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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (10 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Bingo
. Julia casi palmoteó de entusiasmo, pero se limitó a sonreír abiertamente. Era el momento de intentar resolver uno de los dos interrogantes que la acuciaban desde el descubrimiento de los símbolos del medallón.

—Mire, profesor —empezó—, la verdad es que la traducción que sugiere el profesor de Halifax no me parece demasiado veraz y, aunque intuyo que tal vez sea imposible y que seguramente no servirá para nada —hizo una pausa y cogió aliento—, ¿podría usted intentar transcribir los fonemas del medallón?

El profesor Baxter se llevó una mano a la barbilla. El tic tac del reloj se mezcló con el ruido parecido a la lija que hacía su mano mientras se rascaba la barba y miraba los símbolos. En su mirada se leía la duda, pero también se podía ver un atisbo de algo más que Julia no acertó a identificar, tal vez amor propio surgiendo en respuesta al sutil desafío que ella le había lanzado. El retumbar de un nuevo trueno pareció decidirlo.

—De acuerdo,
miss
Andrade —respondió al fin, alzando la vista y recuperando el aplomo que había mostrado el día anterior—. Lo intentaré hacer lo mejor que pueda. Supongo que no lo necesita con urgencia, ¿verdad? Esto lleva su tiempo y, como usted comprenderá, no estoy dispuesto a fallar otra vez —añadió con tono ligeramente agresivo.

Julia estuvo a punto de decirle que sí, que lo quería para aquel mismo día, pero se contuvo.

—Por supuesto, profesor —respondió con amabilidad—. Puede usted disponer del tiempo que quiera. He de ir a Viena a arreglar unos asuntos de la galería y estaré fuera unos días.

—Muy bien —respondió el profesor Baxter, sin dejar de mirar los documentos—, espero que cuando vuelva tenga una respuesta a este curioso
conundrum
.

Había caído la noche cuando salió del museo, con el alivio de saber que al menos parte del misterio estaba en buenas manos. Casi no llovía, pero el cielo seguía encapotado y amenazador, así que aprovechó la ocasión para acercarse hasta Waterloo Station, la gran central de ferrocarril que unía Inglaterra con el resto de Europa. Había decidido ir en tren hasta Viena para abaratar los costes del viaje y no incurrir en las iras de Albert en caso de que no pudiera hacerse con el cuadro.

Al estar familiarizada con las grandes redes de ferrocarriles europeos, debido al continuo trasiego de paquetes para la galería y algún que otro viaje, conocía las tres posibilidades para viajar desde Londres hasta Viena. La primera ruta atravesaba Francia y Alemania, la segunda cambiaba Francia por Bélgica pero tenía la ventaja de que se viajaba en el Eurostar, un tren de alta velocidad, y la tercera implicaba un desvío innecesario hasta el puerto alemán de Hannover. En cualquier caso, el viaje duraba como mínimo quince horas, y Julia pretendía aprovechar ese tiempo para estudiar lo acontecido hasta el momento, sacar alguna conclusión y preparar su presentación en la galería vienesa.

La decisión de moderar el presupuesto la obligó a desestimar la opción del tren de alta velocidad debido al exorbitante precio y la escasez de reservas. Decidió ir en tren hasta Dover, cruzar del canal en ferry y tomar otro expreso que la llevaría a su destino, vía Francia y Alemania.

Consultó su reloj: faltaban pocos minutos para las ocho de la noche. Arropándose en el abrigo y ajustándose los guantes para protegerse de la humedad y el frío, se dirigió a buen paso por Kingsway Road hasta llegar al puente de Waterloo, al otro lado del cual se hallaba la enorme estación. A pesar de que Londres siempre estaba lleno de turistas, esa noche no parecía haber demasiada animación. Al llegar a la orilla del Támesis, ahora una lengua de agua oscura salpicada de las luces titilantes de los restaurantes y los barcos que surcaban las aguas, Julia se sintió de pronto sola y extraña en la ciudad en la que había pasado tan buenos ratos. A su derecha destacaban en la oscuridad los edificios iluminados de la abadía de Westminster y el Parlamento, pero, a su izquierda, el Londres menos turístico presentaba un aspecto más oscuro y amenazador. El puente, desierto, estaba iluminado con farolas colocadas a uno de los lados que proyectaban círculos anaranjados que a duras penas cubrían la superficie.

Fue a mitad de camino del puente cuando empezó a notar que algo no iba bien. Le pareció oír un curioso chapoteo, como un pez saltando del agua. Una sensación de ansiedad volvió a surgir de sus entrañas y Julia giró la cabeza a un lado y a otro con brusquedad, tratando de encontrar la causa del repentino malestar. Sólo vio, un poco más lejos, uno de los puestos turísticos con ruedas que vendían los gorros multicolores ridículos y enormes que se habían puesto de moda el verano anterior entre el turismo más joven.

Un golpe sordo sonó detrás del puesto cerrado. Algo que Julia reconocía como familiar pero que no podía identificar pugnaba por abrirse paso en su mente. Siguió avanzando, mirando por el rabillo del ojo a ambos lados y volviendo de manera casual la cabeza hacia atrás para comprobar si la seguían, fingiendo admirar la noche londinense. La sensación de alerta estaba empezando a convertirse en pánico. El incongruente tamaño de los sombreros con la bandera inglesa y otros colores chillones, que bajo la luz habían mutado a ocres y naranjas, no hacía más que acrecentar la tensión que sentía.

El miedo la obligó a detenerse cuando estaba a menos de cinco metros del puesto cerrado. Su cerebro conectó las sinapsis adecuadas demasiado tarde. El carrito salió lanzado contra el parapeto como si hubiera sido barrido por una ráfaga huracanada. Un clamor de madera y cristal quebrándose subrayó la fuerza que lo incrustó en las barandillas de hierro. Con horror, Julia se percató de que la brisa le había traído un espantoso hedor a pescado putrefacto que provenía de la figura que había apartado el carrito destrozado y que se dirigía hacia ella blandiendo algo parecido a un garrote.

Las farolas que jalonaban el puente iluminaron fugazmente una corpulenta figura vagamente antropoide de piel escamosa y brillante. La cabeza de ojos saltones, carentes de expresión, recordaba de manera espantosa a un pez horriblemente deforme. La boca, de labios anormalmente anchos que no cesaban de moverse con gorgoteos, le daba un aspecto grotesco que los irregulares saltos que daba acercándose a Julia hacían aún más aterrador. El brazo que sostenía el garrote, terminado en garra palmípeda, oscilaba en un arco irregular.

Julia se había quedado absolutamente inmovilizada por el espanto. Si no hubiera sido por el repentino bocinazo que resonó a su espalda, ésos habrían sido los últimos momentos de su vida. Pero de nuevo un destino empecinado hizo que un alarmado automovilista rompiera el maleficio que parecía haberla convertido en piedra. Los faros del coche desviaron por un instante la atención del monstruo, que retrocedió, cegado por el resplandor. Julia aprovechó para echar a correr y huir de la visión del averno. Le pareció oír el chirrido de unos frenos, pero no tuvo el valor de pararse a mirar.

El pavor que atrapó a Julia con su abrazo gelatinoso redujo su pretendido escape a un avance renqueante que la criatura imposible siguió con terquedad. Boqueando, Julia acabó de cruzar el puente y bajó a trompicones los peldaños de la escalera que conducía al río. Allí comprobó, con desespero, que la única salida estaba bloqueada por unos contenedores demasiado altos para trepar e imposibles de mover. Se dio la vuelta y vio que la criatura había llegado a la escalera. Estaba atrapada. Un relámpago iluminó por completo aquel horror rampante. Julia jadeó, tropezó con el bordillo y cayó contra la balaustrada de piedra del muelle. El maletín salió disparado de su mano y se perdió en la oscuridad con un ruido que resonó en sus oídos como el lúgubre arrastrar de la tapa de un sarcófago de piedra. El monstruo se iba acercando poco a poco, blandiendo el garrote y mirándola con sus ojos vacíos. De pronto, atacó.

Los reflejos surgidos de la necesidad de supervivencia la salvaron de ser destrozada por el impresionante golpe que dio la criatura con el bastón. El tremendo impacto hizo volar esquirlas de la balaustrada y la agrietó de arriba abajo ante los ojos incrédulos de Julia, que se había dejado caer a un lado en el último instante.

Se arrastró hacia atrás, pero el monstruo se giró, alzó de nuevo el garrote y golpeó. Jadeando ruidosamente, Julia vio aterrada el inicio del arco mortífero. Miró a su alrededor, desesperada, pero estaba atrapada entre los contenedores y la balaustrada. Entonces se oyó un estampido al otro lado del río y la horrenda criatura se detuvo en seco. Julia dejó de respirar de golpe. El sonido se volvió a repetir y, como en un sueño, el ser trastabilló y cayó hacia la balaustrada. Algo frío y viscoso salpicó la cara de Julia. El golpe resonó con un ruido sordo y húmedo, y el enorme peso del horrible cuerpo hizo que un trozo de la piedra carcomida por el agua cediera con un ruido hiriente. Emitiendo un único sonido parecido al croar de un enorme batracio, la criatura se precipitó al río con un gran chapoteo.

Al extinguirse el ruido, Julia, con la espalda pegada a los restos de la balaustrada, bloqueada por el terror agónico que le taponaba la garganta, consiguió por fin gritar.

Fue un grito que tuvo muy poco de humano, un aullido animal de terror que resonó con fuerza inaudita en la fría noche londinense y que rebotó una y otra vez en las paredes de los edificios que bordeaban el Támesis. Gritó hasta que le faltó el aliento y siguió haciéndolo en un silencio horrorizado, con los ojos desorbitados e incapaz de pensar o de mover uno solo de sus agarrotados músculos.

De pronto le fallaron las piernas, cayó como un fardo al suelo y se golpeó el costado contra el cemento mojado. El duro impacto la hizo reaccionar, y una ola de adrenalina la recorrió con la intensidad salvaje de una electrocución.

Con movimientos autómatas, Julia consiguió ponerse en pie y subió la escalera hasta la calzada. Miró a un lado y a otro del puente, pero su salvador —alguien que había asestado dos tiros al monstruo— no apareció. Sólo la acompañaba la negrura de la noche. Una suave brisa helada que tan sólo olía a humedad seguía agitando los restos de los estrafalarios sombreros.

Vio que el maletín había quedado a escasos metros del bordillo y arrastró los pies hasta alcanzarlo. Después miró de nuevo hacia la destrozada balaustrada y vislumbró un reflejo bajo la luz de la farola. Sobreponiéndose al miedo que todavía crepitaba en su interior con una llama viva, se acercó y descubrió que se trataba de la extraña arma que había esgrimido el horripilante ser de pesadilla.

Tras varios intentos, retirando con rapidez la mano como si el objeto fuera un escorpión a punto de picar, asió el garrote y lo acercó a la luz. Estaba hecho de un material de color oscuro, indefinido, pesado, de dimensiones más que respetables, formado por una única pieza en forma de bate de béisbol que parecía tener la solidez del mejor acero templado.

Julia se asomó con cautela por entre los restos de la balaustrada y escudriñó el oscuro río. En aquel momento, una barcaza de grandes dimensiones, cargada con algún mineral medio tapado con grandes lonas, se deslizaba por debajo del puente. En cubierta se podía ver a tres hombres sentados en sillas de plástico blancas, que charlaban y señalaban de vez en cuando hacia la orilla. Del otro lado del puente llegaba la música de uno de los lujosos restaurantes flotantes que había anclados de forma permanente a ambas orillas del río. Todo parecía normal y nadie aparentaba haberse percatado del horrible incidente que había vivido.

Vio entonces, con claridad cegadora, que estaba sola, que nadie iba a creer lo ocurrido y que se había metido, sin darse cuenta, en un asunto de proporciones que todavía no podía —ni quería— imaginar. Esta vez, no sintió odio más que por ella misma, por seguir adelante en su testarudez cuando todos sus sentidos la habían estado advirtiendo una y otra vez.

Supo que ahora más que nunca, si quería seguir con vida, tenía que hallar más respuestas y descifrar el mensaje que Ûte había dejado escondido en su obra póstuma. Porque el monstruo que la había atacado esa noche, aquella insidiosa aberración de la Naturaleza surgida de las aguas del río era la encarnación viva de la terrible imagen que la desdichada pintora había plasmado en su maldito lienzo.

Acurrucada junto al río, aterida de frío y estrujando el maletín y la extraña arma contra su enloquecido pecho, Julia se sintió diminuta e indefensa frente a todo el brutal y aterrador mundo secreto que había descubierto. ¿Qué podía hacer una persona sola contra las odiosas formas de vida que pululaban por los ríos de Londres? No era una heroína de película, no tenía armas ni una inteligencia fuera de lo común. «Aquello era obvio» —apostilló con ironía una vocecilla interna que la dejó sorprendida—. Era evidente que las fuerzas tenebrosas a las que se enfrentaba eran mucho mayores y mucho más peligrosas de lo que una persona sola podía manejar.

Le constaba que alguien que no quería darse a conocer la estaba vigilando, alguien que le había salvado la vida. Sin embargo, el anonimato del tirador también sugería que la clave y su posible salvación se hallaban en el cuadro. De todas formas, ángel de la guarda aparte, lo más urgente era ponerse a salvo, huir fuera del alcance de los nauseabundos seres y de una muerte segura e inimaginable.

Julia estaba segura de haber puesto en marcha la cuenta atrás de un reloj que tenía muy pocos dígitos.

Se puso en pie con extremo cuidado y, aunque un costado le ardía de dolor, se obligó a avanzar hacia la estación de tren. Durante todo el trayecto, con el bastón empuñado como una enorme porra, fue mirando con nerviosismo en todas direcciones, y sobre todo hacia el río. El Támesis había dejado de ser el río romántico por el que había suspirado de joven para transformarse en la morada inquietante de un horrendo secreto y cuyas aguas podían haberse convertido en su fría y húmeda mortaja.

Pasado el puente, clavó la vista en el imponente edificio de Waterloo Station, cada vez más cerca, pero aún demasiado lejos. Era una sensación muy parecida a la que sufren los viajeros del desierto cuando ven con desmayo que el ansiado oasis está tan sólo a unos pasos de distancia, unos metros interminables que parecen extenderse y acortarse a voluntad de manera exasperante. La inmensa estructura tubular de acero azul y cristal que constituía la parte reformada de la antigua estación, iluminada desde el interior por potentes reflectores, se asemejaba a un gusano articulado descomunal y voraz que hubiera salido de las ignotas profundidades arrasando a su paso los edificios anodinos de esa parte de la ciudad.

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