Read Despertando al dios dormido Online
Authors: Adolf J. Fort
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror
Mientras dos ayudantes cambiaban uno de los lotes, Julia captó un curioso movimiento entre los asistentes del otro extremo de la sala, donde iba quedando cada vez menos gente. Una pareja procedente de esa zona se instaló a su lado. Julia, aguzando el oído, consiguió oír retazos de la conversación que mantenían en un murmullo.
—… ¡Por Dios! ¿De dónde habrá venido?
—¿Tú crees que no se ha dado cuenta? Es imposible que alguien huela así sin darse cuenta.
—Puede que no sea ella, y que el olor venga de la calle…
Curiosa, Julia siguió observando de reojo y vio, unos lotes más tarde, que en la parte referida tan sólo quedaba una figura embozada con una túnica oscura adornada con un ribete azulado y una abertura con lazadas en el pecho. Julia la escrutó con cierto atrevimiento y le pareció que se trataba de una mujer, parcialmente oculta por los pliegues de la capucha que formaba parte del extravagante atuendo. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, de un color indiscernible bajo la débil luz, y una boca ancha que se movía sin cesar, como si murmurara. No pudo evitar que la imagen de un pez boqueando apareciera en su mente. Al cabo de un momento, Julia se dio cuenta de que había empezado a mover la boca imitándola. Avergonzada de su propia reacción y sintiendo que se ruborizaba, desvió la vista, pero cuando volvió a echar una mirada fugaz, la mujer continuaba mirando al frente, impertérrita, como si no se diera cuenta de nada, con la misma postura rígida y los mismos movimientos rítmicos de la exagerada boca.
Y, justo entonces, la cabeza encapuchada se giró con brusquedad hacia ella, y en la mente de Julia resonó una voz sibilante.
—
Julia…
Se quedó helada, incapaz de apartar los ojos de la figura, mientras en su cabeza seguía sonando el ruido del mar pronunciando su nombre.
—
Julia…, Julia…
¡Bang!
El martillazo seco de una adjudicación desvió la atención de la mujer de negro, y el extraño sortilegio se deshizo. Julia parpadeó, confusa y desorientada. La visión de la sala de subastas se recompuso con la lentitud de un foco de cámara, y las manos con el cartón y el número de adjudicación la situaron de nuevo en el presente. Se mordió el labio con una cierta preocupación. Por un instante, se había perdido en otro momento de ensoñación, y eso, en una subasta, podía resultar fatal.
—Deberían mandar a galeras al cirujano que le ha hecho eso —oyó que susurraba su vecino, que recibió como premio a su descortesía una risita sofocada y un palmetazo de su compañera. Recordó entonces de quién hablaban, pero con una curiosa sensación de lejanía, casi un recuerdo onírico. Un estremecimiento involuntario le recorrió la espalda. Pero no se atrevió a volver a mirar.
Los lotes se fueron sucediendo con más o menos éxito, y cuando el
speaker
anunció el número cuarenta y cuatro, la atención de Julia se volcó por completo en el estrado. Allí continuaba el empleado, sudoroso pero todavía flemático, un hombre enjuto, casi calvo, de tez pálida a excepción de unos pómulos y orejas enrojecidos, sin duda consecuencia de demasiada cerveza y poco sol. Dos ayudantes vestidos con batas blancas inmaculadas y guantes de látex,
kamalis
con un buen sueldo, habían retirado el lote anterior y procedían a colocar sobre el caballete la estampa fluvial del pintor francés olvidado. Visto allí, al natural y correctamente iluminado, el cuadro ganaba muchos enteros, y Julia empezó a sentir que la impaciencia la cosquilleaba. Tras una puja normal y sin sorpresas, el cuadro se adjudicó a uno de los marchantes que había saludado Julia al entrar en la sala y, por fin, llegó el gran momento.
Tras beber un sorbo de agua, el
speaker
se aclaró la garganta, se inclinó sobre el micrófono y anunció con voz átona que el lote número cuarenta y cinco,
Retrato de una dama
, había sido retirado, y pasó, sin más dilación, a anunciar el número cuarenta y seis. Sin embargo, antes de que Julia pudiera asimilar lo sucedido, los acontecimientos se precipitaron.
—
Ma what is zis
? —La voz indignada y con un fuerte acento italiano procedía de la parte derecha de la sala, unas tres filas por delante de Julia, de donde se alzó un hombre cuya silueta se recortaba contra los focos del estrado.
—
Sir, please, sit down and be quiet
—pidió con tono escandalizado el
speaker
, como si esa interrupción hubiera mancillado una liturgia.
Sin embargo, el hombre, lejos de sentarse, empezó a increpar al
speaker
y a preguntar el porqué de la retirada. Julia estaba asimismo indignada y sorprendida, pero no era la primera vez que un objeto se retiraba de una subasta, aunque se acostumbraba a colocar alguna nota para evitar que un posible comprador estuviese aguardando inútilmente la salida de un artículo por el que ya no podría pujar.
Era corriente que los compradores —y alguna vez los propios vendedores— hicieran pujas iniciales para incrementar el precio de salida. Con frecuencia también se hacían acuerdos privados entre la sala de subastas y el comprador, pactos que obligaban a retirar el lote el mismo día y sin previo aviso. Aparentemente, ése podía ser el caso, y era obvio que el comprador iracundo, al que escoltaban fuera de la alborotada sala, suavemente pero con firmeza, los dos
kamalis
reconvertidos en personal de seguridad, desconocía este tipo de transacciones.
Al seguir con la mirada la expulsión del italiano enfurecido que seguía protestando con vehemencia, esta vez alternando inglés e italiano en una mezcla cada vez menos inteligible de injurias, amenazas y quejas, Julia se percató de otro detalle: la mujer que parecía un pez había abandonado asimismo la sala con discreción.
Como el resto de piezas que componían la subasta no presentaban interés para la galería, Julia dejó también la sala mientras el
speaker,
cada vez más sudoroso, intentaba restablecer el orden e iniciaba la perorata ensayada con la que pretendía convencer a los restantes compradores de la valía indudable del cuadro que representaba la lámpara de gas perfecta.
Cuando se dirigía a la salida de la sala, Julia pasó cerca de donde había estado sentada la dama misteriosa y notó, efectivamente, un hedor a pescado en descomposición, un terrible olor que venía a confirmar el motivo del abandono masivo de esa zona.
Sin proponérselo, otra imagen acudió a su mente: el agua estancada y oleosa que había en los rincones de las rías, donde jugaba de pequeña aguardando el regreso de los barcos de pesca, mientras el atardecer teñía el cielo de rojo y oro. Vestida de azul y blanco, la chiquilla inocente había estado jugando y buscando en las rías, buscando algo que nunca llegó a encontrar, simplemente porque no sabía qué era. Había aprendido a respetar el hedor a muerte del océano desmembrado y cautivo durante la marea baja, que se renovaba con brío impetuoso en cada ciclo lunar.
La pequeña Julia había esperado la vuelta de la marea casi con más ansiedad que el retorno de los barcos. La llegada espumosa había sido siempre liberadora, disipando el aire acre con cada nuevo avance y devolviendo la vida a los mustios recovecos de las ensenadas. Ése era el momento mágico, el instante en que los dos mundos, el muerto y el renacido, volvían a unirse. Y el olor resultante se parecía mucho al que la extraña compradora había dejado en esa parte de la sala.
¡Bang!
De nuevo, el martillazo de adjudicación del cuadro de la lámpara la sobresaltó y la alejó de la extraña contemplación en la que se había sumido. Miró azorada a su alrededor, pero ninguno de los asistentes parecía haberse dado cuenta.
Inspiró profundamente y trató de concentrarse en su siguiente paso. Salió de la sala, se encaminó hacia la escalera y subió al segundo piso, donde estaba el despacho de uno de los encargados de los trámites de compra-venta de los objetos subastados.
—¡Julia Andrade!
For God’s sake,
¿qué está haciendo usted aquí, querida? —exclamó Keith Diggens, un caballero de edad indefinida con el sempiterno aspecto de estar a punto de jubilarse, al que Julia había tratado en alguna ocasión anterior—. ¿Ha venido a comprar en la subasta? Pase, pase, déjeme que le haga un hueco.
Después de vaciar apresuradamente una silla de su variopinto contenido y ayudarla a quitarse el abrigo, Keith se puso a trajinar con la inevitable
kettle
, quizá el electrodoméstico más importante en cualquier despacho inglés.
—¿Un té? —inquirió sin darse la vuelta.
—Sí, por favor —respondió Julia mientras echaba un vistazo a la habitación abarrotada, poco más que un cubículo, a pesar de la relativa importancia de su ocupante. Tenía dos de las cuatro paredes cubiertas con unos estupendos muebles archivadores de madera de nogal oscura y tirador de cobre, marcados con pequeñas etiquetas escritas con letra pulcra y menuda. Un árbol perchero, tres sillas de roble americano y una mesa de caoba repleta de legajos y carpetas completaban el mobiliario.
—¿Leche? —preguntó Keith sosteniendo lo que parecía un pequeño vaso etrusco. Julia siempre había sentido asombro al ver el poco respeto que los británicos sentían por otras culturas, pero aquél no era el momento ni el lugar adecuados para sacar a relucir un tema tan espinoso.
Negó con la cabeza y aguardó cortésmente a que Keith acabara de servirse.
—Necesito que me haga un favor, Keith.
—Estoy a su disposición, querida —replicó el hombre, sorbiendo el té casi religiosamente.
Julia inspiró profundamente y trató de hilvanar las ideas. Por una parte, Keith se merecía la honestidad que había demostrado con la galería, pero Julia sabía que lo que iba a pedirle estaba fuera de toda ética y, por supuesto, mucho más allá de las estrictas normas establecidas por los británicos. Sería un combate desigual, ya que conocía a Keith y sabía que una mujer en apuros era demasiado para un antiguo soldado de Su Majestad. Finalmente, se decidió por abordar la cuestión de frente, sin tapujos.
—Necesito conocer el paradero de un cuadro que no ha salido a subasta esta tarde —dijo sin apartar sus ojos de los de Keith.
—Por supuesto, querida —respondió éste dando un nuevo sorbo a su té—. ¿De qué obra se trata?
Julia sacó el catálogo del maletín y se lo tendió a través de la mesa.
—Se trata del número cuarenta y cinco,
Retrato de una dama
.
—¡Ah!
Ese
cuadro —rezongó Keith devolviéndole el catálogo sin abrirlo siquiera.
Julia se envaró ante la inesperada reacción del encargado.
—¿Ocurre algo con él? —preguntó ansiosa.
Keith se echó hacia atrás en el asiento y sorbió despacio el té. Parecía reacio a contestar y miraba a Julia por encima de la taza con expresión vacía.
—No —contestó finalmente, con cierta desgana—, pero hacía tiempo que un cuadro no me disgustaba tanto. Y todavía no sé por qué —añadió tras una pausa.
Aquello cogió a Julia por sorpresa. «Mal fario», pensó preocupada. Desde luego no parecía un buen augurio el hecho de que el encargado de compras de una sala de subastas confesara que una pintura no era en absoluto de su agrado. Podía ser el inicio de un efecto dominó: si la obra ya no gustaba al subastador, ¿qué podía esperar del público?
—¿Quién es el vendedor del cuadro? —inquirió Julia con tono inocente.
Hubo un instante de silencio en el despacho, turbado únicamente por el lejano rumor del tráfico londinense. Keith apartó finalmente la mirada y la posó en los archivadores. «¡Tang! ¡Tang! Y en la esquina izquierda —fantaseó Julia—, Keith Diggens, ochenta kilos. En la derecha, Julia Andrade, sesenta kilos.» El combate iba a empezar.
—I’m truly sorry, darling
—respondió con una sonrisa de disculpa y el cerrado acento que le caracterizaba como un
londoneer
de pura cepa—, pero ya sabe que la integridad y la confidencialidad de Solsbury’s están por encima de todo. No puedo pasar por alto las normas del juego. Sería poco ético, ¿no le parece?
«Primer asalto. ¡Tang!»
—Pero se ha retirado el cuadro —se defendió Julia, intentando ahora que su sonrisa mostrara una calidez extraordinaria y usando el tono que empleaba en Barcelona con los perros y los clientes recalcitrantes—, ni siquiera sé si ha sido comprado o se ha devuelto al vendedor. Mi jefe querrá conocer algún detalle más de la operación, y eso no le compromete en absoluto.
—Julia —respondió Keith con tono firme y una arruga de preocupación surcándole el rostro—. Creo que no hace falta que le recuerde que esa información es privilegio de la sala, que se reserva el derecho de volver a sacar el artículo…
—… cuando a la empresa le convenga más —terminó Julia. Suspiró para sus adentros. No iba a dejar que el estricto decálogo de normas de Solsbury’s llegara a ser un obstáculo—. Sí, ya lo sé, pero la verdad es —«Segundo asalto. ¡Tang!»— que Albert Miràs, mi jefe, está un poco molesto conmigo y me ha conminado a que este lienzo esté en la galería cueste lo que cueste. Keith, créame que he acudido a usted como último recurso…
Julia acompañó la última frase con una mirada trémula y un tono de voz angustiado que había ensayado durante horas frente al espejo. Era el arma definitiva y raras veces fallaba. Esa vez tampoco lo hizo. Julia vio cómo se suavizaba la expresión del viejo experto y supo que había ganado. «¡Tang! ¡Tang! Final del combate.»
Con un suspiro de resignación no exento de cierto paternalismo arrogante, Keith se puso a buscar en un archivador, extrajo un documento grapado a una factura y se ajustó las gafas que le colgaban de un cordoncillo. Su cara adoptó la expresión de esfuerzo con la que se identifica con facilidad a los présbitas.
—A ver —dijo hojeando los documentos—. El cuadro ha sido comprado por un particular que igualó el
take-it price
,
my dear.
Es decir, que algún comprador había pujado con anterioridad a la subasta y había llegado a la cantidad que fijaba el vendedor y que, de ser pagada, adjudicaba de manera automática el objeto sin necesidad de pujar por él. Si no fuera porque nadie conocía el interés de Julia por el cuadro, las sospechas habrían recaído de inmediato sobre el
tiburón
Stavros.
—Pero el precio no figuraba en la lista —dijo con tono recriminatorio—. De haberlo visto, yo también habría pagado ese montante.
—Lo sé —repuso Keith quitándose los anteojos—, pero, por alguna razón que desconozco no se informó al resto de compradores del cambio.