Read Despertando al dios dormido Online
Authors: Adolf J. Fort
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror
Tres horas más tarde, sintiéndose mucho mejor, salió del hotel y entró en uno de los muchos pubs que jalonaban la calle. A pesar de lo que opinaba la mayoría de los turistas españoles sobre la comida inglesa, Julia había descubierto que lo que los nativos denominaban
pub grub
o engrudo de bar era en realidad lo mejor de la gastronomía anglosajona, sobre todo si se acompañaba con las deliciosas cervezas oscuras que complementaban de manera perfecta la consistente y aromática comida casera.
Cuando volvió a su habitación, Julia se sintió lo suficientemente tranquila para examinar la información obtenida en su incursión nocturna y que hasta entonces había ignorado con toda intención. Tras alisar un poco la colcha de la cama, abrió la mochila y desparramó su contenido metódicamente y con un cierto orgullo de cazadora: documentos a un lado, facturas y recibos al otro y la fotografía en el centro. La foto fue la primera cosa que examinó.
De gran calidad, ofrecía muchos más detalles que la fotocopia a color que había obtenido de Keith y confirmaba la excelente técnica de la pintora, a la vez que dejaba bien claro su extraordinario estado mental, ya que la meticulosidad con la que estaban pintados los encajes sólo podía ser la obra de un genio o de un perturbado. Sin pretenderlo, Julia se encontró mirando los documentos de Solsbury’s, aunque todavía no había terminado de examinar ni el broche ni la expresión de la mujer de la pintura. El nombre del vendedor no aparecía en la documentación, pero sí el intermediario, una pequeña galería de arte de Viena llamada Kunsthandel.
Volvió a contemplar el cuadro y admiró las delicadas y a la par extrañas facciones de la dama y de nuevo, sin proponérselo, se encontró mirando la documentación que lo acompañaba. Esta vez, descubrió que el óleo ni siquiera había llegado a los locales de Solsbury’s, sino que se había quedado en Viena, ya que la compra se había realizado semanas antes de la fecha de la subasta pero, al parecer, después de haber impreso y enviado los catálogos a los clientes.
Volvió a mirar la fotografía por tercera vez y de nuevo se encontró contemplando las facturas, que cubrían los trámites iniciales y los gastos de representación, todo ello gestionado por la galería vienesa. El precio de venta y la identidad del comprador no aparecían por ningún lado.
Con un suspiro de resignación, recogió la documentación y la dejó sobre la mesilla, dejando sobre la cama únicamente la fotografía. Era hora de examinar a fondo el cuadro y sopesar si valía la pena continuar indagando sobre su paradero o por el contrario dedicar sus esfuerzos —y el dinero de Albert— a otros menesteres.
Pero por alguna razón, Julia no conseguía fijar la vista en la fotografía. Una y otra vez, sus ojos acababan posándose en los bordes de la imagen o en la colcha de la cama, como si una película invisible de aceite hiciera resbalar su mirada hasta apartarla de la imagen. Por mucho que lo intentó, no fue capaz de mirar a la extraña dama más que unos breves instantes, y terminó por claudicar al sentir que la invadía un vértigo que la obligó a tenderse sobre la cama.
«No he dormido lo suficiente —se dijo Julia para sus adentros, contemplando el techo desnudo de la habitación—, los nervios de anoche me están jugando una mala pasada.»
De pronto, recordó que el maletín de viaje contenía la fotografía impresa en Barcelona y, siguiendo un impulso inexplicable, se levantó para cogerla y cotejarla con las obtenidas en el despacho de Solsbury’s.
La confirmación de que el cuadro era algo más de lo que parecía a simple vista la tuvo al comprobar, con cierto sobresalto, que si bien podía contemplar hasta saciarse la foto impresa y la fotocopia, era imposible fijar la vista en la otra durante más de un instante. Julia examinó la extraña imagen por detrás, esperando hallar alguna respuesta. Papel fotográfico de alta calidad Kodak con el marchamo que demostraba que se había tomado para Solsbury’s. Todo normal.
Desconcertada y francamente intrigada, decidió acercarse hasta un
work centre
al que había ido alguna vez cuando hacía un posgrado de Bellas Artes. Disponía de cubículos individuales con ordenador, impresora y escáner. Allí podría someter a la extraña foto a algunas pruebas que tal vez aclararían el inquietante efecto.
En un santiamén metió las fotografías y los documentos en el maletín, se abrigó y, tras un corto desplazamiento en metro y una espera aún más corta en la tienda de informática, Julia se instaló en el lugar que le asignaron y colocó la fotografía de Solsbury’s en el escáner. Instantes después, una imagen de alta definición en color aparecía en la pantalla del ordenador. Tras comprobar con alivio que podía mirarla todo el tiempo que quisiera sin notar ningún efecto extraño, traspasó la imagen a un programa de retoque fotográfico que solía usar para confeccionar los folletos y prospectos de la galería.
Un primer análisis cromático le mostró que, a pesar de que en el cuadro dominaban las tonalidades ocres, la componente más pronunciada del espectro estaba en la gama de azules, lo que no dejaba de ser bastante chocante, ya que, a simple vista, lo único azul de la fotografía eran los detalles del broche. Julia recordó haber leído unos meses atrás el hallazgo de una pintura inédita de Johan van Groot que había sido cubierta por otro pintor escaso de telas —y de juicio—. Un estudiante holandés de arte la había descubierto al realizar un espectrograma sobre la pintura.
Julia fue alterando los parámetros del programa para conseguir una separación de tonos y obtuvo, al cabo de unos instantes, la prueba definitiva y el principio del horror.
Aunque las capas amarilla y magenta mostraban imágenes idénticas de la hermética dama, lo que se veía en la capa cian parecía salido de las peores pesadillas pintadas por El Bosco. Mostraba a un ser antropomorfo de ojos saltones enormes y boca demasiado ancha y plana, de labios monstruosamente gruesos, sin cuello y sin hombros, con una especie de pinzas palmeadas donde debían estar las manos, y un torso rugoso y lleno de pliegues horribles que parecían agallas.
Julia no pudo contenerse y dio un ruidoso respingo cuando se dio cuenta de que la mezcla de la dama de mirada fija y el horrendo cuerpo deforme daban como resultado algo que recordaba
demasiado
a la mujer que había protagonizado la extraña migración de clientes de la sala de subastas. Bruscamente consciente de las miradas curiosas que había atraído con su exclamación, bloqueó el ordenador con una contraseña, apagó la pantalla y se dirigió con paso un poco vacilante hasta la máquina expendedora de bebidas que había en un rincón.
Tras servirse un café caliente y obligarse a beberlo sorbo a sorbo, sujetando el vaso con manos temblorosas, intentó serenarse y hallar una explicación coherente. Tenía que haber un nexo que justificara la presencia de la terrible imagen debajo del hermoso retrato y la aparición de una mujer en la subasta que se le pareciera tanto. El calor del café le dio ánimos para volver a la mesa, encender de nuevo la pantalla y contemplar con cierto distanciamiento la extraña imagen que seguía allí, desafiándola con su deformidad y sus detalles malsanos.
La primera explicación que acudió a su mente fue que la pintora había aprovechado un lienzo anterior, algo corriente entre pintores pobres o que usaban de nuevo los lienzos rechazados. Sin embargo, la teoría se desmoronaba por dos motivos. El primero era que normalmente se aplicaba una capa de pintura blanca antes de volver a pintar encima, cosa que en aquel cuadro parecía no existir. El segundo motivo era que la precisión con que la figura humana estaba superpuesta a la otra demostraba bien a las claras la intención de ocultarla. La ausencia de cuello y de hombros, la diadema, la posición poco natural de los brazos o el volumen innecesario del vestido eran ahora detalles reveladores de un plan muy bien concebido.
Otra posible explicación, bastante más esotérica y acorde con el estado mental de la pintora, era que Ûte, en su delirio, se viera a sí misma como un ser deforme y monstruoso, y la obra fuera un autorretrato que, más tarde, tal vez a instancias de algún amigo, tratara de camuflar con el magnífico retrato de la noble dama.
Julia sacudió la cabeza con perplejidad. El increíble parecido de la horrenda figura con la mujer de la subasta no tenía ninguna explicación por el momento. Quizá sólo había sido un caprichoso juego de luces y sombras propiciado por la iluminación de la sala y la anticipación con la que Julia había estado esperando el cuadro.
Lo que sí parecía seguro era que el lienzo pertenecía al último período de la artista y que su valor estaba bastante por encima del sugerido por Solsbury’s. En cuanto al extraño efecto que causaba, tampoco era la primera vez que se encontraba con un cuadro diseñado para provocar una reacción en el espectador. La historia del arte estaba llena de obras con imágenes disimuladas, ocultas o patrones de líneas que provocaban vértigos.
Igual que cuando vio el cuadro por primera vez, sus alarmados sentidos, que ya estaban tañendo campanas de alarma, fueron sofocados por las posibilidades de lucro y gloria que prometía el descubrimiento.
Ése fue su segundo error.
Julia imprimió copias del cuadro en varios formatos y clases de papel, incluyendo las tres capas de color en papel para transparencia a máxima definición. Fue entonces cuando se dio cuenta de que todavía no había examinado otra de las partes del cuadro que podía arrojar alguna luz sobre el misterio: el broche. Tras centrar el
zoom
sobre la joya, hizo una ampliación a gran escala. El broche tenía el mismo nivel increíble de detalle que el resto del cuadro. Parecía estar hecho de filigrana de oro y gemas azules —tal vez aguamarinas— formando un intrincado diseño que pocos orfebres podrían haber realizado. Julia se preguntó si la joya sería real o tan sólo producto de la imaginación de la pintora enajenada. Tendría que investigarlo, ya que podría aportar muchos más datos sobre la figura representada.
A continuación se fijó en la parte exterior del broche, donde se apreciaban unas marcas más oscuras y difuminadas que desentonaban con el resto de la joya. Unos ajustes más del programa fueron suficientes para revelar otro misterio aún mayor. Al digitalizar una vez más la imagen y aplicarle una serie de filtros para mejorarla, se vio contemplando, boquiabierta, unos curiosos signos jeroglíficos que habían sido pintados con la astucia y la técnica de un maestro renacentista. Rodeaban las gemas y formaban grupos muy parecidos a palabras, y sus formas recordaban los signos cuneiformes de culturas casi prehistóricas.
Tras un rápido cálculo mental, Julia no pudo por menos que maravillarse ante el hecho de que en el cuadro original los símbolos no medirían más de cinco milímetros de altura, otro detalle más que confirmaba el increíble grado de obsesión enfermiza que Ûte Firsch-Pieke había alcanzado.
Mientras recogía todo el material impreso y se preparaba para irse, se preguntó si los símbolos serían simplemente trazos carentes de sentido, propios de una persona demente o, por el contrario, contendrían algún mensaje secreto que Ûte había intentado transmitir, emulando a algunos pintores flamencos que habían ocultado en sus obras advertencias y algún que otro secreto de Estado.
Una vez en la habitación del hotel, con la mente bullendo de incógnitas y misterios arcaicos, Julia se dio cuenta de que estaba empezando a obsesionarse con el lienzo —del que tan sólo había visto una fotografía, que podía haber sido simplemente manipulada por algún gracioso—, y que, de seguir por ese camino, no tardaría en caer a su vez bajo su malsano influjo. Pero eran tantas las preguntas y tan apasionante el tema que lo único que pudo hacer fue volver a examinar las últimas impresiones y plantearse nuevas cuestiones a resolver.
Lo primero era averiguar el paradero del cuadro, lo que significaba un viaje hasta la galería vienesa con la esperanza de que una vez allí pudieran —y quisieran— facilitarle el nombre del comprador. Lo segundo era intentar comprobar si los misteriosos signos eran en realidad un mensaje o un fraude.
Mientras recogía todo lo que había desparramado sobre la cama, Julia se sintió de pronto completamente agotada y casi no tuvo fuerzas para desvestirse y deslizarse entre las sábanas antes de quedarse profundamente dormida.
—Estoy dentro —anunció una de las dos personas que ocupaban el todoterreno negro aparcado frente al establecimiento de informática, ahora cerrado.
El ordenador portátil que sostenía en su regazo emitió una serie de tonos y en la pantalla apareció un listado de archivos.
—Busca en la memoria
caché
de la impresora —sugirió el conductor—, creo que nuestra amiga imprimió varias cosas.
La mujer tecleó un poco más y en la pantalla comenzaron a aparecer las imágenes de lo que había impreso Julia.
—Dios mío —exclamó la mujer, mostrándoselo al otro.
Con un chirrido de neumáticos, el vehículo salió de su aparcamiento y desapareció zigzagueando entre el tráfico nocturno de Londres.
Era uno de sus lugares preferidos para pasear. Una pequeña oquedad en una roca que los del lugar conocían como El Sombrero de la Meiga. Desde allí se dominaba un gran trozo de la costa abrupta sobre la que habían construido la casa que se alzaba desafiando a los vientos del Atlántico. La llamaban la Casa que Silbaba, y era una de las pocas —tal vez la única— que tenía un refuerzo de cables de acero que sujetaban las cuatro esquinas de la casa a modo de tirante. Su padre había hecho montar este sistema tras un viaje que hizo a Irlanda. Dijo que allí casi todas las casas de pescadores lo tenían. Cuando soplaba el viento, la casa se ponía a silbar una melodía despreocupada, con la que la joven Julia jugaba a reconocer tonadas y palabras que el viento le traía de lugares recónditos.
Vio cómo se aproximaba una figura cubierta por un manto oscuro con ribete azul. Curiosa por saber quién era, trató de discernir los rasgos del rostro, pero el sol, ya bajo, llenaba de sombra el enorme capuchón y lo ocultaba por completo.
La invadió un cierto desasosiego. Tal vez fueran los extraños andares de la figura embozada, tal vez el súbito olor o la inusitada velocidad con la que el sol se estaba poniendo en el horizonte. Quiso irse, pero parecía soldada a la roca en la que estaba sentada. Forcejeó para levantarse, pero no podía. Sólo podía mirar con horror creciente la aproximación de la extraña figura, a la que el viento hacía ondear la túnica con furia. Al llegar a su altura se quedó inmóvil, mientras en los oídos de la aterrada Julia la canción del viento se trocaba en una melodía insidiosa, altisonante, parecida al croar de las ranas. Quiso gritar, quiso cerrar los ojos y apartar la horrenda visión, pero lo único que pudo hacer fue contemplar cómo una ráfaga de viento echaba hacia atrás la capucha para dejar al descubierto una cabeza atroz, la cabeza deformada de un pez, cuyos labios anormalmente gruesos no cesaban de moverse, como si musitaran. Y la horrenda aparición levantó una mano palmeada y salpicó la cara de Julia.