Delirio (10 page)

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Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Delirio
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Pero ¿cómo puedo componer, dulce Blanca mía, le pregunta Portulinus a su esposa, si los vivos tampoco me dan tregua? Descansa, Nicolás, tiéndete aquí junto a mí, sobre la hierba, bajo las ramas de nuestro mirto, y permite que el buen sol te caliente los huesos. Entonces él recomienza la retahíla del apremio, ¿Has dicho nuestro mirto, el árbol nuestro?, en un idéntico bis que se desenvuelve hasta la trémula frase final, ¿nosotros dos?, y aún por tercera vez trata de cerciorarse para aplacar la ansiedad pero en ese punto ella, que en el fondo sabe que ya no habrá alivio, se apresura a decir basta. Ya basta, Nicolás, que me fatigas, le pide, alerta a frenar ritmos y reiteraciones que abran en él las puertas del desvarío, aunque quisiera decirle ya basta, Nicolás, que me enloqueces, pero sabe que no hay que mencionar la soga en casa del ahorcado. Y es que pese a su juventud Blanca es de piedra y sobre esa piedra él construye su vida, mi fortaleza en lo alto, le dice, o mi castillo fortificado, o en alemán mi starkes Mädchen, y así lo confirma ella cada vez que puede, según consta en las páginas de su diario: «Siento que mi coraje es suficiente para lo que pueda venir, y tratándose de mi amado Nicolás, puede venir cualquier cosa. Pero yo vivo sólo para él y siempre le brindaré mi amor y mi apoyo, pase lo que pase». Blanca es starkes Mädchen pero hay una cosa que la hace tambalear y esa cosa es la palabra que maltrata y acorrala, y más aún si sale de los labios de su marido, carnosos y cálidos, rojo clavel calenturiento, tan propenso a la revelación como al disparate. Siempre creí que las dificultades que por épocas tenía Nicolás para expresarse en castellano le venían por el hecho de ser extranjero, les confesó Blanca a sus dos hijas, Sofi y Eugenia, cuando éstas fueron adultas, Hasta que descubrí, porque me lo contó una prima suya que pasó por Colombia de regreso hacia Alemania y que bajó hasta Sasaima a visitarlo, que también en su propia lengua natal a veces era coherente y otras veces tartajoso y confuso. Por esa misma señora vine a saber que de niño, en su natal Kaub, Nicolás tuvo serias dificultades para aprender a hablar, y que tartamudeaba a duras penas y eso en su mejor momento, ya que por lo regular se refugiaba en un silencio obstinado donde sólo a sus melodías interiores les daba cabida, hasta el punto de que a los cuatro años de edad su señor padre, temiendo sordera o atrofia cerebral, lo llevó hasta una ciudad vecina para hacerlo examinar por un especialista en asuntos del lenguaje, con el resultado de que le fue confirmado lo que ya sabía de sobra, que el pequeño Nicolás, talentoso y precoz para el piano, era lerdo y negado a la hora de hablar, y porfiado más allá de las amenazas paternas y aun del castigo físico cuando se emperraba en cerrar el pico y en taparse los oídos para desentenderse de la voz humana, aun de la suya propia, como si lo lastimara, o se le colara hasta la nuez del cráneo para estallarle por dentro. Así que tanto en la madurez como en la infancia Nicolás Portulinus tenía una relación dificultosa con las palabras que explica esos profundos silencios suyos que se fueron haciendo cada vez más prolongados, Si te hablo demasiado, Blanca, vida mía, el amor por ti se me vuelve incierto y se me escapa. Por eso compensaba componiendo para ella tonaditas infantiles de letra sencilla que la complacían y la hacían pensar que su marido a veces parecía un niño; ella, que sí era niña, veía a su viejo marido como un niño dulce, distante y callado. Pero otras veces a Nicolás le daba por hablar torrencialmente y enganchaba en mal castellano una frase con otra formando trenes equívocos y vertiginosos, y entonces Blanca sentía temor y trataba de escampar, bajo un hermetismo de paraguas negro, de esa lluvia de sílabas que le anegaban el alma. A trancones y arrastrando demasiado las erres él le jura amor eterno, la acorrala con promesas de felicidad, la asusta con expresiones de celos e interrogatorios sin fin. La ahoga en el verbo: Ya basta, Nicolás, no resisto una palabra más, suplica ella en un susurro y así logra que a aquel mirto regrese el silencio pacificador. La amabilidad del mediodía vuelve a extenderse en torno a ellos y las piezas sueltas del universo encajan en su lugar, sin forcejeos ni resabios. Y en este punto de sus vidas se encuentran ahora que descansan bajo el mirto, o al menos eso cree Blanca, porque en cuanto a Portulinus, Portulinus anda a la deriva, muy cerca y a la vez muy lejos. Portulinus piensa: Blanca está al acecho. Si los inmensos ojos de Blanca no lo escrutaran él podría hacer su memento, pero ella, que vigila, le impide navegar a sus anchas por el mar de sus cavilaciones. En lengua alemana y para sus adentros, Portulinus ruega que Blanca deje libre el espacio que él necesita para moverse y que no acapare el aire que él quisiera respirar, que no se adueñe de todas sus dudas ni pretenda amaestrar sus pensamientos, y es que Portulinus está y no está con Blanca bajo aquel mirto durante el mediodía plácido de Sasaima, porque dentro de él cada cosa ha comenzado a duplicar y a triplicar su propio significado. El aire en torno suyo se ha cargado de ofuscamiento y se ha vuelto espeso; lo que su cabeza sueña se va apoderando poco a poco de lo que está allá afuera, y en medio de la naturaleza radiante y verde del trópico aparecen ante él, pálidas y nocturnales, unas ruinas griegas que nada tienen que ver con el estar aquí ni con el ser ahora, y que son las mismas ruinas griegas con las que soñara la noche anterior, y la otra y la otra, remontándose en un continuo delirio hasta las brumas de su adolescencia. ¿Qué estoy haciendo yo en medio de estas ruinas ominosas, desde cuándo se desdibujan los colores, por qué me pierdo en borrones de sangre, de quién es toda esta sangre que resbala por la fría lisura del mármol y por qué está herido aquel muchacho, qué hace entre las ruinas y por qué sangra, si es intocable y etéreo, si se llama Farax y sólo en mis noches existe, si este Farax, dulce y herido, habita desde siempre en el registro de mi memoria? Blanca sospecha que tras la aparente calma de Nicolás se están agitando sentimientos terribles y sus ojos se vuelven inmensos para escrutarlo, se vuelven intensos para impedirle el escape, le piden que por favor, por lo que más quiera, pronuncie palabras que sean sensatas y comedidas, que se abstenga de las demasiadas palabras y de las que tienen mil significados en vez de uno solo, como Dios manda. Háblame de cosas y no de fantasmas, le ruega Blanca a su marido, sin entender que él merodea por unas ruinas donde cosas y fantasmas son la misma cosa. ¿Me amas, dulce Blanca mía?, le pregunta Portulinus y ella le asegura que sí, Ya te dije que sí, que te amo hasta el sufrimiento, se lo asegura muchas veces sin entender que lo que a él le inquieta es otra duda. Él quisiera, él necesita, pedirle que se aleje un poco: Apártate, mujer, déjame que sueñe solo, no menciones este árbol que está aquí y este sol que calienta ahora, no me aprisiones, te lo ruego, de este lado de acá, porque mi alma ya alzó el vuelo hacia la otra parte. Eso es lo que quisiera decirle pero le suplica todo lo contrario, que también es cierto: No te alejes, Blanca mía, que sin ti no soy nadie. Y no es la cabeza reseca y reloca de Portulinus la única que se disocia; es sobre todo la propia realidad, con el ambiguo peso de su doble carga.

Dice Aguilar: intento meter el brazo entre el lodazal de la locura para rescatar a Agustina del fondo, porque sólo mi mano puede jalarla hacia afuera e impedir que se ahogue. Eso es lo que debo hacer. O quizá no, quizá lo acertado sea precisamente lo contrario, dejarla quieta, permitirle que vaya saliendo ella sola. He amado mucho a Agustina; desde que la conozco la he protegido de su familia, de su pasado, de su propia estructura mental. ¿La he apartado de sí misma? ¿Me odia por eso, y ésa es la razón por la cual ahora ni se encuentra ni me encuentra? Pretendo librarla de su tormento interior al precio que sea, negándome a aceptar la posibilidad de que en este momento para ella sea mejor su adentro que su afuera; que tras los muros de su delirio, Agustina celebre fiestas. Aguilar llega al apartamento y lo encuentra tan silencioso que hasta los pensamientos se oyen volar. Sentada frente a la ventana, Agustina mira hacia afuera con un aire tan perdido que parece existir allá, en ese punto de fuga hacia donde dirige la mirada, y no entre esas cuatro paredes que los encierran. Aguilar la mira y recuerda una frase hecha que de golpe cobra significado: la bella indiferencia de las histéricas. Agustina está callada e indiferente, como casi siempre en estos días en que se ha ido deshaciendo del lenguaje como quien se quita un adorno superfluo. La tía Sofi le cuenta a Aguilar que horas atrás la acompañó a lavarse el pelo con champú de manzanilla y que luego, al ver con cuánta tranquilidad se lo secaba con cepillo y secador, la dejó un momento sola mientras trajinaba un poco en la cocina. Minutos después echó de menos el ruido del secador, subió para ver qué pasaba y se la encontró sentada donde está ahora, alelada, inmóvil como una estatua, con el pelo a medio secar. Dice Sofi que eso debió ser hacia las cinco de la tarde, y que desde entonces ni se ha movido ni ha abierto la boca. Aguilar le suplica una y otra vez a Agustina que le diga algo, una palabra siquiera, pero es inútil; entonces me siento a su lado, la imito en eso de atontarse mirando hacia el vacío y al cabo de un rato ella abre la boca y me muestra su lengua: la tiene horriblemente lastimada, en carne viva, como si se la hubiera quemado. Al ver aquello me sale de la garganta una especie de aullido que hace que la tía Sofi se alarme y acuda. Aparentando tranquilidad —no sé de dónde saca tanto aplomo esta señora— examina detenidamente la ulcerada lengua de Agustina, dice que la panela rallada es lo único que sirve para sanar las heridas en el interior de la boca y trae un poco en un plato. Agustina saca su lengua malherida y se deja poner la panela con docilidad de animalito apaleado, pero por mucho que le pregunto cómo se hizo semejante barbaridad, no explica nada. La tía Sofi se disculpa ante mí por lo que llama su imperdonable descuido, Es que si la hubieras visto en el baño unos minutos antes haciéndose el blower como si nada, me explica, como si arreglarse el pelo fuera la cosa más natural, como si esta noche saliera a cenar o al cine, como si no estuviera enferma ni tramara martirizarse a sí misma tan pronto yo volteara la espalda… Interrumpo en seco a la tía Sofi porque una duda funesta me cruza por la mente: ¿Agustina habrá mascado vidrio? ¡Por Dios! ¿Habrá comido vidrio y estará rota también por dentro? No, asegura la tía Sofi, serénate, Aguilar; la lengua está muy fea pero no está cortada, no sangra, parece más bien quemada. Pero ¿con qué? ¿Con qué pudo quemarse de esa manera brutal? No puedo más. Necesito esconderme en el baño, a llorar un rato. A llorar sin parar durante un día, dos, tres. Desde que se lastimó la lengua, Agustina ni puede hablar ni puede probar bocado, así que su único alimento ha sido el Pedyalite, un suero fisiológico que se les da a los niños deshidratados. Pero hoy ni siquiera eso acepta. Con un vaso de suero en la mano, Sofi le ruega que se tome un sorbo pero Agustina hace de cuenta que no la escucha y ante la excesiva insistencia, aparta el vaso con un gesto brusco, luego se me acerca y bregando a pronunciar las palabras pese a su lengua hinchada, me dice Este Pedyalite amarillo no me gusta, Aguilar, quiero ese rosado que viene con sabor a cereza. No me hagas reír, Agustina, le digo, y es verdad que me estoy riendo como no me reía desde el domingo en que empezó todo esto, y pese al horror y al sobresalto que me ha producido la incomprensible manera como se ha dañado la lengua, me sigo riendo, a solas, mientras camino hasta la farmacia a comprarle el suero rosado con sabor a cereza, y es que en ciertos momentos excepcionales, a veces en medio de las peores crisis, la normalidad parece apiadarse de nosotros y nos hace breves visitas. El martes pasado, por ejemplo, Agustina y Aguilar, después de sobrevivir a un par de días atroces, tuvieron un rato de calma. Fue sólo un rato, cuenta Aguilar, pero fue bendito. Hacia las siete de la noche yo ya había terminado de hacer los repartos del día y entré al apartamento con el alma en la boca y sin saber cómo iba a encontrarla a mi llegada, y muy para mi sorpresa no me recibió ni la indiferencia de sus rezos ni la iracundia de sus ataques, sino un tibio olor a comida que empañaba los vidrios de la cocina. Y en medio de aquel olor, una Agustina de expresión juvenil y despreocupada preparaba una sopa sobre la estufa y me decía, como si nada, Es una sopita de verduras, Aguilar, a ver si te gusta. Sólo esa frase, que desde el martes me repito como si fuera un mantra, es una sopita de verduras, a ver si te gusta. Dice Aguilar que cuando la escuchó se quedó ahí parado, paralizado por la sorpresa, sin atreverse a mover por temor a que se esfumara esa cotidianidad prodigiosa y limpia de angustia que volvía a visitar su casa por primera vez después de tantos días; sin abrazar a Agustina por temor a merecer su rechazo y al mismo tiempo temiendo que se le destemplara el ánimo si no la abrazaba; sin contarle de su rutina con los repartos del día para evitar que saliera el tema de la señora de Quinta Camacho, una persona amable que vive sola con su cocker spaniel y que todos los meses llama para encargarle un bulto de Purina, y con quien Aguilar jamás ha cruzado algo distinto de un gracias, por parte de ella, cuando le entrega el pedido y otro gracias por parte de él cuando la señora le entrega el dinero, y que sin embargo, dice Aguilar que no sabe cómo, se fue convirtiendo para Agustina en fuente de sospechas sobre mi fidelidad conyugal; todo esto antes del episodio oscuro, claro está, me refiero a escenas de celos y a peleas tontas que hasta hace poco formaban parte de nuestra vida de pareja y que a mí me aburrían a morir, y que sin embargo ahora añoro. Así que el martes, cuando encontré a Agustina preparándome una sopa de verduras me quedé parado en medio de la cocina sin hacer nada, reteniendo en la mano el paquete de Almacenes Only con la media pantalón en tono velvet black que la tía Sofi me pidió por el beeper, como alimentándome de esa calma prodigiosa que en cualquier momento habría de acabarse para no regresar hasta quién sabe cuándo, y fue la propia Agustina quien primero habló para preguntarme que si estaba cansado por qué no me daba un baño mientras ella terminaba de cocinar, y me lo dijo en el mismo tono de no hay problema que solía tener antes de que todo esto empezara. Subí a ducharme tal como me había indicado y me quedé esperando en la habitación, en silencio y temblando de expectativa, hasta que ella me llamó; me llamó por mi nombre, es decir por mi apellido, con un grito que casi se podría decir alegre. Ya está la sopa, Aguilar, gritó ella desde la cocina y Aguilar bajó despacio, escalón por escalón para no romper el hechizo, ella sirvió tres platos, uno para él, otro para Sofi y otro para ella misma, los puso sobre la mesa con pan francés caliente, se sentaron y comieron en silencio. Pero fue un silencio sin reproches ni tensiones, un silencio reposado y benigno que me hizo creer que estábamos superando la crisis, que ya debíamos estar casi al otro lado, que Agustina se estaba curando de lo que fuera que le había dado, y un poco más tarde ella se metió en la cama a mi lado, entreveró sus piernas con las mías, prendió el televisor y dijo Qué bueno, están dando El Chinche, hace mucho no lo veo, y empezó a reírse del gracejo de alguno de los personajes y yo me reía también, con cautela, atento a cualquier señal, a cualquier cambio, recordando que hace unos meses me habría incomodado que me interrumpiera la lectura prendiendo el televisor, no se lo hubiera dicho pero ciertamente me habría incomodado, más aún si se trataba de un programa tonto como El Chinche, y pensar que ese mismísimo gesto que antes me molestaba ahora me devolvía a la vida, como si la vida no necesitara ser más que eso, como si con los chistes del Chinche bastara, y como ella seguía tranquila me sorprendí a mí mismo dispuesto a arrodillarme para ofrecer acción de gracias, y lo hubiera hecho si hubiera sabido a cuál dios se le debía el milagro. Agustina miraba el televisor y Aguilar, que la miraba a ella, comprobaba que su cara volvía a ser familiar y volvía a ser bella, como si por fin se disipara la mala niebla. Pero cuando se acabó El Chinche y Aguilar le preguntó si quería que apagara ya el televisor, sintió que ella volvía a mirarlo con expresión vacía y supo que aquella tregua había llegado a su fin. Y es que el rostro de mi mujer ha cambiado desde que está enferma, para utilizar una expresión que en estos días le he oído atribuirse a sí misma. Añoro su mirada burletera de niña echada a perder, esa que tanto me perturbó la primera vez que la vi, a la salida del cineclub, y que me llevó a soltarle una frase muy de proleto que de no haber sido ingenuo no habría pronunciado, Tienes unos ojos enormes de niño famélico, le dije dándole pie para que ironizara durante una semana entera, pero a fin de cuentas la frase no era tan desacertada y por momentos vuelve a tenerlos, vuelve a tener ojos de niño famélico, pero sólo por momentos, porque cuando me mira sin verme siento que ya no le quedan pestañas, ni retina, ni iris, ni párpados, y que en cambio sólo le queda el hambre; un hambre feroz que no puede ser saciada. A Agustina, mi bella Agustina, la envuelve un brillo frío que es la marca de la distancia, la puerta blindada de ese delirio que ni la deja salir ni me permite entrar. Ahora tiene un gesto permanente como de pelo en el plato, un rictus que es al mismo tiempo de sorpresa y de asco; el reverso de una sonrisa, el aleteo de un desengaño. Y yo me pregunto hasta cuándo.

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