No pudo escoger peor lugar para venirse abajo. Cuenta Aguilar que aunque lo que menos hubiera querido era descomponerse en público, no fue capaz de aguantar hasta llegar a la camioneta, Se me fue el alma al piso allí mismo, en ese cuarto de hotel, al ver por la ventana esas acacias negras que el viento movía contra la noche iluminada, esas mismas acacias que Agustina miraba tan absorta el domingo del episodio oscuro, como si se dejara hipnotizar por ellas. Lo poco que quedaba de mi reserva de coraje de repente huyó de mí y escapó como por entre un desagüe, y no fue tanto el peso de la enfermedad de su mujer lo que derrotó a Aguilar, fue más bien el recuerdo nítido de ese primer momento de lucidez en ella, ese instante de reconocimiento que le pacificó la expresión y la hizo correr a su encuentro, abrazarlo con fuerza y aferrarse a él como el ahogado a la tabla, ese minuto único e irrepetible en que todo estuvo solucionado, en que la tragedia se detuvo justo antes de dar el golpe, como si se hubiera arrepentido de su propósito de destrozarlos, Vámonos a casa, Agustina, le dijo Aguilar, pero ya era demasiado tarde, el instante de posible salvación se había esfumado, ella estaba otra vez anonadada y ya no se fijaba en él, su atención había vuelto a quedar atrapada en esas acacias que movían las ramas como queriéndole decir Tú no eres de aquí, no perteneces a este mundo, no tienes recuerdos, no conoces a este hombre que te reclama, lo único que te liga a él es el desprecio y el enfado. Así que tan pronto la Desparpajada se retiró para atender el llamado que le habían hecho por radioteléfono, Aguilar no pudo mantenerse más en pie y se sentó en el borde de la cama, quemado por dentro por el ardor de ese recuerdo, y cuando la muchacha regresó, unos minutos después, encontró postrado al cliente que había dejado solo en la habitación 416, ¿Señor Stepansky? ¿Señor Stepansky, le sucede algo? Algo, sí, señorita, me sucede que soy el esposo de una mujer que perdió la cabeza en la 413, Cómo así, le preguntó ella, y él le confesó que ni se llamaba Stepansky ni tenía amigos que quisieran alojarse en ese hotel, Me llamo Aguilar y lo que necesito saber es qué pasó con mi mujer, usted debe saber, se llama Agustina Londoño y es una joven alta y pálida, vestida de negro, eso fue hace veintiocho días exactamente, Aguilar le indicó las fechas y se enredó tratando de explicarle que él la había recogido el domingo pero que no sabía con quién había llegado ni cuándo exactamente, ¿Una muchacha espectacular, tipo artista, o actriz, pero como muy rara, toda vestida de negro y con el pelo demasiado largo? Es una buena descripción de mi mujer, reconoció Aguilar, y claro, la Desparpajada sí recordaba, Yo ya no estaba aquí al día siguiente, cuando hicieron el check out, pero era yo, precisamente, la que atendía en recepción la noche anterior, cuando ellos llegaron, ¿Cuando quiénes llegaron? Pues esa que usted dice que es su mujer y el hombre que iba con ella, ¿acaso no era usted mismo? Ése es el problema, que no era yo mismo, y entonces la Desparpajada se disculpó diciendo que si se trataba de asuntos de engaños prefería no meterse, Es que uno nunca sabe, señor Stepansky, Me llamo Aguilar, Es verdad, ya me lo dijo, lo que pasa, señor Aguilar, es que en ese tipo de enredos no hay que tomar partido porque uno nunca sabe, No es un asunto de engaños, es un problema gravísimo de salud mental y usted tiene que ayudarme, es un deber humanitario, Espere, espere, señor Aguilar, ante todo tranquilícese un poco, venga, quédese aquí conmigo un momentico, y lo curioso fue que cerró la puerta de la habitación como para brindarle a ese hombre que sufría un instante de paz y consuelo y luego se sentó a su lado en la cama, tan cerca de él que sus piernas se tocaban, Mire, señor Aguilar, en un hotel como éste pasa de todo, cada tanto gente rara viene a parar aquí a hacer cosas raras, pero en medio de las rarezas, no crea, hay una rutina que uno acaba por aprenderse, la variedad de lo raro se reduce a cinco cosas, se lo digo yo que lo tengo muy estudiado, o es sexo, o es alcohol, o droga, o golpes o disparos, a eso se reduce el repertorio, mire cómo es la vida, hasta la rareza tiene su monotonía, por ejemplo episodios de cuchillos o de suicidios por aquí no han habido, Ha habido, la corrigió Aguilar que no puede evitar ser profesor hasta en las peores circunstancias, No señor, no han habido, en otro hotel de esta misma cuadra sí se les suicidó un rumano pero aquí en el Wellington no hemos visto de eso, y la muchacha del 413, la que usted dice que es su esposa, de ella sólo sé decirle que podía estar drogada, o podía ser loca o simplemente supernerviosa, era difícil saber, en cualquier caso estaba muy acelerada, de todas maneras las pertenencias de ella siguen estando aquí porque dejó el maletín, le dijo la Desparpajada a Aguilar, pero cuando él le pidió que se lo entregara, le respondió que por disposición de la administración no podrían entregárselo sino a la propietaria en persona, Pero si la propietaria en persona está loca, alzó la voz Aguilar y se puso de pie, cómo quiere que venga a reclamar un maletín si está loca en persona, se enloqueció personalmente aquí, en la habitación 413 de este hotel, usted misma acaba de reconocer que fue testigo, y la Desparpajada, tirándole de la manga del pantalón para que se volviera a sentar, No, señor Aguilar, no se enloqueció aquí, cuando vino ya estaba loca, o al menos enferma, o en cualquier caso sumamente agitada. Acordaron no hablar más en el hotel, a la Desparpajada sólo le faltaban cuarenta y cinco minutos para terminar su turno, si el señor quería podían ponerse una cita después, en algún café, Sí, el señor sí quería, desde luego que el señor quería, y entonces ella propuso que fuera a las diez y cinco en un comedero de la carrera 13 con calle 82 que se llama Don Conejo, la Desparpajada, que ahora traía del baño un poco de papel higiénico para que Aguilar se sonara, le dijo que en ese sitio hacían unas empanadas buenísimas y que por esa razón ella lo frecuentaba cuando salía hambrienta del hotel; Don Conejo quedaba cerca pero no tanto como para que los descubrieran sus compañeras de la recepción, además sólo a ella le gustaba porque aunque las demás reconocían que las empanadas eran buenas, les molestaba salir de allí con la ropa impregnada en olor a fritanga, Mire, señor Aguilar, yo comprendo la angustia que tiene por lo de su esposa y con mucho gusto lo ayudo en lo que pueda, a mí me parte el alma verlo en ese estado, hoy por ti mañana por mí y todo eso pero ahora tenemos que salir de aquí porque si me pillan en éstas me echan, tranquilícese un poco y más tarde hablamos, yo le prometo que si me espera en Don Conejo le ayudo, o al menos lo acompaño en su pena, es que cuando uno trabaja en un hotel termina por volverse medio enfermera, no crea, usted no es el primero, aquí viene a parar mucha gente solitaria y emproblemada, pero ahora salgamos de aquí que me mata el administrador si me ve en conversaciones raras con un huésped, Yo no soy un huésped, No, usted no es un huésped, peor aún, usted quién sabe quién sea. Así me dijo la Desparpajada pero al mismo tiempo me sonreía como dejándome saber que no le importaba no saberlo, yo era un desconocido que había llorado mirando por la ventana de uno de los cuartos de su hotel, es decir, yo era el tipo de hombre que ella estaba dispuesta a acoger y a apoyar y seguramente también a llevar a su cama, porque así era ella, de eso me había dado cuenta desde el primer momento. Regresaron al lobby cada cual por su lado, ella por el ascensor y él por las escaleras, y desde un teléfono público llamé a la tía Sofi a preguntar por Agustina y a avisar que llegaría tarde, Está dormida, me respondió, y yo arranqué a caminar sin ton ni son por el frío de las calles con las manos entre los bolsillos y el cuello de la gabardina levantado, Humphrey Bogart de pacotilla por entre esas mujeres fieras y enormes que son los travestis y esas universitarias empacadas a presión entre bluyines que son las prostitutas, iba mirando el reloj a cada momento como si eso acelerara el tiempo, necesitaba que fueran las diez y cinco para encontrarme con esa muchacha y soltarle el tropel de preguntas que me bullían en la cabeza, pero también, reconoce Aguilar, porque la cercanía de ella era un alivio en medio del infierno por el que estaba pasando, y cuando ya faltaba poco se encaminó hacia Don Conejo y encontró que estaba cerrado, así que atravesó la calle y se sentó en el café de enfrente, cerca de la puerta de entrada para estar atento a la llegada de ella, pidió té y se hundió aún más entre el cuello de su gabardina porque con esa pálida que traía encima no deseaba encontrarse con nadie que no fuera ella, pero tenía que suceder que en la mesa vecina estuvieran sentados dos antiguos compañeros suyos de militancia que se le acercaron porque andaban recogiendo firmas para denunciar la desaparición forzada de alguien, Aguilar no supo de quién porque no puso atención a lo que le dijeron ni leyó la denuncia antes de firmarla, Tengo que huir de este lugar, pensó, pagó el té, se despidió de ellos y salió a la calle justo en el momento en que la Desparpajada cruzaba la esquina y se dirigía hacia Don Conejo, Sólo que al primer golpe de vista no la reconocí, dice, porque se había quitado el sastre azul oscuro de la falda corta y ahora llevaba puestos unos pantalones negros que por algún motivo no le sentaban, quizá porque le quedaban demasiado apretados, además se había recogido el pelo en una cola de caballo y ya no me pareció tan atractiva, es más, casi me convencí de que era otra y las que me sacaron de la confusión fueron sus uñas, uñas así no podía haber sino esas diez en todo el universo mundo, y sólo cuando ya la tenía a un par de metros de distancia se percató Aguilar de que el maletín que traía debía ser el de Agustina, ¡Me lo trajo!, le gritó, Sí, se lo traje, esperemos que no se me arme un lío por eso. Echaron a caminar por la carrera 15, que estaba desbaratada motivo obras públicas; el movimiento de las volquetas y el estrépito de los taladros ahogaban las preguntas de Aguilar así que prefirió seguir camino callado, pensando sólo en ese maletín que ahora cargaba y que era la constatación de que todo había sido premeditado, su mujer no había llegado a ese cuarto de hotel por casualidad o por accidente sino que había empacado sus cosas y abandonado el apartamento voluntariamente y con un propósito definido, y ese propósito era la cita con el hombre aquel, quién sabe desde cuándo la estaba planeando y tal y tal, una catarata de especulaciones de ese corte que Aguilar prefiere no recordar, andaba tan embebido dándome cuerda hasta el infinito con ese asunto que ni sabía por dónde caminaba, mientras tanto la Desparpajada corría detrás de él encaramada en unos zapatos de plataforma que le dificultaban el equilibrio por entre las troneras abiertas en el asfalto y pretendía derrotar a gritos el rugir de taladros para contarle vaya a saber qué cosas de su vida, algo sobre las várices de su madre, sobre lo que costaban los colegios de sus hermanos, y cuando pasaban frente a la Clínica del Country lo detuvo por el brazo y lo hizo entrar, Venga, le gritó, aquí hay una cafetería chiquita donde no nos vamos a encontrar con nadie, ya que nos fallaron las empanadas acompáñeme a dona y a café con leche que me muero de hambre, Aguilar no atinó a decirle a tiempo que precisamente ahí no, que en esa clínica no porque era el único souvenir que le faltaba recolectar en ese horrendo tour de la memoria, así que cuando se vino a dar cuenta ya estaba sentado comiéndose una dona redonda y rosada justo frente al letrero que decía Urgencias en frías letras azules, las mismas Urgencias donde atendieron a Agustina la noche del episodio oscuro. No probó bocado, comentó la Desparpajada, Pero si me comí media dona, Tú no, tu mujer cuando estuvo en el hotel, ¿Dices que no probó bocado? No, el tipo que la acompañaba bajó a cenar solo al restaurante, ordenó lo suyo y dispuso que a ella le llevaran lo mismo a la habitación, pero luego la bandeja apareció intacta en el corredor, y cuando te digo intacta es intacta, es que ni siquiera levantó las cubiertas para ver qué contenían los platos, lo sé porque al otro día volvió a ocurrir lo mismo, es decir el domingo, él bajó a desayunar solo y ordenó que a ella le subieran el desayuno, que tampoco probó, y cuando esas cosas se dan los meseros nos avisan, porque puede ser señal de que algo torcido está pasando en una habitación, yo no sé, señor Aguilar, sinceramente le digo que eso no parecía un encuentro de enamorados, Hay encuentros de enamorados que no salen bien, dijo él, Ay, señor Aguilar, contigo no hay caso, te estoy diciendo con toda franqueza que lo de ellos era muy poco romántico, por ejemplo si yo me quedara una noche con un novio…, Fue muy difícil, todo lo que está pasando es muy difícil, le dijo él después de un silencio largo, silencio sólo por parte suya porque ella había seguido especulando sobre lo que habría hecho con un novio en un hotel como el Wellington, No sabes lo duro que ha sido todo esto, repitió Aguilar y cayó en cuenta de que aún no sabía cómo se llamaba, Me llamo Anita, ya se lo he dicho tres veces pero usted sólo tiene oídos para su dolor, también le conté que mantengo a mi madre y a mis hermanos y que aparte de trabajar en el hotel, administro un chuzo con fotocopiadora y servicio de fax en el garaje de mi casa, qué le voy a hacer, con lo del hotel no me alcanza, Dónde queda tu casa, Anita, le preguntó Aguilar reconociendo para sí mismo que era bueno estar con esta Anita, que era bueno que se llamara Anita pero que le gustaba más con el pelo suelto, Si quieres consolarme, Anita, suéltate el pelo, le pidió pero ella no le hizo caso y le siguió echando un cuento larguísimo del cual Aguilar sólo retuvo el dato de que Anita vivía en el barrio Meissen, una barriada proletaria que él conocía bien porque décadas atrás la había frecuentado para organizar mítines y vender el periódico Revolución Socialista, El Meissen, mi querida Anita, queda en el mismísimo carajo, Sí, señor, me lo vas a decir a mí, que del Meissen al hotel me echo todos los días hora y media de bus y otro tanto a la vuelta, y era gracioso ver cómo Anita, con las puntas de sus diez banderitas de Francia, se las arreglaba para sostener su dona rosada y llevársela a la boca, y eran rosados y redondos y redulces, al igual que la dona, sus labios generosos y regalados que se acercaban demasiado a los míos con el pretexto de decirme cualquier cosa, pero ni
siquiera esos labios de muchacha apetitosa me hacían olvidar el maletín que reposaba debajo de la mesa y que contenía mi desdicha y mi despecho, Voy a abrirlo aquí mismo, delante de ti, Anita, porque no soportaría hacerlo solo, y Anita, que había empezado a tutearlo pero que por momentos parecía arrepentirse y regresaba al Usted, le dijo Dale, señor Aguilar, ábralo, qué importa, pensarán que son los objetos personales que le traemos a un familiar enfermo, y yo fui sacando cosa por cosa y colocándola sobre la mesa de fórmica, unas cuantas prendas de ropa interior de algodón blanco, una camiseta mía que tiene estampada la palabra Frijolero y que a Agustina le gusta usar para dormir, dos blusas que no debió alcanzar a ponerse porque estaban limpias y planchadas, Qué raro, opinó Anita, tu esposa llegó al hotel con la apariencia muy descuidada siendo que tenía ropa limpia entre el maletín, cómo te dijera, cuando la vi pensé que era el colmo que una mujer tan bella se presentara así, como mascada por las vacas, Aguilar seguía sacando cosas, un estuche con el cepillo de dientes y el dentífrico, una crema limpiadora Clinique, unas Alturas de Machu Picchu de Pablo Neruda que él mismo le regaló poco después de conocerla, Qué cosa es Machu Picchu, quiso saber Anita, Unas ruinas incaicas que quedan en los Andes peruanos, y como ella agarró el libro y vio que en la primera página tenía una dedicatoria firmada por mí, «A Agustina, en el pico más alto de la tierra», me preguntó si había estado con mi mujer allá encaramado, No, la verdad no, Entonces qué quisiste decirle con esto, Pues no lo sé, debía estar muy entusiasmado para escribir semejante cosa, Y quién es Pablo Neruda, se empeñó en saber pero no le contesté por estar pendiente de aquellos objetos, un cepillo de pelo, otros potingues también marca Clinique, una pomada con cortisona, Y eso para qué, Para la alergia, como Agustina tiene la piel tan blanca a veces le dan alergias y se echa pomadas, No te preocupes, señor Aguilar, me dijo Anita agarrándome de pronto la mano, si el hombre que estaba con tu mujer fuera su amante, ella no habría llevado estos pantis tan simplones sino unos de encaje negro o rojo tipo tanga y un brassier menos soso que éste, No la conoces, Anita, mi mujer es de las que siempre usan ropa interior sencilla y blanca, Ya veo, entonces deben estar casados por la Iglesia, No, Agustina y yo vivimos juntos sin la bendición de nadie, Entonces, preguntó Anita, por qué llevas argolla matrimonial en el dedo, Me la dio mi primera mujer, la madre de mis hijos, mira, por dentro está grabado su nombre, Mar-ta-E-le-na, y al ver eso Anita, azucarando la voz y entornando los ojos, le dijo Qué personaje eres, señor Aguilar, vives con una mujer y llevas la argolla de otra, me parece que necesitas que una tercera entre a arreglar ese pleito, y acercándose demasiado le dijo Esta noche va a pasar algo, como insinuando que algo sentimental o sexual iba a pasar entre nosotros, pero como yo rehuía tanto lo uno como lo otro me eché bruscamente hacia atrás y ella, dándose por aludida, se apresuró a aclarar, Quiero decir en el país, siento que esta noche en el país va a pasar algo tremendo, Y cómo no, le contestó Aguilar, si casi todas las noches pasa algo tremendo pero anoche no pasó nada y antenoche tampoco así que por mero cálculo de probabilidades hoy nos toca, y cuando iba por la mitad de esa frase sentí curiosidad de saber a qué olía su pelo, Suéltatelo, Anita, le volví a pedir y como esta vez me hizo caso, se nos vino encima toda esa melena crespa y yo, agradecido y reblandecido por dentro, acerqué la nariz y aspiré el perfume dulzón de su champú, ¿Durazno?, le pregunté, Increíble, señor Aguilar, adivinaste, es Silky Peach de L’Oréal. Sin retirar la nariz de su pelo le hablé de aquella tarde de mis quince años en que por dejarme ir demasiado rápido cuesta abajo en una bicicleta prestada, perdí el control y fui a parar contra una cerca de alambre de púas que me cortó de mala manera el antebrazo derecho y me arrancó un jirón de la piel del cuello, todavía tengo ambas cicatrices, mira Anita, puedes verlas, y ella recorrió con la yema de su índice esta marca fea que cruza mi garganta mientras preguntaba Por qué me cuentas eso, Te lo cuento por lo que siguió después, en la enfermería del barrio, donde el doctor Ospinita, que a falta de grado universitario oficiaba de médico a punta de buena voluntad, me desinfectó las heridas y me las cerró con veintisiete puntos, todo eso a palo seco porque la anestesia era un lujo inconcebible en un vecindario pobretón como el mío, Ajá, comentó Anita poniendo cara de seguir sin entender qué tenía aquello que ver con ella, Bueno, te lo cuento porque es uno de los recuerdos más dulces de mi vida, quiero decir, lo que me pasó en esa ocasión con una señora, era una mujer joven y en mi memoria aparece como muy hermosa aunque he olvidado su nombre y los rasgos de su cara, o quizá nunca llegué a saber su nombre ni a verle mucho la cara, no era la enfermera, era simplemente alguien que se encontraba allí, en esa enfermería, a lo mejor esperando turno para que la atendieran, a ella o a algún hijo o familiar al que habría acompañado, y cuando me vio vuelto un Cristo y aterido del pánico ante la aguja curva y el hilo de nylon con que Ospinita apuntaba hacia mi cuello, ella se ofreció para tranquilizarme y lo que hizo fue asombroso, se sentó en la cabecera de la camilla, colocó mi cabeza sobre sus muslos sin importarle que le empapara la ropa con mi sangre, con una mano sostuvo en alto la bolsa para la transfusión con que Ospinita buscaba contrarrestar la hemorragia, y aquí viene lo que de verdad tuvo importancia, Anita, lo que no olvido, y es que con la mano libre esa mujer me acariciaba el pelo, y era tal el arrobamiento que me producían sus caricias que yo sólo pensaba en su mano, yo cerraba los ojos para concentrarme en sus caricias y así pude olvidarme del dolor y del miedo y de la visión de mi propia sangre, yo sólo flotaba en el placer inmenso que me producían esos dedos que acariciaban mi pelo; cada vez que me siento morir, Anita, como he sentido todos estos días, como estoy sintiendo ahora, el recuerdo de esa mujer me sostiene, mejor dicho el recuerdo de esa mano de mujer, y si te lo estoy contando a ti es porque tu presencia surte en mí un efecto parecido, y como Anita al escuchar aquello empezó a ronronear como una gata, Aguilar se echó de nuevo hacia atrás y cambió de tónica, Y a propósito de dedos, le dijo por decir algo, santo Dios, muchacha, qué uñas tan largas tienes, te las pintas tú misma o te lo hacen en la peluquería, apuesto a que tú no sabes, bella Anita la del barrio Meissen, para qué sirven los palitos de naranjo. Me paré para llamar otra vez a la tía Sofi y avisarle que ya salía para allá, y al regresar a la mesa le dije a la Desparpajada Mira, Anita, si tuviera quince años te pediría que me acariciaras el pelo un buen rato, pero estoy viejo y jodido y en medio de una tragedia así que más bien vámonos, anda, te llevo hasta tu casa. ¿Tienes carro?, me preguntó incrédula, como si no me viera cara de propietario o no pudiera creer el milagro de salvarse de hora y media de bus por una noche, ¿Que si tengo carro?, digamos que más o menos, digamos que tengo una cosa destartalada que a duras penas se puede llamar carro pero que te llevará sana y salva hasta tu casa. Ahora me hace gracia recordar con cuánta seguridad le dije esta última frase, cuenta Aguilar, porque por poco no se me cumple, quiero decir que con Anita en el asiento del copiloto tomé hacia el sur por la carrera 30, que a esa hora tenía muy poco tráfico, y cuando íbamos a la altura del Estadio Nemesio Camacho nos sacudió un cimbronazo brutal que alcanzó a levantar la camioneta del asfalto, al tiempo que un golpe de aire nos lastimaba los tímpanos y un ruido seco, como de trueno, salía de las entrañas de la tierra y luego se iba apagando poco a poco, como en sucesivas capas de eco, hasta que un silencio absoluto pareció extenderse por toda la ciudad, y en medio de esa quietud mortal escuché la voz de Anita que decía Una bomba, una berraca bomba putamente grande, debió estallar cerca de acá, te lo advertí, señor Aguilar, te advertí que esta noche iba a pasar algo espantoso. Pero yo pensaba sólo en Agustina, me atenazaba el pálpito de que algo hubiera podido sucederle, Anita encendió la radio del auto y así nos enteramos de que acababan de volar el edificio de la Policía en Paloquemao, a unas doce cuadras de donde estábamos y a unas ocho del lugar donde el estallido seguramente habría despertado a Agustina aterrorizándola, si es que acaso la onda expansiva no había alcanzado a reventar las ventanas de mi apartamento, y se me vino a la mente la imagen de ella levantándose de la cama en estado de conmoción y pisando los vidrios rotos, y era tan vívida aquella imagen que se me convirtió en certeza, literalmente vi que Agustina caminaba con los pies descalzos por el piso cubierto de astillas y me entró una urgencia enorme de estar junto a ella. No sé cuánto tiempo estuve callado y perdido en esa obsesión mientras manejaba hacia el Meissen a lo que daba la camioneta para dejar a la muchacha que venía a mi lado y volver a casa sin perder un instante; me afanaba la idea de que Agustina de alguna manera hubiera podido salir lastimada, claro que al mismo tiempo me sorprendía a mí mismo dándole demasiadas vueltas a la posibilidad de que así fuera, no sé, era como si se moviera en mí algo no del todo sano, algo como un inconfesable ojo por ojo, tan hondamente me había herido su desamor. Así que cuando Anita habló, me había olvidado a tal punto de ella que su voz me tomó por sorpresa, Señor Aguilar, me dijo, no me va a perdonar el atrevimiento, pensará que con qué derecho me entrometo, pero opino que usted sufre demasiado casado con esa loca.