfile. Lleváoslo ya. No me gustaría que se perdiera la excursión de pesca con su tío. La perspectiva le había entusiasmado.

—Vuestro hermano solicitó un ligero cambio de planes, mi señora —dijo Goire, incómodo por la presencia de Jessica y por haber sido pillado en falta—. Hemos programado otra excursión de pesca para la semana que viene, pero Victor tenía muchas ganas de acompañar al duque Leto. No hay muchos desfiles como este. No tuve corazón para negárselo.

Kailea giró en redondo, horrorizada.

—¿Qué queréis decir? ¿Dónde está Victor? ¿Dónde está Rhombur?

—A bordo del dirigible, mi señora. Informaré a Thufir Hawat…

Kailea se precipitó hacia la ventana, pero la enorme nave y sus acompañantes ya se habían perdido de vista. Golpeó repetidas veces con el puño el plaz transparente y lanzó un estremecedor aullido de desesperación.

92

Todos los hombres sueñan con el futuro, pero no todos lo veremos.

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IO
H
OLTZMAN
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Especulaciones sobre el tiempo y el espacio

A bordo del dirigible, Leto se relajó en el asiento de mando. La nave sobrevolaba la ciudad y se encaminaba hacia las zonas agrícolas circundantes. Reinaba una gran paz. Movió los timones, pero dejó que los vientos le empujaran a su capricho. Vio anchos ríos, espesos bosques y pantanos.

Victor miraba con atención por las ventanillas, señalaba cosas y hacía cientos de preguntas. Rhombur contestaba, pero dejaba que Leto lo hiciera cuando un accidente geográfico o una aldea sobrepasaban sus conocimientos.

—Me alegro de que estés aquí, Victor.

Leto removió el pelo del niño.

Había tres guardias a bordo, uno en el camarote principal y los demás en las salidas de proa y popa. Llevaban uniformes negros, con las charreteras que ostentaban el halcón rojo de la guardia de honor Atreides. Como había sustituido a uno de los miembros, Rhombur vestía el mismo uniforme. Incluso Victor, que también había sustituido a un guardia debido a las limitaciones de peso, llevaba las mismas charreteras en su réplica de la chaqueta negra del duque. Eran demasiado grandes para su tamaño, pero había insistido en ponérselas.

Rhombur empezó a entonar canciones populares, versos que había aprendido de los nativos. En los últimos meses, Gurney Halleck y él habían hecho dúos de baliset, tocado melodías y cantado baladas. En aquel momento, Rhombur canturreaba con su voz poco educada, sin ningún acompañamiento.

Cuando oyó una canción famosa, uno de los guardias se unió a él. El hombre se había criado en los campos de arroz pundi antes de ingresar en el ejército Atreides, y todavía recordaba las canciones que sus padres le habían enseñado. Victor intentó cantar con ellos y se sumó a la letra del estribillo cuando pensó que la recordaba.

Aunque grande, la nave era fácil de manejar, pues estaba diseñada para viajes de placer. Leto se prometió que lo haría más a menudo. Quizá se llevaría a Jessica con él, o incluso a Kailea.

Sí, Kailea…
Victor debería ver a sus padres pasar más tiempo juntos, pese a sus diferencias políticas o dinásticas. Leto aún sentía afecto por ella, pese a que Kailea le rechazaba en cada ocasión. Al recordar lo crueles que habían sido sus padres el uno con el otro, no deseó dejar tal herencia a Victor.

Al principio había sido un descuido, empeorado por su testarudez cuando Kailea se empeñó en exigir que contrajera matrimonio con ella, pero comprendió que al menos tendría que haberla nombrado su concubina oficial y dado a su hijo el apellido Atreides. Leto aún no había decidido aceptar la oferta oficial de matrimonio del archiduque Ecaz con Ilesa, pero un día encontraría una consorte aceptable desde el punto de vista político entre las candidatas del Landsraad.

Al final, aburrido de canciones y de la escasa velocidad del dirigible, Victor volvió la mirada para ver las velas que ondeaban en el exterior. Leto le cedió el control unos segundos. El niño se quedó fascinado cuando vio que la nave obedecía sus órdenes.

Rhombur rio.

—Algún día serás un gran piloto, muchacho, pero no dejes que tu padre te enseñe. Yo sé más de pilotar que él.

Victor paseó la mirada entre su tío y su padre, y Leto lanzó una carcajada cuando le vio meditar ceñudamente sobre el comentario.

—Victor, pregúntale a tu tío cómo se las arregló para incendiar una vez nuestro bote, y cómo lo encalló en los arrecifes.

—Tú me dijiste que lo encallara en los arrecifes —se defendió Rhombur.

—Tengo hambre —dijo Victor, lo cual no sorprendió a Leto. El niño gozaba de un insaciable apetito, y cada día era más alto.

—Ve a mirar en las alacenas de la parte posterior del puente —dijo Rhombur—. Ahí guardamos nuestros tentempiés.

Victor obedeció, ávido de explorar.

El dirigible pasó sobre los campos de arroz pundi, campos verdes inundados separados por canales. Por ellos navegaban barcazas llenas de sacos de grano. El cielo estaba despejado, los vientos eran suaves. Leto no podía imaginar un día mejor para volar.

Victor se subió a un saliente para alcanzar los armarios más altos, y buscó en los estantes. Estudió las imágenes icónicas de las etiquetas. No sabía leer todas las palabras en galach, pero reconoció letras y comprendió el propósito de ciertas cosas. Descubrió carnes secas y uluus, pasteles de bayas envueltos que iban a servir de postre para la noche. Se zampó un paquete de uluus, que sació su hambre, pero continuó explorando.

Con la curiosidad propia de un niño, Victor se acercó a una hilera de receptáculos abiertos en la parte inferior de la pared de la barquilla, que se apoyaba contra la masa del dirigible. Identificó el símbolo rojo y supo que eran medicamentos de primeros auxilios. Había visto esas cosas antes, y contemplado con estupor a los médicos de la Casa vendar cortes y arañazos.

Abrió el primer receptáculo y extrajo suministros médicos. Una placa suelta en el fondo emitía un ruido intrigante, de modo que la apartó y descubrió otro compartimiento. Detrás de los suministros de emergencia, Victor descubrió algo que tenía luces parpadeantes, un contador luminoso, mecanismos de transferencia de impedancia conectados con grupos de contenedores rojos que almacenaban energía, y todo ensartado junto.

Lo miró durante largo rato, fascinado.

—¡Tío Rhombur! ¡Ven a ver lo que he encontrado!

Rhombur sonrió y cruzó la cubierta, dispuesto a explicar al niño lo que hubiese descubierto.

—Ahí, detrás de los botiquines. —Victor señaló con un dedo—. Es luminoso y bonito.

Rhombur se agachó para mirar. Victor, orgulloso, hundió la mano aún más.

—Mira cómo parpadean todas esas luces. Lo cogeré para que lo veas mejor.

El niño agarró el ingenio, y Rhombur respiró hondo de repente.

—¡No, Victor! ¡Es una…!

El hijo del duque Leto tiró de los conductores de impedancia, y activó el temporizador. Los explosivos detonaron.

93

El conocimiento es implacable.

Biblia Católica Naranja

Cuando las llamas brotaron en la popa de la cabina, la onda de choque golpeó a Leto como un meteoro.

Una masa de carne quemada y destrozada se estrelló contra el ventanal que había a su lado y cayó al suelo. Demasiado grande para ser un niño, demasiado pequeña para ser un hombre (un hombre entero), dejó una mancha de fluidos corporales ennegrecidos.

Un calor abrasador se alzó a su alrededor. La parte posterior del dirigible fue engullida por llamas anaranjadas.

Leto forcejeó con los timones, mientras la nave herida se estremecía. No dejaba de mirar por el rabillo del ojo la forma irreconocible que había a su lado.

Se agitó. ¿Quién era? No lo sabía.

Un desfile de imágenes espantosas pasó por sus retinas, pero apenas duraron una fracción de segundo. Oyó un chillido que cambió con brusquedad, y luego se desvaneció cuando la silueta convulsa de un hombre fue absorbida por un agujero abierto en la parte inferior de la cabina. Todo el cuerpo del hombre estaba en llamas. Tenía que ser Rhombur o uno de los tres guardias.

Victor se encontraba en el centro de la explosión…

Nunca más le veré.

La nave empezó a caer cuando el gas inflamable fue consumido dentro del cuerpo del dirigible. La tela se desgarró y las llamas blancoamarillentas alcanzaron mayor virulencia. La cabina se llenó de humo.

Leto sentía la piel al rojo vivo, y comprendió que su uniforme negro no tardaría en arder. Detrás de él, los restos del cuerpo emitieron un maullido de dolor… No identificó el número de brazos y piernas, y su cara era una masa sanguinolenta de piel retorcida, irreconocible.

La nave se iba a estrellar.

Abajo, los campos de arroz pundi se extendían entre ríos sinuosos, estanques y plácidas aldeas. La gente se había congregado, agitaban gallardetes para saludar su paso. Pero cuando vieron la bola de fuego, como el martillo de Dios, corrieron a buscar refugio. Las naves de escolta daban vueltas alrededor del dirigible en llamas, pero no podían hacer nada.

Leto arrancó su mente de la parálisis
(¡Rhombur! ¡Victor!)
Cuando vio de repente que la nave se precipitaba hacia un pueblo. Se estrellaría en mitad de la gente congregada.

Forcejeó como un poseso con los timones para cambiar el ángulo de descenso, pero las llamas consumieron los sistemas hidráulicos y devoraban el esqueleto. Casi todos los aldeanos se dispersaron presas del pánico. Otros se limitaron a seguir mirando, conscientes de que no podrían escapar a tiempo.

Leto, que en el fondo de su corazón sabía que Victor estaba muerto, estuvo tentado de dejarse zambullir en las llamas y la explosión. Podía cerrar los ojos y reclinarse en el asiento, dejar que la gravedad y el calor le aplastaran e incineraran. Sería tan sencillo rendirse…

Pero cuando vio a toda aquella gente allí abajo, siguió luchando con los controles. Tenía que haber alguna forma de alterar el curso y esquivar el pueblo.

—No, no, no… —gimió con voz gutural.

Leto no sentía dolor físico, sólo una pena que atravesaba su corazón como un cuchillo. No soportaba pensar en todo lo que había perdido, no podía desperdiciar ni un momento de reflejos y habilidad. Estaba luchando por las vidas de la gente que creía y confiaba en él.

Por fin, uno de los timones giró y el morro del aparato se elevó apenas. Abrió un panel de emergencia situado debajo de los controles, y vio que sus manos estaban rojas y cubiertas de ampollas. Las llamas se acercaban cada vez más. Sin embargo, tiró de las palancas rojas con todas sus fuerzas, con la esperanza de que los controles y cables de escape continuaran activos.

A medida que el incendio se propagaba, abrazaderas de metal se abrieron. El dirigible se desgajó de la cabina. Las velas de guía se rompieron y fueron arrastrados por el viento, algunas chamuscadas, otras en llamas, como cometas sin hilos.

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