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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (12 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Tras comprar el billete y reservar plaza en el coche-cama, se encaminó hacia el andén y esperó la llegada del convoy, sentada en el extremo de uno de los bancos que se alineaban contra la pared. Permaneció allí sin moverse durante cuatro horas, entrando y saliendo de un estado de vigilia intermitente al que no quería abandonarse, abrazando con fuerza el maletín que contenía lo único que la unía con una realidad cada vez más difusa y que la mantenía ligada a la espantosa pesadilla que estaba viviendo.

A la hora exacta, haciendo gala de la única cualidad que no habían perdido los franceses después de la segunda guerra mundial, el tren entró en la gran estación. Julia esperó a que todo el mundo subiera a los vagones antes de hacerlo ella. Desde su compartimiento, oteó por la ventana y el pasillo, intentando encontrar caras familiares, pero no reconoció a nadie. Cuando el tren arrancó y salió de la estación, Julia se permitió relajarse, razonablemente segura de que nadie la seguía.

El paisaje iba cambiando a medida que el tren atravesaba diferentes regiones. Primero fueron las francesas, con la campiña siempre verde salpicada de casas de techumbre baja de color rojo desvaído que aparecían y desaparecían tras las suaves colinas. A éstas le siguieron las germanas, más austeras y de techo de pizarra negra. Esforzando la vista, se podían percibir a lo lejos las estribaciones de los Alpes, que habían quedado al sur del trazado de la vía.

Notó con cierta sorpresa que no se había presentado nadie en el compartimiento y, salvo un par de visitas rutinarias de dos interventores, cortés y obsequioso el francés, seco e indiferente el alemán, viajó sola todo el trayecto. Durante el día, cada vez que el tren cruzaba alguno de los innumerables ríos que cortaban aquí y allá el camino férreo, echaba miradas nerviosas a las aguas a veces azules, a veces verdes, esperando con aprensión ver aparecer en el río a una de las insidiosas criaturas siguiéndole la pista como bestias hambrientas. Pero el tren iba demasiado deprisa para poder apreciar algo y, al cabo de un tiempo, se convenció de que los había despistado.

No obstante, seguía observando con cierta aprensión a los viajeros que iban y venían por el estrecho pasillo. Cuando sorprendía alguna mirada trataba de recordar la cara para comprobar, en un arranque de paranoia, si podía tratarse de algún hipotético enemigo, aunque su innata ingenuidad había descartado, de momento, que ningún ser humano hubiese pactado una alianza con aquellos horrores imposibles. Sin embargo, el frágil estado mental y la sensación de hallarse sola frente a un peligro desconocido la hacían desconfiar de todo y de todos.

La noche llegó al tiempo que el tren entraba en Estrasburgo. Tras una satisfactoria cena en el vagón restaurante, Julia volvió a meterse en el compartimiento. Una miríada de luces y destellos desfilaban por delante de la ventana como veloces luciérnagas, testimonios de que aún quedaba una vida real llena de personas y familias que vivían en sus casas, seguras e inocentes, misericordiosamente ajenas al terrible mundo de pesadilla que iba estrechando el cerco a su alrededor.

Intentando no dejarse vencer por el sueño, volvió a examinar una y otra vez el extraño bastón coralino, la documentación y las fotografías del cuadro. El bastón, recubierto de impurezas procedentes de algún desconocido fondo marino, despedía un olor que le provocaba una marcada repugnancia. Medía aproximadamente unos cuarenta centímetros de largo y oscilaba entre los cuatro y los ocho de grosor. A pesar del terrible golpe que había asestado la criatura contra la piedra del puente, estaba intacto.

Julia sintió un nuevo escalofrío cuando el contacto le aportó de nuevo la endemoniada lucidez que había adquirido en las últimas horas, relacionando aquel cetro nacido en las profundidades ignotas de oscuros océanos con los pasajes del libro de Madame Blavatsky. La nitidez devastadora de alguna de las imágenes impías la hizo soltar el objeto maldito y estremecerse con violencia.

La fotografía del cuadro había cobrado una nueva dimensión, mucho más aterradora, y había perdido por completo el encanto que había atraído su atención. Ahora sólo veía un horrendo monstruo agazapado bajo los rasgos de una dama deforme de ojos saltones apenas disimulados por la genialidad demente de la pintora. Finalmente, y a pesar de los esfuerzos para mantenerse despierta, se vio arrastrada por un
maëlstrom
de cansancio, una espiral de agotamiento que la transportó a un mundo en el que no existía el día ni la noche, simplemente negrura y olvido piadoso.


Avez-vous dit Vienne?


Oui, monsieur
—respondió el empleado de la taquilla, sonriendo al marido abrumado que había llegado instantes después de la salida del expreso—.
C’est bien Vienne
.


Merci bien, monsieur
—dijo con una extraña sonrisa y un marcado acento extranjero el hombre de pelo rizado y tez morena que había preguntado por su esposa, una mujer de cabello cobrizo.


Je vous en prie. Bonne chance, monsieur
—le deseó el empleado, mientras contemplaba cómo se alejaba. «
Ah, l’amour
…», pensó.

Halifax, mayo de 1985

Estimado señor G.

Estoy completamente de acuerdo con usted. Hemos de solucionar el problema de los conjuros de protección y seguimos estando muy lejos del éxito. Ha pasado mucho tiempo y sin embargo los malditos sellos se siguen resistiendo.

Le propongo una variación a su idea de presentar los símbolos al público como si fuera un enigma arqueológico. En lugar de publicarlos en su país, le propongo hacerlo aquí, donde la comunidad científica es grande y plural, gracias a la fuga de cerebros de la vieja Europa. Esperemos que en esta época de nuevas tecnologías y mentes jóvenes alguien consiga descifrarlos.

Además, aquí tenemos el terreno bajo control y es más fácil encargarse de posibles visitas inoportunas.

Con la fe puesta en el Despertar del Dios Dormido,

Cordialmente,

W.T.M.

Capítulo VII

Viena

Los súbitos movimientos del tren deteniéndose la sacaron de nuevo del sueño. Tuvo la sensación de que sólo habían transcurrido algunos segundos desde que había apagado la lamparilla de la litera. El sol que se colaba con fuerza por la ventanilla y el reloj de pulsera confirmaron lo contrario, y las grandes letras pintadas en la pared al otro lado de la ventana anunciaban su llegada a Viena.

El tren había sido puntual, y Julia se encontró en el gran vestíbulo de la estación de Wien West, con el maletín como único bagaje y una dirección en el bolsillo. Las buenas noticias eran que el dolor del costado había remitido gracias a la reparadora noche en el tren y que su mente estaba menos aletargada.

Sin embargo, al salir de la estación y al igual que le había sucedido en París, los grandes palacios que aparecían por doquier en la ciudad de Viena, ahora decadentes pero siempre magníficos, adquirieron tintes más oscuros y amenazadores.

Fue cruelmente consciente de cada grieta, de cada desconchado del estuco que cubría los imponentes edificios que lucían todo el abolengo perdido bajo el sol que brillaba en un cielo límpido. Parecía como si sus ojos se hubieran despojado del velo que impedía ver la cruda realidad, como si su mente hubiera decidido mostrarle lo que realmente había debajo de la capa que ocultaba los innumerables secretos y terrores que constituían la esencia de las leyendas.

Apremiada por la sensación de que cada minuto contaba, abordó uno de los taxis que aguardaban a la salida de la estación con paciencia de buitres y le dio la dirección de la galería. Cuando el conductor le indicó que ya no podía acercarla más puesto que era una zona peatonal, Julia se apeó, pagó el abultado precio sin protestar y se halló frente a la mole imponente de la catedral de San Esteban y sus dos majestuosas torres blancas.

Rodeó la gigantesca iglesia, ladeando la cabeza para contemplar la colosal aguja de la tercera torre, mucho más oscura, altísima, recargada, casi gótica, que parecía inclinarse de forma amenazadora sobre el conjunto y que a aquella hora de la mañana tenía la base envuelta en sombras.

En el número siete de la calle Schulerstrasse, un rótulo sucinto anunciaba la existencia de la galería Kunsthandel, pero la reja estaba todavía echada. Julia miró el pequeño cartel que había pegado en el escaparate y vio que todavía faltaba una media hora para la apertura.

La dulce calidez del sol sobre la piel y la tranquilidad que se respiraba en las calles de una silenciosa Viena la convenció para buscar uno de los famosos cafés vieneses cerca de la Stephanplatz y regalarse el cuerpo y el espíritu con un desayuno a base de chocolate y café
schwarzer
. Era el momento más indicado para comprobar si lo que se contaba de las propiedades terapéuticas del chocolate para las depresiones era cierto o sólo habladurías de gordas impenitentes.

Fuera verdad o no, Julia salió del café media hora más tarde con un estado de ánimo mucho mejor del que había entrado. Además, había tomado la decisión de cortar, por el momento, el cordón umbilical que la unía con la galería Miràs. Era impensable que aquel terrorífico cuadro pudiera salir a la luz como una obra cualquiera. De hecho, parecía que el intento de mostrarlo públicamente había sido motivo suficiente para iniciar la aterradora cacería en la que participaba en calidad de presa.

Pero ahora estaba en Viena y con un poco de suerte, se dijo esperanzada, quizá pudiera hallar más datos sobre la terrible conjura. Encaminó sus pasos hacia la galería, que, con la puntualidad que caracteriza a los austríacos, parientes a su pesar de alemanes y suizos, había abierto sus puertas.

Julia encontró ciertas similitudes en cuanto a tamaño y a contenido con la que ella dirigía. La exposición que había en ese momento estaba firmada por un pintor de nombre checo que proponía una serie de estampas de calles de su ciudad natal, notorias por las tonalidades azules y ocre y que le recordaron a las empleadas por Sert en los mosaicos y frescos que había en Barcelona y Girona.

Al fondo de la pequeña galería, un hombre al que Julia calculó cuarenta y pocos años estaba consultando un catálogo y tecleando en un ordenador. El hombre alzó la cabeza para observar a Julia y a continuación miró el reloj de oro que lucía en la muñeca con expresión aturdida, al parecer sorprendido de tener un posible cliente a una hora tan temprana. El pelo liso y oscuro brillaba con el reflejo azulado de la gomina.


Guten Morgen
—saludó con la típica inflexión que diferenciaba el austríaco del alemán.


Guten Morgen
—respondió Julia. Temerosa de que el hombre no supiera más que alemán, decidió quemar los últimos cartuchos de su escaso pero efectivo poliglotismo—,
Können Sie mir helfen? Sprechen Sie Englisch oder Spanisch? Ich spreche sehr wenig Deutsch
.

Para alivio suyo, el hombre soltó una risita y se levantó de la silla para dirigirse hacia ella.


Parra
no
hablarr
alemán —dijo con lentitud en un español que si no fuera por el clásico arrastre hubiera sido casi perfecto mientras le tendía la mano—, tiene un
repertorrio
de
frrases
muy convincente.

Julia sonrió, con el ego satisfecho por la victoria

que le habían dado varios meses de duro estudio y arduas peleas con cintas de audio y fascículos de quiosco.

—Su castellano tampoco está nada mal —replicó con sinceridad—. La verdad es que no esperaba oír hablar mi idioma en una galería de arte vienesa —añadió tras estrechar la mano que le había ofrecido y tomar asiento frente a la mesa.

—Tengo una casa de verano en Mallorca —explicó el hombre, encogiendo levemente los hombros, como excusándose, y ladeando la cabeza, lo que le daba el aspecto de un muñeco de guiñol—. ¿En qué puedo ayudarla,
fraulein
? —prosiguió—, porque no creo que haya venido para oírme hablar español, ¿verdad?

Fue el turno de Julia de soltar una risita mientras trataba de recordar el discurso que había ensayado mentalmente durante el viaje en tren. Abriendo el maletín de manera que el hombre no viera el contenido, extrajo una tarjeta de la galería y se la dio, presentándose acto seguido.

Poco a poco, mientras hablaba con fluidez de la subasta londinense y de la retirada del cuadro, añadiendo el gran interés que tenía la galería barcelonesa por la posesión del lienzo y dejando entrever con sutileza que no sería necesaria una negociación agresiva, Julia volvió a encontrar su centro vital, el ojo del huracán donde reinaba la calma más absoluta y alrededor del que giraba el caos desatado de la vida. Allí se refugiaba en las situaciones comprometidas y veía el entorno con un distanciamiento que le permitía controlar la situación, detectar los fallos y vulnerabilidades de su interlocutor e inclinar la balanza a su favor.

Comprobó con sorpresa y alivio que Boris Wilnitsky, que resultó ser el dueño de la galería, no tuvo reparo en explicarle la procedencia del cuadro, así como la inusual transacción que lo retiró de la lista de Solsbury’s.

El lienzo de Ûte Firsch-Pieke formaba parte de una pequeña colección que poseía Markus Wilhem Grosshinger, un médico psicoanalista acaudalado aunque algo excéntrico que daba clases en la Universidad de Viena. Había sido bastante conocido durante la segunda guerra mundial por sus trabajos de psiquiatría aplicados a prisioneros de guerra. Para disgusto de un sector del ejército alemán, se pasó a las filas de los chicos de Churchill tras protagonizar una notable odisea digna de ser filmada. En Inglaterra consiguió reunir una buena suma de dinero que le permitió volver a Austria después de la guerra e instalarse en una bonita y apartada casita cerca de la frontera con Eslovaquia.

El departamento de Psicología Aplicada de la universidad lo había contratado, años después, y trabajaba de forma esporádica como profesor en cursos avanzados o en doctorados.

De Inglaterra había traído no sólo dinero, sino también su colección de obras de arte, algunas de las cuales no eran nada desdeñables, sin llegar a tener un valor extraordinario.

—Cómo sabrá —siguió explicando Boris, tras servir una copita de
schnapps
a una Julia cada vez más nerviosa—, el sueldo de la universidad no es suficiente para vivir con dignidad en estos días, y
herr
Grosshinger no ha tenido más remedio que empezar a vender su patrimonio para sobrevivir con una cierta holgura.

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