Sucedió al sexto mes del único embarazo de Agustina, dice Aguilar refiriéndose en realidad a su único embarazo con él, porque antes ya había tenido otro y ese primero había terminado en aborto voluntario, ella misma se lo contó y de paso le soltó el nombre de un Midas McAlister que había sido su compañero de cama; ese nombre, Midas McAlister, se le quedó grabado en la memoria a Aguilar porque no era la primera vez que se lo oía mencionar a su mujer, pero además porque el sujeto sonaba también por otros lados, a lo mejor las páginas sociales de El Tiempo pero sobre todo en las habladurías que lo señalaban como lavador de dólares. Pero a lo que íbamos, retoma el hilo Aguilar, la cosa es que llevábamos cinco meses esperando al niño cuando los médicos nos comunicaron que era probable que lo perdiéramos debido a una preeclampsia. A partir de ese momento Agustina se volvió a dedicar de lleno, como hacía cuando la conocí, a esa retorcida modalidad del conocimiento que tanto fastidio y desconfianza me produce y que consiste en andar interpretando la realidad por el envés y no por el haz, o sea en guiarse no por las señales evidentes y nítidas que le llegan sino por una serie de guiños secretos y manifestaciones encubiertas, que escoge al azar y a los cuales les concede, sin embargo, no sólo poder de revelación, sino además de decisión sobre los acontecimientos de su vida. Los médicos nos dijeron que sólo una quietud casi absoluta podría, eventualmente, hacer que el embarazo transcurriera bien y que se salvara el niño, y mi Agustina, que se aferraba a la criatura con todas sus fuerzas, optó por permanecer día y noche inactiva entre la cama, casi petrificada, temerosa de cualquier movimiento que precipitara la pérdida, y fue entonces cuando empezó a fijarse en los pliegues que se forman en las sábanas. Espera, Aguilar, no te muevas, me pedía al despertar, quédate quieto un momento, que quiero ver cómo amanecieron las sábanas. Al principio Aguilar no entendía nada y se limitaba a observar cómo ella pasaba los dedos por los pliegues y las arrugas del tendido, con inmenso cuidado para no alterarlos, Dice el mensaje que todo saldrá bien y que cuando el niño nazca le voy a poner Carlos en honor a mi hermanito menor, me comunicaba aliviada, y se sumía en una especie de letargo del que yo no lograba arrancarla ni con el desayuno, que todos los días le llevaba a la cama porque me daba cuenta de que eso la reconfortaba. ¿Qué mensaje, Agustina? ¿De qué mensaje me hablas? Del que quedó escrito anoche aquí, en las sábanas. Por Dios, Agustina, ¡qué pueden saber las sábanas! Ellas saben mucho de nosotros, Aguilar, ¿acaso no han estado durante toda la noche absorbiendo nuestros sueños y nuestros humores? No hay que preocuparse, Aguilar, las sábanas dicen que el niño está bien por ahora. Pero las sábanas no siempre nos traían noticias alentadoras, y empezó a suceder cada vez con mayor frecuencia que tras estudiar ese mapa inexistente que ella veía dibujado en la cama, Agustina se echara a llorar, desconsolada. La criatura está sufriendo, me decía entre sollozos y en medio de una crisis de angustia que yo no hallaba cómo calmar, ni echando mano a los exámenes de laboratorio, que indicaban estabilidad, ni recurriendo a la opinión favorable de los médicos, ni apelando al sentido común. Como si se tratara del dictamen de un juez despiadado, los pliegues de las sábanas determinaban el destino nuestro y el de nuestro hijo, y no había poder humano que hiciera reflexionar a Agustina sobre lo irracional que era todo aquello. Para desgracia nuestra, de nada valieron ni los esfuerzos de los médicos, ni la heroica dedicación de Agustina. Perdimos el bebé y eso no hizo sino comprobar el don adivinatorio de las sábanas y consolidar su tiranía sobre nosotros. Pero eso no sucedió inmediatamente. Por el contrario, un par de semanas después de la pérdida, Agustina, que no volvió a mencionar el asunto y que parecía repuesta de cuerpo y alma, se dedicó con bríos a un negocio de exportación de telas estampadas con técnica de batik. Fue una época gozosa en la que el apartamento se convirtió en una fábrica a pleno vapor, y yo me tropezaba con los bastidores, con los rollos de algodón de Bali, con los baldes llenos de aceites vegetales. No podíamos cocinar porque la estufa era el lugar destinado a calentar la cera, así que nos las arreglábamos con sánduches y ensaladas o con pollo asado que pedíamos al Kokorico de la esquina, y para poder bañarnos teníamos que retirar de la ducha metros de tela que escurrían índigo y cochinilla y no sé qué más tinturas orgánicas, y recuerdo con particular horror una masa pegotuda y amarilla que Agustina llamaba kunyit; el famoso kunyit se quedaba pegado en todo, en las suelas de los zapatos, en las tesis de mis estudiantes, en los tapetes, sobre todo en los tapetes, cuando el kunyit atacaba a un tapete, había que darlo por muerto. Esa del batik ha sido una de nuestras mejores épocas. Porque tú andabas radiante, Agustina, inventando diseños y ensayando mezclas de colores; te pintabas un punto rojo en la frente, te envolvías en saris, en sarongs, en pashminas y en pareos y escuchábamos todo el santo día discos de Garbarek, de Soeur Marie Keyrouz y de Ravi Shankar, ¿te acuerdas, Agustina, de Paksi?, la tal Paksi, esa vendedora de artesanías de Java que parecía boyacense pero que se decía nacida en Jogykarta, esa que se ofreció como maestra en la técnica y que después no hallábamos cómo sacarla de casa. Pero a finales de ese año el negocio de batik empezó a hacer agua. Agustina, que había invertido una fortuna en materiales y que no había logrado exportar nada, empezó a entristecerse y a caer en la inactividad, y arrastraba por los suelos un ánimo que no le daba ni para deshacerse de la parafernalia de aquella industria doméstica que seguía invadiendo nuestro espacio, ahora convertida en basura y en lamentable testigo de una derrota. No te preocupes, Agustina mía, que pretender competir con los indonesios en batik era como si ellos quisieran monopolizar la producción de nuestro ajiaco, trataba yo de consolarla restándole importancia al descalabro pero no había nada que hacer, la melancolía seguía tirándola hacia abajo, en picada. Fue entonces cuando Agustina volvió a hablarme del mandato de las sábanas, que esta vez le indicaban que había llegado la hora de buscar un segundo embarazo. Yo le reviré exasperado que me importaba un cuerno lo que dijeran las sábanas, si tú lo deseas, si estás dispuesta a correr otra vez los riesgos, entonces cuenta conmigo y lo intentamos de nuevo, pero te advierto que estoy harto de toda esta historia, que no acepto que hasta para acostarte conmigo tengas que consultarle a las sábanas, o la ouija, o a los santos, pero claro, Agustina no hacía caso, Agustina nunca ha hecho caso, no oía mis reclamos y seguía esperando que de alguna parte le llegaran mensajes e indicaciones sobre cómo actuar y pensar. Era como si hubiera perdido la capacidad de tener una opinión propia, y se dejaba paralizar por el miedo a tomar por sí misma cualquier determinación. Lo único que atinaba a decir era El médico dice…, las sábanas indican…, según el horóscopo…, anoche tú me dijiste…, como tú te niegas…, mi madre opina…, la señora que me echa las cartas… Agustina parecía una autómata, y se aferraba a opiniones ajenas y a señales caprichosas que nos hundían hasta el cuello en un lodazal de indecisiones. Y sin embargo, aquello todavía no era la locura. Y si lo era, se estaba apenas anunciando.
Algunas cosas escapan al control de mi Visión, dice Agustina, porque son más fuertes que mi don de los ojos y ni siquiera las fotos secretas de la tía Sofi tienen poder suficiente para controlarlas, y de todas esas cosas, la sangre es la que más me inquieta. Se refiere a la Sangre Derramada, que la toma por sorpresa y la derrota cada vez que se escapa de donde debe estar, o sea de la parte de adentro de la gente. Cuando va obedeciendo el recorrido de sus circuitos ocultos, la sangre no me preocupa porque es invisible, no tiene olor y no arma escándalo con el torrente de sus muchísimos glóbulos blancos y rojos. Se diría que Dios la creó tranquila y secreta pero eso no es cierto; la sangre, como la leche hervida, siempre está esperando una oportunidad para derramarse y cuando empieza ya no quiere detenerse. Ven, Bichi Bichito, niño pequeñito, ven que te voy a cortar esas uñas que tienes renegras de andar jugando con tierra, y el Bichi, confiado, le extiende la mano a su hermana Agustina; es tan dulce la mano de mi hermano pequeño, es tan bello mi niño con sus rizos negros y es tan indefenso, nos sentamos los dos sobre la cama, con mi mano izquierda sujeto bien la suya y con la derecha sostengo el cortaúñas y él, mientras tanto, con la que le queda libre juega a juntar motas de las que se forman en la colcha de lana, mientras yo le corto las uñas el Bichi está pensando en otra cosa, o quizá no está pensando en nada, como todavía es tan pequeño su pensamiento está lleno de motas así que se olvida de su propia mano mientras Agustina, que es apenas mayor, le corta de un clic la uña del meñique, un poquito de uña que salta y cae al suelo y que es la cosa más diminuta que existe en el planeta, si el propio Bichi es mínimo, cómo será la uña de su dedo meñique. Dice Agustina: creo que por entonces todavía no sabía hablar el hermanito mío. Quédate quieto, bebé, no te muevas tanto, este dedo se llama anular porque aquí es donde se usa el anillo, hago sonar otro clic y salta por el aire ese nuevo filito de luna creciente, Ya van dos uñas, Bichito, no nos quedan sino tres y si no te mueves vamos a acabar muy pronto, este dedo más grande es el del corazón, no sé por qué lo llamarán así, quédate quieto que no me dejas hacer, vuelve a sonar el clic y la primera cosa inesperada es que esta última pizca de uña no brinca en el aire sino que cae redondita y blanda sobre mi falda, la segunda cosa, pero no enseguida sino después del paso de un silencio grande, es el inexplicable alarido que pega el niño Bichi como porque sí, fuera de toda proporción y sin retirar su mano que sigue atrapada entre las mías, su manita todavía regalada y expuesta como si ese grito no tuviera nada que ver con ella, y sólo al rato, pero muy al rato, cuando ya el grito del Bichi se hace intermitente y se convierte en llanto, sólo entonces los ojos de Agustina ven, por primera vez desde que se abrieron al mundo, cómo va saliendo eso que es tibio y rojo y que mancha la colcha, ya el Bichi ha liberado su mano y se la lleva a la cara que también le queda pegajosa y manchada, Déjame ver, Bichi, por favor, trato de mirarle el dedo para comprender qué pasa pero se me nubla la cabeza porque estoy temblando, el miedo me quita los poderes y me asaltan tantas voces que no comprendo ninguna, la peor de las voces, la que más me paraliza, es la que me repite que he lastimado al Bichi, que le he hecho daño, al igual que mi padre, Perdóname, Bichito, te lo suplico, y él me muestra su mano roja de sangre y sus ojos están llenos de lágrimas, Cállate, mi amor, cállate mi niño, si gritas así no me dejas ver nada. A mi mente, que ha empezado a funcionar muy lento, llega una voz pequeña que me revela que esa uña blanda que acabo de cortar no es uña sino que es el pedacito de yema que ahora le falta a su dedo, Yo te lo arreglo, Bichito mi amor, pero no llores así que me van a castigar por haberte hecho daño, y el Bichi trata de no llorar, todavía se queja pero ya muy quedo, es increíble cómo empata su dedo con la yema que ha quedado suelta, se volverían a pegar si no fuera por esta sangre que sigue saliendo, porque esto es la Sangre, Bichi Bichito, esto se llama la Sangre Derramada y ya está llegando a mis oídos la Voz Mayor, la que me advierte Tu hermanito va a morir porque toda la sangre que tiene por dentro se le va a salir por la punta del dedo, entonces ya no me importa que me castiguen ni que el Bichi grite y salgo corriendo a llamar a mi madre porque ante todo no quiero que el Bichi se muera, y según creo recordar lloré toda esa noche y unas manchas de color marrón que quedaron en la colcha fueron testimonio del mal que le hice, y cuando mi hermano Bichi y yo ya éramos más grandes, él seguía un poco mocho del dedo porque la yema nunca le volvió a crecer, le faltaba la puntica del dedo del corazón y todavía debe faltarle, cada vez que pienso en eso lloro, empiezo a llorar y no puedo parar de sólo pensar que de cualquiera hubieras esperado un daño pero no de mí, dondequiera que estés, Bichi, hermanito, qué no daría yo porque no te doliera esa herida que te hice. Después de eso el hilo de sangre volvió a esconderse y a correr por dentro, a la espera de una nueva oportunidad para confundirme y para nublarme el don de los ojos. La Cabrera era un barrio moderno, protegido por calles privadas y celadores envueltos en ruanas que se apostaban durante las veinticuatro horas en garitas con vidrios blindados enfrente de cada casa, y a los niños nunca nos dejaban solos porque ahí estaban para cuidarnos mi madre o Aminta o cualquiera de las otras mujeres del servicio doméstico, o si no la tía Sofi, que ya se había mudado a vivir con nosotros, pero una tarde Aminta se voló a escondidas a ver a su novio y no sabe Agustina qué pasó con los demás adultos pero ella y sus dos hermanos se quedaron solos y alguien timbró a la puerta, No abras, Agustina, no abras, Bichito; nos tenían prohibido abrir la puerta pero me asomé por la ventana y vi que era el celador de los vecinos, tenía puesta su ruana de lana de chivo negro y desde afuera me hizo entender que sólo quería un vaso de agua, Mira, Joaco, es un vigilante y sólo quiere agua, y corrí hasta la cocina a traérsela y abrí la puerta para dársela y él tomó dos sorbos pero la tercera vez que quiso llevarse el vaso a la boca se le cayó al piso y se hizo añicos, luego se recostó un poco contra la pared y se fue escurriendo, debió sentir calor porque se quitó la ruana sin decir una palabra y entonces ya estaba caído en el suelo abrazado a su ruana, el Bichi salió a ver qué pasaba y se paró a mi lado y al rato el señor celador desde el suelo me pidió que por favor le diera más agua, y ya había empezado a suceder aquello: la Sangre se le iba saliendo despacio, abriéndose camino fuera de su cuerpo, y una voz le dijo a Agustina que sólo el agua podría controlar la voluntad de la Sangre que se Derrama, El celador me dijo que le diera agua y yo comprendí sus palabras, me estaba enseñando que no moriría si le daba agua así que corrí a la cocina a traerle otro vaso, Qué haces, le gritó el Joaco y ella, Le traigo más agua porque tiene sed, Qué sed va a tener, si se está muriendo, ¿no ves que lo hirieron y se está muriendo? Pero sí tenía sed, trató de incorporarse y estiró la mano hacia mí, hacia el vaso que yo le entregaba, sus dedos rozaron los míos que todavía guardan el recuerdo de ese roce, pero no agarró el vaso sino que se escurrió de nuevo como de medio lado, despacito también él, igual que su sangre que ya era un gran charco oscuro sobre el mármol blanco de la entrada de mi casa, la punta de los zapatos del Bichi llegaba hasta el borde del charco y yo lo empujé hacia atrás con mi brazo, No toques esa sangre, le dije, pero el Bichi no me obedeció, ¿Acaso creíste, hermano, que la sangre era ese día como las aguas del Éstige y que tocarla nos haría invulnerables? Después siguió una tarde muy larga, al principio soleada y cada vez menos hasta que el aire se puso de color violeta y a cada cosa le nació una sombra precisa, como cortada con tijera, y de la montaña empezó a bajar el frío pero yo no lo sentía porque estaba parada a orillas de la sangre de ese hombre, sin poder quitarle los ojos de encima ni moverme, mis ojos muy abiertos y cada vez más penetrantes, como estatua de sal porque la visión de la sangre paraliza mis poderes y me atrapa, ya el Bichi no estaba conmigo ni tampoco el Joaco y hasta el propio celador parecía haberse ido, de él tal vez no quedaban frente a mí sino su cuerpo, su ruana negra y su sangre pero yo seguía ahí, sin moverme, convocada por aquello que estaba sucediendo y que era la muerte de un hombre, por primera vez en mi vida la muerte de un hombre, y en algún momento de esa larga tarde llegaron en una patrulla de la policía dos señores de bata gris, uno de ellos se puso guantes de caucho, se acuclilló frente a ese muerto que ya era como mío de tantas horas que me había pasado mirándolo, o acompañándolo tal vez si es que acaso él se percataba de mi compañía, ya yo conocía de memoria su bigotico ralo y la mirada perdida del ojo que le quedó abierto y los dos zapatos que se le cayeron dejando a la vista sus pies encogidos entre los calcetines como dos caracoles que se retraen al perder la concha, Más adelante en la vida he podido comprobar que es una especie de ley que los muertos pierdan los zapatos. Agustina pensaba, Este muerto es mío porque sólo yo lo acompaño en su muerte, sólo yo estoy aquí con los ojos fijos en sus calcetines que son de color marrón con punticos blancos, y me sorprendo al comprobar que también los muertos usan calcetines; Agustina asegura que en ese momento pensó que los varones se dividen en dos, de un lado los que usan calcetines negros o gris charcoal, como su padre, y del otro lado los demás, que usan calcetines más o menos marrones con punticos claros. El hombre de los guantes de caucho trató de mover al muerto pero él no se dejó, como si prefiriera seguir abrazado a su ruana en esa posición incómoda, entonces el de la bata se puso a buscarle en los bolsillos y encontró un radiecito de pilas que todavía sonaba, con poco volumen pero sonaba, seguía soltando música y propagandas y torrentes de palabras como si el celador todavía pudiera escucharlas y Agustina pensó: El radio es lo único que queda vivo de este hombre. De otro bolsillo le sacaron cuatro monedas y un peine pequeño que el de los guantes metió entre una bolsa de plástico junto con el radio, que ya había apagado para que no siguiera sonando, y luego el otro que estaba con él también se puso guantes, estiró los dedos índice y del corazón de la mano derecha y encogió los otros tres como hacen los curas cuando le echan desde el altar una bendición a los fieles, lo va a bendecir para que no se vaya al infierno, pensé, pero no, no era eso, con los dos dedos de la bendición lo que hizo fue buscarle las heridas a mi muerto, una por una fue metiendo los dos dedos entre ellas mientras decía Arma blanca, axila izquierda, seis centímetros de profundidad; arma blanca, cuatro centímetros, espacio intercostal derecho entre séptima y octava, así fue contando rotos en el cuerpo tendido mientras una mujer de azul que vino con ellos anotaba en su libreta hasta que llegaron a nueve y dijeron: Nueve heridas de arma blanca, una le interesó el hígado. Los dos hombres y la mujer se movían, iban a la patrulla y volvían, pisaban la sangre del celador y dejaban las huellas de los zapatos pintadas en rojo sobre el mármol de la entrada, hasta que mi padre y mi madre regresaron a casa al mismo tiempo pero en distintos autos y armaron un tremendo escándalo, Agustina podía escuchar sus palabras pero no las comprendía, Que cómo así, que los niños no pueden ver eso, Joaco, Agustina, Bichi, se van enseguida cada cual para su cuarto, Cómo es posible que no estén ni Aminta ni Sofi y qué irresponsabilidad es ésta. Padre, fueron nueve heridas de arma blanca, Madre, fueron nueve heridas de arma blanca, nosotros tratábamos de contarles lo del radiecito y lo del vaso de agua pero ellos no querían escucharnos, Padre, qué quiere decir le interesó el hígado, Madre, dónde queda el hígado, pero mi padre cerró con doble llave la puerta de casa con nosotros adentro y mi muerto quedó afuera, nunca supe cómo se llamaba y no dejo de preguntarme si el agua que le di también se le habrá escapado por los rotos del cuerpo. Ya he dicho que antes de suceder, las cosas me envían tres llamadas, y la Tercera Llamada de la Sangre sonó en mis oídos en la piscina de Gai Repos, en Sasaima, y resonó en la cara de reproche que puso mi madre, cuántas veces no habré visto su cara que se descompone por cosas que yo hago o que digo o por cosas que a mí me pasan, ¡cara de tanto disgusto!, y esta vez fue porque la Sangre Derramada salía de mí, corría entre mis piernas y manchaba mi traje de baño, y mi madre con su gran belleza y su cara de espanto, tan delgada y pálida en su vestido blanco de verano, me tomó por el brazo y me dijo Tienes que salirte ya de la piscina, y quiso envolverme en una toalla pero yo, que estaba jugando ladrones y policías con mis primos y con mis hermanos, yo que era un ladrón sólo me afanaba porque no me atraparan, Suéltame, madre, que me apresan si no salto al agua, el agua es el refugio de los ladrones, madre, soy un ladrón y acaso no ves que me van a atrapar. Pero ella no me soltaba, me apretaba el brazo con tanta fuerza que me lastimaba, Te vino, Agustina, me dijo, te vino, pero yo no sabía qué me había venido, Tápate con la toalla y éntrate conmigo ya mismo a la casa, pero yo tiré la toalla y zafé mi brazo de la mano de mi madre y me tiré al agua y ahí fue cuando la vi, saliendo de mí misma sin permiso de nadie y tiñendo de aguasangre la piscina, Ésta es la Tercera Llamada, pensé, y no sé bien qué pasó después, sólo recuerdo que al final, ya dentro de la casa, la tía Sofi me dio un Kotex, yo ya los conocía porque los robábamos del baño de mi madre y los usábamos como colchones en los canastos de los pollitos vivos y teñidos con anilina que nos regalaban en las primeras comuniones, pollitos de plumas verdes, pollitos lilas, rosados o azules que duraban pocos días y había que enterrarlos, mi padre decía que al teñirlos les habían hecho una maldad porque los envenenaba el colorante. Ponte esto en los pantis, me dijo la tía Sofi dándome el Kotex, Ven, te enseño cómo, pero Agustina lloraba y no quería hacerlo, le parecía horrible que la sangre se le saliera por ese lado y le manchara la ropa y que su madre la mirara con cara de reproche, como se mira a quien hace algo sucio, a quien Ensucia-con-su-sangre. Luego la tía Sofi dijo Pobre mi niña, tan chiquita y ya le vino
la regla, y como afuera mis primos y mis hermanos gritaban llamándome para que regresara al juego de ladrones y policías, yo me sequé las lágrimas y le dije a mi madre Voy a contarles a ellos lo que me pasó y ya vuelvo, y centellearon los ojos de mi madre y de su boca salió la Prohibición: No, Agustina, esas cosas no se cuentan. ¿Qué cosas no se cuentan, madre? Esas cosas, entiéndelo, las cosas íntimas, y entonces fue ella quien se asomó por la ventana y les dijo a mis primos y a mis hermanos Agustina no va a salir ahora porque prefiere quedarse aquí con nosotras jugando una partida de naipes, Qué partida de naipes, madre, aquí nadie está jugando naipes y a mí no me gustan los naipes, yo quiero seguir jugando ladrones y policías, pero mi madre no me dio permiso porque dijo que el sol aumentaba la hemorragia, así dijo, la hemorragia, y era la primera vez que yo escuchaba esa palabra, y cuando entró el Bichi a preguntar qué me pasaba mi madre le dijo que no me pasaba nada, que simplemente quería jugar a los naipes. Ahí fue cuando entendí por tercera vez que mi don de los ojos es débil frente a la potencia de la Sangre, y que La Hemorragia es incontenible y es inconfesable.