A Aguilar todavía se le eriza la piel cuando recuerda el episodio de la línea divisoria porque tal vez antes ni en los peores momentos su mujer lo había repudiado con tanta saña; apretando los dientes y con un remolino de rabia bailándole en los ojos, Agustina le ordenaba que se mantuviera a raya, Yo hacía lo posible por obedecerle a ver si se calmaba, dice Aguilar, pero la división geográfica impuesta por ella era móvil y eso dificultaba más aún las cosas, es decir que se corría más acá o más allá según su errático capricho y por tanto era imposible no equivocarse, en un momento dado Aguilar se sentó en una de las sillas del comedor, que curiosamente había quedado de su lado, ante lo cual Agustina se apresuró a anexarle esa península a su propio territorio, reclamó el comedor como suyo y a Aguilar lo sacó de ahí con cajas destempladas, Si tratabas de dar un paso hacia cualquier lado te caía como una fiera, Fuera de aquí hijueputa, me decía, mi padre a usted no quiere ni verlo ni en pintura y a usted sí que menos, cerda inmunda, le decía a la pobre tía Sofi, que fruncía la cara en un gesto de culpa, de angustia o de supremo cansancio, la mujer que hasta ese momento había demostrado toda la entereza y la presencia de ánimo se veía ahora amilanada ante la virulencia excepcional de este episodio, desde que estaba en nuestra casa no había presenciado algo igual y a decir verdad yo tampoco, esto de ahora eran realmente palabras mayores, Váyanse a hacer sus porquerías a otro lado, cerdos asquerosos, Agustina estaba tan energúmena y sus groserías eran tan desmedidas que no podían ser simplemente groserías, es decir mero uso hiperbólico del lenguaje, tenía que ser cierto que sentía una urgencia enorme de sacarnos de su casa, tenía que ser cierto que la supuesta presencia, o llegada, o regreso de ese padre suyo era un acontecimiento desgarrador que bifurcaba su existencia, de un lado ella con su padre, del otro el resto despreciable de los mortales. Aguilar la observa y quisiera darse en la cabeza contra las paredes al pensar en todo lo que nunca le preguntó sobre ese señor Carlos Vicente Londoño, que pese a haber muerto hace años ahora resulta ser el oscuro huésped que permanece al acecho, el que lo desaloja de su propia casa y lo aparta de su mujer, Ese señor que es la viva encarnación de todo lo que aborrezco y que para Agustina, en cambio, es objeto de una adoración incompresible, casi religiosa, o religiosa sin el casi; Lo más difícil de todo, confiesa Aguilar, fue constatar el control que el señor Londoño ejercía sobre su hija, hasta el punto de hacerme pensar en la palabra posesión, que ni siquiera forma parte de mi vocabulario por pertenecer a ese reino de lo irracional que para nada me interesa, y sin embargo era ésa, y no otra, la palabra que aquella noche me venía una y otra vez a la cabeza. Aguilar no podía evitar sentir que le recorría las venas, como un hielo líquido, la convicción de que su mujer estaba poseída por la voluntad del padre; el desdoblamiento de ella se manifestaba tan intensamente, que a Aguilar le costaba meter su propia razón en cintura para no olvidar que era la mente enferma de su mujer la que se apropiaba de la supuesta voluntad del padre, y no al contrario. Siempre he tenido la sensación de que durante sus crisis mi mujer atraviesa por unas zonas de devastador aislamiento, es como si se encontrara brutalmente sola en un escenario mientras yo observo su actuación desde una platea donde estoy rodeado por el resto del género humano, y sin embargo esta vez sabía que el solitario era yo y que en cambio ella estaba acompañada; acompañada por una fuerza superior a sí misma, que era la voluntad de su padre difunto. Agustina hablaba sin parar sobre su padre y su próxima visita, pronunciando las palabras a tal velocidad que era imposible entenderle, además porque la mitad del tiempo hablaba hacia adentro, aspirando las frases como si en vez de sacarlas de sí, las recogiera del aire y se las quisiera tragar, Agustina, amor mío, no te tragues las palabras que te vas a atorar, pero mi voz no le llegaba, todo lo nuestro era extrañeza y distancia, éramos dos animales agotados que no logran acercarse el uno al otro pese a estar entre la misma cueva, mientras que abajo la ciudad palpitaba en silencio, agazapada y rota, como si la hubiera quebrado el horror de esa noche y ahora esperara el inicio de la próxima andanada. Agustina, vida mía, no permitamos que la locura, vieja enemiga, acabe con cualquier atisbo de dicha, pero Agustina no escucha porque esta noche ella y la locura son una, Mi mujer está loca, me reconocí a mí mismo por primera vez esa noche, y sin embargo ese pensamiento no logró convencerme, no es así, Agustina vida mía, porque detrás de tu locura sigues estando tú, pese a todo sigues estando tú, y a lo mejor, quién quita, allá en el fondo también sigo estando yo, ¿te acuerdas de mí, Agustina?, ¿te acuerdas de ti misma? Aguilar nunca ha sentido miedo de que ella le haga daño físico, mal podría hacérselo siendo él diez centímetros más alto y doblándola en peso y en volumen, y sin embargo esa noche el miedo estaba allí; todo en la actitud de ella manifestaba deseo de agredir, de herir, su manera de agarrar y de esgrimir los objetos denotaba resolución y hasta urgencia de golpear con ellos, Lo último que deseaba en esta vida, dice Aguilar, era trenzarme en una pelea a golpes con la mujer que adoro sabiendo que sería yo quien terminaría lastimándola, y sin embargo ella hacía lo posible por precipitar un episodio de ese tipo, buscaba por todos los medios una especie de descarga definitiva e irreversible de violencia física que pusiera fin a mi decisión de no agredirla pasara lo que pasara, era como si se hubiera propuesto derrotar mi obstinación por mantener la coexistencia en medio de todo pacífica, como si se empeñara en despojarme de ese infinito amor por ella que me permite rehuir sistemáticamente todas sus provocaciones; tal vez Agustina comprendía que sólo así podría deshacerse del principal obstáculo para la llegada de su padre, Y ese obstáculo era yo, dice Aguilar. ¿Quién había sido este señor Londoño, cuál su relación con la hija, a cuenta de qué sus poderes sobre ella? Qué no daría Aguilar por saberlo. Cuando llegué al apartamento esa noche con mi triste trofeo en la mano, con esa prueba contundente de mi derrota que era el maletín que Agustina había llevado consigo al Wellington, venía obsesionado con ese otro hombre con quien mi mujer había pasado una noche, bueno, una de la que yo tuviera noticia, sólo Dios sabía cuántas más habrían sido, así que coloqué el maletín bien visible encima de la mesa del comedor para que ella se lo topara de sopetón, necesitaba conocer su reacción, saber si era capaz de mirarme a los ojos, pero lo que hizo fue arrojarlo con furia hacia mi lado, Quién dejó esta mierda aquí, preguntó y enseguida se olvidó del asunto; el delirio que le producía la inminente llegada del padre la mantenía hiperquinética, casi que irradiaba luz por el acceso de fiebre, y yo empecé a darme cuenta de que aunque fuera cierto el cuento del amante aquel, y aunque a espaldas mías Agustina tuviera otros cien amantes, el verdadero rival, el indestructible, el que estaba anclado en lo profundo de su trastorno, y posiblemente también de su amor, era el fantasma de ese padre de quien yo no podía hacerme siquiera una idea vaga, aparte de la preconcebida caricatura del terrateniente santafereño que me había formado desde un principio, El hombre me lleva esa ventaja, pensó Aguilar, la ventaja de ser para mí una incógnita. Encerrado tras el muro de rechazo que ha erigido su mujer, a Aguilar le dio por recordar esa loca autobiografía que en algún momento ella pretendía que le ayudara a escribir y que no llegó ni a la primera página, Ahora estoy convencido de que realmente me estaba suplicando auxilio, que necesitaba repasar con alguien los acontecimientos de su vida para encontrarles sentido, y poner en su justo lugar a su padre y a su madre sacándoselos de adentro, donde la atormentaban, para objetivarlos en unas cuantas hojas de papel, pero en ese entonces cómo iba yo a saberlo, la verdad es que me pareció que la idea disparatada de la autobiografía era otro de esos palazos de ciego que ella va dando a diestra y siniestra simplemente por falta de ganas de abrir los ojos para fijarse por dónde anda. La cosa sucedió así, cuenta Aguilar, después de que me la presentaron aquella vez en ese cineclub, me despedí de ella muy conmovido por su belleza, que a decir verdad me golpeó como de rayo, pero como quien dice un rayo que te deslumbra y luego se desvanece, o sea sin dejar en mí ni la menor inquietud en el sentido de que pudiera esperar un segundo capítulo para ese primer encuentro, seguro como estaba de que aquella muchacha rara, rica y hermosa era una de esas estrellas fugaces que atraviesan tu camino y siguen de largo, así que fue enorme mi sorpresa cuando resultó que una nota que encontré en mi cubículo en la Universidad venía firmada ni más ni menos que por ella.
Mi padre me ordenó que volviera antes de la medianoche, dice Agustina, y yo no quise retrasarme ni un solo minuto; debo cumplir las órdenes como la Cenicienta, y más en mi caso porque provienen directamente del padre. Él así lo desea, su bondad me permitió ir al cine con el muchacho del Volkswagen con la condición de que regresara antes de la medianoche, cuando fui a meter la llave en la cerradura para entrar a casa, a la hora indicada, allí estaba él, mi padre, alerta y despierto y esperándome en un sillón de la sala, ¿Eres tú, padre?, y en la oscuridad sonó su voz grave, resopló su espíritu vigilante, la lumbre de su pipa, Con quién venías entre ese automóvil, Sola con el muchacho que me trajo, Nunca más, tronó mi padre, Sola entre un automóvil con un tipo nunca más porque no te lo permito, y ella se sorprende de que la voz del padre esté tan exaltada, tan perturbada, nunca antes había yo hecho algo que lo estremeciera, durante los años anteriores había sido desobediente, grosera o mala estudiante y por todo eso había recibido reprimendas severas del padre, pero nada como esto, Hasta esa noche mi padre conmigo siempre había sido distante, incluso cuando me regañaba lo hacía desde una como ausencia y de repente bastó con que yo hiciera lo que hice para ganar la atención y el celo de mi padre, para hacerlo vibrar, para no dejarlo pensar en nada que no fuera mi salida de noche y mi cumplimiento estricto de sus órdenes, Si llegas tarde es porque no me respetas, Yo te respeto, padre, si ésa es tu condición, yo la cumpliré para siempre. Llegué a la medianoche, padre, como ordenaste, Pero venías sola entre ese carro con un tipo, que sea la última vez, y luego Agustina se acostó en su cama y no podía dejar de preguntarse si su padre habría adivinado lo que sucedió, que el muchacho del Volkswagen me invitó a cine pero no me llevó, estuvimos conversando sin salir del carro mientras comíamos perros calientes en el Crem Helado, hasta que él sacó del pantalón su Gran Vela Blanca, Agustina no la vio en la oscuridad de la calle desierta, no la miró con sus ojos de la cara que se negaron a verla, pero la vio con su mano y supo que era enorme y que tenía la textura de la cera, luego tuvo que soltar aquello para alcanzar a llegar a casa justo a la medianoche tal como se había comprometido con el padre, Y allí lo encontré esperándome en la penumbra de la sala, donde refulgían su incertidumbre y la lumbre de su pipa, nunca antes el padre la había esperado, nunca antes su voz se había dirigido a ella con un tono alterado, Agustina piensa que casi demente, Por qué estabas sola con ese tipo si te advertí que debían salir acompañados, Sólo me trajo, padre, y ella, que no quiso confesarle que había conocido eso, se preguntó si también lo tendría el padre y si ése era su Gran Bastón de mando, Y ya luego entre mi cama no me podía dormir, dice Agustina, y lo que me mantenía despierta no eran el auto ni la noche ni mi primera cita a solas, ni siquiera eso que salió del pantalón del muchacho y que tenía la textura de la cera, sino saber que el padre se había quedado esperándola hasta tarde, que el padre no se había acostado por estar pendiente de ella, nunca antes, dice Agustina, nunca antes. Cuando me volvieron a invitar a cine yo dije que sí porque supe que eso inquietaría y desvelaría al padre, esta vez Agustina no llegaría a las doce en punto sino un poco más tarde para empujar unos centímetros más la ansiedad del padre, desafiaría su ira pero sólo un poco, no tanto como para que la golpeara, sólo un poco para comprobar que era cierto lo que creyó percibir esa primera vez, que si ella salía de noche con un muchacho el padre no podría ignorarla, por fin Agustina había aprendido a hacer algo que acaparaba la atención de su padre, y esa segunda vez fue con otro muchacho, que sí la llevó al cine, y Agustina le pidió que le dejara tocar la Gran Vela, Él me dejó y esta vez ardía, ya no tenía la textura de la cera sino que ardía y me quemaba la palma, y Agustina regresó a casa sabiendo que el padre, que quizá adivinara lo que ella había hecho, estaría allí esperándola al borde de un estallido de rabia que al final no estallaría porque no podía incriminarla, sólo podía agonizar con la sospecha de algo que quizá ella habría hecho entre ese automóvil aunque él no pudiera comprobarlo pero le doliera, le doliera, por sí o por no al padre habría de dolerle, él mismo se encargó, con las pulsaciones de su zozobra, de revelarle ese secreto, de otorgarle ese poder sobre él, de cederle esa cuota de maniobra que ella sabría aprovechar de ahora en adelante, quién aprovechaba esta agonía, quién se sometía a ella, ¿el padre?, ¿la hija?, era un asunto que se mordía la cola y que no podía acabar de descifrarse. Luego sucede la tercera vez en la vida que el padre está pendiente de ella, Pero esta vez su furia contenida ha aumentado, dice Agustina, aunque apenas unos grados más, no lo suficiente como para que me pegue —a mí nunca me pegó, sólo al Bichi— pero sí para que le tiemble la voz cuando me reproche haber llegado quince minutos tarde, padre me prohibirá volver a salir con el nuevo muchacho y ésa será para mí la prueba de su afecto, de su ávido afecto vigilante, Te lo prohíbo, Agustina, ¿me entiendes?, con éste nunca más, y fue entonces cuando Agustina le juró por Dios que con ése nunca más, Te lo juro, padre, que no vuelvo a salir con ése, si a ti te disgusta no lo hago más, Sí, Agustina, me disgusta, hay algo raro en ese muchacho, en su manera de mirar, no sé quiénes serán sus padres, no quiero que andes con desconocidos, Sí, padre, sí, padre, sí, padre. Ya entre la cama, Agustina voló de fiebre y de orgullo por ser el objeto del disgusto del padre y le ofreció en una pequeña ceremonia, solitaria, secreta y a oscuras, que con ése nunca más saldría, Te lo ofrendo, padre, se dijo a sí misma como en rezos, con ése nunca más porque tú me lo pides, y tampoco con los que tienen esa manera de mirar, con los que tienen padres desconocidos, con los que te inspiren desconfianza por cualquier motivo, que a la larga vienen siendo todos, Y cumplí con mi ofrenda, todas las veces cumplí con ella, dice Agustina, cumplí mi juramento, nunca más volví a salir con éste o con aquél, siempre los busqué nuevos, desdeñé a los desdeñados por el padre, como regalo a él, que exigía sus cabezas y yo se las ofrendaba a cambio de que me esperara en el sillón con su pipa, mirando una y otra vez el reloj para supervisar la hora de mi regreso, minuto a minuto mi padre celando mis noches y yo cada vez salía con uno distinto y a todos les pedía que me dejaran tocarles la Gran Vela y así aprendí que las había de muchas clases y tamaños, unas ardientes y otras frías, unas veloces y otras lentas, sólo con la mano, sólo con la mano, nunca accediendo a dejarlas arrimar a otras partes de mi cuerpo, jamás entre las piernas, o al menos así fue en esos primeros meses, con la mano era suficiente para que el padre lo adivinara por las sombras que yo traía en la cara y no pudiera decirme nada porque no tenía pruebas, sombras y gestos son casi lo mismo que nada, sólo con poner la mano en la Gran Vela de todos los que me llevaban al cine o al Crem Helado de la calle 100 yo pude asegurarme de que el padre estuviera atento y pendiente de mí hasta la medianoche, me funcionaba bien el recurso de llegar quince o veinte minutos tarde y me emocionaba saber que para él serían un largo tiempo de agonía, Nunca antes, dice Agustina, tuve las llaves del amor del padre, y pensar que sólo las descubrí cuando empezaron a invitarme al cine, nunca antes y nunca después pude tener a mi padre pendiente de mí, Con ese tipo no sales más, era su exigencia y era su manera de castigarme y sobre todo de castigarse a sí mismo porque yo había llegado veinticinco minutos tarde, A ése no vuelves a aceptarle invitaciones porque es de Pereira o de Bucaramanga o de Cali y a mi padre sólo le gustan los bogotanos de familia conocida, y a la hora de la verdad ésos tampoco si mascan chicle o si en la mesa manejan mal los cubiertos, padre siempre les encuentra el pierde, detesta no saber de quién son hijos los que me sacan a pasear en auto y yo sé que está en mis manos la posibilidad de darle gusto, que sólo tengo que hacer un pequeño sacrificio, dice Agustina, sacrificarlos a ellos, que no son gran cosa, a cambio del gran beneficio de ganar para mí la atención del padre, para centrar en mí todo su interés hasta la medianoche, Sí, padre, yo renuncio a ellos, por ti yo renuncio a los que han sido y a los que vengan, uno por uno y todos al tiempo, si tú me esperas despierto y al llegar me miras con el terrible interrogante en tus ojos, que quieren estar seguros de que yo no hice aquello entre el automóvil, y yo le juro al padre que no hice nada pero sé cómo decírselo para sembrarle adentro esa duda que lo mata, la verdad es que en el cine lo hice pero sólo un poco y lo hice por ti, padre, para mantenerte desvelado y en vilo, por fin supe comprender cómo ejercer mis poderes sobre el padre, No sé si habrá sido tu amor el que conquisté entre los automóviles de mis mil y un novios, padre, no sé si habrá sido tu amor o si habrá sido sólo tu castigo.