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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (14 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Volvió la vista hacia las tiras de plástico que se agitaban enloquecidas por el viento como lenguas burlonas. ¿Por qué estaba precintada la casa? Tenía que averiguarlo como fuera. Su mirada recayó en la carpeta que descansaba en el asiento contiguo y un instante más tarde había fraguado un plan un tanto temerario.

Sin detenerse a considerarlo por segunda vez, puso en marcha el coche y volvió a recorrer la carretera en sentido contrario. Su intención era presentarse en el puesto de policía que recordaba haber visto en el cruce y hacerse pasar por la portadora inocente y extrañada del cheque de la galería Kunsthandel, mostrando la carpeta y la documentación que Boris le había dado. Si todo iba como ella esperaba, averiguaría qué le había pasado al profesor Grosshinger. Por otro lado, la reacción de la policía a su presencia le proporcionaría información de su
status
criminal.

No tenía nada que perder. Ya no le importaba ser detenida o ver su foto colgada en algún tablón de anuncios de la Interpol. Estaba agotada y casi prefería estar protegida entre las cuatro paredes de una celda a ir dando tumbos por Europa en pos de una esquiva respuesta a un terror todavía sin nombre. De todas maneras, el cuadro estaba perdido y esta vez no habría ninguna posibilidad de colarse en la galería de Viena para ver quién demonios había adquirido el lienzo.

Una vez más, los oscuros propósitos del destino le allanaron el camino. Julia no fue acusada ni detenida y además consiguió la información que buscaba sin dificultad. Un oficial vestido de manera impecable y con un inglés macarrónico pero comprensible la atendió con presteza y la informó de que habían dado por desaparecido al profesor Grosshinger diez días atrás. El repartidor del supermercado que aprovisionaba las villas de la región había dado el aviso.

Se habían hallado indicios de violencia en el interior, que habían sido atribuidos finalmente al carácter un tanto excéntrico de
herr
Grosshinger, se había precintado la casa y se estaba a la espera de que el viejo profesor regresara o de que algún pariente o familiar reclamara las posesiones. Se había enviado una notificación a la Universidad de Viena, así como a alguno de los remitentes de las cartas más recientes que se encontraron en su despacho. Se sabía también que el profesor solía emprender viajes con frecuencia y, dado su carácter huraño, era hasta cierto punto normal que se hubiese ido sin informar a nadie.

El oficial le confesó tener pocas esperanzas de que surgiera alguien antes de los seis meses de plazo que concedía la ley austríaca antes de proceder a la expropiación de los bienes, ya que no se le conocían ni amigos ni familia.

Julia no sabía qué hacer. Sentada en el interior del coche, se mordía los labios intentando encontrar una solución y alguna manera de conseguir más información. De una cosa estaba segura: la policía no la buscaba por el robo de Londres, lo que no dejaba de ser reconfortante y, ciertamente, le quitaba un gran peso de encima.

Una vez más, su recién estrenado lado oscuro se encargó de sugerir una posibilidad. ¿Por qué no intentar entrar subrepticiamente en la casa del profesor? Allí no había vigilancia y si descubría alguna ventana abierta, podría entrar sin romper los precintos y alertar así a la ocasional ronda de la policía.

«En el peor de los casos —pensó mientras conducía de vuelta a la casa—, siempre podré romper un cristal con una rama de árbol. Allí hace mucho viento…»

Llegó a la propiedad mientras terminaba de engullir el gigantesco emparedado de
bratwürst
y la lata de cerveza Ottakringer que había comprado en la estación de servicio. Volvió a traspasar la verja que seguía abierta, pero esta vez se dirigió hacia una pequeña edificación contigua a la casa que tenía aspecto de ser un garaje. Aparcó frente a la puerta, se apeó y echó una rápida ojeada a su alrededor.

La tarde estaba bien avanzada y la poca luz que se filtraba a través de la gruesa capa de nubes que ahora cubría el cielo por completo daba a los bosques un aspecto mucho más siniestro. El cimbrear incesante de las copas proporcionaba al conjunto la sensación de que algo vivo y reptante se iba desplazando por encima de los árboles como un gusano invisible.

Julia atisbó a través de un ventanuco pero no fue capaz de ver ningún detalle del oscuro interior del garaje. Jugándoselo todo, puso en marcha el coche y embistió el viejo portalón con todo el cuidado que pudo. Fue recompensada con un sonoro crujido y la apertura de una rendija. Retrocedió, salió del coche y comprobó con satisfacción que la cerradura oxidada había cedido.

La puerta se abrió protestando cuando tiró de ella. En el interior encontró un montón de cachivaches corroídos por la humedad y el tiempo, un banco de trabajo, y una forma tapada con una lona que sugería la presencia de otro automóvil.

Julia destapó el bulto, que resultó ser un Volkswagen Polo gris bastante destartalado y sucio. Usó la lona para cubrir el suyo, que aparcó al lado de la pared menos visible desde la carretera. A continuación, cerró las puertas tan bien como pudo y echó a correr hasta la verja de la entrada, que también cerró y atrancó con el enorme pestillo de hierro que hacía las veces de cerrojo. Mientras desandaba el camino hacia la casa, notó cómo caían las primeras gotas de lluvia, gruesas y frías, que formaban pequeños cráteres de barro cuando impactaban con el polvo del suelo.

Echó a correr hacia la casa y empezó a rodearla, tanteando todas las ventanas de la planta baja, pero no había ninguna falleba suelta ni ninguna ventana abierta. Al llegar a la parte posterior del edificio, vio una trampilla de madera que parecía conducir a un sótano. Al tirar de la argolla de hierro que había en el centro, la trampilla se alzó con un chirrido prolongado e hiriente que la hizo mirar a su alrededor con sobresalto. Nada se movía excepto los ondulantes bosques azotados por el viento.

Bajó los escalones con precaución, después de haber recogido del coche el maletín y haber encendido la pequeña linterna. La débil luz sólo le permitía ver a corta distancia, y le mostraba únicamente una serie de escalones medio carcomidos, polvorientos y surcados de telarañas que descendían hacia un interior completamente oscuro.

Fue al cerrar la trampilla tras de sí cuando llegó a su olfato un olor acre que le resultó terriblemente familiar. Se quedó inmóvil, paralizada de nuevo por el recuerdo del horror vivido en el puente de Londres, con los ojos muy abiertos, agitando la linterna con brusquedad, tratando de iluminar el rincón donde pudiera estar acechando otro de los seres horrendos. Pero el haz iluminó cajas apiladas, bultos informes tapados con trapos y estanterías llenas de polvo y objetos tan inmóviles como ella.

Cuando recobró un poco la calma, siguió bajando la escalera, cuyos crujidos se mezclaban con el rumor de la lluvia en aumento que golpeaba la trampilla de madera con un ruido parecido al que harían cientos de nudillos inquisidores llamando al unísono. Cuando llegó abajo, trató de orientarse y localizó otra escalera que subía a la planta baja. Mientras se dirigía hacia ella pasando con sigilo entre los cajones y las estanterías, observó que la mayoría de éstas albergaban archivadores de cartón con etiquetas casi ilegibles por la suciedad acumulada. Con un dedo enguantado, barrió una de las etiquetas y debajo apareció el número 1966, seguido de las letras UW.

«Universität Wien», dedujo Julia al cabo de unos instantes, retomando el camino hacia la escalera. Probablemente contendrían exámenes o documentación relativa al trabajo del profesor en el departamento de Psicología. En otro momento se habría puesto a examinar todo aquello, pero estaba más preocupada por el hedor, que no había sido mencionado por el policía y que iba en aumento, al igual que su miedo.

Al llegar al pie de la escalera, abrió el maletín y empuñó el bastón de coral. Sintiéndose un poco mejor, empezó a ascender los peldaños con la lentitud y el cuidado de un soldado de élite, procurando no tropezar e intentando escuchar más allá de la puerta cerrada. Se paraba cada vez que crujía un peldaño, esperando con terror ver abrirse la puerta para dar paso a uno de los monstruos inhumanos. Pegó la oreja a la madera y escuchó durante un momento. Después se puso el maletín bajo el brazo, aferró el bastón con una mano y giró el pomo con la otra.

La puerta se abrió sin ruido y Julia se halló en un pasillo cubierto por una gruesa alfombra de color indefinido. A su izquierda se adivinaba la cristalera de la puerta de entrada, recortada por la escasa luz que provenía del exterior. El haz de la linterna la guió hacia lo que parecía ser un salón que se abría a su derecha. La puerta que descendía al sótano estaba encajada debajo de una escalera cuyos peldaños de madera empezaban a ascender desde la puerta del salón. El olor era más fuerte a cada paso que daba hacia la oscura sala, pero sólo se oía el ruido de la lluvia cayendo con fuerza sobre los postigos de madera de las contraventanas. Entonces, la linterna se apagó y a Julia le dio un vuelco el corazón al verse entre tinieblas.

Dejando caer el maletín al suelo, sacudió la diminuta linterna con desespero, pero sólo consiguió un resplandor mortecino e inútil. La pila se había agotado casi por completo.

Se revolvió como una fiera acorralada, girando varias veces sobre sí misma y abriendo los ojos hasta sentir que le dolían, forzando la vista para detectar el peligro. Lo único que vieron sus ojos dilatados fue el resplandor brillante, casi insoportable, de un relámpago que penetró durante unos brevísimos instantes por todos los resquicios de las ventanas y por la cristalera.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete —musitó de manera automática. Entonces resonó un largo trueno, aún lejano y amortiguado. Cuando era una cría, su padre la había enseñado a medir la distancia hasta el centro de la tormenta contando en intervalos aproximados de un segundo. Menos números, más cerca. «Te dirá cuánto tiempo falta para que llegue Dios. Y cuando llegue, ranita mía, podrás pedirle un deseo.»

Siete. Todavía estaba lejos, pero, con aquel viento, no había forma de saber cuánto tiempo tardaría en estar sobre la casa. La fracción de segundo que había durado la luz del relámpago también le había permitido vislumbrar un interruptor en la pared que tenía enfrente. No sabía si habría electricidad y, por otro lado, las posibilidades de ser descubierta por alguien que pasara por la carretera aumentaban aun teniendo todas las contraventanas cerradas. Sin embargo, tenía que arriesgarse. No era probable que con esa tormenta la policía fuera a inspeccionar la casa. «Por otra parte —pensó—, allí no se había cometido ningún crimen.»

Estar a oscuras no era precisamente lo que más deseaba en esos momentos, así que, armándose de valor, accionó el interruptor y se preparó para enfrentarse con lo que hubiera que ver.

La luz amarillenta que se encendió en el globo polvoriento que colgaba del centro de la habitación la hizo parpadear un par de veces. Después, sosteniendo todavía el bastón en alto, contempló el lamentable espectáculo con asombro.

A pesar de ser una habitación de gran tamaño, el salón parecía muy pequeño debido sobre todo a la enorme cantidad de objetos amontonados de cualquier manera. Se adivinaba la presencia de un sofá y un sillón casi enterrados bajo pilas de libros, mapas y documentos que se desparramaban por los costados e invadían parte del suelo alfombrado. Enfrente, bostezaba la boca oscura de una chimenea de ladrillo. Una repisa de mármol rosa albergaba un montón de variados relojes parados. Las paredes estaban casi ocultas por estanterías de madera con puertas acristaladas, algunas abiertas, repletas con la mayor cantidad de libros que había visto en una casa particular. Detrás del sofá había una mesita rectangular con una pequeña lámpara de Lalique. Otra puerta se abría al otro lado de la sala, y parecía comunicar con la cocina. El suelo estaba lleno de hojas sueltas y libros abiertos que parecían haber sido tirados por alguien que hubiera buscado con afán y hubiese desechado lo que no le interesaba. El único hueco en las paredes del salón estaba cubierto con fotografías y un enorme mapamundi multicolor enmarcado sin cristal.

Julia pasó como pudo por encima del caos a la cocina, siempre vigilando a izquierda y derecha y blandiendo el bastón de coral. Mientras cruzaba el salón vio que otro relámpago taladraba la oscuridad exterior. Esta vez sólo pudo contar hasta cinco. La tormenta se estaba acercando.

La cocina presentaba el mismo aspecto deplorable que la sala. Había muchos cacharros sucios en la pica, vasos, tazas y platos cubiertos con restos de comida seca o enmohecida en diversos grados de putrefacción. La puerta por la que probablemente había entrado el repartidor y que Julia no había llegado a ver tenía la cerradura desgajada y estaba atrancada con una cuña de madera que con toda seguridad había colocado la policía. En esa parte de la casa, el terrible hedor era menos apreciable, seguramente porque la puerta no ajustaba bien y había una pequeña corriente de aire que iba ventilándola. No se atrevió a abrir el frigorífico.

Volvió sobre sus pasos, atravesó de nuevo el salón y se dirigió hacia la escalera que ascendía al primer piso. Cada peldaño supuso un incremento del repugnante hedor a descomposición y el aumento del pánico que trataba de convencerla de alejarse de la macabra casa y olvidarlo todo. Las piernas se le convirtieron en piedra y las gotas de sudor le resbalaban por la frente, la espalda y los costados. Un nuevo trueno la sobresaltó y su antebrazo hizo caer una de las fotografías enmarcadas que adornaban la pared de la escalera. Una cascada de esquirlas de cristal brilló como diamantes ingrávidos bajo la luz estroboscópica del relámpago.

Siguió adelante, aterrorizada pero impelida por una fuerza desconocida y cruel, decidida a enfrentarse al horror del que la separaban cada vez menos escalones. La luz del salón ya no llegaba hasta allí y Julia tanteó las paredes hasta dar con otro interruptor. Con la respiración entrecortada por el miedo y asiendo el bastón con más fuerza, accionó la palanca y se pegó a la pared como una araña.

La luz de la solitaria bombilla que colgaba del techo le mostró un pasillo largo flanqueado por tres puertas. A mitad de su recorrido había una pequeña mesita adosada a una ventana cerrada.

La primera habitación que se abría a su izquierda resultó ser un cuarto de baño pequeño y mohoso, con bañera, aseo y un pequeño armario metálico con espejo. Un repentino relámpago perfiló la ventana. Julia la tanteó. Estaba cerrada.

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