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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (57 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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—D’murr, has de escucharme. Has de escuchar lo que voy a decir.

Sintió cierta receptividad en las imágenes, y vio en su mente el rostro de su hermano, de cabello oscuro, ojos grandes, nariz aplastada, sonrisa agradable. Tal como C’tair le recordaba de los días en el Gran Palacio, cuando habían asistido a ceremonias diplomáticas y flirteado con Kailea Vernius.

Pero tras la imagen familiar, el estupefacto C’tair vio una forma extraña y deforme, una sombra enorme de su hermano, de cráneo alargado y miembros atrofiados, suspendido eternamente en un tanque de gas de melange.

C’tair rechazó la imagen y se concentró de nuevo en el rostro humano de su gemelo, con independencia de que fuera real.

—D’murr, puede que esta sea la última vez que podemos hablar.

Quería preguntar a su hermano si tenía noticias del Imperio. ¿Sabía algo de su padre, el embajador Pilru, exiliado en Kaitain? De estar vivo todavía, el embajador seguiría intentando encontrar apoyos, teorizó C’tair, pero después de tantos años sería una causa perdida, casi patética.

C’tair no tenía tiempo para charlar. Necesitaba comunicar la urgencia y la desesperación del pueblo ixiano. Todas las demás formas de comunicación habían sido cortadas, pero D’murr, por mediación de sus contactos con la Cofradía, gozaba de un tenue vínculo con el cosmos.

¡Alguien ha de comprender lo desesperada que es nuestra situación!

C’tair habló sin parar, describió todo lo que habían hecho los tleilaxu, enumeró los horrores infligidos por los guardias Sardaukar y los fanáticos a los cautivos ixianos.

—Has de ayudarme, D’murr. Encuentra a alguien que defienda nuestra causa ante el Imperio. —Rhombur Vernius ya estaba enterado de la situación, y aunque el príncipe había hecho cuanto había podido, con el apoyo secreto de los Atreides, no había sido suficiente—. Localiza a Dominic Vernius. Podría ser nuestra única posibilidad. Si te acuerdas de mí, si recuerdas a tu familia y tus amigos humanos… a tu pueblo…, te ruego que nos ayudes. Eres la única esperanza que nos queda.

Delante de él, casi sin ver, porque su mente estaba muy lejos, proyectada por los senderos del espacio doblado hasta su hermano, C’tair observó que surgía humo del transmisor rogo. Las varillas de cristal de silicio empezaron a temblar y romperse.

—¡Por favor, D’murr!

Segundos después, las varillas se partieron. Surgieron chispas de grietas abiertas en el transmisor, y C’tair apartó los conectores de sus sienes.

Se metió el puño en la boca para ahogar un chillido de dolor.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, nacidas de la presión que estrujaba su cerebro. Se tocó la nariz, las orejas, y descubrió sangre que brotaba de los senos paranasales. Sollozó y se mordió los nudillos con fuerza, pero la agonía tardó rato en calmarse.

Por fin, tras horas de agudo dolor, contempló los cristales ennegrecidos de su transmisor y secó la sangre de su cara. Se incorporó y esperó a que el dolor se desvaneciera, pero descubrió que sonreía, pese al dolor y el rogo averiado.

Estaba seguro de que esta vez lo había conseguido. El futuro de Ix dependía de lo que D’murr hiciera con la información.

65

Bajo un planeta, en sus rocas, tierra y capas sedimentarias, se encuentra la memoria del planeta, la completa explicación de su existencia, su memoria ecológica.

P
ARDOT
K
YNES
,
Un manual de Arrakis

En apretada formación, naves-prisión imperiales salieron de la bodega del Crucero y descendieron hacia el purulento planeta, como una procesión funeraria.

Aun desde el espacio, Salusa Secundus parecía gangrenado, con costras oscuras y una fina capa de nubes que recordaba un sudario desgarrado. Según los comunicados de prensa oficiales, los nuevos convictos enviados a Salusa tenían una tasa de mortalidad del sesenta por ciento en el primer Año Estándar.

Después de que el nuevo cargamento de prisioneros y suministros marchara hacia puntos de descarga custodiados, los tripulantes de la Cofradía Espacial mantuvieron las puertas de la bodega abiertas el tiempo suficiente para que otra fragata baqueteada y dos lanchas rápidas sin distintivos salieran. Dominic Vernius y sus hombres, sin dejar documentación de su paso, descendieron al planeta a través de un hueco en la red de satélites de vigilancia.

Liet-Kynes iba sentado en un asiento de pasajeros de la fragata, con los dedos apoyados contra el frío ventanal de plaz. Tenía los ojos abiertos de par en par, como los niños fremen cuando montaban por primera vez en un gusano.
¡Salusa Secundus!

El cielo era de un naranja enfermizo, con franjas de nubes pálidas incluso en pleno mediodía. El cielo estaba surcado por rayos, como si titanes invisibles estuvieran jugando con bolos eléctricos.

La fragata de Dominic esquivó las balizas de detección imperiales y se dirigió hacia la zona de aterrizaje. Cruzaron extensiones de roca vitrificada que centelleaban como lagos, aunque eran charcos de granito cristalizado. Incluso después de tantos siglos, una rala hierba marrón crecía en los campos arrasados, como los dedos engarfiados de hombres enterrados vivos.

Liet comprendió por qué su padre se había sentido tan conmovido por las heridas sin cicatrizar de aquel lugar maldito. Emitió un sonido gutural. Cuando Dominic se volvió hacia él con expresión de curiosidad, Liet se explicó.

—En tiempos remotos, el pueblo Zensunni (los fremen) vivió esclavizado aquí durante nueve generaciones. —Contempló el paisaje agostado y añadió en voz baja—: Algunos dicen que aún se puede ver el suelo manchado de su sangre y oír sus gritos arrastrados por el viento.

Los anchos hombros de Dominic se hundieron.

—Weichih, Salusa ha padecido más dolor y desdicha de la que merecía.

Se acercaron a las afueras de una ciudad en otros tiempos extensa, que ahora parecía una cicatriz arquitectónica. Muñones de edificios y columnas de mármol lechoso ennegrecidas yacían como los deshechos del esplendor que había reinado en aquel lugar. Hacia las colinas escarpadas, una nueva muralla zigzagueaba alrededor de una zona de edificios intactos hasta cierto punto, los restos de una ciudad abandonada que habían sobrevivido al holocausto.

—Esa muralla fue erigida con el propósito de encerrar a la población cautiva —explicó Dominic—, pero cuando cayó y los prisioneros escaparon, los funcionarios y administradores la levantaron de nuevo y vivieron dentro, donde se sentían protegidos. —Lanzó una amarga carcajada—. Cuando los prisioneros se dieron cuenta de que estaban mejor en un lugar donde al menos los alimentaban y vestían, intentaron entrar por la fuerza. —Meneó su cabeza calva—. Ahora, los más duros han aprendido a vivir ahí fuera. Los demás mueren. Los Corrino importaron animales peligrosos, tigres de Laza, toros salusanos y otros especímenes, para mantener controlados a los supervivientes. Los criminales condenados son abandonados aquí. Nadie espera que se marchen.

Liet estudió el paisaje con ojo de planetólogo, e intentó recordar todo cuanto su padre le había enseñado. Percibió un olor a humedad acre en el aire, incluso en aquel lugar desolado.

—Da la impresión de que hay bastante potencial, bastante humedad. Podría haber plantas pequeñas, cosechas, ganado. Alguien podría cambiar este planeta.

—Los malditos Corrino no lo permitirían. —El rostro de Dominic se ensombreció—. Les gusta así, como castigo merecido para los que osan desafiar al Imperio. En cuanto llegan los prisioneros comienza un juego cruel. Al emperador le gusta saber quién se endurece más, quién sobrevive más tiempo. En su palacio, los miembros de la corte apuestan por los prisioneros famosos, por quién sobrevivirá y quién no.

—Mi padre no me contó eso —dijo Liet—. Vivió unos años aquí, cuando era joven.

Dominic le dedicó una pálida sonrisa, pero sus ojos siguieron sombríos y preocupados.

—Sea quien sea tu padre, muchacho, no debía saberlo todo. —El exiliado guió la fragata sobre las ruinas de la ciudad exterior hasta un hangar cuyo techo se había hundido en una telaraña de vigas oxidadas.

—Como conde de Ix, prefiero vivir bajo el suelo. Ahí no hay por qué preocuparse de las tormentas de la aurora.

—Mi padre también me habló de las tormentas de la aurora.

La fragata entró en el hueco oscuro del hangar, y siguió descendiendo hacia las zonas de almacenamiento cavernosas.

—Esto era un depósito imperial, reforzado para almacenar suministros durante mucho tiempo.

Dominic encendió las luces de navegación de la fragata y haces amarillos perforaron el aire. Una nube de polvo que se estaba posando semejaba una lluvia gris.

Las dos lanchas se adelantaron a la fragata y aterrizaron antes. Otros contrabandistas salieron de la base escondida para bloquear la nave. Descargaron materiales, herramientas y provisiones. Los pilotos de las naves pequeñas corrieron a la rampa de la fragata, para esperar a Dominic.

Mientras seguía al líder, Liet olfateó el aire. Aún se sentía desnudo sin el destiltraje y los tampones. El aire olía a seco y quemado, impregnado de disolventes y ozono. Liet añoraba el calor de la roca natural, como un sietch confortable. A su alrededor, demasiadas paredes estaban cubiertas de hojas artificiales de metal o plaz-piedra, con el fin de ocultar las habitaciones que encerraban.

Un hombre musculoso apareció sobre una rampa que rodeaba la zona de aterrizaje. Saltó al suelo desde una escalera con una agilidad felina, aunque su cuerpo era deforme y de aspecto pesado. Una cicatriz rojiza de tintaparra desfiguraba su rostro cuadrado, y su fuerte pelo rubio colgaba en un ángulo extraño sobre su ojo izquierdo. Parecía un hombre desmontado y vuelto a ensamblar sin instrucciones.

—¡Gurney Halleck! —La voz de Dominic resonó en la zona de aterrizaje—. Ven a conocer a nuestro nuevo camarada, nacido y criado entre los fremen.

El hombre esbozó una sonrisa lobuna y se acercó con sorprendente rapidez. Extendió una ancha palma e intentó estrujar la mano de Liet. Citó un pasaje que Liet reconoció de la Biblia Católica Naranja.

—Recibe a todos aquellos a los que querrías tener como amigos, y dales la bienvenida tanto con tu corazón como con tu mano.

Liet le devolvió el gesto y replicó con una respuesta fremen tradicional, en el antiguo idioma de Chakobsa.

—Gurney llegó de Giedi Prime —dijo Dominic—. Escapó escondido en un cargamento destinado a mi viejo amigo el duque Leto Atreides, después cambió de nave en Hagal, deambuló por centros comerciales y espaciopuertos, hasta que encontró la persona adecuada, uno de los nuestros.

Gurney se encogió de hombros con torpeza. Estaba sudando, y llevaba la ropa desaliñada porque había estado practicando con la espada.

—Por los avernos, me estuve escondiendo en lugares cada vez más miserables durante medio año, hasta que por fin encontré a estos matones… en el lugar más hediondo.

Liet entornó los ojos con suspicacia, sin hacer caso de la broma.

—¿Vienes de Giedi Prime? ¿El planeta Harkonnen? —Sus dedos se desviaron hacia su cinturón, donde llevaba su cuchillo crys enfundado—. He matado a cientos de demonios Harkonnen.

Gurney captó el movimiento, pero clavó la vista en el barbudo fremen.

—Entonces tú y yo seremos grandes amigos.

Más tarde, cuando Liet se sentó con la banda de contrabandistas en el bar de la base subterránea, escuchó las discusiones, las carcajadas, las historias que intercambiaban, las baladronadas y las mentiras descaradas.

Abrieron costosas botellas de una cosecha muy especial y fueron pasando vasos de un potente licor ámbar.

—Coñac imperial, muchacho —dijo Gurney, al tiempo que tendía un vaso a Liet, quien tuvo problemas para engullir el espeso líquido—. La remesa privada de Shaddam, vale diez veces su peso en melange. —El hombre de las cicatrices le guiñó un ojo con aire conspirador—. Nos apoderamos de un embarque procedente de Kirana, cogimos la reserva destinada al emperador y la sustituimos por botellas de vinagre. Supongo que pronto nos enteraremos de los resultados.

Dominic Vernius entró en la sala y todos los contrabandistas le saludaron. Se había puesto un justillo sin mangas hecho de seda merh marrón, forrado de piel de ballena negra. Varias holoimágenes de su amada esposa flotaban cerca de él como fantasmas, para que pudiera verla en cualquier dirección que se moviera.

Se estaba a gusto en la fortaleza escondida, pero Liet esperaba salir a explorar el paisaje salusano, como su padre había hecho. Primero, no obstante, Liet había prometido utilizar sus habilidades fremen para estudiar la base secreta, ayudar a camuflarla y protegerla de observadores, si bien estaba de acuerdo con Dominic Vernius cuando decía que poca gente se molestaría en buscar un escondite en aquellos parajes.

Nadie venía por voluntad propia a Salusa Secundus.

En la pared del comedor, Dominic guardaba un antiquísimo plano de cómo había sido el planeta en sus días de gloria, cuando era la capital de un imperio interestelar. Las líneas estaban trazadas con metal dorado, los palacios y las ciudades marcados con joyas, casquetes polares hechos de ópalo de aliento de tigre, y mares taraceados de madera azul elaccana petrificada.

Dominic afirmaba (producto de su imaginación más que de pruebas documentales) que el plano había pertenecido al príncipe heredero Raphael Corrino, el legendario estadista y filósofo que había vivido miles de años antes. Dominic expresó su alivio por el hecho de que Raphael («el único Corrino bueno de la pandilla») no hubiese vivido para ver lo que le había sucedido a su amada capital. Toda aquella magnificencia de cuento de hadas, todos aquellos sueños, visiones y buenas obras habían sido arrasados por el fuego nuclear.

Gurney Halleck pulsó las cuerdas de su baliset nuevo y entonó una canción triste. Liet prestó atención a la letra, sensible y perturbadora, pues evocaba imágenes de personas y lugares desaparecidos.

Oh, por los días de los tiempos pretéritos,

acaricia con dulce néctar mis labios otra vez.

Recuerdos amados que se saborean y sienten…

Las sonrisas y besos de deleite,

inocencia y esperanza.

Pero lo único que veo son velos y lágrimas,

y las tenebrosas y sombrías profundidades

del dolor, la fatiga y la desesperanza.

Es más prudente, amigo mío, mirar a otra parte,

a la luz, y no a la oscuridad.

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