Como «un regalo de la noche» describe en su diario Nicolás Portulinus a ese muchacho que llegó de Anapoima solicitando las lecciones de piano del gran músico de Alemania y de Sasaima, esa aparición que con manos todavía suaves pero ya expertas interpretó ante el maestro La Gata Golosa con un profesionalismo que parecía incompatible con su largo pelo de niña rubia, con su voz que oscilaba entre los picos agudos de la infancia y los valles de una gravedad que va conquistando terreno, así que ante el visitante inesperado el gran maestro quedó transido y enteramente vulnerable como si acabara de presenciar un milagro, este niño salido de ninguna parte era lindo y dotado y había aparecido así como así, como caído del cielo, como salido de un sueño, como «un regalo de la noche», según escribió Portulinus en su diario. Pero a diferencia de los luchadores de las ruinas griegas, hijos dilectos del delirio, el joven intérprete de La Gata Golosa era real, vaya si era real, valga decir de carne y hueso, hermoso hasta la crueldad, infantil, desbordante de talento; este Farax parece inventado por Nicolás en uno de sus raptos de idealización pero no está herido como los jóvenes de mármol, no sangra por la herida, está sorprendentemente vivo y sano y se puede tocar, se podría tocar, o se quisiera; se adivina cuánto le gustaría a Nicolás tocarlo, de hecho osó tocarlo en el hombro, o si es demasiado decir tocar habría que matizar el verbo, le rozó apenas el hombro ese día en que todo empezó. Y ahora entra Blanca en escena, traída de la mano por Nicolás para que contemple el prodigio con sus propios ojos, Ven, Blanca mía, le ha dicho él, vas a escuchar una música como la que no has escuchado nunca antes, Blanca viene molesta e incrédula, curada desde hace mucho de espantos e inquieta por las ráfagas de alucinación que vuelven a surcar la frente de su esposo, Blanca busca fuerzas donde ya no las tiene para acometer una vez más la tarea fatigosa de bajar las fantasías de Nicolás a tierra, reducirlas a sus justas proporciones, y sin embargo, según confiesa en su diario, cuando ve a la criatura que está sentada al piano la invade una sensación rara, «de repente sentí que me devolvían la capacidad de perdonar», de perdonar la vida por sus rigores y de perdonarse a sí misma por sus errores, de perdonar a Nicolás por sus terrores y de volver a empezar, «si yo tuviera que darle una explicación a este sentimiento extraño y profundo que me invadió al ver y escuchar a Abelito, a quien Nicolás desde ya ha dado en llamar Farax, tendría que decir que es la viva imagen del Nicolás que conocí hace muchos años, cuando todo era aún promesa y posibilidad sin sombras», léase cuando su marido aún era ese hombre fuerte y recién llegado de Alemania en quien la alucinación parecía mero toque poético y el retorcimiento todavía no era evidente; de golpe, por arte de birlibirloque, al mirar a este joven que toca al piano La Gata Golosa, Blanca tiene otra vez ante sí a un Nicolás limpio, liviano, indoloro, y se reprocha a sí misma por consentirse el aleteo de una grata pero injustificada sensación de que la vida volvía a los comienzos y le depara una segunda oportunidad. En cuanto a Farax, tan pronto vio a esa mujer de rostro fino, ojeras cuaresmales y pestañas soñadoras que entró a la sala de la mano del maestro, tuvo la sensación de que el miedo le paralizaría las manos y le impediría desempeñarse al piano pero en realidad no sucedió así, por el contrario, sus manos respondieron con alegría y confianza porque ante aquella mujer de mirada sombreada Farax se sintió en casa, como con una madre, como con una hermana, como con alguien a quien podría amar, tal vez alguien a quien ya ama, desde el primer instante. Para escuchar al visitante Nicolás y Blanca se sientan juntos y con las manos entrelazadas, él todo temblor y expectativa, apoyando apenas las nalgas en el borde del sofá y produciendo chasquidos con la boca como si tuviera hambre y le fueran a servir un manjar; ella trata de hacer dos cosas al tiempo, con un ojo mira al adolescente y con el otro vigila la mirada de su esposo. Farax, a su vez, se entrega al ritmo del pasillo olvidándose de su público ilustre, se mece en la butaca para marcar el compás y acompaña la melodía con un tarareo inconsciente, encantador, infantil. Cuando La Gata Golosa llega a su fin, es pronunciada una de esas frases célebres, en apariencia simples pero cargadas de resonancias y que sellan el destino tanto de quien las dice como de quien las escucha, Tú y yo nos entendemos, le dice Nicolás a Farax, utilizando el tú en vez del usted pese a que apenas se conocen, a la diferencia de edad de más de veinte años, a que el uno es el maestro y el otro el aprendiz. Farax no sabe cómo reaccionar ante el inesperado tuteo, ante la mirada encendida del maestro, ante el roce de su mano en el hombro, pero alcanza a comprender que su vida ha de cambiar a partir de ese Nos entendemos que le llega al oído como un soplo húmedo. ¿Podríamos escuchar algo más?, pregunta Blanca con una voz enternecida que no es del todo la suya, y Farax, como si comprendiera la trascendencia del momento, empieza a tocar el Danubio azul con toda la solemnidad del caso. Más allá de la euforia que dejan translucir las líneas de los respectivos diarios de la pareja, cabe preguntarse si aquello realmente fue el instante «dulcemente dulce» que describe Blanca citando a Ronsard, y si lo fue, ¿lo fue para los tres?, ¿para dos de ellos?, ¿alguno presagió el dolor y las futuras sombras? Durante ese primer encuentro, ¿cuál de ellos sintió celos, y de quién? Qué vio Nicolás en este Abelito al que apodó Farax, o confundió con Farax, ¿un prometedor discípulo?, ¿un rival en el oficio?, ¿un rival en el amor?, ¿un objeto del deseo?, ¿vio a su heredero, al continuador de su arte y en cierta forma también de su vida?, ¿o más bien vio en él al desencadenante de su ruina, al portador de la noticia silenciosa de su próximo fin? En su diario, Blanca se hace la pregunta en términos más amplios, cuando especula si los momentos decisivos lo son desde el instante en que acontecen, o si por el contrario sólo se vuelven decisivos a la luz de lo que ocurre después de ellos y a raíz de ellos. No hay diario ni carta que dé razón de qué sucedía entretanto con Eugenia en medio de ese gran salón del piano que rezuma humedad, a qué rincón quedó relegada cuando la olvidaron padre, madre y Farax dejándola sola con los soldados de plomo que se alineaban en orden marcial. Farax venía de lejos y a juzgar por la modestia de su ropa y lo aporreado de su morral, parecía improbable, o más bien imposible, que tuviera dinero para pagarse comida y albergue en el pueblo, así que los Portulinus lo convidaron a cenar esa noche en casa y a quedarse a dormir si ésa era su voluntad, y ésa fue en efecto su voluntad, no sólo esa noche sino todas las que habrían de seguir durante los próximos once meses. ¡Si el silencio fuera blanco!, había gritado Nicolás en la madrugada de esa primera vez que en casa pernoctó Farax, Si el silencio no estuviera putamente sucio y contaminado, suspiró irrumpiendo en el dormitorio de su esposa Blanca y despertándola, ¿Qué dices?, preguntó ella incorporándose en la cama y tratando de adivinar adónde los llevaría un tema tan espinoso a estas altas horas de la noche, Te estoy diciendo, Blanca, que ojalá el silencio no estuviera corrompido, Corrompido por qué, preguntó ella sólo por ganar tiempo, al menos para ponerse la bata de levantarse. De ruido, de ruido, ¿de qué va a ser?, ¿es que acaso no oyes?, el silencio está plagado de ruidos que se esconden en él, como el gorgojo en la viga, y lo van carcomiendo por dentro, basta con no ser sordo para percatarse de los runrunes y los zumbidos, ¿o acaso estás dormida, que no me entiendes?, la zarandeó Nicolás, agarrándola por las arandelas de la camisola, mientras ella le suplicaba que bajara la voz para no sobresaltar a las niñas y al visitante, y de paso, sin que él se diera cuenta, trataba de encontrar las gotas para el tinitus, o silbo crónico, que según los médicos padecía su marido en ambos oídos. Para componer necesito un silencio vacío, Blanca, como necesita el poeta la página en blanco, o es que acaso crees que lord Byron hubiera podido escribir algo que valiera la pena sobre una hoja que de antemano estuviera llena de palabras, y al ver a su mujer lívida por el zarandeo la soltó y le compuso la camisola estrujada y el pelo revuelto, Está bien, Blanquita mía, está bien, se sentó al lado suyo, Está bien, no pasa nada, no pongas esa cara de espanto, sólo quiero que comprendas que a diferencia de lo que se cree, el silencio ni es bienhechor ni da reposo. Ya no energúmeno sino melancólico le explicó que eran básicamente dos los ruidos que lo acosaban enervándolo hasta el agotamiento, o que en realidad eran muchos pero que los peores y más persistentes eran dos, uno sibilino y taimado, como el que haría con la boca una vieja desdentada que le susurrara un interminable secreto al oído, y el otro ronco, a veces ronrroneante como un gato y a veces mecánico, como el traqueteo de una noria o una rueda de molino; Cuando el susurrante se apodera de mis oídos puedo componer pero no pensar, y con el otro me sucede lo contrario, Son cosas tuyas, Nicolás, acuéstate a dormir, vida mía, que yo no escucho ni viejas ni gatos, y entonces él salió de la habitación echando pestes y dando un portazo. Al día siguiente al desayuno, mientras el joven huésped se ocupa de servirles la avena a Sofi y a Eugenia, las dos hijas de la familia, mejor dicho las dos que quedan vivas tras el malogro de otros cinco críos, Nicolás repite en la mesa la misma descripción que le hiciera anoche a Blanca de su desventura auditiva, La diferencia, dice, es que ahora el ruido ronco ya no está sonando como una noria o un molino sino como una silla arrastrada por un corredor muy largo, Usted tiene razón, profesor, le contesta Farax con su inquietante voz de niño que minuto a minuto va dejando de serlo, que en este instante en que habla ya es un poco más hombre que cuando estaba sirviendo la avena, Usted tiene razón, maestro, es por eso que yo busco lo alto de las montañas y allá recupero el silencio interno y externo. A Nicolás esas palabras le parecen profundas y sabias, pone cara de haber escuchado la última verdad revelada, sonríe con placidez y se queda como adormecido durante un rato, Tú sí me entiendes, le susurra a Farax, tú y yo nos entendemos, frase que Blanca interpreta como reproche indirecto por las palabras torpes que unas horas antes ella ha pronunciado sobre el mismo tema y por primera vez experimenta eso que a partir de entonces se volverá una constante, que cualquier cosa dicha por ella le sonará burda a su marido en contraposición a lo angelical y extraordinario que sale de labios de Farax. Pocos días después vino el trigésimo cuarto cumpleaños de Blanca y el trío y las dos niñas celebraron juntos lo que unánimemente fue descrito como una jornada perfecta, unos momentos que en su diario Nicolás califica en inglés de «domestic bliss», dedicados a pasear por el río, a analizar colectivamente una fuga de Bach y a turnarse la lectura en voz alta de trozos de Shakespeare y de Goethe; el cielo, que al decir de Blanca ese día volvió a ser benévolo, permitió que Nicolás amaneciera suficientemente deshinchado como para recuperar en parte el buen semblante y que la despertara con un ramo de azucenas cortadas por él mismo en los alrededores de la pileta de piedra, y también que a la noche durante la cena le regalara un collar de perlas con una nota que decía, Tómalas, son mis lágrimas. Arrobada con esa dedicatoria Blanca corrió a su diario y escribió «¿acaso no soy la mujer más feliz del mundo?», pero algo malo, de lo que no quiso dejar registro, debió ocurrir más adelante en el festejo, porque la frase que aparece enseguida en su diario, ya con otra tinta y otro ánimo, dice «hoy he cumplido treinta y cuatro años y he sido inmensamente feliz, y sin embargo un silencio extraño se extiende por la casa…». El diario de Nicolás tampoco ofrece claves al respecto, lo único que tiene anotado en la página correspondiente a esa fecha, es «hoy, que es su cumpleaños, Blanca lleva un peinado alto, recogido en la coronilla, que despeja la fina forma de su rostro y me hace sentir muy atraído por ella. Me pregunto cómo es posible que semejante mujer pueda amarme».
La nota que deslizaron bajo la puerta de mi cubículo, cuenta Aguilar, estaba escrita en ese tipo de letra adolescente y absurdamente redondeada que a la i en vez de punto le pone una bolita infame, todavía conservo esa nota, siempre la llevo conmigo entre la billetera porque fue el punto de partida de mi historia con Agustina; sucedió unos diez o doce días después de que la conociera a ella y así decía, «Profesor Aguilar, soy la del otro día en el cineclub y necesito pedirle un favor, se trata de que quisiera escribir mi autobiografía pero no sé cómo hacerlo, usted preguntará si me ha sucedido algo memorable o importante, algo que merezca ser contado y la respuesta es no, pero de todos modos es una obsesión que tengo y creo que usted me puede ayudar con eso, por algo es profesor de letras». En vez de anotarme su teléfono para que le respondiera, me ponía su dirección, y luego continuaba con un segundo párrafo todavía más insólito que el anterior y que esa noche me perturbó el sueño por las tantas vueltas que le di tratando de medir la justa dimensión de su coquetería, ¿qué querría de un tipo como yo esa muchacha tan rififí? ¿Era posible que realmente se estuviera tirando un lance conmigo?, «Mire, profesor, antes de entrar en lo de la autobiografía quisiera conocer sus manos, son lo primero que le miro a un hombre, las manos, no sabe cómo me fascinan las manos de los hombres, cuando me fascinan, claro, porque aunque siempre me fijo en ellas rara vez me gustan de veras porque en la realidad no resultan como me las imagino, al conocernos a la salida del cineclub no se las pude mirar porque usted las mantenía metidas en los bolsillos, así que he pensado que tal vez pueda mandarme una fotocopia de su mano, en realidad de cualquiera de las dos pero eso sí por la palma y por lo otro, ya me dirá usted cómo se llama lo otro, me refiero a la contrapalma, o sea que usted pone su mano en la fotocopiadora como si fuera un papel, y saca la fotocopia y me la manda, aunque claro que mi otro capricho es el pelo, el pelo de todo mamífero pero en particular el del macho de la raza humana, cuando le veo a un hombre un lindo pelo me cuesta horrores no estirar la mano para tocárselo, en realidad el suyo tampoco lo pude ver porque usted llevaba puesto ese gorrito de lana negro, me han dicho que usted es de izquierda y yo quisiera saber por qué los de izquierda andan en cualquier clima con gorros como para la nieve, pero no crea que no me fijé en sus cejas, en sus pestañas y en su barba, sí me fijé y todo eso me gustó porque era sedoso y poblado y oscuro pero sobre todo me gustaron sus bigotes, con esas canitas que les dan brillo, pero entiendo que pedirle que se corte un mechón de pelo y me lo mande sería una extravagancia que no va a aceptar, así que me conformo con la fotocopia de su mano y con su respuesta sobre lo otro, Agustina Londoño». En la Facultad de Letras de la Universidad Nacional hay una sola fotocopiadora, cuenta Aguilar, y es la que está en la Decanatura, donde aparte del decano y de los estudiantes que revuelan por allí tramitando vainas o averiguando notas, permanece de planta doña Lucerito, la secretaria, una señora muy gentil salvo si se trata de la fotocopiadora, que controla con una tacañería ofensiva para los profesores que necesitamos hacer uso de ella, porque no sólo nos mira con reproche cuando reincidimos en una misma semana sino que además nos obliga a pasarle recibos de la cantidad de papel consumido, así que Aguilar no veía cómo escapar a la mirada de toda esa gente para poder fotocopiarse la mano, Salí de mi cubículo y caminé hacia la Decanatura con paso firme y resolución absoluta de lograrlo, dispuesto a trompearme con el decano o con la propia Lucerito, o incluso a pasar por orate ante mis estudiantes si era necesario para conquistar a esa dama que me imponía tan peculiares hazañas; dice Aguilar que se reía solo de las cosas que un tipo ya canoso y cuarentón puede terminar haciendo a escondidas. Culminé la proeza manipulando botones con la derecha mientras me retrataba la izquierda por la palma y por el dorso o contrapalma, para usar el término de esa extraña criatura que se llamaba Agustina, y metí las dos fotocopias entre un sobre junto con una respuesta negativa con respecto a mi colaboración en su autobiografía, explicándole que si se llamaba auto y no biografía a secas se debía precisamente porque era uno mismo, y no otro, quien debía escribirla, y para cerrar me la jugué toda poniéndole una cita para el domingo siguiente, en la glorieta de las hortensias del Parque de la Independencia a las diez y media de la mañana, donde la esperé desde las diez y veinte hasta las once pasadas convencido de que perdía miserablemente el tiempo porque no había ni la menor posibilidad de que llegara, y sin embargo, cuando ya estaba a punto de marcharme, efectivamente llegó y me traía de regalo unas palomitas de maíz que nos sentamos a compartir en un banco y que terminó comiéndose ella sola mientras yo le explicaba cómo era el seminario que estaba dictando sobre las teorías de la novela de Gramsci, Lukács y Goldmann, y luego me mostró lo que había hecho con esas fotocopias de mi mano izquierda que le había mandado y aquello me hizo reír porque me pareció un atentado flagrante contra mi meollo volteriano racionalista; Agustina había hecho una reproducción reducida y la había convertido en estampita reversible, palma por un lado, dorso por el otro y laminada en plástico, La llamo La Mano que Toca, me contó, y es benefactora, se la di por la calle a uno de esos laminadores ambulantes que si te descuidas te laminan hasta el apellido, y mira, me la dejó perfecta, la llevo entre la billetera y es mi amuleto. Y ahora estaban quietos Aguilar y la tía Sofi en la esquina de la sala donde Agustina los mantenía arrinconados al grito de ¡Atrás, cerdos!, y había en todo aquello algo aterrador, reconoce él, algo demoníaco. Mientras Agustina se dedicaba a quitarnos los muebles y objetos que estaban de nuestro lado para pasarlos al suyo, aprovechamos para hablar un poco de la bomba, la tía Sofi me contó que por la ventana había visto cómo se levantaba sobre la ciudad un hongo de humo de unos doscientos metros de alto, y cuando le averigüé si a Agustina la había afectado mucho, me contó que tras despertarse con el cimbronazo, se había levantado muy exaltada diciendo que ésa era la señal, ¿La señal de qué, niña? La señal de que debo prepararme para la llegada de mi padre, ¿Quieres que te ayude?, le preguntó cautelosamente la tía Sofi, Si quiere ayudarme, lárguese ya mismo de esta casa. La línea imaginaria que seccionaba el apartamento en dos se fue estabilizando y ya no fluctuaba tanto, a Aguilar y a la tía Sofi les fue asignado ese rincón que no tenía acceso a la puerta de salida, ni al teléfono, el baño o la cocina, y todo el resto, incluyendo el segundo piso, fue tomado por Agustina con plenos derechos de exclusividad, No se sienten en el sofá, carajo, que es para mi padre y para mí, o A su corral, malditos, ese lado de allá es para los cerdos y este lado de acá es para nosotros, y desde luego ese Nosotros se refería a su padre y a ella, aclara Aguilar, porque del nosotros que había entre ella y yo, ya no quedaba ni el rastro, En eso mi sobrina es idéntica a su madre, dice la tía Sofi, siempre buscando el amor de Carlos Vicente, siempre perdonándolo, en vida y ahora también en muerte. Agustina nos tenía de verdad jodidos a nosotros los cerdos, dice Aguilar y se ríe, hoy puede recordar el episodio con cierta ternura y reconocer que toda tragedia tiene su anverso jocoso, Nos tenía jodidos con eso de que no podíamos ni siquiera tomarnos un vaso de agua o llamar por teléfono, la tía Sofi se estaba impacientando y dijo que al costo que fuera iba a romper el cerco porque no aguantaba más las ganas de ir al baño, Así esta niña se encabrite, yo tengo que orinar, dijo y logró escabullirse y subir las escaleras en un intento por acceder al baño de arriba dado que al otro hubiera sido imposible sin que la viera Agustina, y unos minutos después bajó con una chalina para ella y una ruana para mí, porque ya nos caía encima la niebla helada que hacia las tres de la madrugada desciende todas las noches desde Monserrate, vi que la tía Sofi lograba colarse subrepticiamente a la cocina y pensé, Astuta ella, va a contrabandear algo de comida, recordando en ese momento que lo único que me había echado al estómago en las últimas horas era un par de mordiscos de la dona rosada de Anita, qué bella Anita y qué dulce ella, ¿estaría dormida Anita, la del barrio Meissen?, pero no fue comida lo que la tía Sofi sacó de la cocina para traer escondido entre el bolsillo, sino el radiecito de pilas para oír las noticias, Qué habrá sido de toda esa pobre gente herida, preguntó la tía Sofi, y aún no terminaba la frase cuando nos descubrió Agustina y nos arrebató la chalina y la ruana y nos apagó el radio; sin embargo alcanzamos a escuchar que Pablo Escobar reivindicaba el atentado.