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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (80 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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La cabina cayó, y los restos de la bolsa del dirigible, libres repentinamente del peso de los pasajeros y la cabina, se elevaron como una cometa ardiente en el cielo. La cabina se inclinó en un ángulo más pronunciado. Se extendieron alas y frenaron el descenso. Los mecanismos de suspensión dañados intentaron funcionar.

Leto empujó con fuerza la barra de control. El aire caliente estaba fundiendo sus pulmones cada vez que respiraba. Los árboles que bordeaban las islas de los pantanos se alzaron hacia él. Sus ramas eran dedos rígidos de extremos afilados, un bosque de garras. Emitió un aullido sin palabras…

Ni siquiera el final del viejo duque en la plaza de toros sería considerado más espectacular que su postrer destello de gloria…

En el último instante, Leto arrancó un poco de potencia de los motores y suspensores dañados. Rozó el pueblo, chamuscó tejados desvencijados y se estrelló en los campos de arroz.

La cabina golpeó el suelo mojado como un antiguo proyectil de artillería. Barro, agua y árboles rotos saltaron por los aires. Las paredes se torcieron y derrumbaron.

El impacto arrojó a Leto de su asiento hacia el mamparo delantero y cayó al suelo. Agua marrón se coló por las grietas de la cabina, hasta que al fin, con un estridente estrépito, los restos de la cabina se detuvieron.

Leto se deslizó en una oscuridad piadosa…

94

Los más grandes e importantes problemas de la vida no pueden solucionarse. Sólo pueden curarse con el tiempo.

Hermana J
ESSICA
, anotación en su diario personal

Bajo una ligera lluvia tropical, los maestros espadachines supervivientes paseaban por lo que había sido la histórica plaza central de la Escuela de Ginaz.

Duncan Idaho, ya curtido en la batalla, iba entre ellos. Había tirado la blusa destrozada. A su lado, Hiih Resser conservaba la camisa, aunque estaba empapada en sangre, sobre todo de sus víctimas. Ahora, los dos eran maestros de pleno derecho, pero no estaban de humor para celebrar su triunfo.

Duncan sólo deseaba volver a casa, a Caladan.

Si bien había transcurrido más de un día desde el ataque grumman, los bomberos y las partidas de rescate seguían trabajando entre las ruinas, con la ayuda de perros y hurones entrenados, pero los supervivientes sepultados eran escasos.

La metralla había destruido la otrora hermosa fuente de la plaza. Por todas partes se veían escombros humeantes. El olor a muerte y fuego perduraba en el aire, y ni las brisas marinas lo habían disipado.

Los soldados moritani habían intentado un golpe de mano. No habían hecho preparativos (ni tenían agallas) para una batalla prolongada. Poco después de que los guerreros de Ginaz tomaran sus armas para defenderse, los grumman habían dejado abandonados a sus muertos. Desecharon sus naves dañadas y corrieron a las fragatas que les esperaban. Sin duda, el vizconde Moritani ya estaría justificando sus viles actos, y celebrando en privado su cobarde ataque, por más sangre de sus hombres que se hubiera derramado.

—Estudiamos y enseñamos técnicas de combate, pero Ginaz no es un planeta militar —dijo Whitmore Bludd. Sus elegantes ropas estaban sucias de hollín y barro—. Nos esforzamos por ser independientes de las cuestiones políticas.

—Nos hemos dejado llevar por las suposiciones y nos han sorprendido durmiendo —dijo Jeh-Wu, dirigiendo por una vez su habitual sarcasmo contra sí mismo—. Habríamos matado a cualquier estudiante nuevo por tamaña arrogancia. Y nosotros somos culpables de ella.

Duncan, muy cansado, miró a aquellos hombres que habían sido tan orgullosos y vio su aspecto derrotado.

—Ginaz nunca tendría que haber sido el objetivo de una agresión. —Rivvy Dinari se agachó para recoger un trozo de metal que había formado parte de una escultura ornamental—. Supusimos…

—Supusisteis —le interrumpió Duncan, y no supieron qué responderle.

Duncan y su amigo pelirrojo cogieron el cadáver de Trin Kronos y lo arrojaron a las olas, cerca del centro de entrenamiento principal, el mismo lugar donde los secuestradores habían arrojado los cadáveres de sus otras cuatro víctimas. El gesto parecía justo, la reacción simbólica apropiada, pero no obtuvieron la menor satisfacción.

Los guerreros menearon la cabeza, desalentados, mientras inspeccionaban el edificio administrativo dañado. Duncan juró no olvidar jamás la arrogancia de los maestros, que tantos problemas había causado. Hasta los antiguos comprendían el peligro de la presunción, del orgullo previo a la caída. ¿Acaso los hombres no habían aprendido nada en miles de años?

—Confiábamos en que la ley imperial nos protegería —dijo el herido Mord Cour con voz débil. Parecía muy diferente del hombre que había enseñado poesía épica, cuyas historias legendarias hacían llorar a los estudiantes. Llevaba los dos brazos vendados—.

Pero los grumman no hicieron caso. Han profanado nuestras tradiciones más sagradas, escupido en los mismos cimientos del Imperio.

—Nadie juega respetando las reglas —dijo Duncan, incapaz de reprimir su amargura—. El propio Trin Kronos nos lo dijo. Pero no le escuchamos.

La cara mofletuda de Riwy Dinari enrojeció.

—La Casa Moritani recibirá una palmada en la muñeca —dijo Jeh-Wu, con los labios apretados—. Se les multará, tal vez sufrirán un embargo, pero seguirán riéndose de nosotros.

—¿Cómo van a respetar las proezas de Ginaz? —Se lamentó Bludd—. La escuela ha caído en desgracia. El daño infligido a nuestra reputación es inmenso.

Mord Cour alzó la vista hacia el cielo brumoso, y su largo cabello gris colgó como un sudario alrededor de su cabeza.

—Hemos de volver a construir la escuela. Como hicieron los seguidores de Jool-Noret, después de que el maestro se ahogara.

Duncan estudió al viejo maestro, recordó su tumultuosa vida después de que su pueblo fuera arrasado, cuando había vivido como un animal en las montañas de Hagal, para luego regresar, unirse a los bandidos que habían asesinado a sus vecinos y su familia y aniquilarlos. Si alguien era capaz de llevar a cabo una resurrección tan drástica, ese era Cour.

—Nunca volveremos a estar tan indefensos —prometió Riwy Dinari con voz ronca de emoción—. Nuestro primer ministro ha prometido estacionar dos unidades de combate aquí, y vamos a comprar una escuadra de minisubs para patrullar las aguas. Somos maestros espadachines, rectos en nuestra misión, y el enemigo nos ha pillado por sorpresa. Estamos avergonzados. —Dio una patada a un trozo de metal—. El honor se está extinguiendo. ¿Adónde irá a parar el Imperio?

Duncan, abismado en sus pensamientos, rodeó un charco de sangre que brillaba bajo la lluvia. Resser se agachó para examinarlo, como si pudiera obtener alguna información de si el caído era enemigo, aliado o civil.

—Hay que hacerse muchas preguntas —dijo Bludd con tono suspicaz—. Hemos de averiguar qué ha sucedido en realidad. —Hinchó el pecho—. Y lo haremos. Antes soy un soldado que un educador.

Sus compañeros emitieron gruñidos de aprobación.

Duncan vio algo que brillaba en una pila de escombros y se agachó para recogerlo. Era un brazalete de plata, y lo limpió en su manga. De él colgaban espadas, Cruceros de la Cofradía y ornitópteros en miniatura. Duncan lo entregó a Dinari.

—Esperemos que no fuera de una niña —dijo el hombre corpulento.

Duncan ya había visto a cuatro niños muertos desenterrados de los escombros, hijos e hijas de empleados de la Escuela. La cifra final de víctimas se elevaría a varios miles. ¿Podía ser a causa del único insulto de expulsar a estudiantes de Grumman, un acto justificable en respuesta al odioso ataque de la Casa Moritani contra inocentes civiles ecazi, provocado por el asesinato de un embajador en un banquete celebrado en Arrakis que a su vez había sido atizado por sospechas sobre sabotaje de cosechas?

Pero los estudiantes de Grumman habían elegido entre quedarse o marchar. Todo era absurdo. Trin Kronos había perdido la vida por ello, y demasiados con él. ¿Cuándo terminaría?

Pese a todo, Resser quería volver a Grumman, aunque parecía un acto suicida. Allí debía enfrentarse a sus propios demonios, pero Duncan esperaba que sobreviviera y que a la larga se uniera al duque Leto. Al fin y al cabo, era un maestro espadachín.

Algunos maestros sugirieron sin demasiada convicción ofrecer sus servicios como mercenarios a Ecaz. Otros insistieron en que lo primero era recuperar el honor. En Ginaz se necesitaban guerreros avezados para reconstruir la Escuela destruida. La prestigiosa academia tardaría años en recuperarse.

Pero, si bien Duncan experimentaba una profunda sensación de desolación e ira por lo sucedido, debía su lealtad al duque Leto Atreides. Durante ocho años, Duncan se había forjado en fuego como la hoja de una espada. Y esta espada había jurado defender a la Casa Atreides.

Volvería a Caladan.

95

¿Quién busca significados donde no los hay? ¿Seguirías un camino que no conduce a ninguna parte?

Interrogantes de la escuela Mentat

Las pesadillas eran horribles, pero despertar era mucho peor.

Cuando Leto recobró la conciencia en el hospital, el enfermero de noche le saludó, le dijo que era afortunado por estar vivo. Leto no se sintió tan afortunado. Al ver su expresión abatida, el enfermero dijo:

—Hay una buena noticia. El príncipe Rhombur sobrevivió.

Leto respiró hondo y tuvo la impresión de que tragaba cristal molido. Notó el sabor de la sangre en el paladar.

—¿Y Victor?

Apenas pudo pronunciar las palabras. El enfermero sacudió la cabeza.

—Lo siento. —Tras una sombría pausa añadió—: Necesitáis más descanso. No quiero turbaros con detalles sobre la bomba. Ya habrá tiempo después. Thufir Hawat está investigando. —Metió la mano en el bolsillo de su bata—. Voy a daros una cápsula somnífera.

Leto negó con la cabeza.

—Dormiré sin ayuda.

¡Victor ha muerto!

El enfermero accedió a regañadientes, pero le dijo que no bajara de la cama. Una unidad de llamada que se activaba mediante la voz flotaba sobre la cama. Leto sólo tenía que hablar.

Victor ha muerto. ¡Mi hijo! Leto ya lo sabía, pero ahora debía afrontar la terrible realidad. Una bomba. ¿Quién ha podido hacer semejante cosa?

Pese a las órdenes de los médicos, el tozudo duque vio que el enfermero de noche entraba en un cuarto del otro lado del pasillo para atender a otro paciente. ¿Rhombur? Desde su cama, Leto sólo podía ver un borde de la puerta abierta.

Se incorporó en la cama, indiferente al dolor. Con los movimientos de un mek averiado, apartó las sábanas que olían a sudor y lejía y bajó las piernas al frío suelo.

¿Dónde estaba Rhombur? Todo lo demás podía esperar. Tenía que ver a su amigo. ¡Alguien ha matado a mi hijo! Leto experimentó una oleada de ira y sintió una aguda punzada en la cabeza.

Enfocó los ojos, dio un paso y luego otro… Tenía las costillas vendadas y le quemaban los pulmones. El bálsamo de plaspiel causaba que sintiera la cara rígida, como de piedra blanda. No se miró en un espejo para investigar el alcance de sus heridas. No le preocupaban las cicatrices, en absoluto. Nada podía curar los daños irreparables que había sufrido su alma. Victor estaba muerto. ¡Mi hijo, mi hijo!

Por increíble que pareciera, Rhombur había sobrevivido, pero ¿dónde estaba?

Una bomba en el dirigible.

Leto avanzó un paso más, alejándose del aparato de diagnóstico colocado junto a su cama. Fuera, una tormenta se había desatado, y gotas de lluvia se estrellaban como balas contra las ventanas. Las luces del hospital estaban al mínimo. Salió de la habitación, tambaleante.

Al llegar a la habitación de enfrente, se apoyó contra la jamba para no caer, y parpadeó antes de avanzar hacia la luz intensa del interior, donde brillaban globos luminosos más blancos y fríos. Era una habitación grande, dividida por una cortina oscura que oscilaba en las sombras. Captó olores penetrantes de productos químicos y sistemas de purificación de aire.

Desorientado, no pensó en consecuencias ni implicaciones. Sólo sabía con certeza, como una campana que doblara en su mente, que Victor estaba muerto. ¿Era una conspiración criminal de los Harkonnen contra la Casa Atreides? ¿Un ataque vengativo de los tleilaxu contra Rhombur? ¿Alguien había querido eliminar al heredero de Leto?

Era difícil que el duque pudiera analizar tales temas debido a los medicamentos que le habían administrado y al aturdimiento provocado por el dolor. Apenas era capaz de conservar la energía mental suficiente para pasar de un momento al siguiente. La desesperación era como una manta empapada que le asfixiaba. Pese a su determinación, Leto se sintió tentado de zambullirse en un consolador pozo de rendición.
He de ver a Rhombur.

Abrió la cortina y entró. A la tenue luz, un módulo de cuidados intensivos en forma de ataúd estaba conectado con tubos y cables. Leto concentró sus esfuerzos y avanzó trabajosamente, al tiempo que maldecía el dolor que entorpecía sus movimientos. Un fuelle mecánico bombeaba oxígeno en la cámara sellada. Rhombur yacía dentro.

—¡Duque Leto!

Sobresaltado, reparó en la mujer que se erguía junto al aparato envuelta en el hábito Bene Gesserit, oscuro como las sombras. La cara desencajada de Tessia estaba desprovista de su agudo humor y serena hermosura, desprovista de vida.

Se preguntó cuánto tiempo llevaba la concubina de Rhombur acompañándole. Jessica le había hablado de las técnicas Bene Gesserit, que permitían a las hermanas permanecer despiertas durante días. Leto cayó en la cuenta de que ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que le habían sacado de los restos del dirigible. A juzgar por el aspecto demacrado de Tessia, dudaba que hubiera descansado un momento desde el desastre.

—He venido… a ver a Rhombur —dijo.

Tessia retrocedió un paso y señaló el módulo. No ayudó a Leto, y al final el duque se acercó al sarcófago. Se apoyó contra las junturas metálicas.

Leto inclinó la cabeza, pero cerró los ojos hasta que superó el mareo y el dolor se apaciguó… y hasta que se armó de valor para ver qué había sido de su amigo.

Abrió los ojos. Y se encogió de horror.

Todo cuanto quedaba de Rhombur Vernius era una cabeza aplastada, así como casi toda la columna vertebral y parte del pecho. El resto (extremidades, piel, algunos órganos) había sido arrancado por la fuerza de la explosión o reducido a cenizas por las llamas. Por suerte seguía en coma. Era la masa de carne desgarrada que había visto en la cubierta del dirigible.

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