Delirio (9 page)

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Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Delirio
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¿Cómo puedo trabajar, Blanca paloma mía, le decía el abuelo Portulinus a la abuela, si me hielan la sangre los muertos, si me revelan sus tristezas con golpecitos insistentes en la mesa? Descuida, Nicolás, deja que yo me interponga entre los muertos y tú para que no se te acerquen. Porque las inclinaciones diarias de Portulinus, o por mejor decir sus obsesiones, giraban en torno a una proliferación de rompecabezas y de acertijos que él se imponía descifrar bajo presión de vida o muerte, como eran, por ejemplo, las órdenes que los espíritus mandan a través de algo que él llamaba la tabla de las letras, o sus imperceptibles toques en los vidrios, por no hablar del entrevero de palabras que se establece en los crucigramas, los mensajes escondidos tras las notas de sus propias composiciones, las voces que hablan en secreto, o el contenido de la página de un libro abierto al azar, o la oculta lógica de los pliegues que se forman en las sábanas durante una noche de insomnio, o la significativa manera como los pañuelos se amontonan dentro del cajón de los pañuelos, o peor aún, del hecho inquietante de que un pañuelo aparezca, por decir algo, en el cajón de las medias. Cierto día, al levantarse, Portulinus encontró una sola pantufla al lado de la cama y experimentó un estremecimiento de terror ante las tretas que contra él podía estar preparando, desde su escondite, la pantufla prófuga. Tienes que encontrarla, le ordenó a Blanca en un tono de voz que ella encontró francamente siniestro. Tienes que encontrarla, mujer, porque está al acecho. ¿Quién, Nicolás? ¿Quién está al acecho? Y él exacerbado, estallando en rabia, ¡Pues la jodida pantufla! ¡Jodida mujer! ¡Te ordeno que me encuentres la otra pantufla antes de que sea demasiado tarde! Ante eventualidades como ésta, Blanca solía comportarse con el aire despreocupado y la seguridad convencional de una esposa que considera normal la propensión a la simetría —toda pantufla debe ir acompañada por su compañera, según dictan las leyes compensatorias— y tal vez su conducta tenía justificación, ya que bien podía tratarse tan sólo del berrinche de un marido que no quería andar por la casa con un pie calzado y el otro descalzo, aspiración elemental y comprensible en cualquier hombre y con más razón en un músico temperamental y de evidente talento como era Portulinus; en cualquier caso nadie dudaría de la cordura de Federico Chopin si le pidiera a George Sand que le ayudara a encontrar la otra pantufla, más bien por el contrario, orate estaría si anduviese medio descalzo por los pasillos de ese caserón mallorquino cruzado por todos los vientos, que sin duda tenía gélidos pisos de mármol o de baldosa, ciertamente dañinos para un enfermo febril que se levanta con el único fin de pasar al cuarto de baño, tan tembloroso y exangüe que no es sensato imaginárselo saltando en pata de gallo, menos aún si no es al baño adonde se dirige sino que se abalanza sobre el piano, porque en medio de la fiebre le acaba de ser revelado un nuevo Nocturno. Y lo que era válido para el gran Chopin, ¿por qué no iba a serlo para Nicolás Portulinus, compositor de bambucos y pasillos en la población colombiana de Sasaima? Siguiéndole el ritmo a este raciocinio, se comprende un poco mejor cómo, pese a todo, el realismo doméstico de Blanca a veces le servía a su marido de puente hacia la cotidianidad, o mitigador del envite frenético, porque aunque por vías antagónicas —las del uno enfermas y las de la otra reconocidamente sanas— ambos terminaban deseando que reapareciera la pantufla, si bien llama la atención que siempre fuera ella, y nunca él, quien concretara el operativo pidiéndole a la mucama que subiera a la habitación y que con una escoba la rescatara de debajo de la cama.

Ya no más. Aguilar no aguanta más. No logra contenerse, sabe que es la mayor estupidez que puede cometer y sin embargo va derecho y la comete: al llegar a casa le pregunta a Agustina quién es el hombre que estaba con ella en el cuarto del hotel. Gesticulando como un galán de película mexicana le exijo explicaciones, le armo un escándalo de celos, a ella, que tiene semejante boroló en la cabeza, que llora por cualquier cosa, que se defiende atacando como una fiera, que no sabe dónde está parada. Y como no me responde sigo insistiéndole sin piedad, sospecho que inclusive zarandeándola un poco, ¿Así que no recuerdas? Te lo voy a recordar entonces, le digo y hago sonar la voz masculina que encontré grabada al regresar de Ibagué; tercer y último mensaje (pero primero en orden de aparición ante quien desgraba, porque en este contestador antediluviano el tiempo queda registrado al revés), muy altanero el hablante, ¿No hay nadie ahí? ¿Dónde coños puedo llamar, entonces? Segundo mensaje, misma voz, que ya empieza a impacientarse, ¿Hay alguien ahí? Es sobre Agustina Londoño, urgente, a ver si la pueden recoger en el hotel Wellington porque no está bien. Mensaje inicial, misma voz, en ese primer momento todavía neutra, Llamo para pedir que recojan a Agustina Londoño en el hotel Wellington, en la carrera 13 entre 85 y 86, ella no está bien. De verdad no sé qué necesidad tengo de empeorar las cosas y alterar a Agustina haciéndola escuchar esto, debe ser que me están derrotando los nervios, trata de justificarse Aguilar, o la urgencia de saber qué fue lo que pasó durante mi ausencia, o el cansancio de todas estas noches en blanco, o deben ser los celos, más que todo los celos, qué vaina tan perversa son los celos. Sabes, Agustina, ese domingo me hice mil preguntas después de escuchar las grabaciones, mientras volaba en la camioneta hacia el Wellington a recogerte, como por qué, si te había pasado algo, me estaban llamando de un hotel y no de un hospital, o ¿tan mal estará que no puede avisarme ella misma? ¿Y por qué quien llama no se identifica? Si es una trampa qué clase de trampa será; te habrían atropellado, te habrían secuestrado, te habrías caído, un hueso partido, una pelea con tu madre, una bala perdida, un atraco, pero entonces por qué me mandan a un hotel. Otro hubiera sospechado que su mujer se recluyó en un cuarto de hotel para suicidarse pero Aguilar no barajó esa posibilidad, Te aseguro Agustina que eso ni lo pensé siquiera, porque sé que el suicidio no forma parte de tu extenso repertorio. ¿Sabes cuántas preguntas puede hacerse una persona a lo largo de las sesenta cuadras que se estiran desde nuestro apartamento hasta ese hotel? Por lo menos cuatro por cuadra, o sea 240 preguntas, todas inconducentes y disparatadas. Pero entre todas ellas había una pregunta reina, una duda más pertinaz que las demás, y era si tú me querrías, Agustina, si me seguirías queriendo pese a eso que te había sucedido y que yo aún no sabía qué era. Aguilar aprieta una vez más el repeat del contestador y Agustina, que durante toda la escena ha permanecido muda, se zafa de su puño que la retiene agarrándola por la muñeca, entra a la cocina, trae de allá una jarra llena de agua y la vierte entera sobre el sofá. Hay que enfriar, dice, es malo lo caliente, lo que está caliente duele.

Pero volvamos a lo nuestro, le dice el Midas McAlister a Agustina, volvamos a la apuesta que quedó casada ese jueves en L’Esplanade. Quedamos tan disparados con el asunto que durante toda la semana no hablamos de nada más, telefonazo va, telefonazo viene, a carcajada limpia por cuenta de la Araña y de su lánguido pipí. Yo hacía los preparativos para el primer round, que quedó fijado para la noche del viernes de la semana siguiente a partir de las nueve, y ellos se dejaban caer por el Aerobic’s o me pegaban un timbrazo para que los mantuviera al tanto. Para referirnos al tema sin dar boleta empezamos a llamarlo Operación Lázaro, por aquello de la resurrección. A todas éstas y por otro lado le llega al Midas al Aerobic’s Center un trío de gordas alharaquientas que se bajan de una nave deportiva de un sorprendente color verde limón, tres rubionas teñidas con saña como para borrar cualquier rastro de pigmentación, cocos de oro que les dicen, no sé si me hago entender, te estoy hablando de una trinidad deprimente, mi linda Agustina, de tres nenorras de muy mal ver. Vienen enfundadas en ropa indebida, mallas imitación leopardo, sneakers de plataforma y ese tipo de horror, rebosantes todas tres de entusiasmo con la idea de bajar kilos por docenas y jurando por Dios que están preparadas psicológicamente para empezar a alzar pesas, a darle al spinning, a cumplir rigurosamente con la dieta de la piña, a practicar el yoga y todo lo que las pongan a hacer, viniendo tres veces por semana o más si es necesario para recuperar la silueta, porque así dijeron, la silueta, qué palabra como de otra generación. ¿Que si stepping? Huy sí, qué rico, en eso me inscribo yo, ¿y rumba aeróbica? Huy sí, qué emoción, en eso también, a cuanta cosa se le iban apuntando y cuando ya estaban en confianza porque me habían confesado su peso y su edad, mejor dicho cuando ya eran como de la casa, me abrazan y me sueltan de frente la noticia de que son primas políticas de Pablo y que fue personalmente la esposa de Pablo, prima hermana de ellas, quien les recomendó mi gimnasio, y yo, mosqueado, les pregunto De cuál Pablo me están hablando, Pues cuál Pablo va a ser, el único Pablo, Pablo Escobar. Un momento, egregias damas, les digo con maña para que no me noten el disgusto soberano, adónde creen que van, yo tengo que cuidar el estatus de este establecimiento y a ustedes la demasiada plata se les nota al rompe, les digo por disimular, por no soltarles en la cara que sólo a unas narcozorras como ellas se les ocurre plantarse pestañas postizas para hacer spinning, que a las llantas congénitas no hay jogging que las derrote y que los conejos monumentales, el culo plano y las piernas cortas denotan un deplorable origen social. La cosa es que las despaché, ¿me comprendes, muñeca Agustina, si te digo que debo mantener ojo avizor para que no se me vaya a pique el nivel de la clientela? Y claro, dejar que entraran tres mafiosudas de esa calaña, para colmo comadres de Escobar, significaba quemar el local, que a fin de cuentas no es sino fachada para el dinero en grande que proviene del lavado, así que puse a las cocos de oro de patitas en la calle, Váyanse mis amores con la competencia, al Spa 92 o al Superfigure de la 15 con 103, que allá las adelgazan más y mejor, les recomendé confiando en que Pablo, que ante todo es negociante, iba a estar de acuerdo con mi elemental medida de precaución. Y según parece me equivoqué. Me falló la psicología y la cagué de cabo a rabo, porque antes que negociante don Pablo me resultó hombre de honor. Pero eso es anécdota aparte, Agustina bonita; sólo retenla allá, en un rincón de tu cabecita loca, porque después va a entrar a jugar un papel. Por ahora olvídate de esas tres mujeres tal como en su momento me olvidé yo, que las vi partir sumamente ofendidas, calle abajo en su descapotable color verde limón, y que no bien doblaron la esquina, desaparecieron tanto de mi vista como de mi memoria.

A veces a Agustina le nace por dentro la rabia contra el Bichi y lo regaña igual que su padre, No hables como niña, le grita y enseguida se arrepiente, pero es que no soporta la idea de que su padre se vaya de casa a causa de tantas cosas que le agrian el genio, yo detesto que mi padre utilice contra mi hermanito su mano potente, dice Agustina, yo siento punzadas en la boca del estómago y ganas de vomitar cuando veo que mi padre va convirtiendo al Bichi en un niño cada día más triste y más apocado. Pero es que tampoco resisto la idea de que mi padre se vaya de casa, A ver, nena, nena, no se deje pegar, conteste, defiéndase, pégueme más duro usted a mí, le dice con sorna mi papá al Bichi mientras lo acorrala a cachetaditas, como retándolo, y yo ¡sí, Bichito, dale!, ¡dale, Carlos Vicente Junior, defiéndete con cojones!, qué ganas de que por fin contestes con toda la furia de tus testículos y de tus hormonas y que le revientes a mi padre esas narices grandes que tiene, que le rompas aunque sea un poquito la boca a ver si por fin se da por satisfecho y se siente orgulloso de ti y a gusto con todos nosotros, pero el Bicho es débil, le falla a la hermana cuando ella más lo necesita, sólo sabe aguantar y aguantar hasta que ya no da más y entonces se sube a su cuarto a berrear, como una nena. Ahí es cuando todo mi odio se vuelca contra mi padre y quiero gritarle a la cara que es una bestia, un animal asqueroso, un verdugo, que es un cobarde que maltrata a un niño, pero a fin de cuentas no le digo nada porque los poderes huyen en desbandada y el pánico se apodera de mí, y entonces pienso que tal vez a mi madre le suceda lo mismo, que soporta lo que sea con tal de que mi papi no la deje. Pero nuestra ceremonia es otra cosa, durante nuestra ceremonia secreta el Bichi y yo, y sobre todo yo, nos volvemos todopoderosos más allá de todo control, es el momento supremo de nuestro mandato y arbitrio. El ritual de nuestra victoria. Nos encaramamos en el armario, sacamos las fotos de la ranura entre la pared y la viga y las ponemos sobre mi cama, primero así no más, como caigan, mientras arreglamos todo lo demás, con la televisión prendida a alto volumen para que nadie sospeche. El Bichi me espera sin calzoncillos mientras que yo, sin pantis y con las cosquillas esas, bajo por la escalera del servicio hasta la alacena y me robo una de esas servilletas de lino que según dice mi madre fueron de mi abuela Blanca, la esposa del alemán. Son unas servilletas anchas, almidonadas, que la madre pone en el comedor grande cuando vienen invitados a cenar, y que tienen iniciales antiguas bordadas en una esquina. Durante esa parte de la ceremonia, Agustina debe empeñarse con sumo cuidado porque la falda del uniforme es corta y plisada y si se mueve mucho las sirvientas se van a dar cuenta de que debajo no lleva nada; Por el robo de la servilleta me puedo ganar un regaño que sería lo de menos, lo grave es que a mi madre le soplen que ando sin pantis, porque es capaz de matarme por eso. Traigo del baño un platón lleno de agua y ya de vuelta en mi cuarto cerramos bien la puerta, encendemos las velas y apagamos la luz, y con el agua del platón hacemos las abluciones, que quiere decir que nos lavamos bien la cara y las manos hasta dejarlas libres de pecado, y luego Agustina dobla la servilleta de la abuela Blanca en forma de triángulo, hace que el hermano pequeño se acueste sobre la cama y levante las piernas, le coloca la servilleta por debajo como si fuera un pañal, le echa talco Johnson y lo frota bien como si fuera su bebé y luego le acomoda el pañal, que sujeta con un gancho de nodriza. Lo que sigue es vestirnos con los ropajes, siempre los mismos, el mío una vieja levantadora de mi madre de velours color vino tinto y sobre los hombros la mantilla negra de ir a misa que fue de mi abuela; lo tuyo, Bichito, es el pañal y sobre el pañal un kimono negro de flores blancas y amarillas de un Halloween en el que me disfrazaron de japonesa, hubiéramos querido pintarnos la cara pero no lo hacemos por temor a que después los rastros de pintura nos delaten. Para ponerse los ropajes, Agustina y su hermano se paran de espaldas el uno al otro y no se miran hasta quedar listos, y entonces empieza lo de las fotos que es lo más importante, el centro de todo, la Última Llamada, porque ésos son los ases de nuestro poder, bastos, copas, oros, espadas: las cartas de nuestra verdad. Tú y yo sabemos bien que esas fotos son más peligrosas que una bomba atómica, capaces de destruir a mi padre y de acabar su matrimonio con mi madre y de hacer estallar nuestra casa y aun toda La Cabrera si así se nos antoja, por eso antes de ponerlas en orden encima de la tela negra debemos hacer, siempre, el juramento: pronunciar las Palabras. ¿Juras que nunca vas a revelar nuestro secreto?, te pregunto en voz baja pero solemne y tú, Bichi, entrecerrando los ojos dices sí, lo juro. ¿Juras que a nadie, bajo ninguna circunstancia o por ningún motivo, le vas a mostrar estas fotos que hemos encontrado y que son sólo nuestras? Sí, lo juro. ¿Juras que aunque te maten no las mostrarás ni le confesarás a nadie que las tenemos? Sí, lo juro. ¿Sabes que son peligrosas, que son un arma mortal? Sí, lo sé. ¿Juras por lo más sagrado que nadie se va a enterar jamás de nuestra ceremonia, ni de nada de lo que en ella pasa? Sí, lo juro. Luego tú me tomas a mí idéntico juramento, iguales preguntas e iguales respuestas, y empezamos a mirar las fotos una por una y a colocarlas en su debido lugar sobre la cama, la tía Sofi con la camisa abierta, la tía Sofi desnuda sobre la silla reclinomática del estudio de mi papi, la tía Sofi sentada sobre el escritorio con tacones altos y medias de seda, la tía Sofi recostada de espaldas y mostrándole a la cámara las nalgas, la tía Sofi mostrando las tetas mientras mira a la cámara con una sonrisa tímida e inclina la cabeza de una manera anticuada, la tía Sofi en sostén y pantis y la que preferimos tú y yo, la que siempre colocamos más alta, sobre el promontorio de la almohada: la tía Sofi con joyas, peinada de moño y vestida con un traje largo, negro y muy elegante pero que le deja una teta tapada y a la vista la otra, y ni tú ni yo podemos quitar los ojos de esa cosa enorme que la tía Sofi se deja por fuera a propósito y con toda la intención de que nuestro padre se enamore de ella y abandone a mi madre, o sea a su propia hermana, que no tiene las tetas poderosas como ella.

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