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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (36 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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No obstante, las dos estaban de acuerdo en que la precisión de la caída de Baxter no podía ser casual. Gli Angeli Neri estaban convencidos de que estaba en marcha la segunda parte de un plan muy bien concebido que era imperativo conocer cuanto antes.

—Hay que volver a revisar el cadáver de Baxter —concluyó Julia tras haber debatido el tema desde todos los ángulos—. Tendrás que volver a hablar con tu amigo forense. Es la única pista que tenemos.

Isabel asintió y se levantó para telefonear al Hospital del Mar.

—¿Podría hablar con Joan Batiste, del departamento forense, por favor?

—Lo siento, pero en este momento no puedo pasar llamadas al Departamento Forense —replicó la operadora de la centralita—. ¿Quiere dejar algún mensaje?

Isabel enarcó una ceja con sorpresa. Era la primera vez que le habían negado una llamada.

—Si está comunicando puedo esperar… —ofreció sintiendo una extraña opresión en la boca del estómago.

—Lo siento —respondió la voz—. Pero ha habido un incidente y no puedo pasar llamadas. Si quiere, puede dejar un mensaje.

—¿Un incidente? —preguntó Isabel viendo cómo Julia levantaba la cabeza de golpe y se la quedaba mirando de hito en hito—. ¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé —contestó la telefonista—, creo que ha habido un pequeño incendio o algo así. Hemos tenido mucho jaleo esta mañana. ¿Quiere dejar un mensaje?

—No —respondió Isabel tras un instante de duda—. No, gracias —añadió antes de colgar.

—Vamos para allá —dijo Julia sin titubear, después de que Isabel le contara lo ocurrido—. Tengo un mal presentimiento —añadió mientras cerraba el maletín a la vez que le alargaba la bolsa.

Quince minutos más tarde, tras haber hecho filigranas de conducción rayanas en la temeridad en las Rondas del Litoral, Isabel estacionó su coche frente el mazacote gris y sin personalidad del Hospital del Mar.

Desde allí vieron que la puerta de acceso al garaje subterráneo y entrada de las ambulancias se hallaba obstruida por un coche de bomberos del que salían gruesas mangueras que le conferían el aspecto de un enorme pulpo rojo.

Las poderosas credenciales de Julia les abrieron paso hasta el despacho del jefe de forenses, que lucía un surtido de manchurrones grises en la ropa y en la cara y olía a cabello quemado.

—¿Qué ha pasado, señor Gombreny? —le preguntó Julia al atribulado hombrecillo tras las presentaciones.

—Algo inaudito —contestó el hombre, pasándose la mano por la cara tiznada y esparciendo aún más las marcas—. Alguien ha incendiado el depósito de cadáveres. Dicen los bomberos que han rociado un cadáver con gasolina y el fuego se ha propagado por detrás de los cajones. Toda la sala ha quedado destruida por completo. Por suerte, no ha habido heridos.

—¿Han prendido fuego a un cadáver? ¿Al cadáver de quién? —preguntó Julia de inmediato.

—Al del hombre congelado, según los archivos. Según parece, el fuego se inició allí.

Las dos mujeres cruzaron una mirada significativa. Definitivamente, algo se había puesto en marcha.

—¿Dónde está Joan Batiste? —inquirió Isabel con preocupación.

Gombreny se frotó el rostro una vez más y su expresión adquirió tintes de guerrero pigmeo.

—Ni idea. Creo que hoy no ha venido a trabajar. No he tenido tiempo de verificar nada, con este lío tan espantoso.

—¿Y el sistema antiincendios? —inquirió Julia.

—No ha sido suficiente —replicó el hombre dejándose caer en un sillón—. Las bolsas de plástico de los cadáveres han ardido como la yesca.

—¿Se sabe quién ha sido? —siguió martilleando Julia.

El hombre negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—Cuando llegue la Policía van a analizar las cintas de las cámaras de vigilancia, a ver si hay suerte.

Las dos mujeres se miraron de nuevo e intercambiaron una mirada cómplice. Habían tenido la misma idea.

—Quiero ver esas cintas ahora —dijo Julia con voz enérgica.

—Pero… pero… —tartamudeó Gombreny con el semblante demudado—. No sé si puedo autorizarla, señorita Andrade.

—No sólo sabe que puede —replicó ésta con tono autoritario—, sino que
debe
hacerlo, Gombreny. Ya oyó a sus superiores ayer, ¿no es así?

El rostro del jefe de forenses alternó con rapidez entre varios tonos de escarlata y blanco lívido y se apreciaron con claridad las gotitas de sudor que le iban dejando chorreras de suciedad en la frente.

—Sí —la voz salió de debajo de la sucia corbata floreada que llevaba torcida y arrugada—, por supuesto, señorita Andrade. Síganme, por favor.

Mientras las dos se apresuraban por los pasillos siguiendo al jefe médico, al que de pronto parecían perseguir todos los diablos, Isabel miró a Julia enarcando una ceja, y ésta, sin perder la expresión de suprema severidad, le guiñó un ojo. Momentos después, el zumbido de media docena de monitores de televisión saludó su entrada a la sala de control. Un vigilante uniformado se puso en pie de un salto y derramó el vaso de café que estaba bebiendo encima del pulcro uniforme sobre el que brillaba la placa metálica de una conocida empresa de seguridad.

—Vaya a limpiarse, Conesa. Está usted hecho un asco —le espetó Gombreny con innecesaria acritud, aprovechando la ocasión al vuelo para soltar un poco de vapor. El guarda salió de la estancia sin decir palabra y con una expresión de genuino asombro reflejada en su joven rostro.

—Muchas gracias, Gombreny. Ha sido usted muy amable —dijo Julia acompañando al pobre hombre hasta la salida con firmeza. La puerta ahogó las débiles protestas y Julia echó el pestillo.

Isabel no pudo contenerse por más tiempo y soltó una carcajada. Julia se limitó a sonreír mientras se sentaba frente al panel de control.

—¿Cómo te atreves…? —le preguntó Isabel con admiración.

—Nadie osa negarle algo al Vaticano —sentenció Julia con tono cavernoso, al tiempo que manipulaba botones y hacía girar ruedas—. Aquí está. Cámara seis.

El pasillo de acceso a la sala de autopsias y depósito de cadáveres apareció en uno de los monitores. El reloj digital sobreimpresionado en la pantalla marcaba la hora actual. Había un trasiego de bomberos que iban retirando los equipos de extinción y parte de los escombros, así como más bolsas negras con los restos carbonizados de los cadáveres.

Julia localizó la cinta en la que se estaban grabando las imágenes, la pasó al control y la rebobinó hasta que el contador indicó la medianoche. Al hacerla avanzar, el monitor mostró la imagen del pasillo vacío y medio iluminado. Julia pulsó el avance rápido hasta que, hacia las 6:30 de la mañana, una sombra apareció moviéndose a toda prisa.

—¡Ahí está! —exclamó Isabel, y Julia conmutó el avance normal.

La sombra se concretó en un hombre que portaba un recipiente de metal con una mano y al que la luz iluminó antes de entrar en la sala. Tenía una expresión terrible de la que destacaban los ojos desmesuradamente abiertos.

—¡Es Joan Batiste! —exclamó Isabel atónita.

Un minuto después, el forense salió de la sala y se alejó hacia la salida con extraña premura. A los pocos momentos, se vio un resplandor por el quicio de la puerta y, unos segundos más tarde, el agua de los aspersores del sistema antiincendios oscureció la imagen.

Julia paró la cinta y se volvió con expresión turbada hacia Isabel, que tenía los ojos muy abiertos, incapaz de aceptar lo que habían mostrado las imágenes con cruel nitidez.

—No puede ser —balbuceó ésta mirando alternativamente al monitor y a Julia—. Joan no… no tiene ningún motivo para hacer una cosa así…

Julia siguió mirándola con fijeza.

—¿Conoces bien a ese hombre? ¿Has notado algo extraño en él estos últimos días?

Isabel meneó la cabeza, aturdida.

—Le conozco desde hace algunos años. Estaba como siempre, divertido y cordial, intrigado como yo por el extraño caso, pero… ¡Oh, Dios mío!

En ese instante, Isabel recordó la curiosa expresión que Joan había utilizado cuando se sinceró con ella al respecto de las heridas de la espalda del cadáver. «Garras, garras monstruosas de algo abominable que no debería existir.»

—¿Sabes dónde vive? —le preguntó Julia tras un momento de reflexión—. Debemos ir a su casa cuanto antes. Además, hemos de desaparecer de aquí; la policía debe estar a punto de llegar y no podemos justificarlo
todo
.

—No me digas que el forense vive aquí —exclamó Julia al detenerse el coche.

Isabel sonrió. Todo el mundo decía lo mismo al ver por primera vez el extraordinario aspecto de la vivienda de Joan.

Ubicada en la parte alta de la ciudad, rodeada por un muro de piedra rematado por una artística reja de hierro forjado por la que asomaban buganvillas, hojas de palmera y ramas de árbol, la casa modernista de tejas verdes esmaltadas resplandecía al sol del mediodía como una pequeña pagoda de jade.

Construida en 1903 por uno de los múltiples arquitectos geniales que había tenido la ciudad condal en el pasado, la casa de dos plantas estaba situada en la encrucijada que formaban las calles Campoamor y Venecia. Destacaba como un faro del resto de casas de los alrededores por su arquitectura abigarrada y sus múltiples balconadas, aleros, columnas y pórticos, que competían los unos con los otros en profusión de detalles primorosamente construidos con azulejos, mármoles y vidrieras multicolor.

La base de la finca estaba formada por bloques de piedra colocados con engañosa aleatoriedad, y sobre ella se elevaba una gran mole de ladrillo rojo perforada con artística simetría por ventanas rematadas con pequeños arcos ojivales. Aquí y allí una columna se retorcía sobre sí misma y desaparecía tragada por la sombra de un alero decorado con un artesonado de madera al que el tiempo se había encargado de dar una pátina oscura.

Una observación más atenta dejaba entrever, sin embargo, que ese mismo tiempo despiadado había iniciado su incursión inexorable hacia las entrañas de la piedra desconchada, de la madera agrietada y deslucida y de los azulejos descascarillados. Una montañita de arena, unas pilas de ladrillos y azulejos y una pequeña hormigonera, colocadas al lado del enorme portalón de doble hoja, confirmaban el penoso estado en el que se encontraba el otrora impresionante edificio.

—La familia Batiste hizo mucho dinero con el comercio de Indias —comentó Isabel a modo de explicación al tiempo que abría una pequeña puerta insertada en una de las grandes hojas de madera del portón cubierto por un tejado invadido por una hierba rala—. Joan trabaja de forense porque le gusta el oficio, pero tiene dinero de sobras.

—Y no lo ha sabido administrar demasiado bien, por lo que veo —apostilló Julia mirando alrededor con curiosidad.

Los pasos de las dos mujeres hicieron crujir la gravilla que cubría el estrecho camino, bordeado de ladrillos parcialmente hincados en la tierra, que serpenteaba entre árboles y arbustos hasta la entrada principal de la casa. Ésta, altísima, coronada por un arco de piedra blanca que recordaba vagamente al estilo mozárabe, estaba bellamente desfigurada por unos rosetones esculpidos que enmarcaban la doble puerta hecha de paneles de madera que imitaban el intrincado diseño hexagonal de un panal. Un grueso cable eléctrico que salía de un estrecho ventanuco enrejado que había a un lado y se perdía entre los arbustos en dirección a la hormigonera rompía el delicado equilibrio arquitectónico.

Aparte del ocasional trino de los pájaros que volaban por el gran jardín, todo estaba silencioso. Isabel probó a empujar la puerta, y ésta cedió sin esfuerzo alguno. Julia se había quedado un poco atrás y observaba con atención los postigos y las ventanas enrejadas de la tribuna voladiza. Nada se movió, ni siquiera cuando Isabel golpeó la puerta con el gran aldabón en forma de raíz retorcida, provocando ecos que hicieron volar a unas cuantas aves sobresaltadas.

—¡Joan! ¿Estás ahí? ¡Soy Isabel! —llamó sin atreverse a cruzar el umbral.

No hubo respuesta. Isabel atisbó por las ventanas cercanas, pero el interior estaba oscuro y no pudo distinguir nada. Un destello a su lado desvió su atención. Con sorpresa, vio centellear brevemente la pistola en las manos de Julia mientras ésta acababa de abrir la puerta con el pie y se metía en el interior de la casa. De alguna manera, se las había apañado para sacar el arma del maletín ante sus narices.

De pronto se sintió indefensa, inexperta ante aquel tipo de situaciones y se arrepintió una vez más de haber embarcado en el maldito crucero. Sin embargo, era muy tarde para dar marcha atrás. Su concepción del mundo había cambiado de forma radical y no podía ignorar los hechos que habían sucedido. Su futuro y el de muchos más seres humanos estaba comprometido. «A lo hecho, pecho», se dijo para sus adentros. Y entró a su vez en la silenciosa casa.

Isabel había estado allí en un par de ocasiones, pero el imponente edificio y sus inacabables y a veces estrambóticos detalles modernistas seguían sorprendiéndola. Ese día, no obstante, las recargadas puertas, los techos pintados con frescos y las increíbles tallas en las escaleras, columnas y vidrieras le parecieron más grotescos, más amenazadores, portadores de un simbolismo oculto que hasta entonces había sido incapaz de discernir.

Las hojas de parra exquisitamente esculpidas en las puertas se retorcían ante sus ojos con malsana intención, y los ojos de las figuras pintadas en las vidrieras emplomadas seguían su paso con inquietante fijeza. Todo había cobrado una dimensión desproporcionada y un cariz barroco que la obligó a desplazarse en completo silencio, temerosa, procurando no rozar nada, sin perder de vista a Julia, que se movía también silenciosa y ágil entre la penumbra rota aquí y allí por la luz del sol que penetraba por los ventanales multicolores.

Al llegar al distribuidor, Julia se paró, escuchó un momento con la cabeza ladeada y bajó el arma. Volviéndose en redondo, hizo señas indicando que Isabel se quedara allí mientras ella subía a la otra planta.

Isabel negó categóricamente con la cabeza. Lo último que quería era quedarse allí sola. Julia esbozó una sonrisa, hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y ambas subieron la escalera con cuidado. Cada crujido de los pulidos escalones de madera sobresaltó a Isabel, que notaba todo el cuerpo tenso como la cuerda de un arco de violín. Nunca había sentido tanto miedo, aunque tampoco había visto tan de cerca el rostro de la locura.

La primera planta de la finca era un galimatías arquitectónico acentuado hasta el paroxismo por el recargado estilo de principios de siglo. Cada centímetro de pasillos, puertas y recovecos estaba lleno de recurrentes detalles que imitaban una naturaleza desbordada.
Horror vacui
[7]
, que decían los detractores del Modernismo catalán.

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