Read Despertando al dios dormido Online
Authors: Adolf J. Fort
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror
Éstas y otras teorías, en absoluta contradicción con los dogmas religiosos y la ciencia, habían desatado una fuerte polémica entre las aburridas y ociosas clases altas de la sociedad de la época, circunstancia que Ûte había sabido aprovechar tras haber perdido a su marido, que prefirió huir de las cábalas sin sentido para dejarse acunar y consolar por los brazos de una modelo joven y escultural.
Libre de compromisos sociales y con la baza de la curiosidad morbosa de la gente, Ûte se erigió en la sucesora de Madame Blavatsky y añadió a sus postulados esotéricos su presciencia inquietante pero irresistible. El fenómeno social tuvo un gran impacto, y Ûte se convirtió en un personaje deseado y admirado a la luz pública, pero al que en la intimidad se le tenía un cierto temor reverencial.
Ûte siguió ampliando el descomunal ensayo de Madame Blavatsky, visitando a personajes extraños en barrios muy poco recomendables, encerrándose durante días en el estudio y escribiendo con frenesí en un abultado diario que nunca se publicó. Poco a poco, sus predicciones se tornaron más oscuras, más terribles, hasta que empezó a perder uno a uno a sus amigos de alta cuna, que no deseaban conocer los nefastos detalles de un futuro plagado de muerte, dolor y destrucción. Sin embargo, ese nuevo enfoque consiguió atraer a una renovada cohorte de seguidores, mucho más fervorosos aunque insolventes y, la mayoría de ellos, locos de atar.
Ûte desapareció de Londres en 1935, y las notas que Julia halló en Internet la situaban, durante un periplo de cuatro años, en lugares tan dispares como Rusia, Creta, Bhutan, Egipto y España, además de otros viajes no documentados a regiones desconocidas de la Europa central.
Cuando Ûte regresó a Londres en 1939, en los albores de la segunda guerra mundial, su aspecto era aterrador y se encontraba en un estado febril. Se encerró en el estudio de Hampstead Road, que había conservado después de la separación de su marido, y comenzó a pintar de forma descontrolada. Los escasos amigos que consiguieron visitarla hablaban de imágenes terribles, de autorretratos de difícil descripción y de un continuo estado de excitación paranoide. Una reseña apuntaba la posibilidad de que el propio Sigmund Freud, que entonces vivía en la misma calle, donde se había refugiado del acoso de los nazis en su Viena natal, había escrito su libro
Un ensayo de psicología
tras haber visitado a la desdichada pintora, a instancias de un amigo preocupado. Su estado físico y mental fue decayendo, y poco tiempo después, los médicos la internaron en el asilo Webster, en la isla de Innishshark, en la costa oeste de Irlanda, donde murió al cabo de unos meses.
Julia enarcó una ceja y buscó de nuevo la primera reseña biográfica que había obtenido en Internet. Había una discrepancia en el lugar de fallecimiento de Ûte, situado por unos en Londres y por otros en Irlanda. No obstante, era notoria la poca precisión de algunas editoriales, así que no le concedió más importancia al asunto y cogió el teléfono para hablar con su jefe. Ahora sí que disponía de información suficiente para convencerle de que iba por buen camino.
—¿Y cuánto nos va a costar la excursión a Londres? —inquirió la voz atiplada de Albert después de haberle explicado todos sus emocionantes descubrimientos.
Julia suspiró con resignación. Las negociaciones con Albert acababan siempre reducidas a términos de ingresos y gastos, algo que éste atribuía sin pudor a una supuesta descendencia de comerciantes fenicios.
—Menos que la última vez que fuiste tú, Albert —replicó con tono provocativo.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea telefónica y Julia temió por un momento haberse extralimitado. Pero una risita hueca apaciguó su inquietud.
—Está bien, me rindo —dijo al final Albert con un falso tono de arrepentimiento—. Ve a Londres. No parece un mal asunto, por lo que me has contado. Pero recuerda que hay que montar una exposición y ganar dinero con ella. Así que esmérate en conseguir algo que merezca la pena mostrar al mundo, Julia.
—Vamos, Albert —replicó ésta notando un involuntario ramalazo de ira reflejado en su voz—. ¿Con cuántas exposiciones hemos perdido dinero? No creo que me tengas que recordar que trabajo en una galería de arte y que…
—Vale, vale, Julia —la interrumpió Albert, ahora jocoso—. Lo siento, pero no consigo acostumbrarme a tu sentido del humor. Los gallegos sois demasiado serios, ¿sabes? —siguió diciendo—, no me extraña que tus conquistas amorosas duren tan poco.
Una chispa avivada de cólera cruzó fugaz y cruel ante sus ojos.
—¿Vamos a repasar otra vez mi vida privada, Albert? —repuso Julia haciendo inflexión en la palabra
privada
, pero sintiendo que esta vez el aguijón de su jefe había dado en el blanco.
—No. Lo siento —replicó de inmediato Albert, con tono afligido—. Lo siento de verdad. No pretendía burlarme de ti ni de tu probada profesionalidad, Julia. Ve a Londres y consigue ese cuadro. Confío en ti, Julia, como siempre.
—Gracias —dijo ésta con tono seco, y colgó el teléfono con brusquedad. Se recostó en el sofá, y su mirada se perdió entre la maraña de hilos de cobre que formaban su pelo, ahora casi seco, buscando con los ojos entrecerrados alguna punta rota que abrir, un hábito que ponía en práctica cada vez que su sensibilidad se sentía amenazada, un movimiento defensivo que la aislaba de manera conveniente de un mundo cada vez más hostil.
Florencia, Italia, esa misma noche
La luz azul acero, reflejada por la luna diáfana que caía a pico sobre los campos de trigo cubiertos de nieve, suavizaba un tanto las facciones angulosas del hombre que estaba de pie frente al gran ventanal. Su sombra se proyectaba sobre el suelo recubierto de mosaico de madera y se alargaba hasta casi tocar la pared. El resto de la sala estaba sumido en tinieblas que tan sólo dejaban vislumbrar el rostro de expresión cérea de un segundo hombre sentado ante la gran mesa de caoba pulimentada que constituía casi todo el mobiliario de la sala. La débil luz de una pequeña lámpara eléctrica de pie, de bronce labrado, conseguía a duras penas dar textura a sus amplios ropajes rojos de cardenal.
El crujido casi imperceptible de la madera del suelo bajo sus pies pareció sacar al primer hombre del ensueño en el que estaba sumido. Con un gesto automático, sus dedos, surcados de pequeñas arrugas, asieron un pequeño colgante de plata en forma de cruz que refulgía bajo la luz de la luna. Giró sobre sus talones, y el pelo blanco, cortado a cepillo, le confirió una aureola iluminada, otorgándole por un instante el aspecto de un santo de Caravaggio.
—¿Se ha confirmado? —inquirió con voz átona y sin dejar de acariciar la cruz, el único adorno del traje negro con alzacuellos.
—Me temo que sí —respondió el hombre sentado con un tono también desprovisto de matices—. La Starfish Alliance también se ha puesto en marcha. Han cerrado todos los accesos a la isla dando como excusa una revisión técnica de las instalaciones.
El hombre en pie se apoyó con ambas manos sobre la mesa y hundió ligeramente la cabeza entre los hombros. Parecía cansado. Cuando habló, su voz sonó hueca, vacía.
—Hacía tiempo que no… —Su voz se apagó como un suspiro contenido durante mucho tiempo.
—Era inevitable, padre —contestó el otro hombre mientras se levantaba del asiento—. Pero ¿quién sabe? Mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca. Esta vez puede que sea para mejor. Buenas noches, padre Marini —añadió ofreciendo la mano donde brillaba un anillo.
—Monseñor —respondió el padre mientras rozaba con los labios la gruesa gema roja, teñida de negro por la luz de la luna.
«No —pensó, mientras miraba la discreta salida de su superior—, nunca es para mejor el enviar a personas a la muerte, o peor aún, a matar.»
Cuando estuvo solo de nuevo, pulsó un botón de la mesa y habló en un diminuto micrófono.
—Hágales pasar.
Halifax, diciembre de 1943
Estimado Sr. G.
He leído con suma satisfacción el rotundo éxito de nuestra empresa. Acabamos de dar un paso muy importante para la consecución de nuestros propósitos. Ahora está usted en una inmejorable posición para iniciar los trabajos.
Sería también conveniente que acelerara los trámites necesarios para hacerse con los cuadros antes de perderles definitivamente la pista entre el caos de la guerra. Esas pinturas constituyen un peligro incipiente para nuestros planes, pues las cualidades especiales que les confirió su autora las hacen portadoras de un mensaje que no debe ni siquiera ser sospechado.
Mi padre, que ya Nada Ante Su Presencia, tuvo que afrontar los repetidos embates del enemigo, y como bien sabe, en 1928 casi consiguen acabar con él. Pero de aquello sacamos una lección provechosa: mantén en la ignorancia a tu enemigo.
Esté preparado para abandonar el establecimiento en cuanto haya conseguido los lienzos y desaparecer durante algún tiempo. Se le enviará una señal.
Con la fe puesta en el Despertar del Dios Dormido,
Afectuosamente,
W.T.M.
Londres, tres días después
Quince minutos antes de las seis de la tarde, Julia entraba en la sala Olimpia del discreto edificio de Solsbury’s, dispuesta a pelear hasta el final con tal de conseguir el cuadro, que, por otra parte, tenía un precio de salida bastante bajo, detalle que sugería que no habría demasiada lucha por él a priori.
Londres la había acogido con mucho frío, y el cielo gris oscuro amenazaba con alguna nevada a destiempo, pero la sala de subastas, como la inmensa mayoría de las casas inglesas, estaba muy caldeada. La gran sala, flanqueada por enormes
tibores
chinos convertidos en macetas con plantas frondosas, estaba todavía medio vacía. Julia aprovechó la circunstancia para acomodarse en un asiento cercano a uno de los jarrones y al pasillo lateral, una posición cómoda tanto para la puja como para salir discretamente si la ocasión lo requería.
—
Well, well, well, look who’s here
—dijo a sus espaldas una voz masculina que reconoció en el acto.
«Maldición», pensó mientras se giraba con una amplia sonrisa en la que ni siquiera un psicólogo experto habría descubierto la gran dosis de hipocresía contenida; una breve muestra de las armas que proporcionaba el trato diario con toda clase de público.
—¡Stavros! ¡Cuánto tiempo sin verte!
«Miserable gusano traidor», añadió para sus adentros, estrechando con brevedad la mano tendida por aquel hombretón desalmado que le había pisado una compra importante en más de una ocasión.
Stavros Oligorkov era el tiburón a sueldo de uno de los principales y más oscuros coleccionistas centroeuropeos de arte, Dimitri Krasnik, un millonario de origen incierto que pasaba la mitad de su tiempo entrando y saliendo de las cárceles de medio mundo, pero que poseía una agenda tan completa que le permitía liberarse de la mayoría de cargos de fraude fiscal, importación o exportación ilegal y otros mil pequeños litigios que su más que eficaz bufete de abogados manejaba con maestría inigualable y a veces sospechosa.
—La última vez fue en Tel-Aviv, ¿no? —inquirió Stavros con su suave deje ruso y un brillo malicioso en sus ojos de perro siberiano. El pelo rubio claro, casi albino, cortado al estilo militar, le daba un cierto aire marcial del que se aprovechaba para impresionar a las incontables incautas que habían sucumbido a sus encantos.
—Creo que sí —repuso Julia, controlando el tono y reprimiendo de nuevo una serie de epítetos nada cordiales. Dos años atrás, la
excursión
a Oriente Medio le había costado cara a la galería. Unas piezas de arte religioso por las que un cliente de Albert se había interesado habían ido subiendo de precio, a causa de las continuas pujas de Stavros, para finalmente ser compradas por la entonces inocente Julia por una cantidad exorbitante que el cliente no quiso pagar. Las consecuencias no habían sido nada agradables, y en las paredes de la galería barcelonesa aún resonaban los ecos de la bronca.
—Vamos, Julia —exclamó el ruso soltando una suave carcajada—, ¿todavía sigues enfadada conmigo? En todas las profesiones hay un tiempo para pagar las novatadas y otro para olvidarlas.
Julia se encaró con el sonriente ruso.
—¿Has tenido que pagar tus novatadas, Stavros? —preguntó con tono duro—. ¿La cobertura económica y la protección de tu amo no te han librado de ese amargo trance vital? —añadió recalcando la palabra
amo
. Vio cómo desaparecía la sonrisa de la cara de Stavros y la expresión se volvía hermética. El perro siberiano estaba preparándose para saltarle a la yugular. Julia se envaró y se preparó para la acometida.
Un silbido amplificado salvó a Julia de ser devorada por el ruso, que desvió la vista hacia el estrado, donde un hombre vestido con una bata daba golpecitos a un micrófono. Volvió a mirar a Julia con expresión torva y se alejó en silencio hacia los primeros asientos de la sala, que se había ido llenando en los últimos minutos.
La galerista se dejó caer en el asiento, con el corazón latiéndole con fuerza y notando una extraña sensación vertiginosa en la boca del estómago mientras las luces de la sala bajaban ostensiblemente de intensidad. En el pequeño estrado, donde estaba montado un púlpito con el micrófono, una mesa de madera noble y un gran caballete, había aparecido un estirado
speaker
británico que, haciendo gala de la flema que la tradición del negocio y la ocasión requerían, dio la bienvenida a los asistentes y procedió a hacer desfilar, sin más dilación, las obras que componían el catálogo.
Julia suspiró mientras se preparaba para la subasta. El rifirrafe que se traía con el ruso estaba cobrando mal cariz y presagiaba un final digno de una ópera wagneriana si no conseguía controlar sus emociones. Su lado indómito, obstinado en defender la justicia como un paladín, irrumpía sin previo aviso y echaba por tierra cualquier intento de diplomacia que hubiera planificado con anterioridad.
«Tendré que disculparme antes de que las cosas vayan a más», pensó haciendo una mueca de contrariedad mientras observaba el cogote un tanto enrojecido del ruso. Julia inspiró profundamente y miró su cartón de puja. Le había tocado el número ciento treinta y seis. «No es un mal número, —pensó esperanzada, apartando de su mente a Stavros—. Bien, allá vamos.»
Mientras iban pasando los primeros lotes, Julia se dedicó a observar a los demás asistentes desde el rincón en el que se había situado, ahora en penumbra. Desde allí reconoció a varios coleccionistas de renombre, a un cantante de rock con ínfulas de ser un
connoisseur
pero con pésimo gusto, a juzgar por los lotes por los que pujaba, y a cierto duque escocés cuyo nombre había salido a colación en la prensa amarilla debido a una relación tempestuosa e ilícita con una actriz inglesa de cine porno, pero al que no parecían importarle en absoluto las miradas reprobatorias que recibía de alguno de sus compatriotas.